La Celestina: Razones 11

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Los dos criados de Calisto tienen particular importancia en la historia de la comedia moderna, porque en ellos acaba la tradición de los Davos y los Siros, y penetra en el arte el tipo del fámulo libre, consejero y confidente de su señor, no sólo para estafar a un padre avaro dinero con que adquirir una hermosa esclava, sino para acompañar a su dueño en todos los actos y situaciones de la vida, alternando con él como camarada, regocijándole con sus ocurrencias, entremetiéndose a cada momento en sus negocios, adulando o contrariando sus vicios y locuras, haciendo, en suma, todo lo que hacen nuestros graciosos y sus similares italianos y franceses, derivados a veces de los nuestros.

Pero esta representación, que con el tiempo llegó a ser tan convencional, es en Rojas tan verídica como todo lo demás, si se tienen en cuenta las costumbres de su siglo y la intimidad en que vivían los grandes señores, no sólo con sus criados (palabra que tenía entonces más noble significación que ahora), sino con truhanes, juglares y hombres de pasatiempo.

Rojas, gran adivinador de las combinaciones escénicas, ha presentado por primera vez el paralelismo entre los amores de amos y criados, repetido luego hasta la saciedad en nuestras comedias de capa y espada. El apetito groseramente carnal de Pármeno y Areusa hace resaltar por el contraste la pasión, no ciertamente inmaculada ni casta, pero sí vehemente y tierna, de los protagonistas, que no sólo es impura llama de los sentidos, sino también amor de las almas y frenesí y delirio romántico, en que carne y espíritu padecen y gozan juntamente.

No hay personaje alguno de la Celestina, aunque rara vez aparezca, que no muestre propia e inconfundible fisonomía. La tienen hasta Sosia y Tristanico, los pajes que acompañan a Calisto, en su última e infausta visita al jardín de Melibea, muertos Pármeno y Sempronio. Nada digamos del rufián Centurio, que es el personaje más plautino de la pieza. Compárese con Pyrgopolinices, que le ha servido de original, y el personaje más antiguo parecerá una débil caricatura del más moderno. Y no porque le falte gracejo de muy buena ley. Las sales de Plauto no se reducen, como algunos piensan, a amontonar palabras sexquipedales y rimbombantes, que sólo pueden hacer reír a la inculta plebe:


Quemne ego servavi in campis Gurgustidoniis,
Ubi Bombomachides Cluninstaridysarchides
Erat imperator summus, Neptuni nepos?


(V. 13.15.)


Es de buen efecto cómico que el vanaglorioso capitán se haga referir sus soñadas proezas por su taimado siervo Artotrogo; pero en el desarrollo de esta idea se traspasan todos los límites de la verosimilitud. Citaré algo de la primera escena, aprovechando la ocasión para dar una breve muestra de la elegante traducción castellana de esta comedia, publicada en Amberes por autor anónimo en 1555:


Pyrgopolinices.- «Moços, poned diligencia en que mi coselete esté más claro y limpio que suelen estar los rayos del sol, quando es muy sereno, porque siendo necesario entrar en el campo, la mucha claridad y resplandor del acero quite la vista al enemigo, porque yo harto terné que hacer en consolar esta mi espada, que no se quexe y desespere, porque ha tantos días que la hago holgar, y que no saqué fruto de mis enemigos; pero ¿dónde está Artotrogo?


Artotrogo.- Aquí estoy, señor, cerca de vn varon fuerte y bien afortunado, y de una disposicion real, con el qual Marte, dios de las batallas, no osara competir ni comparar sus virtudes.


Pyrgopolinices.- ¿Cómo fue aquello del que salvé la vida en los campos Cutincalidonios, adonde era capitan general el gran nieto de Neptuno?


Artotrogo.- Muy bien me acuerdo; dizes lo, señor, por aquel de las armas de oro, cuyas batallas tú desbaratastes con solo tu soplo, como vn gran viento desbarata las ojas secas.


