La Disgregación del Reyno de Indias/Capítulo 6

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DE LA GRAN RESONANCIA DE LA REVOLUCION DE MAYO Y SUS CAUSAS[1]

No traigo el propósito de retener vuestra atención hasta cansarla con una disertación erudita sobre causas, planes y desarrollo de la Revolución de Mayo, ni tampoco vengo alentando la aspiración que en mí sería pretenciosa demasía de guiaros en un sostenido y largo vuelo de entusiasmos encendidos con evocaciones líricas auspiciosas…

Intento sencillo y claro es el mío de ahora. Sin aparatos de conferencista, simplemente, en desorden cordial, me propongo averiguar ante los oyentes el por qué o la causa de uno de los valores ponderables del inmenso episodio histórico que rememoramos, por cuya dilucidación debe existir lógicamente pronunciado interés.

Entro desde ya en materia. ¿Por qué –pregunto-la Revolución de Mayo cobró de entrada –como es a todos notorio- las resonancias de acontecimiento trascendental y digno de prolongarse en fama por todas partes? ¿Por qué-vuelvo a interrogar-este movimiento, local o municipal en cuanto a escenario, sin estremecimientos llamativos de sangre y tragedia en lo que respecta a desarrollo y , finalmente, falto de toda característica de hecho inusitado y sin precedentes, atrajo y conmovió la atención de América y Europa como no había ocurrido antes con los movimientos similares de Montevideo, de La Paz, de Quito y de Caracas ni sucedería poco después con las revoluciones idénticas de Bogotá y Santiago de Chile?

Asociando mentalmente a la idea de lo enunciado el concepto de que es Buenos Aires –incuestionablemente – una ciudad ilustre y grandiosa bajo todo aspecto, el hombre de hoy que fuera extraño a la noción histórica hallaría fácil y persuasiva vía de respuesta para el porqué de mis preguntas, expresando: nada raro es que la noticia de la Revolución de Mayo alcanzara ecos resonantes inmediatos en los cuatro ámbitos, desde que su mismo escenario debía ser eminencia atractiva y visible de América. Para el caso no es así-ya lo sabéis todos vosotros.

En 1810, Buenos Aires, que muchas décadas más tarde sería todavía “La Gran Aldea” según la precisa y afortunada definición de Lucio Vicente López, era una población de poco más de treinta mil habitantes; tantos, más o menos, como los de Santa Fe de Bogotá, como los de Cartagena, como los de Caracas y como los de Cuzco; muy poco mayor que Santiago de Chile y Guayaquil; mucho menor que Quito que pasaba de las cincuenta mil almas, que Lima que superaba las sesenta mil, que Puebla de los Angeles que contaba más de setenta mil, que la Habana que llegaba a los ochenta mil y, finalmente, que Méjico, albergue ya entonces de de más de ciento veinte mil personas.

En lo cuantitativo se ve, pues, que Buenos Aires en tal época no era cosa extraordinaria y mucho menos aún, excepcional. Igual a Bogotá, menor que Quito e igual a Caracas, su Revolución de Mayo, sin embargo, superó largamente en fama e influencia desde el principio a las de aquellas ciudades hermanas.

Tampoco cualitativamente se podría sostener que la capital del Virreinato del Río de la Plata era en 1810 superior a cualquiera de los demás centros de gobierno indiano. Un análisis comparativo y minucioso de algunos de los ramos consiguientes-artes y letras sobre todo-acaso demostraría-yo pienso que sí, desde luego-que precisamente a Buenos Aires le correspondía entonces en esto, una de las colocaciones menos favorables de la escala.

Dentro aun de la misma frontera virreinal, obsérvese que existían ciudades de mayor cultura ambiente en ciertos aspectos, como ser Córdoba: toda una jerarquía de fama continental en las ciencias teológicas; y Charcas o La Plata: otra alta cumbre, en lo intelectual de América, de universales prestigios, si bien ésta en lo relativo a cultura de ciencias jurídicas especialmente.

Y si salimos más allá de los límites de su Gobierno para hallar términos posibles de comparación y cotejo, ¿qué podemos ver? ¿Acaso resisten parangón con los monumentos religiosos de Quito o de Lima o mismo de Santiago de Chile, los templos y edificios conventuales de la Capital porteña? En riquezas artísticas, pictórica y escultórica, ¿cabía por ventura que se enfrentara a Buenos Aires con las mismas ciudades citadas o con Arequipa o Cuzco o Bogotá? ¿Sería posible acaso su disputa en edificación residencial o pública, con Lima o con Méjico?

