La Celestina: Razones 10
El señor Foulché-Delbosc, por su parte, ha hecho notar la semejanza del conjuro de Celestina con el de la hechicera de Valladolid, en un célebre episodio del Laberinto, que está imitado principalmente de Lucano. Hay coincidencias verbales: «Heriré con luz tus carceres tristes y escuras» (Celestina.)
E con mis palabras tus fondas cavernas
De luz sempiterna te las feriré.
(Juan de Mena.)
En las octavas acrósticas del principio hay versos copiados del Laberinto, v. gr.:
Puede añadirse otra reminiscencia evidente del aucto I: «Mucho seguro es la mansa pobreza.»
No ha sido reparada hasta hoy, aunque me parece obvia o innegable, la imitación de cierto tratadillo del amor que compuso, siendo estudiante, el famoso Alfonso Tostado de Madrigal, bien conocido después como fecundo autor de obras de muy diverso linaje. Ni aun en esta que parece tan liviana prescinde enteramente del método escolástico. Dos son las conclusiones que propugna el Tostado: Primera, «ser necesario los omes amar a las mujeres». Segunda, «que es necesario al que ama que alguna vez se turbe», es decir, se trastorne y salga de seso. El autor habla por propia experiencia y dirigiéndose a un condiscípulo: «Hermano, reprehendiste me porque amor de muger me turbó o poco menos desterró de los términos de la razon, de que te maravillas como de nueva cosa... E por cierto non me pesa porque amé, aunque dende non me vino bien, si non que me certifiqué de cosa que me era dubdosa, e acrecenté en saber por verdadera espirencia. E por esto me pena en mayor grado el amor, que es a mí nueva disciplina, como acaesce a los que son criados libres e delicadamente, o despues vienen a servidumbre.» Los argumentos son vulgarísimos, y están confirmados con muchas historias: Sansón, David, Salomón, Tereo, Tiestes, Píramo y Tisbe, Scila, Medea, Tamar, Fedra, Deyanira y otras varias; erudición muy semejante a la que gastan los personajes de la Celestina. Toda la doctrina del Tractado puede decirse que está compendiada en estas palabras del acto primero: «Has de saber, Pármeno, que Calisto anda de amor quexoso; e no le juzgues por esso por flaco, que el amor impervio todas las cosas vence; e sabe, si no sabes, que dos conclusiones son verdaderas. La primera, que es forçoso el hombre amar a la muger, e la muger al hombre. La segunda, que el que verdaderamente ama, es necesario que se turbe con la dulçura del soberano deleyte que por el hazedor de las cosas fue puesto porque el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo qual peresceria.»
Aquí están literalmente transcriptas las dos conclusiones del Tostado y uno de sus principales argumentos: «E ciertamente, para sustentacion del humanal linaje, este amor es nescesario por esto que diré. Cierto es que el mundo perescería si ayuntamiento entre el ome y la muger non oviese, e pues este ayuntamiento non puede aver efecto sin amor de amos, siguesse que necesario es que amen.» Se ve que la madre Celestina era tan puntual en sus citas como un erudito profesional: nunca pensaría el Abulense en tener tan rara casta de discípulos y lectores.
Fernando de Rojas, como otros grandes ingenios, se asimilaba rápida y fácilmente todo lo que leía. La lamentación de Pleberio después de la muerte de Melibea tiene su indudable modelo en el llanto de la madre de Leriano con que termina la Cárcel de Amor. La situación es casi idéntica, pero no era menester que lo fuesen tanto las palabras. En la novela de Diego de San Pedro, leemos: «¡O muerte, cruel enemiga, que ni perdonas los culpados ni asuelves los inocentes!... Más razón avia para que conservases los veynte años del hijo moço, que para que dexases los sesenta de la vieja madre. Por qué volviste el derecho al revés? Yo estava harta de estar viua y él en edad de beuir...» Y en la Celestina: «O mi hija e mi bien todo! Crueldad sería que biua yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veynte. Turbóse la orden del morir con la tristeza que te aquexava. O mis canas, salidas para aver pesar! Mejor gozara de vosotras la tierra que de aquellos ruvios cabellos que presentes veo.» Apresurémonos a advertir que cada una de las dos lamentaciones tiene sus bellezas propias: la de la madre de Leriano es más sobria, más concentrada, más clásica y emplea con fortuna el elemento sobrenatural de los agüeros y presagios. La de Pleberio, cercenadas las pedanterías que la deslucen por culpa del Petrarca, tiene todavía más fuerza patética y llega a lo sublime del sentimiento en dos o tres rasgos.