Pyrgopolinices.- Pues todo eso no es nada.


Artotrogo.- (Aparte.) No por cierto en comparacion de otras cosas que yo podría dezir que tú nunca heziste. Si uviere en el mundo quien aya visto otro más perjuro ni más lleno de vanaglorias que este hombre, téngame por esclavo perpetuo suyo.


Pyrgopolinices.- Oyes, ¿dónde estás?


Artotrogo.- Aquí estoy, señor, acordandome cómo en la India de una puñada quebraste un braço a vn elefante.


Pyrgopolinices.- ¿Qué dizes braço?


Artotrogo.- No sé qué dezir, señor, sino la espalda, y avn osaria jurar que si pusieras vna poca de más fuerça pasaras del braço al elefante por el cuero y por las entrañas, y se lo sacaras por la boca.


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Pyrgopolinices.- ¿Tienes ay libro de memoria?


Artotrogo.- ¿Quieres me preguntar algo? Sí tengo, y la punta para escrevir en él.


Pyrgopolinices.- ¡Qué graciosamente sabes aplicar tu ánimo a mi voluntad!


Artotrogo.- Conviene me tener muy conocidas todas tus costumbres, y que no ayas bien pensado la cosa quando ya yo esté contigo.


Pyrgopolinices.- Pues dime, ¿no te acuerdas?


Artotrogo.- Muy bien, señor, tengo en la memoria que en vn solo día matastes en Cilicia cient salteadores, y, ciento y cincuenta en Sicilia, y treynta en Cerdeña y sessenta en Macedonia.


Pyrgopolinices.- ¿Qué número de hombres será ese?


Artotrogo.- Siete mil.


Pyrgopolinices.- Tantos han de ser, muy buen cuenta tienes.


Artotrogo.- Pues no los escreví, pero acuerdo me muy bien dello.


Pyrgopolinices.- Por los dioses, que tienes excelente memoria.


Artotrogo.- El mantenimiento me la haze tener.


Pyrgopolinices.- Mientras hizieres lo que hasta aquí, nunca te faltará de comer ni yo te negaré mi mesa.


Artotrogo.- Pues quán mejor fue, señor, aquello de Capadocia, donde sí no tuvieras bota la espada, de un solo golpe mataras quinientos, y la gente de pie sí viniera fuera para ti poca presa. Pero para qué tengo de gastar tiempo en contar aquello que es tan notorio en el mundo, y que saben todos, que viue Pyrgopolinice en la tierra, varon excelentisimo en virtud, y gesto y hazañas. Todas las mugeres te aman, y con mucha razon, pues te ven tan fermoso. ¡O qué dezian aquellas que ayer me tirauan de la capa!


Pyrgopolinices.- ¿Qué te dixeron ayer, por mi vida?


Artotrogo.- Preguntauan me: ¿es este Achilles? Respondía yo: no, sino su hermano. Entonces la una dellas dixo: Por cierto muy fermoso me parece y muy bien dispuesto; mirad cómo le asientan bien los cabellos y la barba. ¡O quán venturosas son las que alcançaren su amor!


Pyrgopolinices.- ¿Mas de veras que assí lo dezian?


Artotrogo.- Antes entrambas me rogaron que tuviesse forma cómo passases oy por su calle.


Pyrgopolinices.- Tambien es gran pesadumbre ser vno demasiadamente gentil hombre.»


