La Disgregación del Reyno de Indias/Capítulo 3 parte 2
Las fórmulas disgregativistas que se introdujeron al pleito de la política indiana de 1808 a 1810, al igual de lo que ocurrió con las unitivistas traían su justificación concordante con doctrinas jurídicas en boga y eran, todas ellas también, compatibles con las leyes vigentes en Indias y España.
Por de pronto y para facilitar su exposición-por razones de método-las distribuiremos en dos grandes grupos desde el punto de vista de la forma de gobierno que estatuían. Serían a saber:
- a) Fórmulas unipersonales.
- b) Fórmulas pluripersonales.
Mirándolas ahora desde el ángulo del Derecho, creemos que se podrían nuclear en tres series, a saber:
- 1º) Fórmulas basadas en el concepto de que la soberanía sigue enajenada al Rey y su ejercicio radica en sus agentes.
- 2º) Fórmulas que dejando de lado el problema de principio, aconsejan la adopción en Indias de soluciones ya legisladas para los casos graves de acefalía, amenaza de guerra, etcétera, como era el presente.
- 3º) Fórmulas fundadas en el criterio de que la soberanía delegada anteriormente al Rey retrovino a sus únicos y legítimos dueños, los pueblos, por causa de la ausencia de aquél y, por consecuencia, los agentes que dejó no tienen en lo presente, poder ni mando alguno.
Bien; ¿la tendencia disgregativa, en general, en que está cimentada? ¿Cómo podía explicarse y aun anhelarse la subdivisión del Reino, siendo así que había convergencia de propósitos y pensamientos en lo que respecta a la adhesión a Fernando VII y convergencia de pensamientos y propósitos en lo relativo a separación definitiva de la España sojuzgada por Bonaparte? El asunto es claro, aunque pudiera no parecerlo.
Se trataba simplemente de adecuar las ideas a los hechos; de respetar en lo posible la realidad existente, de ajustarse a sus mandatos; de no innovar sino en lo esencial. Por otra parte, se innovaría –casi siempre- del modo y forma como había innovado España, lo que haría agradable y hasta codiciada la innovación por los inevitables y secretos pero firmes impulsos de la ley sociológica de la imitación-moda.
La oposición a la tendencia unitiva importaba sobre todo ¿qué? Resistirse a admitir que una ciudad de Indias- Mejico, o Lima, o Buenos Aires, etcétera- se elevase a sede de Cortes con desmedro de las demás que habían sido hasta entonces sus iguales: Caracas, Santiago, Bogotá, etcétera. Una razón práctica de defensa natural de hegemonías auspiciaba el desintegracionismo.
Habían igualmente poderosas razones políticas para alentar su nacimiento y su auge. Desde luego y concreta y objetivamente, él importaba dejar las cosas como estaban (con la posible salvedad de la innovación juntista prestigiada por el ejemplo español) durante el peligroso estado de “incierto” que empezaba a transcurrir. Los virreinatos y capitanías generales seguirían delimitados como hasta allí. No habría cambio en el régimen de distribución de “situados”, ni bruscas alteraciones financieras por su falta. Externamente por lo menos, todo permanecería igual que el día anterior.
Pero veamos de una vez, los diversos puntos de partida de más alto fuste, para la solución disgregativa.
El desintegralismo del Virrey Abascal, así como su leal fernandismo y su repulsión por la dominación napoleónica, se dejan ver inequívocamente en el hecho de su actitud de franca negación a las sugestiones carlotistas ( fracaso del marino inglés Durling), en el de su declaratoria de guerra a Napoleón sin esperar ajenas indicaciones y en el de su severa y vigilante atención contra la propaganda de los agentes franceses o afrancesados en el Virreinato.
Abascal se situó de tal modo firme y resuelto frente a los acontecimientos de España, que no cabe duda –no puede caber duda- que había contemplado la seguridad del sojuzgamiento de aquélla y de la posible y probable extensión de la usurpación francesa al Reino de Indias. Y en ese concepto reacciona para salvarle a su “Señor natural” el dominio del Perú. Procede firmemente porque le sobra prestigio y tiene energía, pero no la usa a ésta, ni se aprovecha de aquél con fines despóticos ni miras de dictador.