No faltará quien tache de vano alarde de investigación todo lo que voy escribiendo sobre los orígenes de la Celestina. El método histórico comparativo, lento y minucioso de suyo, tiene pocos prosélitos en España. Por no someterse a su rígida disciplina, que requiere como auxiliares otras muchas si ha de convertirse en hábito constante del espíritu, suelen perderse los esfuerzos de nuestra crítica en vagas consideraciones de estética superficial o de psicología recreativa. Y sin embargo, ¿puede haber cosa más interesante que seguir paso a paso la elaboración de una obra de genio en la mente de su autor; asistir si es posible a la creación de sus figuras; deslindar los elementos que por sabia combinación o por genial y súbita reminiscencia se concertaron para formar un nuevo tipo estético? Y si se trata de un personaje como el bachiller Fernando de Rojas, que no ha dejado detrás de sí más que su nombre y el eco de su voz, todos los medios de indagación parecen pocos para descifrar el enigma de su genio. Bien lejos estoy yo ni de intentarlo siquiera, pero abriré camino a los que vengan después, sin temor a las detracciones de los críticos amenos, ni de los impresionistas, ni de los trascendentales.
Ni la naturaleza ni el arte proceden por saltos. Todo se une, todo se encadena en la historia literaria; no hay antecedente pequeño ni despreciable; no hay obra maestra que no esté precedida por informes ensayos, y no sugiera, a quien sabe leer, un mundo de relaciones cada vez más complejas y sutiles. Los más grandes ingenios son los que han imitado a todo el mundo: Shakespeare, Lope de Vega, Moliére, deben a sus predecesores la primera materia de sus obras, y algo más que la primera materia. No hay producción humana sobresaliente y dominadora que no sea la resultante de fuerzas que han trabajado en la oscuridad durante siglos. Ni Dante, ni el Ariosto, ni Cervantes, ni Goethe, se eximen de esta ley. Su grandeza procede de la misma amplitud, vasta y luminosa, de su genio, que da hospitalaria acogida a todas las manifestaciones precedentes en su raza, en su pueblo, en su siglo, en la humanidad entera.
No podríamos, sin nota de exageración, aplicar tales conceptos al bachiller Fernando de Rojas, que ni por la elevación ni por la fecundidad de su obra está a la altura de los colosos citados. Pero en su obra solitaria, concebida y escrita antes de la madurez del arte, demostró tales condiciones, que nadie en el siglo XV mereció en tanto grado como él la calificación de grande artista literario. La Celestina no es un libro peculiarmente español: es un libro europeo, cuya honda eficacia se siente aún, porque transformó la pintura de costumbres y trajo una nueva concepción de la vida y del amor.
Bellamente lo dijo Gervinus en su Historia de la poesía alemana: «Esta obra marca propiamente la hora natal del drama en los pueblos modernos. No es, en verdad, un drama perfecto en la forma, sino una novela dramática en veintiún diálogos; pero si prescindimos de la forma exterior, es una acción dramática admirablemente trazada y desenvuelta, con reflexiva conciencia de la verdad poética, y con tal maestría para caracterizar a todos los personajes, que en vano se buscará nada que se le parezca antes de Shakespeare. Mucho del contenido de Romeo y Julieta se halla en esta obra, y el espíritu según el cual está concebida y expresada la pasión es el mismo.»