Enfrente de este figurón graciosamente descrito, pero imposible, pongamos algunas bravatas de nuestro Centurio, auténtico temerón y jayán del siglo XV, rebosando de aquella vida y fuerza cómica que al capitán del rey Seleuco, le falta:


Centurio.- «Mándame, tú, señora, cosa que yo sepa azer, cosa que sea de mi officio; vn desafio con tres juntos, e si más vinieren, que no huya por tu amor; matar vn hombre, cortar una pierna o braço; harpar el gesto de alguna que se aya ygualado contigo, estas tales cosas antes serán hechas que encomendadas. No me pidas que ande camino, ni que te dé dinero, que bien sabes que no dura conmigo, que tres saltos daré sin que me se cayga blanca... Las alhajas que tengo es el axuar de la frontera; vn jarro desbocado, vn assador sin punta; la cama en que me acuesto está armada sobre aros de broqueles; un rimero de malla rota por colchones; una talega de dados por almohada; que avnque quiero dar collacion, no tengo qué empeñar, sino esta capa harpada que traygo a cuestas...

Si mi espada dixesse lo que haze, tiempo le faltaria para hablar. ¿Quién sino ella pueblo los más cimenterios? ¿Quién haze ricos los cirujanos desta tierra? ¿Quién da contino que hazer a los armeros? ¿Quién destroça la malla muy fina? ¿Quién haze riga de los broqueles de Barcelona? ¿Quién reuana los capacetes de Calatayud sino ella? Que los caxquetes de Almazan assi los corta como si fuesen fechos de melon... Veynte años ha que me da de comer; por ella soy temido de hombres e querido de mugeres, sino de ti; por ella le dieron Centurio por nombre a mi abuelo, e Centurio se llamó mi padre, e Centurio me llamo yo.


Elicia.- Pues ¿qué hizo el espada por que ganó tu abuelo ese nombre? Dime, ¿por ventura fue por ella capitan de cient hombres?


Centurio.- No, pero fue rufian de cient mugeres.


Areusa.- No curemos de linage ni hazañas viejas; si has de hazer lo que te digo, sin dilacion determina, porque nos queremos yr.


Centurio.- Más desseo yo la noche, por tenerte contenta, que tú por verte vengada, e porque más se haga todo a tu voluntad, escoge qué muerte quieres que le dé; allí te mostraré un repertorio en que ay sietecientas e setenta species de muertes, verás quál más te agradare.


Elicia.- Areusa, por mi amor, que no se ponga este fecho en manos de tan fiero hombre; más vale que se quede por hazer, que no escandalizar la ciudad, por donde nos venga más daño de lo passado.


Areusa.- Calla, hermana; diganos alguna que no sea de mucho bullicio.


Centurio.- Las que agora estos días yo vso e más traygo entre manos son espaldarazos sin sangre, o porradas de pomo de espada, o revés mañoso; a otros agujero como harnero a puñaladas, tajo largo, estocada temerosa, tiro mortal. Algun dia doy palos por dexar holgar mi espada» (Aucto XVIII).


Este solo ejemplo mostrará cómo transforma Rojas sus originales hasta cuando más de cerca imita.

Si admirables son los personajes secundarios y cómicos de la Celestina, ¿qué diremos de la pareja enamorada, que en la historia de la poesía humana precede y anuncia a la de Verona? Nunca el lenguaje del amor salió tan férvido y sincero de pluma española como no fuese la de Lope de Vega en sus más felices momentos. Nunca antes de la época romántica fueron adivinadas de un modo tan hondo las crisis de la pasión impetuosa y aguda, los súbitos encendimientos y desmayos, la lucha del pudor con el deseo, la misteriosa llama que prende en el pecho de la incauta virgen, el lánguido abandono de las caricias matadoras, la brava arrogancia con que el alma enamorada se pone sola en medio del tumulto de la vida y reduce a su amor el universo, y sucumbe gozosa, herida por las flechas del omnipotente Eros. Toda la psicología del más universal de los sentimientos humanos puede extraerse de la tragicomedia de Rojas si se la lee con la atención que tal monumento merece. Por mucho que apreciemos el idealismo cortesano y caballeresco de don Pedro Calderón, ¡qué fríos y qué artificiosos y amanerados parecen los galanes y damas de sus comedias, al lado del sencillo Calisto y de la ingenua Melibea, que tienen el vicio de la pedantería escolar, pero que nunca falsifican el sentimiento! También Shakespeare pagó tributo al eufuismo, y en Romeo and Juliet muy particularmente; versos hay allí de innegable mal gusto, y alguno habremos de citar, pero ¿quién se acuerda de ellos, cuando la tormenta de la pasión estalla?

