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La Disgregación del Reyno de Indias/Capítulo 10

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“La unión y la unidad americanas después de 1810”[1]


(EN TORNO A LAS ACTAS DEL 25 DE AGOSTO DE 1825)
I

Para poder valorar con criterio histórico las dos Leyes Fundamentales dictadas el 25 de agosto de 1825 por la Asamblea Nacional de la Florida, preciso es que previamente sustraigamos por un momento nuestra atención de ese tema concreto y aún también de los motivos con él relacionados de ambiente oriental, y consagremos ese tiempo al enunciado de algunos antecedentes de historia general americana que, como ha de verse después, proyectarán claramente la luz que necesitan nuestras interpretaciones.

Se sabe que Montevideo y la Banda Oriental, las dos partes sustanciales de nuestro territorio que Artigas reunió definitivamente unificándolas en cuerpo de Estado bajo el nombre de Provincia Oriental del Uruguay, fueron hasta 1810, de hecho y de derecho, segmentos o simples sectores de una unidad imperial –el reino de Indias-que abarcaba en su inmenso perímetro los territorios de ambas Américas que habían poblado los españoles.

Una ley de las iniciales del período de Carlos V (La Real Cédula de 1519) que nunca fue modificada ni cayó en desuso, ley que ha sido invocada, y no sin razón, como precedente el más antiguo y sólido de la doctrina o actitud de Monroe porque puso el cimiento de la que ha sido llamada “política de los dos hemisferios”, autodenegó al Rey y a sus sucesores en la Corona de Castilla, la potestad de disposición sobre las Islas y Tierras comprendidas ya entonces oficialmente bajo el nombre de Reyno de Indias.

“Y porque es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado-dice el texto a que nos referimos-que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas”. Y continúa: “Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas por nuestra real corona de Castilla, desunidas (nótese) ni divididas en todo o en parte ni a favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra real corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte sus ciudades ni poblaciones por ninguna causa o razón o en favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación contra lo susodicho, sea nula y por tal la declaramos”.

Si esta ley memorable estatuyó la unidad y declaró la intangibilidad de nuestra América que por eso mismo se salvaría incólume de todos los negociados que envolverían a España con las demás Cortes de Europa durante tres siglos, otra ley posterior en cincuenta aún ( la 4ª de las Ordenanzas de Felipe II de setiembre 24 de 1571) la complementó sabiamente al autorizar al Consejo de Indias a subdividir los territorios de la unidad y volverlos a subdividir una y cuantas veces lo juzgase necesario según sus respectivos progresos en lo referente a administración (en sentido amplio) y también para lo espiritual. Vale decir que dentro de la unidad que seguía siendo indefectible se podían establecer y quitar o modificar jurisdicciones de virreinatos, gobernaciones, adelantazgos, audiencias, corregimientos, etcétera.

Todo mudable, todo sujeto a cambios en categoría y límites, según pasaran en cada momento los distintos factores dignos de contemplar a juicio del jerarca. Por eso vemos que las Provincias Argentinas integrantes del Reino de Cuyo y la arribeña de Puno, al crearse el Virreinato del Río de la Plata con carácter de provisoriedad o prueba (1777) fueron agregadas a éste y segregadas a Chile y Perú, sin que esos cambios que se mantuvieron para el primer caso y no para el segundo, produjeran ni inquietudes ni rebeldías, y se vivía-notémoslo-en el último cuarto del siglo XVIII.

De todo lo que va dicho resulta que para extraer, porque nos interesa especialmente, una conclusión. Es ésta: al comenzar la guerra de la revolución (1810) en nuestra América no había fronteras de derecho; existían simplemente jurisdicciones de estabilidad y jerarquía no aseguradas. Lo firme, lo que tenía su tono y características propias inmutables que se explican por diversas razones del proceso histórico que en esta ocasión no es necesario entrar a detallar, eran las ciudades que ejercían según su importancia una hegemonía territorial más o menos visible y dilatada, pero en todo caso indiferente a las variaciones de jurisdicción siempre posibles.

Pensamos por eso mismo que durante la mal llamada época colonial esta América nuestra fue en realidad, con respecto a lo sustancial, una asociación de repúblicas comunalistas que se distinguían entre sí por sus privilegios (verdaderas Cartas Pueblas), sus riquezas o su posición geográfica.

II

La indianidad o sea, la existencia y predicamento en la América civilizada por españoles de un concepto vital de unidad, sentido uniformemente en todas partes, era en 1810 una realidad, un hecho incuestionable.

Y se explica. Las mismas leyes en lo civil, en lo comercial y en lo penal, regían igualmente en todas partes. Eran idénticos idioma y religión. Las costumbres no tenían generalmente localidad porque el mismo frecuente trasiego de funcionarios eclesiásticos, civiles y militares las hacía recorrer en sus bagajes el ámbito entero y tomar asiento por lo mismo en todas partes. Recuerdo ahora de pasada haber leído que un inquisidor de Cartagena de Indias que anteriormente había servido en el Río de la Plata y cuyo nombre no retengo, falleció a mitad del siglo XVII, según diagnóstico médico, por sorber con demasiada frecuencia yerba del Paraguay.