Abascal, hombre del ancien régime, entiende que el pueblo del Perú al jurar a Fernando VII, como lo hizo, le confirmó expresamente la enajenación de su soberanía, y que siendo él, como Virrey, su alter ego o vicario dentro de las fronteras peruanas, puede y debe hacer todo lo que el mismo Rey podría y haría estando en igual situación, esto es, substancialmente, defender ese dominio.
Abascal, otro El de Fernando VII en lo que respecta al Perú, entendió que debía “cortarse” y actuar como Regente, según normas del viejo derecho público de la Monarquía que incluían el conocido principio “todo para el pueblo, nada por el pueblo”.
El punto de partida del Virrey de la Nueva España se diferencia del anterior por su mismo planteamiento.
Iturrigaray también propugnaba un gobierno de Regencia para la América septentrional española, del cual él iba a ser supremo jerarca; pero no sería por su calidad de depositario del poder soberano que lograría alcanzar la nueva dignidad de Regente, sino porque se la confería el pueblo de la Nueva España mediante reunión de Cortes nacionales y eso después de un provisoriato autorizado por las Corporaciones y el Cabildo de la ciudad de Méjico que actuaba como cabeza del Reino en virtud de ser el de la Capital.
Aquí, pues, en este caso, estamos al borde de una situación democrática, de todos modos de respeto y reconocimiento de la soberanía popular.
Camilo Torres, el más grande de los próceres neogranadinos de la etapa 1808-1810, justificó especialmente su tendencia disgregativa en razones prácticas de buen gobierno. “Una convocación de Diputados en la América española –decía- es una cosa la más difícil, por no decir imposible, que puede imaginarse. Ella no podrá verificarse en ocho o diez años, y en todo este largo tiempo estaríamos en la anarquía…o por lo menos tendríamos una forma de gobierno incierta y precaria. Cerca de un año y medio hace que vino la real orden para la elección de Diputados de América en la Junta Central, y hasta ahora sólo de Mosquera he oído decir que llegó a España como Diputado de Caracas”.
“Por de pronto –continúa Torres y véase aquí otro argumento- ¿quién nos asegura que México, Perú, Buenos Aires, en fin, que todos los Virreinatos y Capitanías generales de América quieren entrar por esta convocación? Tanto reinos, tan distintos de nosotros, ¿querrán acordarlos con nosotros? ¿Querrán ellos sujetarse a una Regencia y formar un gobierno según la ley de partida? Cuando en efecto se realizase la Regencia, ella engendraría celos, discordias y disensiones entre los diversos reinos; porque cada uno se creería con derecho para que el Gobierno supremo de la Regencia se fijase en el centro de sus Provincias. Si se fijara en este Reino ¡cuántas incomodidades para México y el Perú! Y si en éstos, ¡cuántas incomodidades para nosotros! Las ventajas serían inciertas y los inconvenientes serían inevitables. Los recursos serían tan dilatados y tan difíciles como han sido hasta aquí; las leyes perderían su vigor en razón de la distancia de su origen, y sobre todo, los reinos de América quedarían dependientes de aquél con quien estuviese el Gobierno supremo. Seríamos colonos de colonos, y este vendría a ser el mayor de los males”.
Enfrentándose luego con la tesis contraria de una Regencia, Torres daba estas razones:
“Semejante idea es contraria a la libertad y felicidad de la América. Yo creo que ella se opone a la única forma de Gobierno que sería más conveniente para nosotros. Una junta suprema en cada Reino o Provincia concentraría allí todas las miras políticas, todos los recursos y todos los beneficios de la asociación civil; se lograría ver realizada la sabia máxima de que el centro político no debe estar fuera del centro físico; los sabios, los hombres de mérito y virtudes serían los miembros de dichas juntas, y esto sería un nuevo motivo para hacer amar las ciencias y la virtud, y últimamente nos iríamos acercando a la forma de Gobierno de los norteamericanos, a esa Constitución que , según sentir del doctor Price, es la más sabia que hay bajo el cielo”, etcétera.