Retórica hay también en los personajes de Rojas, pero no toda retórica debe proscribirse en estos casos, porque el amor es retórico de suyo y se complace en devanear largamente sobre nonadas. No seré yo quien tache de afectación los cándidos extremos que hace Calisto cuando recibe el cordón de Melibea (aucto VI): «¡O mi gloria e ceñidero de aquella angélica cintura; yo te veo e no lo creo.! ¡O cordon, cordon, ¿fuésteme tú enemigo? Dilo cierto... Conjúrote me respondas, por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mí tiene... ¡O mezquino de mí! que assaz bien me fuera del cielo otorgado, que de mis braços fueras hecho e texido, e no de seda como eres, porque ellos gozaran cada día de rodear e ceñir con deuida reuerencia aquellos miembros que tú, sin sentir ni gozar de la gloria, siempre tienes abraçados...»

Involuntariamente se recuerda que también Romeo, en la escena del jardín, envidiaba el guante de su amada, porque podía tocar su mejilla. Otras expresiones de ambos mancebos se parecen de un modo extraordinario:


Sempronio.- «¿Tú no eres christiano?


Calisto.- ¿Yo? Melibeo so, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, e a Melibea amo.»


Romeo.- «¡Que me bauticen de nuevo; desde ahora no quiero ser Romeo!


Romeo, como envuelto en una intriga más complicada, es carácter más rico de matices, es también más lírico, romántico y soñador. Su lenguaje, constantemente figurado y poético, eleva el pensamiento a una esfera superior a la del puro realismo. Pero su amor carece de la virginidad del de Calisto, para el cual ni antes ni después de la posesión existe otra mujer que Melibea. Las primicias del alma de Romeo no pertenecen a Julieta, porque antes de ella ha amado a Rosalina con los mismos extremos y prodigando en honor suyo las mismas hipérboles. «¿Puede haber alguna más hermosa que mi amor? Ni aun el sol que lo ve todo ha visto otra igual desde que alumbra al mundo.» Pero un momento después, en la escena del baile, Julieta borra instantáneamente el recuerdo de Rosalina: «Esta sí que puede enseñar a las antorchas a arder. Resplandece sobre el oscuro rostro de la noche como rica joya en la oreja de un etiope. ¡Belleza demasiado rica para ser poseída, demasiado excelente para la tierra! Parece entre las otras damas como nívea paloma entre grajos. ¿Por ventura mi corazon ha amado hasta ahora? Negadlo con juramento, ojos míos, porque no he contemplado belleza verdadera hasta esta noche.» En el alma de Romeo, ardientemente apasionada como es, hay un germen de ligereza e inconstancia. Sin las nupcias sepulcrales sabe Dios cuál hubiera sido su fidelidad a Julieta, mientras de Calisto no podemos dudar que nació para servir a Melibea y ser suyo en vida y en muerte. Calisto no hubiera merecido nunca que Fr. Lorenzo le llamase, como llama a Romeo, «débil mujer con aspecto varonil, irracional furia de bestia.» En cambio Melibea y Julieta parecen de la misma familia: audaces, impulsivas las dos, cándidas en el desbordamiento de su pasión y marcadas por el sello de la fatalidad trágica desde el primer instante. En Julieta, el enamoramiento es todavía más súbito que en Melibea, y no necesita intervención de Celestinas, puesto que no puede calificarse de tal a su nodriza, que honradamente la presta lícitos aunque poco prudentes servicios. Basta que por primera vez se encuentren sus ojos con los de Romeo, a quien todavía no conoce ni de nombre, para que exclame: «Si es casado, el sepulcro será mi lecho de bodas.» Y cuando sabe que es un vástago del linaje de los Montescos, tan odiado por los suyos, parece que con terrible imprecación quiere atraer sobre sí los manes de la venganza: «¡Mi sólo amor, nacido de mi único odio! ¡Harto tarde te he conocido! Quiere mi negra suerte que consagre mi amor al único hombre a quien debo aborrecer»