En los documentos de identidad personal hasta aquella época y aún posteriormente no se especifican-salvo excepciones-a uruguayos, argentinos, venezolanos, etc. Se habla entonces de nativos de Montevideo, o de Buenos Aires, o de Caracas, o de Córdoba, o de Maracaibo.

Cuando Juan Ángel Michelena viene a gobernar Montevideo, no es un venezolano el que llega sino un hijo de Coro: cuando Francisco Urdaneta va a combatir por la revolución en Venezuela, no es un uruguayo a quien se nombra, sino a un montevideano. La patria es entonces para los Indianos la localidad nativa y sólo además su región de real hegemonía. La nación es América española entera. “Paisanos” se llaman siempre entre sí en Europa los originarios del continente. El porteño Manuel Belgrano así nos lo dice en nota aclaratoria puesta en una poesía publicada en 1801 con referencia al cubano Zayas, cuyo recuerdo allí evoca. “Es natural de La Habana (escribe Belgrano) y por costumbre nos llamamos paisanos todos los americanos aunque seamos de distintos continentes”.

En la ocasión en que las tropas revolucionarias de Ortíz Ocampo en marcha de Buenos Aires a las provincias de “Arriba” iban a entrar en Córdoba, (setiembre de 1810) el jefe las proclamó diciéndoles: “En este instante, hermanos y compatriotas, pisáis ya el terreno que divide a vuestra amada patria de la ciudad de Córdoba; de esa ciudad que habiendo dado en todos tiempos”, etc. Y al final: “Acordaos que todo el continente americano (nótese cómo el concepto de estímulo no se detiene dentro del ámbito del Virreinato) tiene fija la vista sobre vuestra conducta sucesiva. Tened presente que vuestra Patria, vuestra amada Patria Buenos Aires, os observa y que pendiente de vuestros triunfos sólo espera tener la primera noticia de ellos para escribiros en el número de sus primeros y más distinguidos defensores”, etc.

Con motivo precisamente de aproximarse a Salta esta expedición “auxiliadora” de Ortiz Ocampo, el Patricio Gurruchaga exhorta desde aquella ciudad a sus contemporáneos a recibir como libertadores a los porteños que avanzan y les dice: “No amados compatriotas, no mis hermanos, no os dejéis alucinar de hombres tan sanguinarios” (refiere a Liniers y demás reaccionarios que también procuraban influir sobre los salteños). “Dejad-continúa-a esos campeones inhumanos en el abandono, corred únicamente con la más fraternal unión a consolidar nuestro Patrio y sabio gobierno (alude al revolucionario de Salta) corred unánimes todos a defenderlo con generosidad y entusiasmo: ya tenéis el ejemplo de valor amoroso de vuestros hermanos los Porteños”.

Patria es entonces término equivalente en lo social a República en lo político, de modo que dentro del imperio indiano, existen multitud de patrias o repúblicas comunalistas (unidades invariables, distribuidas dentro de jurisdicciones de la administración Real variables: los virreinatos, gobernaciones, etc.) que ellas sí, tienen sus rasgos propios y diferenciales impresos por los factores circundantes o derivados del otorgado privilegio real o del grado de evolución de la cultura ambiente o de la situación jerárquica predominante o de subordinación en lo que respecta al funcionario perteneciente a la Iglesia o a la Corona.

La fuerza potente de las Repúblicas comunalistas (base de los “Pueblos Libres” que instituye Artigas) obstaba tanto como la inestabilidad de las jurisdicciones a la formación real de agregaciones mayores del tipo nación dentro del continente. Cuando alguna de éstas se nos muestra antes de 1810, como el Paraguay, no es en realidad más que una apariencia. Lo verdadero, en este caso como en cualquier otro que se presente, es que existe influyendo decisivamente en toda la región una sola Comuna fuerte y dotada de valor hegemónico: en el ejemplo citado se ve a Asunción, ciudad en donde casi un siglo antes de la revolución el Dr. Mompox “incullcaba” al pueblo, según el Padre Lozano, que “el poder del Común de cualquier república, ciudad, villa o aldea”… “era más poderoso que el mismo rey”.

En la obediencia a la autoridad del Monarca se hallaba el lazo permanente más eficaz de unión de las repúblicas y cuando aquél dejó el Trono envuelto por las maniobras y luchas de la tentativa usurpadora de Napoleón, dicho lazo se halla para todos por igual en convergencia de sentimientos tan espontáneos como naturales en la defensa común del continente, interés de todos interpretado de diversas maneras, pero con igual intención conservadora.

Para los revolucionarios, América suple al Rey; para los reaccionarios la unidad indiana sólo se conservará si permanece, aunque idealmente, la obediencia al monarca.