Profunda verdad encierran las palabras de Gervinus. Calisto y Melibea es el drama del amor juvenil, casi infantil, menos casto que el de Romeo y Julieta en palabras y situaciones, pero no menos apasionado y candoroso que el de los inmortales amantes de Verona. No es la Celestina obra picaresca, ni quién tal pensó, sino tragicomedia, como su título definitivo lo dice con entera verdad; poema de amor y de exaltación y desesperación; mezcla eminentemente trágica de afectos ingenuos y poco más que instintivos, y de casos fatales que vienen a torcer o a interrumpir el desatado curso de la pasión humana y envuelven a los dos amantes en una catástrofe que no se sabe si es expiación moral o triunfante apoteosis.
¡Poder inmenso el de la sinceridad artística! Las bellezas de esta obra soberbia son de las que parecen más nuevas y frescas a medida que pasan los años. El don supremo de crear caracteres, triunfo el más alto a que puede aspirar un poeta dramático, fue concedido a su autor en grado tal, que no parece irreverente la comparación con el arte de Shakespeare. Figuras de toda especie, aunque en corto número, trágicas y cómicas, nobles y plebeyas, elevadas y ruines; pero todas ellas sabia y enérgicamente dibujadas, con tal plenitud de vida que nos parece tenerlas presentes.
El autor, aunque pretenda en sus prólogos y afecte en su desenlace cumplir un propósito de justicia moral, procede en la ejecución con absoluta objetividad artística, se mantiene fuera de su obra; y así como no hay tipo vicioso que le arredre, tampoco hay ninguno que en sus manos no adquiera cierto grado de idealismo y de nobleza estética. Escrita en aquella prosa de oro, hasta las escenas de lupanar resultan tolerables. El arte de la ejecución vela la impureza, o más bien impide fijarse en ella. La misma profusión de sentencias, aforismos y citas clásicas; aquella especie de filosofía práctica difundida por todo el diálogo; aquella buena salud intelectual que el autor seguramente disfrutaba, y de la cual, en mayor o menor grado, hace disfrutar a sus personajes más abyectos, salva los escollos de las situaciones más difíciles y no consienten que ni por un solo momento se confunda esta joya con otros libros torpes y licenciosos, que son pestilencia del alma y del cuerpo. Digno será de lástima el espíritu hipócrita o depravado que no comprenda esta distinción.
Y en la parte seria de la obra, poco estudiada y considerada hasta nuestro tiempo, ¡con qué poesía trató el autor lo que de suyo es puro y delicado! Para encontrar algo semejante a la tibia atmósfera de noche de estío que se respira en la segunda escena del jardín hay que recordar el canto de la alondra de Shakespeare o las escenas de la seducción de Margarita en el primer Fausto. Hasta los versos que en ese acto de la Celestina se intercalan:
¡Oh, quién fuera la hortelana
De aquestas viciosas flores!...
tienen un encanto y un misterio líricos, muy raros en la poesía de los cancioneros del siglo XV.
Tres cosas hay que considerar principalmente en la Celestina: los caracteres, la invención y composición de la fábula y, finalmente el estilo y lenguaje. Algo diremos puntos, sin someternos a un orden sobre cada uno de estos rigurosamente escolástico.
Sobre todos los personajes descuella la vieja Celestina, hasta el punto de haber impuesto nuevo título a la tragicomedia, contra la voluntad de su autor, y haber convertido su nombre propio en apelativo, dando una nueva palabra a nuestro idioma. La excelencia del tipo fue reconocida ya por el autor del Diálogo de la lengua:
Martio. - «¿Quáles personas os parecen que stan mejor exprimidas?
Valdés.- La de Celestina, sta, a mi ver, perfetísima en todo quanto pertenece a una fina alcahueta.»
Este juicio de la crítica antigua es atinado, pero insuficiente. Celestina no es una alcahueta vulgar como la Acanthis de Propercio o la Dipsas de Ovidio. Tipos de lenas finamente representados hay en la comedia latina y en muchas obras cómicas y novelescas del siglo XVI italiano. En Francia es célebre la Macette de una de las sátiras de Regnier. Y de nuestra casa no hablemos, porque las hijas, sobrinas y herederas de Celestina fueron tantas que por sí solas forman una literatura en que hay cosas muy dignas de alabanza bajo el aspecto formal. Todas esas copias son muy fieles al modelo, y, sin embargo, ninguna de ellas es Celestina, ninguna tiene su diabólico poder ni su satánica grandeza. Porque Celestina es el genio del mal encarnado en una criatura baja y plebeya, pero inteligentísima y astuta, que muestra en una intriga vulgar, tan redomada y sutil filatería, tanto caudal de experiencia mundana, tan perversa y, ejecutiva y dominante voluntad, que parece nacida para corromper el mundo y arrastrarle, encadenado y sumiso, por la senda lúbrica y tortuosa del placer. «A las duras peñas promoverá e provocará a luxuria si quiere», dice Sempronio.