Sin base real, sin ningún contenido de verdad histórica, resulta-como puede advertirse- la explicación dada por el hombre de hoy que carezca de nociones de nuestro pasado, respecto a las causas de la influencia y fama rápida y prodigiosa de la Revolución de Mayo, influencia y fama que, como se ha dicho, superaron largamente a las de los movimientos parecidos y concomitantes de Quito, de Caracas, de Santiago y de Bogotá.

Agreguemos ahora porqué después no habrá ocasión de hacerlo y es grata a nuestro espíritu tal comprobación, que desde luego, en la fragua ardiente de la guerra, Buenos Aires supo hacerse digna de su inicial renombre. Sus hijos soldados recorrieron, en efecto, sin vagar, medio continente luchando y sufriendo por la libertad de todos los pueblos, como si viviesen embebidos en el designio generoso que sintetizó el verbo clásico: “mientras haya que hacer, nada hemos hecho”.

Sus blancas y celestes banderas cruzaron la meseta boliviana, ascendieron a la sierra peruana, bajaron al fértil llano de Chile, atravesaron el páramo de Ecuador, siempre ondulando durante años como señeras de abnegación, de honor y de heroísmo.

Sus cofres que colmaba de oro el tráfico de comercio libre se vaciaban una vez y otra, pródigamente, para sostener ejércitos aun en lejanas tierras y todavía más allá del mar para coadyuvar en la misma España a la preparación del levantamiento de Riego y Quiroga, verdadera y única clave del desenlace rápido y feliz de la Revolución Americana.

Buenos Aires se hizo en verdad, en la práctica, tan alta como la fama influyente y auspiciosa con que entró como por arco triunfal a la Revolución.

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Pero tornemos a lo que importa averiguar:¿de dónde procedía ese alto renombre inicial de Buenos Aires? ¿En qué se basaba? ¿Cómo y cuándo había nacido a modo de prolongación de hechos visibles? Mirando un poco hacia atrás –apenas un cuatrienio de la historia de la Ciudad- damos con la causa cierta, infalible, de ese proceso.

Fueron las invasiones inglesas de 1806 y 1807 o, dicho con más precisión, su fracaso rotundo lo que dio a Buenos Aires nombre mundial prominente. Más que el hecho en sí mismo, a pesar de ser grandioso, la hora y las circunstancias en que se produjo decidieron en este asunto, constituyéndose en fuerte caja de resonancias para divulgar la varonil acción de los porteños, y en razón de Estado para hacerlo hasta la ponderación más entusiasta.

Otras ciudades indianas en ocasiones anteriores y por decenas de veces habían también ganado claros laureles en situaciones semejantes o parecidas y frustrado tentativas de conquista de ingleses, franceses y holandeses. Para su hazaña, sin embargo, no lució generalmente sino el galardón de la fama oficial proyectado en una nueva inscripción laudatoria del escudo de armas. Pero es que en este caso de Buenos Aires, si bien se consideran las cosas, vinimos a encontrarnos no con un hecho heroico pero aislado y de pura trascendencia local, sino con un capítulo de las guerras europeas trabadas entre Inglaterra y sus aliados por una parte y Napoleón y los suyos, por la otra, y así las repercusiones del suceso encadenado a conflictos de Europa, tenían por fuerza que ser muy señaladas.

Además de eso y por lo que respecta especial o particularmente a América, semiaislada de España desde Trafalgar y conturbada interiormente por el rumoreo de posibles alzamientos y motines mal planeados en Londres, este episodio triunfal de Buenos Aires fue y así tenía que ser, como una liberación de tremendas incertidumbres, como una comprobación cierta, irrefragable y sin límites de que nos bastábamos a nosotros mismos y de que, por otra parte, frente al extraño sabíamos unirnos todos fraternalmente para resistirlo por encima de las vulgares rencillas y rencores localistas.

Si fuese este acto una conferencia y hubiese yo venido a él, por consiguiente, trayendo el aparato documental que en tales ocasiones corresponde, podría leer a los distinguidos oyentes, hasta cansarlos, multitud de testimonios procedentes de Europa y de América convergentes a la demostración de la trascendencia enorme que se dio en todas partes a nuestro triunfo platense de 1806 y 1807.

En España y en Francia la prensa periódica reseñó hasta el detalle y siempre con calurosa exaltación, lo ocurrido. Las gacetas inglesas tampoco lo ocultaron y con su gravedad parsimoniosa característica, ahora exagerada, probablemente, por el natural despecho, hacen sabrosas crónicas de todo.

Pero lo interesante, lo que importa destacar con más especialidad, es el eco clamoroso de alegría y gratitud, de orgullo y entusiasmo racial, que despertó el episodio en toda América española.