“Las juntas provinciales debieron establecerse en todas las Provincias de América, desde el momento que éstas supieron el estado de revolución en que se hallaba España. Lo primero, para seguir el ejemplo de la Metrópoli, en donde se formaron aquellos Cuerpos, no obstante existir en sus Provincias gobernadores, intendentes, audiencias, etcétera. Lo segundo, porque las leyes de Castilla ordenan que en los casos arduos se convoquen los Diputados de todos los Cabildos y por las de Indias se previene que el Gobierno de estos Reinos se uniforme en todo lo posible con el de España”.
Hemos de incluir también entre los propugnadores de la solución disgregativa que reclaman el recuerdo de la posteridad, a Mariano Moreno, prócer auténtico y, por muchos motivos relevantes, indiano de perfil que empareja con el de Camilo Torres.
Moreno se abocó alguna vez a la demostración teórica y jurídica de la superioridad de aquella solución con respecto a la unitivista y para herir de frente la cuestión, se preguntaba: “¿ Podrá una parte de la América por medio de sus legítimos representantes establecer el sistema legal, de que carece, y que necesita con tanta urgencia; o deberá esperar una nueva asamblea, en que toda la América se dé leyes a sí misma, o convenga en aquella división de territorio, que la naturaleza misma ha preparado?
“Si consultamos los principios de la forma monárquica que nos rige – se contestaba el mismo Moreno- parece preferible una asamblea general, que reuniendo la representación de todos los pueblos libres de la Monarquía, conserven el carácter de unidad, que por el cautiverio de el Monarca se presenta disuelto”.
El mismo Moreno se dedicó en seguida a demostrar la inconveniencia y la injusticia de esta solución que, en su concepto, sólo podía satisfacer el deseo de los Virreyes y demás magistrados, de partirse la herencia de su señor, adormeciendo a los pueblos con esta afectada conciliación de los virreinatos, y de este modo ligarlos con cadenas que no podrían romper en el momento de imponerles el nuevo yugo.
“¿Quién conciliaría- se preguntaba Moreno, coincidiendo como se recordará, con los argumentos del prócer popayano-quién conciliaría nuestros movimientos con los de México, cuando con aquel pueblo no tenemos más relaciones, que con la Rusia o la Tartaria?
“La autoridad de los pueblos en la presente causa- decía (y obsérvese que está dándole a “pueblos” el alcance de capitanía general o virreinato, equivalentes ambos términos a provincia del Reino de Indias)- se deriva de la reasumpción de poder supremo, que por el cautiverio del Rey ha retrovertido á el origen de que el Monarca lo derivaba, y el exercicio de este es susceptible de las nuevas formas, que libremente quieran dársele”.
Afirmaba Moreno que “cada provincia era dueña de si misma, por quanto el pacto social no establecía relaciones entre ellas directamente, sino entre el Rey y los pueblos". Y continúa desarrollando este argumento, al decir: “Las leyes de Indias declararon, que la América era una parte o accesión de la corona de Castilla, de la que jamás pudiera dividirse: yo no alcanzo los principios legítimos de esta decisión, pero la rendición de Castilla al yugo de un usurpador, dividió nuestras provincias de aquel reyno (nótese como la reflexión y deducciones de Moreno no coinciden con las ya expuestas de Torres), nuestros pueblos entraron felizmente al goce de unos derechos, que desde la conquista habían estado sofocados; estos derechos se derivan esencialmente de la calidad de pueblos, y cada uno tiene los suyos enteramente iguales y diferentes de los demás”.
Es claro que Moreno veía el peligro de que la subdivisión del Reino de Indias no se redujera a los límites de los antiguos virreinatos y capitanías generales, sino que siguiera más allá y entonces se apresuraba a precisar cuál era su pensamiento en ese sentido y se expresaba así: “No hay pues inconveniente, en que reunidas aquellas provincias, a quienes la antigüedad de íntimas relaciones ha hecho inseparables, traten por sí solas de su constitución”.
Ante la posibilidad de que este argumento se hiciera extensivo para justificar la reunión de todos los pueblos, Moreno lo preveía para rebatirlo en la siguiente forma: “ Nada tendría de irregular, que todos los pueblos de América concurriesen a executar de común acuerdo la grande obra, que nuestras provincias meditan para si mismas; pero esta concurrencia sería efecto de una convención, no un derecho a que precisamente deban sujetarse y yo creo impolítico y pernicioso, propender, a que semejante convención se realizase. ¿Quién podría concordar las voluntades de hombres que habitan un continente donde se cuentan por miles de leguas las distancias? ¿Dónde se fixaría el gran congreso, y como proveería a las necesidades urgentes de pueblos, de quienes no podría tener noticias, sino después de tres meses?”.