En lo que pudiéramos llamar infierno estético, entre los tipos de absoluta perversidad que el arte ha creado, no hay ninguno que iguale al de Celestina, ni siquiera el de Yago. Ambos profesan y practican la ciencia del mal por el mal; ambos dominan con su siniestro prestigio a cuantos les rodean, y los convierten en instrumentos dóciles de sus abominables tramas. Pero hay demasiado artificio teatral en los crímenes que acumula Yago, y ni siquiera su odio al género humano está suficientemente explicado por los leves motivos que él supone para su venganza. En Celestina todo es sólido, racional y consistente. Nació en el más bajo fondo social, se crió a los pechos de la dura pobreza, conoció la infamia y la deshonra antes que el amor, estragó torpemente su juventud y las ajenas, gozó del mundo como quien se venga de él, y al verse vieja y abandonada por sus galanes vendió su alma al diablo, cerrándose las puertas del arrepentimiento.
Y no se tengan por pura metáfora estas últimas expresiones. Hay en Celestina un positivo satanismo, que también apunta en el Yago de Shakespeare. No importa que el bachiller Rojas creyese o no en él. Basta que lo haya expresado con eficacia poética. Es cierto que por boca de Pármeno se burla del ajuar y laboratorio de la hechicera. «Tenía huessos de coraçon de cieruo, lengua de bíuora, cabeças de codornizes, sesos de asno, tela de cauallo, mantillo de niño, haua morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de yedra, spina de erizo, pie de texon, granos de helecho, la piedra del nido del aguila, e otras mill cosas. Venian a ella muchos hombres e mugeres; e a unos demandaua el pan do mordian; a otros de su ropa; a otros de sus cabellos; a otros pintaua en la palma letras con azafran; a otros, con bermellon; a otros daua unos coraçones de cera llenos de agujas quebradas, e otras cosas en barro o en plomo fechas, muy espantables al ver. Pintaua figuras, dezia palabras en tierra; ¿quién te podra dezir lo que esta vieja hazia? e todo era burla e mentira.»
Puede creerse también que la misma Celestina habla en burlas cuando hace aquel donoso panegírico de las virtudes de la madre de Pármeno: «O qué graciosa era! o qué desembuelta, limpia, varonil, tan sin pena ni temor se andaua a media noche de cimenterio en cimenterio, buscando aparejos para nuestro oficio, como de dia; ni dexaua cristianos, ni moros, ni judios, cuyos enterramientos no visitaua; de dia los acechaua, de noche los desenterraua. Assi se holgaua con la noche escura, como con el día claro; dezia que aquella era capa de pecadores... Pues entrar en un cerco mejor que yo e con más esfuerço? aunque yo tenia harta buena fama, más que agora, que por mis pecados todo se oluidó con su muerte; ¿qué más quieres, sino que los mesmos diablos le auian miedo? atemorizados y espantados los tenía con las crudas bozes que les daua; assi era dellos conocida como tú en tu casa; tumbando venían unos sobre otros a su llamado; no le osauan dezir mentiras, segun la fuerça con que los apremiaua; despues que la perdí, jamás les oy verdad» (Aucto VIII).
Podía Celestina, para deslumbrar a los imbéciles y acrecentar los medros y ganancias de su oficio, fingir un poder sobrenatural que no poseía. Pero hay pasajes en que no cabe esta interpretación, porque son monólogos y apartes de la misma Celestina, que revelan con sinceridad sus más escondidos pensamientos: «Todos los agüeros se adereçan favorables, o yo no sé nada desta arte (ya diciendo al acercarse a casa de Melibea)... La primera palabra que oy por la calle fue de achaque de amores; nunca he tropeçado como otras vezes. Las piedras parece que se apartan e me fazen lugar que passe; ni me estoruan las faldas, ni siento cansancio en andar; todos me saludan; ni perro me ha ladrado, ni aue negra he visto, tordo ni cueruo, ni otras noturnas» (Aucto IV).