En las ciudades ahora libres se otorgan cartas de ciudadanía que anteriormente sólo concedía el Trono, pero no en su nombre ni a título de vasallos de él, o nuevos integrantes de la comunidad concedente, sino en nombre de América y con la extensión de “ciudadanos de América”. En 14 de setiembre de 1810 en acuerdo del Ayuntamiento de Potosí, se dispuso: “Siendo constantes y notorios a este Ilustre Cuerpo y su numeroso vecindario, los sentimientos patrióticos que ha mantenido el presentante en honor a la verdad y de la justa causa que defiende la Excma. Junta de la Capital de Buenos Aires, hasta sufrir por el antiguo gobierno y su tropa militar los insultos de su persona en Tupiza y su retroceso a esta Villa con perjuicios insanables en su giro de comercio y abandono de sus cargas y últimamente con la prisión fulminada a principios de Noviembre por no ser partidario del despotismo y la tiranía; bajo de este concepto y del largo transcurso de más de veinte años que habita en estos dominios: déclarase (nótese bien) a don Pablo Soria por ciudadano americano, honrado y fiel hijo y patriota suyo”, etc.

En 1812 el gobierno triunviral de Buenos Aires, para regularizar el otorgamiento de los mismos documentos, que hasta allí habían sido expedidos en forma desordenada, estableció un formulario oficial único que lleva estas palabras por encabezamiento: “Del título de ciudadano americano del Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata”, etc.

En el cuestionario a que se sujetarán a sus efectos los solicitantes, se establece la necesidad de “haber dado las pruebas más positivas de su adhesión a la causa santa de la libertad del pueblo americano”, etc. Por otra parte, en fórmula que debía llenar el gestionante para iniciar el respectivo trámite, tenía que manifestar su aparición a (textual) “formar una parte de la gran familia americana, reconocer la soberanía del pueblo, obedecer a su gobierno, sostener la conservación del sistema y resistir con las armas cualesquiera agresiones que se intenten contra el país por los españoles o cualesquiera otra nación extranjera”.

Recalcamos como nota importante de estas transcripciones, el concepto vigente, aun cuando ya los nuevos Estados comenzaban a perfilarse, de considerar nacionales a todos los hijos de nuestra América y extranjeros a los que no lo eran, incluso desde luego a los españoles.

Este concepto rige entonces en todas partes y siguió imperando hasta mucho después. Se explica; no era de aparato, no era producto de elucubraciones intelectuales más o menos brillantes. Respondía a un estado de cosas de existencia antigua y visible. Este es el mismo que permitía a Francisco de Paula Santander, hoy héroe nacional de Colombia, cuando si fuésemos más lógicos debíamos considerarlo como prócer de América nacido en Bogotá, que escribiese en julio 6 de 1818 al Director del “Correo del Orinoco” una epístola en la que, entre otras cosas, dice: “Aunque he nacido en la Nueva Granada no soy más que americano y mi patria es cualesquiera rincón de América en que no tenga el más pequeño influxo el gobierno español”. Es también dicho estado de cosas, el mismo que determinaría a Bernardo O’ Higgins, hoy héroe nacional de Chile, cuando si fuésemos más sinceros tendríamos que señalarlo como prócer de América nacido en Chillán, a publicar en el “Mercurio Peruano” de 7 de setiembre de 1826 una proclama que empieza así: “Por la independencia de América sacrifiqué en Chile mi patria, mis mejores años, mi salud y mis bienes”, etc.

Por lo demás, concretando al campo de la historia rioplatense nuestra observación para establecer pruebas objetivas de la vigencia de dicho concepto, (no entramos a la historia general porque sólo este tópico agotaría nuestro tiempo) advertimos que, por ejemplo, el proyecto de Constitución elaborado en la Sociedad Patriótica de Buenos Aires en 1812, estatuía que “todo hombre libre y nacido y residente en la Provincias Unidas es Ciudadano americano desde que llegue a la edad de veinte años”.

Tomamos nota de que la Constitución de Santa Fe de 1820 disponía en lo que respecta al punto: “Todo americano es ciudadano mas debe estar suspendido de este ejercicio siempre que se halle en la actitud que especifican los artículos siguientes y en éstos, dicho sea de pasada, sólo se alude a las causales de suspensión comunes a todos los códigos políticos de la época.

Estatuía igualmente en esta Sección la Constitución de Entre Ríos de 1822: “Son ciudadanos y gozan de todos los derechos de tales activos y pasivos en la provincia, todos los hijos nativos de ella y demás americanos naturales de cualquier pueblo o provincia de los territorios que fueron españoles en ambas Américas, que residan en ella de presente y residiesen en adelante”.

La Constitución o Reglamento de Corrientes de 1822, complementado en esta parte por una ley interpretativa de 28 de diciembre, declaró igualmente comprendidos en la categoría de ciudadanos de la Provincia a todos los hijos de nuestra América allí avecinados y de edad determinada.