“Es una quimera pretender, que todas las Américas españolas formen un solo estado. ¿Cómo podríamos entendernos con las Filipinas, de quien apenas tenemos otras noticias que las que nos comunica una carta geográfica?¿ Cómo conciliaríamos nuestros intereses con los del Reyno de México? Con nada menos se contentaría éste que con tener estas provincias en clase de colonias;¿ pero qué americano podrá hoy reducirse a tan dura clase?” Es bueno observar una vez más la coincidencia con los argumentos de Camilo Torres que también hablaba de que con la solución unitivista quedaríamos reducidos a la calidad de colonos de colonos.
Sostenían algunos que la unión del Reino de Indias podía lograrse mediante la adopción del sistema federal o “federaticio”, como decía Moreno, pero éste se apresuraba a recoger la tesis y después de precisar el verdadero carácter de esa forma de Estado, concluía así: “Este sistema es el mejor quizás que se ha discurrido entre los hombres, pero difícilmente podrá aplicarse a toda la América. ¿ Dónde se formará esa gran dieta, ni como se recibirán instrucciones de pueblos tan distantes, para las urgencias imprevistas del estado? Yo deseara, que las provincias ( se refiere a Virreinatos y Capitanías Generales) reduciéndose a los límites, que hasta ahora han tenido formasen separadamente la constitución conveniente a la felicidad de cada una; que llevasen siempre presente la justa máxima de auxiliarse y socorrerse mutuamente: y que reservando para otro tiempo todo sistema federaticio, que en las presentes circunstancias es inverificable, y podría ser perjudicial, tratasen solamente de una alianza estrecha, que sostuviese la fraternidad; que debe reynar siempre, y que unicamente puede salvarnos de las pasiones interiores, que son enemigos mas terribles para un estado que intenta constituirse, que los exercitos de las potencias extranjeras, que se le opongan”.
Aclaremos, para terminar, que las coincidencias estrechas, que hemos señalado, de los criterios de los próceres neogranadino y rioplatense, no pudieron deberse a conocimientos directos de la exposición de uno por el otro, sino a empleo de una misma técnica por dos juristas talentosos que bebieron su ilustración en las mismas fuentes. La argumentación de Torres es, en efecto, formulada en fecha muy anterior a la de Moreno, pero éste mal podía conocerla cuando escribió sus artículos de la Gaceta, porque el ilustre popeyano argumentó en la forma que señalamos en un documento privado y destinado a guardarse en gaveta familiar.
* * *
Podríamos registrar naturalmente, otros puntos de partida introducidos a la pugna de las tendencias unitiva y disgregativa en justificación de la última citada.
Pero hemos de dejar dicho acopio para otra hora, pues aquí el tiempo nos apremia y sólo corresponde, por tanto, subrayar lo que por uno u otro motivo se destacó más en el cuadro panorámico que examinamos.
Sobre estos puntos de partida, pues, y sobre otros que apenas se diferenciarán de éstos por tonos de matiz, se levantaron las fórmulas disgregativas prohijadas por el principismo superior o ajeno a un inmediato interés de región.
Sirvámonos de esta precisión para señalar rápidamente al margen de ella, que así como existieron casos bien claros de unitivismo originados por el subalterno deseo de mantener posiciones mal habidas o en peligro de caer, así también por el lado disgregativista hubieron casos procedentes de fuente que no era completamente pura.
Refiérome a aquellos casos en que se levantó la bandera disgregativista buscando un provecho inmediato y de fines locales; sería así aquel que velaba un simple pretexto para explicar justificadamente una usurpación de derechos de un grupo social, con respecto a otros grupos; sería igualmente así el que encubría los antiguos enconos y ansias de mando de un caudillo dispuesto a actuar como pescador en río revuelto; también sería del mismo modo aquel que ocultaba los viejos anhelos de una ciudad con pretensiones de hegemonía para liberarse de la férula que sentía cada vez más insoportable de su capital.