Y aún es más singular lo que pasa en la conversación con la pobre doncella. De vez en cuando, Celestina, para cobrar ánimos, invoca por lo bajo la asistencia del demonio: «Por aquí anda el diablo, aparejando oportunidad, arreziando el mal a la otra. Ea, buen amigo, tener rezio; agora es mi tiempo o nunca; no la dexes, lleuamela de aquí a quien digo...» «En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro; ea, pues, bien sé a quien digo; ce, hermano, quese va todo a perder.» ¿Y puede darse más efusiva acción de gracias al enemigo malo que el soliloquio con que principia el aucto V? «O diablo a quien yo conjuré! cómo cumpliste tu palabra en todo lo que te pedí! en cargo te soy; assi amansaste la cruel hembra con tu poder, e diste tan oportuno lugar a mi habla quanto quise, con la absencia de su madre... O serpentino azeyte! o blanco hilado! cómo os aparejastes todos en mi fauor! o yo rompiera todos mis atamientos hechos e por hazer, ni creyera en yeruas, ni piedras, ni en palabras.»
Estos pasajes son terminantes: el autor quiso que Celestina fuese una hechicera de verdad y no una embaucadora. Ciertos rasgos que en la Tragicomedia sorprenden y pueden parecer falta de arte, sobre todo la rápida y súbita conversión del ánimo de Melibea, que hasta entonces no ha manifestado la menor inclinación a Calisto y que tanto se enfurece cuando la vieja pronuncia por primera vez su nombre, sólo pueden legitimarse admitiendo que Melibea, al caer en las redes de la pasión como fascinado pajarillo, obedece a una sugestión diabólica. Ciertamente que nada de esto era necesario: todo lo que pasa en la Tragicomedia pudo llegar a término sin más agente que el amor mismo, y quizá hubiera ganado este gran drama realista con enlazarse y desenlazarse en plena realidad. Pero el bachiller Rojas, aunque tan libre y desenfadado en otras cosas, era un hombre del siglo XV y escribía para sus coetáneos. Y en aquella edad todo el mundo creía en agüeros, sortilegios y todo género de supersticiones, lo mismo los cristianos viejos que los antiguos correligionarios de Rojas, como en el monstruoso proceso del Santo Niño de la Guardia puede verse. La parte sobrenatural de la Celestina es grave y trágica; nada tiene de comedia de magia. Prepara el horror sombrío de la catástrofe e ilumina el negro fondo de una conciencia depravada, que pone a su servicio hasta las potestades del Averno. «La figura demoníaca y gigantesca de Celestina, verdadera y propia heroína del libro (ha dicho el traductor alemán E. de Bülow) no tiene, a lo que recuerdo, término de comparación en toda la moderna literatura, y bastaría por sí sola para marcar a su creador con el sello de los grandes poetas.»
Estas representaciones del mal llevado al último límite que llaman los estéticos «sublime de mala voluntad, ofrecen para el artista no menores escollos que la representación de la pura santidad, aunque por opuesto estilo. Nadie los ha vencido tan gallardamente como Rojas, en cuya obra Celestina es constantemente odiosa, sin que llegue a ser nunca repugnante. Es un abismo de perversidad, pero algo humano queda en el fondo, y en esto a lo menos lleva gran ventaja a Yago. La lucidez de su inteligencia es pasmosa, y la convierte a veces en el más singular de los diablos predicadores. Si sus intenciones son abominables, sus palabras suelen ser sabias, y no siempre miente su lengua al proferirlas. De sus dañadas entrañas nacen los pérfidos consejos, las insinuaciones libidinosas, la torpe doctrina que Ovidio quiso reducir a arte, y que ella predica a Pármeno y a Areusa con cínicas palabras. Pero no es ésa la noción del amor, que con suavidad y gota a gota va infiltrando en el tierno corazón de Melibea:
Melibea.- «Cómo dizes que llaman este mi dolor, que assi se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?