No a otra razón que la anteriormente apuntada podría deberse que en 1822 en la “Provincia y República Federal de Tucumán” se otorgasen cartas de ciudadanía del tenor de la que extractaré a continuación: “Por cuanto D. Bernardo Caribe y Ribacoba, natural de los Reinos de España y vecino de esta capital de muchos años a esta parte, después de reunir a satisfacción de esta Suprema Presidencia, todas las cualidades acordadas para la naturalización de los individuos nacidos en otros Reinos, ha protestado de nuevo los ardientes deseos que le asisten de ser incorporado (nótese), en la sociedad americana, etc. , etc. , he venido en declararlo como lo declaro, etc., etc.

Proyectando ahora la atención sobre nuestro propio país comprobamos que idénticas a las expuestas son las ideas y los hechos que pasan. A iguales causas, efectos semejantes. En 25 de abril de 1816 el Cabildo de Maldonado (una de nuestras cinco repúblicas comunalistas) que con anterioridad había circulado órdenes a los jueces territoriales de su jurisdicción para que levantasen el Padrón regional, volvía a oficiarles así: “En el padrón que, debe formarse en esa jurisdicción deben alistar únicamente americanos, pues, no siendo éstos, los demás son extranjeros”. Sigue siendo aún de aplicación entre nosotros este concepto, nueve años más tarde.

En 1825, justamente con motivo de la elección de los miembros de la Asamblea Nacional de la Florida, se estableció lo siguiente en el artículo 9º de las Instrucciones pasadas por el Gobierno Provisorio a los pueblos, el día 17 de junio: “Acto continuo reunidos los electores, harán el nombramiento, del Diputado en el individuo que mereciese su confianza, sea de la clase civil, militar o eclesiástica, reuniendo (nótese) las circunstancias de Americano o con carta de ciudadanía, propietario y residente en cualquiera de los distintos pueblos de la Provincia, y conocido amigo de su independencia”. No había, pues, distinción entre orientales y americanos; éstos para nosotros no eran considerados extranjeros. El cambio de rumbo recién se operaría por disposición constitucional, pero como las leyes no modifican jamás los sentimientos sinceros ni pueden tampoco acallar las voces de la sangre, resulta que no obstante el precepto, para los hombres bien nacidos, por lo menos, sigue rigiendo moralmente el viejo y natural concepto fraternalista.

III

Todas las precisiones que hasta aquí hemos establecido y especialmente las destinadas a fijar, por una parte, la acepción o alcance que daban los americanos de 1810 a 1830, al vocablo “extranjero”, y por otra parte la de la inexistencia para aquéllos de motivos de diferenciación entre ellos mismos por razones de nacimiento en tal o cual de las subdivisiones administrativas del unitario imperio Indiano que empezaron en 1810 a desenvolverse y actuar de hecho como Estados, nos van a permitir que sigamos desde ahora camino adelante hacia el fin propuesto por una nueva ruta histórica de perspectivas singularmente atractivas.

En esta corresponde atender en primer término a la valoración exacta de las “Actas”, “Proclamaciones” y “Decretos” de la Independencia dictadas en nuestra América con anterioridad a las Leyes Fundamentales sancionadas en la Florida el 25 de agosto de 1825. Estas no interesan por ahora. Forman el desenlace de un proceso histórico distinto a todos los demás y ya se ve por ahí una razón valedera para apreciarlas por separado.

La serie de estos documentos a que referimos si se descarta como corresponde en nuestro concepto la Declaratoria de la Independencia de las dos Floridas de Octubre de 1810 (este fue un movimiento artificial fraguado por “extranjeros”) comienza con el “Acta” de las Provincias Unidas de Venezuela de 5 de julio de 1811 y debe concluir con la “Declaración” del Congreso Alto Peruano de Chuquisaca de 6 de agosto de 1825.

Entre dichas piezas se catalogan numerosas más y como una de ellas desde luego deberá contarse aunque no sepamos aún el dato formal relativo al modo de su presentación (Acta, Decreto o Proclama) la dictada por Artigas para nuestro propio Estado o Provincia Oriental del Uruguay que quedó constituido entre el 5 y el 6 de abril de 1813.

Ahora bien: examinados todos estos documentos, que pasan fácilmente de una veintena, a la luz de los antecedentes históricos, políticos, legislativos y de carácter social que hemos relacionado y si se recuerda y aprecia además el hecho de que no hubo ni podría hablarse válidamente de reasunción de Soberanía usurpada en el caso a que referimos porque nuestros pueblos se desligaban de una dependencia que podría llamarse natural en el sentido de consustanciada desde los orígenes con su propia vida a la manera de la filiación y no de una dependencia de extraño o extranjero impuesta en un determinado momento anterior por la violencia o el engaño, ¿qué advertimos? ¿Qué consecuencias dignas de tenerse en cuenta se pueden extraer de dichos textos considerados en su letra y espíritu?