Para señalar ejemplos prácticos de estos casos especiales, recordemos, con respecto al tipo primero de los indicados, al movimiento quiteño del 10 de agosto o a la segunda tentativa juntista de Caracas, obras ambas de la nobleza lugareña que ambicionaba aprovechar la situación pro domo sua; de la segunda serie, podemos contar el caso del alzamiento de La Paz de julio del 9 , en donde, en lo profundo y casi subterráneo del cuadro, creo que se debe advertir sobre todo la mano y la intención del caudillo Rodríguez y sus partidarios guiando el tumulto popular en la dirección de sus propósitos de predominio; y, finalmente, o sea de la tercera clase, se me ocurre que puede ser señalado como muy visible el ejemplo del juntismo montevideano de setiembre del 8 que fue en el hecho, el primogénito de Indias.
Adviértase, por lo demás, que las “revoluciones” anotadas no fueron una cosa nueva y nunca vista en la España americana. Quien viva en el falso seguro – ya en decadencia- de la “siesta colonial”, podría acaso creerlo, pero no nosotros, buscadores o conocedores y guardianes de la verdad histórica que se abre paso, felizmente, y se vulgariza…
Pan de todos los días de la inmensa vastedad del Reino indiano fueron desde mucho antes de 1808, los motines, las asonadas y las discordias- resueltas trágicamente- por rivalidades de personas o de familias o de gremios o de clases sobre intereses económicos encontrados o sobre preeminencias de cargo o de precedencia de asiento, etc. A cada momento habían estallidos y convulsiones, hoy en un lado y mañana en otro. A veces llegaron a ensombrecer no sólo el lugar, sino también la provincia toda. Al grito clásico y consabido de “Viva el Rey y muera el mal gobierno”, se alzaron en Indias cientos de veces las multitudes y depusieron gobernantes, desterraron prelados, aprehendieron oidores…
El motivo ocasional de choque era, unas veces, una elección de Ayuntamiento, otras, la inclinación del representante del Rey o del Obispo o de la Audiencia hacia uno de los bandos en pugna. Entre tanto, en todos los casos la causa profunda de lo ocurrido era siempre del tipo de las indicadas anteriormente; de las mismas causas que hacen su papel en 1808 y 1809 en Caracas, en Quito, en La Paz, en Montevideo.
Quedaría incompleto el boceto histórico que pretendo trazar con esta exposición, ya mucho más larga de lo que previó mi cálculo,- por lo que pido excusas a mis distinguidos colegas- , si no me refiriese, aunque sea brevísimamente, a las aspiraciones de carácter impersonal que abrigaban a los indianos de 1808, esto es, los sorprendidos por el problema agudo de la crisis dinástica y divididos por él, en los bandos de unitivistas y de disgregativistas.
¿Qué anhelaban aquellos patricios el dia antes de saber la prisión de Fernando VII? Preciso es que lo establezcamos porque no resta duda que ellos tuvieron que entrar a la inesperada y nueva situación, con los ideales que alimentaban y las convicciones que venían sosteniendo. Y eso pesaría, debió pesar después, naturalmente, en un sentido o en otro, en todo el desarrollo de los sucesos públicos ulteriores.
En la víspera de 1808, esto es, cuando los indianos no podían tener la preocupación real del problema que entonces se les presentó, y abrigaban y postulaban sus aspiraciones como si aquello fuese cosa que habría o no de suceder en época más o menos remota, en dicha víspera, digo, cuando todo plan de reajuste público debía ser trazado- de ser serio- dentro del marco existente de la monarquía con sede del trono en España, los indianos, agrupándolos con arreglo a las tendencias y aspiraciones cuya circulación advierte el historiador, podrían distribuirse así:
A- Partidarios de la supremacía de la ley y de su cumplimiento fiel como garantía esencial de la libertad. Este grupo sería el formado por los indianos adoctrinados en la “metafísica revolucionaria” de Rousseau y la Enciclopedia. Son los “vasallos de la ley” a quienes no interesaba ni el origen, ni mismo la nacionalidad del representante de la realeza y si, solamente, que éste no se extralimitase jamás en las funciones que le competían, pues salir de ellas era el despotismo. Esta tendencia nace entre nosotros, como en la Península, en la segunda mitad del siglo XVIII. Es la de los doctrinarios y teóricos en auge después de 1810, desde Cádiz en España, desde Caracas, desde Bogotá, desde Santiago, desde Buenos Aires, en Indias. Entre sus primeros propagandistas de América, advertimos – para citar algunos nombres- a Nariño y a Zea en Bogotá, al español Rubín de Celis en el Río de la Plata, a José Antonio Rojas en Chile, a los españoles Enderica y Ramírez de Arellano en Méjico, etc.,etc.