Celestina.- Amor dulce.
Melibea.- Esome declara qué es, que en solo oyrlo me alegro.
Celestina.- Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce e fiera herida, una blanda muerte».
De un modo habla a las nobles y castas y retraídas doncellas; de otro a las cortesanas atentas al cebo de la ganancia. Su ingenio, despierto y sagaz como ninguno, la hace adaptarse a las más varias condiciones sociales y penetrar en los recintos más vigilados y traspasar los muros más espesos. El sinnúmero de oficios menudos que ejerce, no ilícitos todos, la dan entrada franca hasta en hogares tan severos como el de Pleberio, a ella, vieja maestra de tercerías y lenocinios, encorozada y puesta en la picota por hechicera.
El poder de Celestina sobre cuantos la rodean consiste en que es un espíritu reflexivo y horriblemente sereno, en quien ninguna pasión hace mella, salvo la codicia sórdida, que es precisamente la causa de su ruina. Es la inteligencia sin corazón aplicada al mal con tan insistente brío que resultaría peligrosa su representación, si no apareciese templada por la propia indignidad de la persona (que la aleja de todo contacto con el lector honrado) y por los aspectos cómicos de su figura, que son fuente de inofensivo placer estético. No sabemos si el público la resistiría en escena: nos inclinamos a creer que no; pero en el libro es tan deseada su presencia como lo eran sus visitas por Calisto, y casi nos indignamos con la barbarie de Sempronio y su compañero, que atajaron en tan mala hora aquel raudal de castizos donaires y de elegantes y pulidas razones. Los discursos de Celestina contienen en sentenciosa forma una filosofía agridulce de la vida, en que no todo es falso y pecaminoso. Porque no sólo de amores es maestra Celestina, sino que con gran ingenio discurre sobre los males de la vejez, sobre los inconvenientes de la riqueza, sobre el ganar amigos y conservarlos, sobre las vanas promesas de los señores, sobre la tranquilidad del ánimo, sobre la inconstancia de la fortuna, y otros temas de buena lección y aprovechamiento, que no por salir de tales labios pueden menospreciarse. Claro es que la socarronería de la perversa vieja quita mucho de su gravedad y magisterio a estos aforismos; pero de aquí se engendra un humorístico contraste, y no es éste el menor de los méritos en la creación de este singular Séneca o Plutarco con haldas luengas, que parece una caricatura de los moralistas profesionales.
Elicia y Areusa son figuras perfectamente dibujadas, aunque episódicas en la Tragicomedia. Sirven para completar el estupendo retrato de Celestina, mostrando los frutos de su enseñanza. Ni ellas ni su maestra pertenecen al mundo triste y feo de la prostitución oficial y reglamentada, de las públicas mancebías, sobre las cuales guardan nuestros archivos concejiles tan peregrina cuanto lamentable documentación. Elicia y Areusa no son mozas del partido, sino «mujeres enamoradas, como por eufemismo se decía; que viven en su casa y guardan relativa constancia a sus dos amigos y los lloran con sincero duelo y procuran vengar su muerte. No tienen el sentimentalismo de las rameras de Terencio ni el ansia y la sed de ganancia que distingue a las de Plauto. Más verosímiles que las primeras, son menos abyectas que las segundas. No han pasado por la dura esclavitud, y en el arranque y la fiereza con que tratan a sus rufianes y en los rasgos de generosidad instintiva bien se muestran mujeres libres y españolas. Pero el autor no ha querido idealizarlas por ningún concepto. Son menos perversas que Celestina, porque son más jóvenes y están haciendo el aprendizaje del vicio. No llegarán nunca a su grandeza satánica, pero cuando la flor de su juventud se marchite, ellas heredarán los trebejos de la hechicera y conservarán la casilla de la cuesta del río, que «jamás perderá el nombre de Celestina». Porque Celestina es un símbolo, y Elicia y Areusa y Claudina nunca serán más que reflejos suyos, aunque alguna se atreva a usurpar su nombre.