Desde luego hallamos, sin afinar el análisis, sino hasta lo indispensable para ver claro lo que ahora interesa, que ninguna de aquellas “Actas”, “Decretos” o “Proclamaciones”, salvo la del Alto Perú o Bolivia de 6 de agosto de 1825 (y la excepción sirve precisamente para fijar la regla) establece ni expresa ni implícitamente que la independencia declarada lo es en un sentido absoluto y general, vale decir-para ser más precisos-ilimitadamente, respecto a todo el resto del mundo, incluso, por supuesto, los demás pueblos hermanos y convecinos de América.

Razones políticas que no es del caso explayar en este momento, razones ajenas y por entonces superiores a la misma voluntad de los bolivianos determinaron que como ya se ha expresado en su “Declaratoria” se manifestase esa intención de desligamiento total y sin condiciones. “Y siendo-dice el documento referido, después de establecer el cese de toda dependencia de Fernando VII-“al mismo tiempo interesante a su dicha”(la futura del país) “no asociarse a ninguna de las repúblicas vecinas, se erige en un Estado soberano e independiente de todas las naciones del viejo como del nuevo mundo”.

Y bien; esta precisión final del vibrante alto texto peruano no existe en las piezas congéneres a que referimos, ni por la letra ni en la intención presumible de sus redactores. Todo lo contrario que, por otra parte, es lo armoniza con el proceso histórico general de la Revolución, es lo que allí puede advertirse. Para no engolfarnos por vía de comprobaciones en una pesada transcripción de textos, veamos simplemente cómo se formula en Tucumán el juramento de Independencia solemne, trámite complementario o de refrendo del “Acta”: “¿Juráis por Dios N. Señor y esta señal (de la cruz),promover y defender la libertad de las Provincias Unidas en Sud América y su independencia del Rey de España Fernando VII, sus sucesores y metrópoli y toda otra dominación extrangera?”

Se ha dicho antes y ya se sabe por lo tanto cual era entonces en toda nuestra América la acepción del vocablo “extrangero”. Era, lo mismo que en los tiempos anteriores a 1810, la calificante en abstracto de los que no siendo españoles tampoco eran indianos. De donde resulta pues que este juramento como el “Acta” que complementó hacía reserva bien que implícita de lo referente al resto de América.

Seguíase en verdad reconociendo como existente la unidad territorial intangible que declaró la Real Ordenanza de Carlos V en 1519. Absoluta, irremediable, definitiva era desde luego la emancipación con respecto al Rey Fernando VII y sucesores así como la equivalente independencia con respecto a los pueblos extraños o extranjeros, pero sólo DE HECHO y condicionada a la legítima exigencia de que se concordara en aquel libre voto, con relación a los demás pueblos hermanos de América, a quienes sin cálculo anterior, con naturalidad y calma se aguardaba por la “continuación” que diría gozoso nuestro Artigas.

Y a propósito. Ya se ha expresado que con toda certeza en los días iniciales del Congreso que en abril de 1813 reunió en las Tres Cruces el Jefe de los Orientales de viva voz o registrándola en documento que aún está perdido, también declaró o hizo que fuese declarada nuestra emancipación respecto a Fernando VII y sucesores e independencia frente a los pueblos extraños o extranjeros. Sin ese pronunciamiento previo que de hecho, por otra parte, ya se había manifestado en “la marcha de Salto”, y negociaciones ulteriores con Paraguay y Buenos Aires, no se concebiría la exigencia 6ª del pliego de condiciones establecido el 5 de abril para el juramento de subordinación a la Asamblea General Constituyente: “Será reconocida y garantida la Confederación ofensiva y defensiva de esta Banda con el resto de las Provincias Unidas renunciando cualquiera de ellas a la subyugación que se ha dado lugar por la conducta del anterior Gobierno”.

Tampoco sería compatible sin esa previa exteriorización, la organización de un gobierno propio libremente estructurado, como el que establece el 20 de abril. Pero, por lo demás, existe para asegurar la firmeza de nuestra proposición conjetural el texto de la fórmula de juramento que los funcionarios dependientes de dicho gobierno debían prestar al asumir sus cargos. Esta fórmula modelada en la Declaración de Independencia de Massachussets a la que por momentos copia letra a letra, decía así: “¿Juráis solemnemente que desempeñaréis fiel e imparcialmente todas las obligaciones que te incumben a la felicidad de los pueblos y sus habitantes? A que respondió sí Juro”.

Repítense en esta fórmula como acaba de verse, los mismos conceptos de juramento establecidos tres años después por el Congreso de Tucumán. Independencia absoluta irrevocable y sin condiciones con respecto a la Dinastía española y a los Estados extranjeros. Sólo condicional y limitada al tiempo que fuese necesario para la integración de la libre familia americana, con respecto a los pueblos componentes de ella y cuya vinculación sellada en tres siglos de convivencia y comunes anhelos sólo-se piensa-duraría rota mientras persistiera “el estado de necesidad” creado por las urgencias de la Revolución General.