Desde la opulenta y lejana Méjico hasta los pueblos sureños de Chile, en cuanta población existía de relativa importancia se rindió homenaje y se ponderó la devoción patriótica del pueblo porteño con nunca igualada plenitud y unanimidad. No ha de haber-no creo que haya-en toda la historia continental un suceso de ejecución local más espontánea y generalmente loado en todos los ámbitos. Y así sube sin esfuerzo, como ejemplo y como estímulo, a plano prominente el nombre de Buenos Aires y cobra fama el perfil fuerte de sus habitantes.

Las honras fúnebres a los caídos por la Patria en la jornada victoriosa y las acciones de gracias por ella, dan en todos lados el pretexto mejor para esta glorificación universal.

En Méjico, inspira y organiza la ceremonia que se realizó en la Iglesia de San Miguel, el canónigo y periodista y después historiador y prócer de la Revolución, Carlos María Bustamante. Como si quisiera exteriorizar simbólicamente el carácter mejicano total de la adhesión, las inscripciones de la pira fúnebre se escribieron repetidas en latín, castellano y azteca.

En escrito laudatorio publicado en esa ocasión en un periódico de Méjico, el mismo Bustamante, después de referirse a Liniers, a quien compara, evocando a Plutarco, con Epaminondas “aquel ilustre Tebano-dice-que en una sola campaña amaestra a sus soldados, y con ellos derrota todo el poder de Esparta y da a la Grecia entera la inesperada nueva de que los fieros espartanos pueden ser vencidos”, exclamaba dirigiéndose desafiante a los ingleses: “Y vosotros, ¡fieros británicos, que hasta aquí os habéis regocijado con la alegría de un Caribe, de haber trastornado los mejores tronos de la Europa, y alucinado a las naciones con vuestras vanas ideas de preponderancia, valiéndoos de ese oro de delitos: de haber teñido el Rhin y el Vístula con la sangre de los más valientes guerreros; de haber quebrantado los más sagrados vínculos que unen las naciones, y violado sacrílegamente sus derechos; vosotros digo, que os gloriáis de haber llevado la guerra hasta el último lugar del mundo, temblad a la vista de los cadáveres esparcidos en las llanuras de Buenos Aires: mirad al labrador que abandona su azada, y al artesano su taller, porque apenas oye el estrépito del cañon, cuando obedece la voz de la patria madre, que reclama sus servicios; brama como un tigre y ¡confunde vuestra soberbia! Guardaos de insultar a un pueblo honrado y pacífico, y estad seguros de que así pagaréis siempre vuestra temeridad y audacia; venid a nuestras costas, y vístanse vuestros padres de luto desde el momento en que lo intentéis, seguros de que habrán de llorar vuestra pérdida indefectiblemente. Los habitantes de Nueva España son lo mismo que los de Buenos Aires, porque es uno mismo el espíritu que los anima; todos somos hijos de un mismo Rey, su causa y su honor es el nuestro, y nuestros corazones son la morada en que está colocada su cara imagen, y que desde allí da vigor a nuestros brazos; mirad por estos hechos dolorosos, cuando os equivocasteis, cuando nos confundisteis con aquellos desdichados moradores de la India a quienes oprimís indignamente, y para cuya total sujeción basta un puñado de hombres disciplinados, abrid los ojos, y limítese vuestra ambición de poseer unos dominios que el cielo ha dado a nuestros monarcas, como el patrimonio a que los han hecho acreedores su amor y su modestia”.

En Bogotá además de las exequias realizadas en la Catedral por disposición de su Capítulo, se efectuó una función de acción de gracias, pronunciando el sermón laudatorio del caso el Canónigo Racionero de la misma, doctor Antonio de León.

De un periódico de la misma ciudad tomo los siguientes sugestivos párrafos que preceden a un soneto alusivo: “La irrupción de los ingleses en una bella parte de la América meridional, ha dado motivos a muchos genios de estas provincias para acalorar su entusiasmo y explicar sus nobles sentimientos en muchas piezas poéticas dignas de Píndaro. Un júbilo universal y común, digno de los americanos y de todos los súbditos fieles del monarca que los gobierna, ha sucedido a los gemidos y al llanto, que derramaban cuando vieron al tirano inglés que después de haberse embriagado de sangre y de piraterías, descargó su cetro de hierro sobre las comarcas felices de Buenos Aires. A la inquietud que alarmaba a todo buen ciudadano, ha sucedido el alborozo, los gritos de alegría y los acentos del placer. Y, mismo, ha sido testigo de todo el transporte de este pueblo, y con la belleza de su estilo ha hecho conocer al público, aun la alegría privada de algunos patriotas que se han explicado dignamente con los más felices acentos de la poesía”.