B- Partidarios de que los cargos de representación y gobierno en cada comarca o región recayesen en personas de los respectivos vecindarios. En esta tendencia, como en la anterior, no se hacen diferencias entre peninsulares y americanos. Allá porque la ley es un freno igualitario y común que está por encima de todos y aquí, porque la condición de hombre bueno y recto- el que se anhela, por lo menos teóricamente, para “autoridad”- no está anexada al lugar de nacimiento. Esta tendencia tiene un contenido notoriamente limitativo de la potestad real, en cuanto circunscribe el derecho de elección dentro del núcleo vecinal. Existía despotismo de parte de la corona- para los partidarios de esta corriente- cuando aquélla llenaba los cargos públicos con hombres extraños al lugar, aun cuando éstos resultasen gobernantes excelentes.
Tenía esta tendencia el fuerte y huraño sabor democrático proclamado en los viejos fueros. Sus adeptos estaban de acuerdo con practicar y defender el concepto difundido en la Ley 1ª . Título 10, Partida 2: “Cuidan algunos que pueblo es llamado la gente menuda…Pueblo (es) el ayuntamiento de todos los omes comunalmente, de los mayores, e de los medianos e de los menores. Cá todos son menester, e non se pueden escusar , porque se han de ayudar unos a otros por que puedan bien vivir, e ser bien guardados e mantenidos”.
Para los amigos de los “pueblos libres” –que tal podría denominarse a los partidarios de esta tendencia (“hombres libres” se decían los de la anterior), la voz patricio no equivalía a criollo, sino a miembro de la “república” o Común. Se era patricio por adopción o por nacimiento, indistintamente. “Por Patricio entendemos- decía Belgrano con su “Correo del Comercio”- a todos quantos han tenido la gloria de nacer en los dominios españoles, sean de Europa o sean de América, pues que formamos todos una misma nación y una misma Monarquía sin distinción alguna en nuestros derechos y obligaciones”. Y poco después en la Gaceta de Buenos Aires, en nota a un “Catecismo Militar” compuesto por “Un hijo adoptivo de la patria” ( alude a Buenos Aires ) que allí se publica, decíase: “La voz patricio no significa criollo: todos los que componen esta comunidad ( es decir, todos los vecinos de la capital porteña) reconocen ésta (Buenos Aires) por su patria, observan sus leyes y costumbres, se someten a su gobierno y la sirven con su persona, sus bienes y sus talentos, son patricios”, etc.
De esta corriente fue partidario, por lo menos después de la iniciación revolucionaria de 1810, nuestro Artigas. La comprobación de lo aseverado resulta claramente de aquella afirmación suya hecha en oficio de 1812 al gobierno de Buenos Aires en que se dice que a los españoles no les consideraba enemigos por el hecho de ser españoles, sino porque pugnaban por restaurar el pasado, sofocando la libertad ya lograda por los pueblos.
C- Partidarios de que los cargos de representación y gobierno en cada comarca o región pertenecieran exclusivamente a los nativos de la misma. Esta tendencia que a primera vista se nos presenta como un perfeccionamiento de la anterior, en realidad importaba un regreso. Era de sentido oligárquico. No todos los nativos, sino sólo los nativos de origen español o españoles americanos, se prometían sus ventajas.
Esta corriente enraiza con los reclamos y aspiraciones de los conquistadores y “pacificadores” para que la Corona les reconociese un mejor derecho en el lugar en que habitaban sobre indios, castas y chapetones. Aquí con respecto a las minas, allá en lo que se refiere a la calidad de accioneros privilegiados del ganado.