Tanto en Romeo y Julieta como en la Celestina son dos las entrevistas amorosas, y hasta en el pormenor de la escala aplicada al muro se mantiene el paralelismo de las situaciones, en medio de la profunda diversidad moral con que Shakespeare y Rojas las interpretan. La doncella italiana pone su amor de acuerdo con la ley moral y canónica; la tempestuosa enamorada castellana procede como si ignorase tales leyes o se hubiese olvidado de su existencia. La primera es sin duda más ejemplar, y la emoción trágica que su fin produce no va mezclada con ningún pensamiento de torpeza o rebeldía, pues hasta del suicidio es casi irresponsable. Melibea, por el contrario, muere desesperada e impenitente: «¿Oyes lo que aquellos moços van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? rezando lleuan con responso mi bien todo; muerta lleuan mi alegria. No es tiempo de yo biuir» (Aucto XIX). «De todos soy dexada; bien se ha adereçado la manera de mi morir; algun aliuio siento en ver que tan presto seremos juntos yo e aquel mi querido e amado Calisto. Quiero cerrar la puerta, porque ninguno suba a me estoruar mi muerte; no me impidan la partida; no me atajen el camino, por el qual en breue tiempo podré visitar en este dia al que me visitó la passada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad; buen tiempo terné para contar a Pleberio, mi señor, la causa ya acordado fin. Gran sin razon hago a sus canas, gran offensa a su vejez; gran fatigale acarreo con mi falta; en gran soledad le dexo, pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi fabla eres testigo, vees mi poco poder; vees quán cativa tengo mi libertad; quán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto cauallero, que priua al que tengo con los biuos padres...» (Aucto XX).

Melibea no intenta justificar con sofismas su pasión culpable y desordenada; al contrario, acumula sobre su cabeza todos los males que resultaron de la muerte de Calisto, y se ofrece como víctima expiatoria de todos ellos: «Bien vees e oyes este triste e doloroso sentimiento que toda la ciudad haze; bien oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este strépito de armas; de todo esto fuy yo causa. Yo cobrí de luto e xergas en este dia quasi la mayor parte de la ciudadana caualleria; yo dexé muchos siruientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones e limosnas a pobres e enuergonçantes, yo fuy ocasion en que los muertos toviessen compañia del más acabado hombre que en gracias nascio; yo quité a los biuos el dechado de gentileza, de inuenciones galanas, de atauios e bordaduras, de habla, de andar, de cortesia, de virtud; yo fuy causa que la tierra goze sin tiempo el más noble cuerpo e más fresca juuentud que al mundo era en nuestra edad criada.»

El desenlace, pues, aunque éticamente condenable, es el único que podía tener el drama, so pena de degenerar en una aventura ridícula. ¿Quién concibe a Melibea sobreviviendo a Calisto? Estas grandes enamoradas no tienen más razón de existir que el amor mismo; llevan enclavado el dardo ponzoñoso de la venganza de Afrodita: «Su muerte conbida a la mia; conbidame a fuerça que sea presto, sin dilacion... E assi contentarte he en la muerte, pues no toue tiempo en la vida... ¡O padre mio muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada e penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos fagan nuestras obsequias.» (Aucto XX).