En Lima dispuso y patrocinó las celebraciones que fueron ruidosas y múltiples, el mismo Virrey y en la función eclesiástica correspondiente pontificó el Arzobispo. De la crónica que publica un periódico local-“Minerva Peruana”-déjeseme que lea un breve trozo porque parece que aporta los datos para una sensación acabada de solemnidad. “En la misma tarde de la llegada del expreso de Arequipa, -dice-se empezaron a divisar las ricas colgaduras que ocultaban las puertas de las casas, y los preparativos para tablados de los coros de música, principalmente en el Cabildo, donde competía el gusto con el arte. La suntuosa tapicería que cubría aquellas galerías, las columnas y paredes vestidas de riquísimos damascos de varios y exquisitos colores; las bellas arañas de plata, vistosas cornucopias y grandes espejos, el gran número de hachas de cera y otros bellos adornos que se hallaban allí reunidos, encantaban a los concurrentes, llenaban de admiración al atento observador al contemplar que en tan pocas horas se viesen reunidos en un solo punto tantos primores”.

“Las calles y torres iluminadas todas en estas noches eran muy vistosas. Se veían muchas hachas en las barandas del palacio del Exmo. Sr. Virrey, muchas en los balcones del Sr. Arzobispo y del venerable deán y cabildo eclesiástico. La iluminación de las demás barandas de la plaza no cedía a las anteriores: en medio de repique general de campanas gozaba el público durante las tres noches de iluminación de la dulce melodía que prestaban los diversos coros de la música, en que excedían a los demás los dos del Cabildo”.

Y más adelante, después de hacer relación de otros detalles agrega el periódico limeño: “Al amanecer del día 20 un repique general anuncia a los habitantes la fiesta que se iba a celebrar en acción de gracias al Todopoderoso por tan gloriosa victoria. Más de seis mil hombres de tropas gallardamente vestidos y armados, con su correspondiente tren de artillería, cubrían la plaza y sus calles inmediatas; reunidos los tribunales en palacio se dirigieron a las diez de la mañana a acompañar a S.E. por medio de la tropa de la santa iglesia Catedral, a cuya entrada se hicieron las correspondientes salvas de artillería y fusilería, las que repitieron durante la función y al regreso de S.E. Se dio principio a esta solemne función por el Te Deum Laudamus, a que siguió la misa, en que pontificó nuestro Ilmo, prelado; entre epístola y evangelio se cantó un brillante rasgo alusivo al extraordinario triunfo de Buenos Aires y arrebató la atención de los concursantes; en seguida del evangelio pronunció el presbítero D. Baltazar Monzon un sermón elocuente en acción de gracias al Dios de los ejércitos por el feliz éxito”.

Salvadas las lógicas diferencias de magnitud, también Santiago de Chile celebró como Lima-según se acaba de ver-la inmortal jornada contra las invasiones inglesas. El más documentado de los viejos historiadores chilenos-Barros Arana-después de referirse a la llegada de las nuevas del triunfo platense, sintetiza: “Estas noticias produjeron un entusiasmo indescriptible en todo el reino de Chile. En su celebración se hicieron fiestas relijiosas i populares, misas de gracia, iluminaciones, salvas de artillería i fuegos de artificio; i el 3 de setiembre se celebraron en el Templo de Santo Domingo de la ciudad de Santiago, suntuosas exéquias en honor de los muertos en aquellas memorables jornadas. Bajo la iniciativa de doña Luisa Esterripa, esposa del presidente Muñoz de Guzmán, se levantó una suscrición entre las señoras de Chile, destinada a socorrer a los huérfanos i viudas de los muertos en la defensa de Buenos Aires, que produjo la suma de 9,945 pesos. Otra suscrición promovida con el mismo objeto por el cabildo de Santiago, reunió 3,134 pesos, cantidad que, unida a la anterior, formaba una suma mui superior a cuanto podía esperarse de la pobreza jeneral del país”.

Lo mismo que de las ciudades a que se ha hecho mención, cabe repetir absolutamente con respecto a Charcas, a la Paz, a Huamanga y demás poblaciones indianas de importancia y relieve.