Pero por lo demás interesa especialmente comprobar es que tampoco Artigas, como O’Higgins o Santander, otro prócer de América catalogado equivocadamente como sólo héroe nacional de su país nativo, concebía siquiera posible la disgregación continental. No, no era así: su mentalidad nutrida de tradiciones y enseñanzas de un pasado histórico de gloriosa unidad, no podía dejar de amarla sin motivo. En territorio limitado realizaba sin embargo su sacrificio de “sangre, sudor y lágrimas”, bajo el acicate inspirado y persistente de servir a toda nuestra América. Al coronel Domingo French le escribía el 14 de febrero de 1812 en momentos de preocupación agobiadora: “La libertad de la América es y será siempre el objeto de mi anhelo. Si mi honor empeñado ahora por la conducta maligna del señor Sarratea, hace oír el grito de mi defensa, mi honradez nivelará mis pasos consiguientes sin envilecerme jamás. Un lance funesto podrá arrancarme la vida, pero mi honor será siempre salvo y nunca la América (¡nótese!) podrá sonrojarse de mi nacimiento en ella!

¡Ah, si se le hubiese escuchado a tiempo! ¡Si las oligarquías nacientes en lugar de ocultar sus planes de predominio centralizado en concepciones constitucionales extrañas a nuestro ambiente y por lo mismo de tonalidades atractivas para los amigos de la novelería, hubieran cedido en sus designios y reconocido personalidad a los “Pueblos Libres” que Artigas fomentaba en base a las repúblicas comunalistas de resplandeciente tradición indiana! Rotos los vínculos con la Corona, también naturalmente desaparecían las jerarquías de pueblo a pueblo que aquélla había establecido por solo razones-no siempre ajustadas-de mejor servicio. Lo único sólido, serio y con derecho a permanecer que quedaba eran los Cabildos de jurisdicciones preestablecidas. Y bien todo el plan confederativo de Artigas consistía sustancialmente en erigirlos en “Pueblos Libres” y reunirlos luego mediante pactos de común y recíproca garantía de los derechos retenidos.

Centenares de Repúblicas, verdaderamente democráticas porque las regiría siempre y a veces directamente el vecindario, habrían florecido así en un primer momento sobre las ruinas de virreinatos y gobernaciones. Luego, sin violencia y sin esfuerzo, por la misma virtualidad unionista, habrían venido surgiendo las nuevas y auténticas asociaciones en reuniones regionales; al fin-no es imaginación este vislumbre-no hubiera demorado mucho la concentración en Dieta General Confederativa: nueva expresión de nuestra América.

Sencillo y austero de pensamiento, Artigas escribía a Bolívar en 1819, sintiéndolo hermano de causa, si no de ideas estrictas: “Unidos íntimamente por vínculos de naturaleza y de intereses recíprocos, luchamos contra Tiranos que intentan profanar nuestros más sagrados derechos. La variedad en los acontecimientos de la Revolución y la inmensa distancia que nos separa, me ha privado la dulce satisfacción de impartirle tan feliz anuncio”. Y cerrando: “No puedo ser más expresivo en mis deseos que ofertando a V.E. la mayor cordialidad por la mejor armonía y la unión más estrecha. Afirmarla es obra de sostén por intereses recíprocos. Por mi parte nada será increpable y espero que V.E. corresponderá escrupulosamente a esta indicación de mi deseo”.

En los mismos días de fechada esta carta al Libertador-la coincidencia nos parece notable prueba del espíritu de la hermandad americana-el Ministro de Relaciones de Colombia firmaba en Angostura las Instrucciones que extendió de acuerdo con Bolívar, a los Comisionados en Londres Peñalver y Vergara y así se expresaba en la número 26: “Si el General Artigas tuviere algún Agente en la Corte Británica, será tratado con la consideración que merece un Jefe irreconciliable con la tiranía española; se hará cuanto sea posible por la reunión en las Provincias de Buenos Aires y por su reconciliación con el Director de ellas”. Y continúa: “Los corsarios armados por M. Joli con bandera de Venezuela han represado y conducido a Margarita algunas presas hechas por los del General Artigas. Allí se han vendido y depositado su producto hasta averiguar la legitimidad de las patentes de los apresadores; pero una vez que sean respetados por los buques británicos y sus almirantes, se verificará la restitución”.

“A este intento se han dado en “El Correo de Orinoco” las publicaciones correspondientes; y el gobierno actual de Venezuela no ha aprobado ninguna de estas represas. Será una satisfacción para Artigas y sus Agentes y un medio de procurar más eficientemente su concordia y reunión con Buenos Aires. En tal caso evacuarán los portugueses de Montevideo y sería incorporado en la unión de las Provincias del Río de la Plata”.

Como se ve, a través de la inmensa distancia-entre el Orinoco y el Plata-estaban tendidos los hilos invisibles del afecto y consideración recíprocos y existía vibrando el anhelo común de colaboración basado en la identidad de creencia sobre la unidad Americana.