Grave reparo puso al carácter de Melibea Juan de Valdés, y por ser suyo no debe pasarse en silencio. Dice que la persona de Melibea pudiera estar mejor, porque «se dexa muy presto vencer, no solamente a amar pero a gozar del deshonesto fruto del amor.» Y ciertamente que es así, pero no sin circunstancias, unas muy humanas y otras diabólicas, que aceleren su caída y la expliquen dentro de la verisimilitud dramática. La misma Melibea ha contestado anticipadamente a su crítico: «Mi amor fue con justa causa: requerida e rogada, cativada de su merescimiento, aquejada por tan astuta maestra como Celestina, seruida de muy peligrosas visitaciones, antes que concediesse por entero en su amor». Mucho más rápido procede el enamoramiento de Julieta, aunque no sea deshonesto el fruto de su amor ni trabajen por él los espíritus del Averno.

El señor Foulché-Delbosc, que niega la autenticidad de las adiciones de 1502, opina que en manos del adicionador «han perdido los tipos algo de su valor y pureza primitivos» e insiste principalmente en el de Melibea. En la primitiva forma son recatados e irreprensibles sus discursos a Calisto; en toda la escena del jardín (acto XIV) no se encuentra ni una palabra equívoca. Compárese con la Melibea del acto XIX; ¡qué metamorfosis en un mes!

Podían ser, con efecto, más honestas algunas expresiones de este acto, y nada hubieran perdido el arte y la moral con ello; pero la segunda Melibea, que tan desaforada parece al erudito francés, no es una falsificación, sino un desarrollo naturalísimo de la primera. Basta con un mes, y bastaría con menos tiempo para producir este cambio psicológico, porque entre el acto XIV y el XIX median nada menos que la desenvoltura de Calisto y el goce reiterado de varias noches. Melibea no puede hablar lo mismo en la segunda escena del jardín que en la primera. Antes era la virgen tímida y enamorada que cede a la brutal sorpresa de los sentidos; después la mujer ebria de amor y enajenada de su albedrío. La madre Celestina, muy ducha en la materia, nos explicará esta metamorfosis: «No te sabré dezir lo mucho que obra en ellas aquel dulçor, que les queda de los primeros besos de quien aman; son enemigas del medio; contino están posadas en los extremos.»

¿Cómo negar que en la primera Melibea está el germen de la segunda, cuando la oímos exclamar en un monólogo del aucto X: «¡O género femenino, encogido y frágile! ¿Por qué no fue tambien a las hembras concedido poder descobrir su congoxoso e ardiente amor, como a los varones?» O cuando dice tan enérgicamente a Celestina « ¡Madre mía, que comen este coraçon serpientes dentro de mi cuerpo?... ¡O mi madre e mi señora!, haz de manera como luego le pueda ver, si mi vida quieres». ¿Son por ventura muy ajustadas a la modestia virginal estas palabras del aucto XII?: «Las puertas impiden nuestro gozo, las quales yo maldigo, e sus fuertes cerrojos e mis flacas fuerças, que ni tú estarias quexoso ni yo descontenta». ¿Y no es formal entrega de cuerpo y alma la que termina el aucto XIV en su forma primitiva? «Señor, por Dios, pues ya todo queda por ti, pues ya soy tu dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu vista, de dia passando por mi puerta, de noche donde tú ordenares». Pero basta ya sobre este punto, que en realidad es secundario.

Si por la perfección de los caracteres está la Celestina a la altura de las obras más clásicas de cualquier tiempo, no puede decirse lo mismo respecto del arte de composición, en que el poeta no pudo menos de pagar tributo a la época primitiva en que escribía. No era posible a fines del siglo XV construir una fábula tan ingeniosa y hábilmente combinada como la de Romeo y Julieta; pero Shakespeare no era sólo un genio dramático, sino un hombre de teatro, un profesional de la escena, y además iba siguiendo paso a paso las peripecias del cuento italiano, que le daba la armazón de su drama.En tiempo de Rojas no había escenario ni apenas materia dramática preexistente, fuera de la que podían suministrarle algunos libros de la antigüedad y algunas novelas de la Edad Media.


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