Don Manuel Godoy, el discutido primer ministro de Carlos IV, anotó en sus Memorias-más citadas que leídas-estas repercusiones a que vengo refiriéndome, al decir así: “Las canciones triunfales resonaron de polo a polo, desde el Río de la Plata hasta Río-Bravo, con entusiasmo nunca visto tan igual en todas partes, tan sincero, tan ruidoso. En Lima, en Méjico, en Bogotá y en las demás ciudades principales de entrambos hemisferios, hubo fiestas y regocijos que duraron muchos días y que salían del corazón de aquellos fieles habitantes. En España también cantaron a porfía nuestros poetas; hubo fiestas y aplausos sin medida. Y no estuvimos solos para celebrar aquellas glorias; las naciones amigas nos felicitaron, y Napoleón, él mismo, quiso mostrarse parte en nuestros gozos. De orden suya y en su nombre fue dado el parabién solemnemente a Carlos IV por el embajador Beauharnais”.

De los triunfos limpios y heroicos de 1806 y 1807 emerge – tenía que ser así- potente y justificadamente el renombre de Buenos Aires. Allí se cimentó como sobre granito la base de su fama y fácilmente, sin esfuerzo alguno, se ve así por qué se mirarían en adelante como trascendentales en toda América sus actitudes y se pensaría que su rumbo tenía que ser influyente y señero, fuese cual fuera su sentido.

Se producen precipitadamente en Europa los acontecimientos bien confusos, sobre todo al principio, relacionados con la tentativa de usurpación de España por Napoleón. Pues bien: ¿Qué ocurre en este momento histórico con respecto a Buenos Aires en sus relaciones con las demás ciudades del Virreinato y con las de Chile y Perú? Leyendo las actas del Cabildo porteño orientado entonces por el pensamiento vigilante y claro de Martín de Alzaga, se podrá ver no sin sorpresa para los no habituados a la investigación directa de las fuentes históricas, que Buenos Aires iba constituyéndose en ciudad hegemónica de límites cada vez más extendidos y firmes. Se le consulta, en efecto, de todas partes, lo que prueba que de todas ellas se le mira y existe intención de seguirla. Se le da cuenta al Cabildo-no al Virrey: nótese-sea de planes y propósitos como reclamando su beneplácito o su rectificación, sea de inquietudes y conflictos ya existentes, como pidiéndole consejo. Buenos Aires es o será el modelo; es o será guía para la gloria o para el infortunio.

La suerte quedaba echada de todos modos, y así se explica sin dificultad que confiando en Buenos Aires, en su poder, en su prudencia y en su patriotismo, Santiago de Chile diera el grito de Setiembre de 1810, bajo el influjo del porteño de Mayo. Así se explica que las ciudades altoperuanas de Charcas, Potosí, La Paz, Oruro y Cochabamba, sin despojarse de su tradicional cantonalismo, hicieran lo propio aun antes-algunas de ellas-de saberse o sentirse el avance de las legiones libertadoras de Balcarce y Castelli. Así se explica, en fin, que un historiador peruano de hoy-nombro a Aníbal Galvez-sienta la necesidad de comenzar una de sus obras de tema nacional, con estas palabras textuales:

“El 25 de mayo de 1810 no es simplemente una fecha bonaerense. Es algo más: Es, por una parte, el punto de partida de una nueva faz de la historia de la América meridional; y por otra parte, el término de un período de vacilaciones; de ahogadas ideas de emancipación; de tentativas en pos de la autonomía, que murieron al nacer; de aspiraciones de independencia; de ansias de libertad.”

“Téngase presente-agrega el autor que leo-que al decir América meridional, en todas mis obras, me refiero a la porción del nuevo Continente situada al sur del círculo ecuatorial, en la que se halla el Perú, mi patria, cuya historia relato.”

Señoras y Señores:

La razón política que vedó por mucho años a los escritores de historia americana toda referencia laudatoria al pasado anterior a 1810, esa razón política que al decir elocuente de Laureano Vallenilla Lanz, obligaba a los publicistas a aplicar al nacimiento de nuestras naciones el concepto bíblico de la creación, al hacer brotar los “héroes de la libertad y los defensores del derecho”, del mismo pueblo que supone “embrutecido, esclavizado, fanatizado, ultrajado por el despotismo colonial”, determina olvidos hoy ya injustificables e interpretaciones de los hechos, carentes de sentido o faltas de sustancia medular.

En el caso que he examinado con la aspiración de hacer justicia y honrar en los héroes porteños de 1810 a los mismos hombres fuertes y decididos de 1806 y 1807, yo sólo tengo que agregar en este acto de expresiva glorificación, que bien está que sigan repitiéndose las corrientes y clásicas frases de definición consagratoria “el Pueblo de Mayo”, “el Sol de Mayo”, “la Aurora de Mayo”, pero importa que también no se olviden más los salientes y fecundos sucesos que poco antes alzaron el nombre victorioso de Buenos Aires como sobre un escudo de guerra resplandeciente.

Referencia[editar]

  1. Discurso en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo. 25 de mayo de 1939.