El motor que funcionando a todo régimen impulsando a la mutua atracción y al recíproco auxilio, era el mismo que-salvadas las diferencias que se quieran del motivo ocasional-determinó centenares de demostraciones solidarias semejantes, en el transcurso de tres siglos entre las más apartadas regiones del ámbito continental.

Herida una de ellas por un alzamiento indígena, por ejemplo, o amenazada de una invasión de corsarios, siempre entonces todas las demás se aprestaron con espontánea rapidez a suministrar a la hermana agobiada su apoyo material y moral. También los triunfos de una eran celebrados como propios por todas las demás. El regocijo alcanzaba hasta donde podía llegar resonante la noticia, según su trascendencia. Así recordamos, por vía de ejemplo, que el resultado final de las invasiones inglesas de 1806 a nuestro Río de la Plata, fue celebrado en México con el mejor apoyo popular y pompa pocas veces usada, lo mismo ocurrió en Bogotá, igual en Lima, en Cuzco, en Arequipa, etc.

Por lo demás, y volviendo en nuestro estudio al período de la Revolución, corresponde que recordemos por ser documento nobílisimo al par que ampliamente confirmatorio de estas modestas apreciaciones, el que se entregó por su Gobierno al Libertador San Martín con carácter de instrucciones reservadas para su manejo en Chile después del glorioso paso de los Andes. De este pliego leemos: “La consolidación de la independencia de la América de los Reyes de España sus sucesores y metrópoli y la gloria que aspiran en esta grande obra las Provincias Unidas del Sud son los únicos móviles a que debe atribuirse el impulso de la Campaña”. Se le advierte luego en este documento que liberado Chile de sus opresores deberán ser sus propios hijos los encargados de labrar los fundamentos de su estructura política, jurídica y económica, pero-agrégase-que no por ello se debe olvidar ni posponer el pensamiento central y fecundo, de constituir con el mismo Estado y a su tiempo también con el Perú, una sola entidad conjunta con las ya libres Provincias Unidas del Sud.

En tal sentido recomendábasele a San Martín que hiciese pesar “su influjo y persuasión” (textual) “para que envíe-continúa-sus diputados al Congreso General de las Provincias Unidas a fin de que se constituya (a su hora) una forma de gobierno general (¡nótese!) que de toda América , unida en identidad de causa, intereses y objetos constituya una sola Nación”. Todo esto, por otra parte-produce placer verificarlo-coincidía enteramente, como se verá conseguido con las íntimas opiniones del gran Soldado de los Andes. En abril 1º de 1810, San Martín, escribiéndole a un amigo, decíale: “Mi país es toda la América” y en otra carta de noviembre de 1823 reiteraba su expresión ampliándola en estos términos: “Usted mi querido amigo me ha tratado con inmediación; usted tiene una idea de mis sentimientos, no sólo con respecto al Perú sino de toda la América, su independencia y felicidad. A ESTOS DOS OBJETOS SACRIFICARIA MIL VIDAS”.

IV

De hecho nuestra América se parceló en 1810, pero pasarían todavía muchos años-decenas de años-antes de que sus hijos se conformaran resignados con esa disgregación en la que entró por mucho de otra parte la arbitrariedad y la fuerza en la distribución de lotes.

No sin melancólica nostalgia el estadista guayaquileño Vicente Rocafuerte, de la generación que ya actuaba en 1810, escribía en 1844 evocando el buen tiempo pasado: “En aquella época todos los americanos nos tratábamos con la mayor fraternidad. Todos eran amigos personales y aliados en la causa común de la Independencia; no existían esas diferencias de peruano, chileno, boliviano, ecuatoriano, granadino, etc. que tanto han contribuido (después) a debilitar la fuerza de nuestras simpatías”.

De no haberse escuchado demasiado por gobernantes y políticos imperitos o interesados o urgidos por la vanidad de mandar a los oficiosos consejeros europeos que casi siempre operaban interesadamente, sea para colocar empréstitos con mayor frecuencia y facilidad, sea para obtener concesiones mineras y adquirir latifundios inmensos por menos de nada, pensamos que los intentos y reclamos de nueva reunión que de todas partes surgían, habrían cuajado en realizaciones más concretas y prácticas que el Congreso de Panamá o la tentativa nobílisima posterior del Congreso Americano que postula México durante una década. Estaba en el ambiente esta reagrupación, era el mandato supremo de tres siglos; nadie se atrevía a combatirla abiertamente; sentíase como muy grave la responsabilidad consiguiente a semejante heterodoxia.

Por modos ocultos o aviesos, fomentando desconfianzas inmotivadas y celos y rencores sin sentido entre los pueblos hermanos, o el odio a la España fundadora, odio sin justificaciones ni decoro, pero que conducía a cerrar con siete llaves con los recuerdos del pasado, el de los tiempos de fecunda unidad, trabajaron tempranos y cautos cultivadores, especialmente entre los “hombres de casaca”, olímpicos y tediosos como el porteño Rivadavia.