Propagandista de alto fuste intelectual de esta tendencia, muchos años antes de 1808, fue el quiteño doctor Espejo y Santa Cruz a quien una errada tradición histórica liga por identidad de ideales a su contemporáneo bogotano Antonio Nariño. A raíz del estallido juntista de 1810 y como consecuencia del “reajuste” general derivado del mismo, esta tendencia cobró auge extraordinario en todo el Reino de Indias. En el Río de la Plata, para recordar un cercano caso comprobatorio de lo expresado, advierto que la condición XII de las diez y ocho exigidas al gobierno de Buenos Aires por los amotinados del 5 y 6 de abril, decía en cierta parte: “Así quiere (el pueblo) que en lo sucesivo no se de empleo a individuo que no sea natural de la provincia donde ha de ocuparlo, y es su voluntad que se retiren de los mandos los que de otro modo ocupen algunos…
D- Partidarios de que los cargos de representación y gobierno de cada comarca o región sólo se distribuyan entre indianos sin distinción de lugares de nacimiento o de vecindad. Esta tendencia está preconizada, bien que implícitamente, en la conocida Carta de Vizcardo y Guzmán a los españoles americanos. En el concepto de aquel famoso arequipeño resulta, por lo demás, una limitación que no deja de ser interesante. Para él, los criollos que deben mandar en Indias no son todos los nativos, sino los descendientes de peninsulares.
El general Miranda, también se nos revela en sus diversos planes separatistas, como partidario de esta corriente, pero al parecer sin la apuntada restricción de Vizcardo y Guzmán.
Esta tendencia tuvo expositores doctrinarios desde principios del siglo XVII y es un error casi imperdonable del ilustre René Moreno lo de haber querido asombrarnos porque en Lima en 1811 un novel graduado de San Marcos, el doctor Alvarez, sostuviese la tesis de que los americanos deben tener preferencia en los empleos de América.
A mitad del siglo anterior en la Península misma, el ministro Macanaz ya había defendido la misma opinión en Memorial presentado a su rey Felipe V; pero antes, en 1609, el obispo de Guatemala, natural de Méjico Juan Zapata y Sandoval publicó en latín un opúsculo en igual sentido. En 1621 el procurador de Lima Juan Ortíz de Cervantes, imprimió en Madrid una memoria postulando idéntica solución. En 1634, el presbítero quiteño Luis Bentancour reclamó aquella misma preferencia. En 1639, el fraile limeño, Buenaventura Salinas y Córdoba imprimió en España una exposición encaminada a iguales fines. Por la misma época, el famoso Villaroel publicó un discurso en idéntico sentido. En 1659 ( o acaso antes) el obispo Contreras Valverde defendió en largos memoriales esa tesis. Y así podríamos seguir en cita de autores por largo rato.
Diferenciamos esta tendencia de la anterior por su proceso de elaboración. Esta tiene evidentes orígenes intelectuales y aquélla es fruto del sentimiento que ata a la tierra natal. Una tenía raíces profundas; la otra, superficiales.
A esta tendencia todavía inmadura en 1808, se refería, justificándola, el periódico limeño Satélite del Peruano de 1812, al decir: “Por patria entendemos toda la vasta extensión de ambas Américas: comencemos a dejar de ser egoístas y a renunciar para siempre esas ridículas rivalidades de provincias con provincias originadas de la ignorancia y preocupación, fuente fecunda de males infinitos.
“Todos cuantos habitamos el Nuevo Mundo somos hermanos, todos de una sola familia, todos tenemos unos solos intereses”, etc.
Como para dar contenido racial a los anteriores conceptos, Bolívar en la Carta de Jamaica, razonaba: “Mas nosotros que apenas conservamos vestigio de lo que en otro tiempo fue (América) y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles…”, etc.
Y bien; si no sucede la crisis dinástica de 1808, ¿cómo habría sido el cercano futuro político del Reino de Indias: tablero donde jugaban su complicada partida esas cuatro opiniones cualitativa y cuantitativamente diversas? ¡Valdría la pena echarse a meditarlo para desentrañar un porvenir que hubo de ser…!
De todos modos, pensamos – es preciso que se piense- que los hombres de la “Revolución” fueron los afiliados a esas cuatro opiniones y que sus discrepancias o afinidades, el cuadro de luz y sombra de nuestro Continente en las dos o tres décadas siguientes a 1810, sacó sus tonos fundamentales de ahí, de esos puntos de vista distintos y anteriores por nacimiento, a todo cálculo posible de emancipación del vasallaje al Rey de Indias.