Para que se compruebe aunque sólo en parte, como aún mucho después de asegurado el desenlace feliz de la revolución, en los Estados que parecían mejor formados estaba sin embargo todo, desde el ámbito territorial hasta la organización del Gobierno, aún oscilante y dudoso, nos limitaremos a leer estos párrafos de una carta de Bolívar a Santander de 7 de mayo de 1826: “El Paraguay se ha ligado al Brasil y Bolivia tiene que temer de esta nueva liga. El Río de la Plata tiene que temer al Emperador y a la anarquía que se ha aumentado con la variación del gobierno de Buenos Aires. Chile tiene el corazón conmigo y su gobierno está aliado a Rivadavia. Córdoba me convida para que sea el Protector de la federación entre Buenos Aires, Chile y Bolivia. Este proyecto es el del general Alvear que quiere cumplirlo a todo trance. El general O’Higgins con sus amigos también lo quiere y los pelucones de Chile que son ricos y numerosos ¿Qué haré yo en este estado? Mucho he pensado y nada he resuelto. Unos (nótese) me aconsejan la reunión de un imperio de Potosí, a las bocas del Orinoco, otros una federación positiva y tal que así supla a la general de América que dicen ser nominal y aérea. Yo estoy por el último partido: las dos repúblicas del Sur lo adoptarían con facilidad por tenerme a mí de protector”, etc.

¡Cuánta inquietud, cuántas dudas y complicaciones puestas como para resolución sobre la mesa de trabajo de Bolívar! Y todo ello ¿no era acaso una consecuencia del estado de ansiedad e inadecuación en que se hallaban en el vigente régimen los pueblos? Y bien: nuestra Provincia Oriental que con Artigas había sido rectora ejerciendo con desinterés y coraje esa función hasta lejanos pueblos del mediterráneo argentino (los enviados del “Patriarca de la Federación” llegaban en 1820 hasta Santiago y San Juan) había quedado separada de hecho del núcleo americano justamente en el año que hemos citado y que sería también –cruel destino del Patriarca-el del triunfo resonante de las repúblicas comunalistas embanderadas en el federalismo, sobre las oligarquías aislacionistas y prepotentes que se adueñaron de Buenos Aires.

De derecho existe igualmente esa separación de la familia desde 1821 por resolución expresa del Congreso Cisplatino que, dígase lo que se quiera, no había sido de elección ni más ni menos legítima que muchos de los Parlamentos habidos en el país durante cerca de un siglo, incluso-aunque de pasada, es bueno decirlo-la primera Asamblea Nacional Constituyente.

Si el 25 de Agosto de 1825, el Congreso de Florida se hubiese limitado a dictar la primera de las dos leyes que con carácter de Fundamentales dispuso aquel día ¿no habría resultado como consecuencia el irrevocable alejamiento de los Orientales por voluntad de ellos mismos, de la familia americana? Evidentemente; si la Asamblea no hubiese dispuesto en forma expresa mediante la segunda de sus leyes, aquella reintegración a la unidad americana de la que hasta allí habían salido-los únicos-los orientales y ello mismo porque la fuerza extraña los sustrajo, la Independencia promulgada en la primera declaración no devolvería a este pueblo al plano en que estaban colocados sin embargo de independientes, todos los hermanos.

Y eso es así porque ellos no habían pasado nunca por el estado de dependencia de extraños. Su tránsito sólo fue en todo caso de una subordinación natural a la emancipación legítima. No recobraron, sino que adquirieron una posesión por la Independencia y se ha de entender que dicha posesión sólo podía tener el alcance que le fijaron expresa y deliberadamente en las respectivas “actas” o “decretos” o “proclamaciones”.

En nuestro caso como se aclaró oportunamente siempre aquel alcance fue establecido con relación al Rey de España y sus sucesores y a los Estados extranjeros. En consecuencia ha de interpretarse que la voluntad de condominio si así puede decirse, seguía imperando igual con los demás miembros de la comunidad americana.

En la situación de la Provincia Oriental esto último no era posible sin declaración expresa y ello es lo que motivó la segunda ley Fundamental que ha de mirarse precisamente por eso como complementaria de la primera y no como contradictoria. No era posible, decimos-y con ello daremos fin a esta larga exposición-porque nuestro pueblo en 1826 iba a recobrar una categoría que ya anteriormente había tenido y si no fija expresamente su intención de volver a la comunidad americana de la cual se había alejado por la conquista extranjera, señalando para ese regreso la vía de lógica impuesta por la geografía que otrora siguió; si no se presenta alta la frente a decir a los hermanos que estaba lista para lo que llamó Artigas “la continuación”, también cierto es que nos habría correspondido a los orientales, por lo menos, el cargo irredimible de desertores de esta inmensa y gloriosa agrupación de pueblos creada hace cuatro siglos por el genio realizador y generoso de España.

Referencia

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  1. Conferencia con el título: “En torno a las Actas del 25”, dictada en los salones del Directorio del Partido Nacional el 25 de agosto de 1944.-