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La Divina Comedia (traducción de Manuel Aranda y Sanjuán)/El infierno/Canto III

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

ondas; pero antes de que hubieran saltado en la orilla opuesta, se reunió otra nueva muchedumbre en la que aquellas habian dejado.

— Hijo mio, me dijo el cortés Maestro, los que mueren en la cólera de Dios acuden aquí de todos los países, y se apresuran á atravesar el rio, espoleados de tal suerte por la justicia Divina, que su temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura; por lo cual, si Caron se irrita contra tí, ya conoces ahora el motivo de sus desdeñosas palabras.

Apenas hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el recuerdo del espanto que sentí aun me munda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre sorprendido por el sueño.


CANTO III.

Habiendo atravesado el rio de los muertos, Dante se despierta y desciende al primer círculo del Infierno, que es donde está el Limbo.—Allí encuentra las almas virtuosas é inocentes de los que no pudieron recibir el bautismo.—Vénse más allá verdes praderas habitadas por guerreros ilustres, poetas y sabios.

Interrumpió mi profundo sueño un trueno tan fuerte, que me estremecí como hombre á quien se despierta á la fuerza: me levanté, y dirigiendo una mirada en derredor mio, fijé la vista para reconocer el lugar donde me hallaba. Víme junto al borde del triste valle, abismo de dolor, en que resuenan infinitos ayes, confundidos como truenos. El abismo era tan profundo, oscuro y nebuloso, que en vano fijaba mis ojos en su fondo, pues no distinguia cosa alguna.

—Ahora descendamos allá abajo, al tenebroso mundo, me dijo el poeta muy pálido: yo iré el primero; tú el segundo. — Yo, que me habia apercibido de su palidez, le respondí:—¿Cómo he de ir yo, si tú, que sueles desvanecer mis incertidumbres, te atemorizas?—Y él repuso:—La angustia de los desgraciados que están ahí bajo, refleja en mi rostro una piedad que tú tomas por terror. Vamos, pues; que la longitud del camino exige que nos apresuremos.—Y sin decir más, penetró y me hizo entrar en el primer círculo que rodea el abismo.

Allí, segun pude advertir, no se oian quejas, sino solo suspiros, que hacian temblar la eterna bóveda, y que procedian de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños. El buen Maestro me dijo:—¿No me preguntas qué espíritus son los que estamos viendo? Quiero, pues, que sepas, antes de seguir adelante, que estos no pecaron; y si contrajeron en su vida algunos méritos, no es bastante, pues no recibieron el agua del bautismo, que es la puerta de la Fé que forma tu creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron á Dios como debian: yo tambien soy uno de ellos. Por tal falta, y no por otra culpa, estamos condenados, consistiendo nuestra pena en vivir con el deseo[1] sin esperanza.

Un gran dolor afligió mi corazon cuando oí esto, porque conocí personas de mucho valor que estaban suspensas en el Limbo.—Dime, Maestro y señor mio, le pregunté para afirmarme más en esta Fé que triunfa de todo error; ¿algunas de esas almas ha podido, bien por sus méritos ó por los de otros, salir del Limbo y alcanzar la bienaventuranza?—Y él, que comprendió mis palabras encubiertas y oscuras[2], repuso:—Yo era recien llegado á este sitio, cuando ví venir á un Ser poderoso, coronado con la señal de la victoria[3]. Hizo salir de aquí el alma del primer Padre, y la de Abel su hijo, y la de Noé; la del legislador Moisés, la del obediente patriarca Abraham, y la del rey David; á Israel, con su padre y con sus hijos, y á Raquel por quien aquel hizo tanto[4], y á otros muchos, á quienes otorgó la bienaventuranza; pues debes saber que, antes de ellos, no se salvaban las almas humanas.

Mientras así hablaba, no dejábamos de andar; pero seguíamos atravesando siempre la selva, esto es, la selva que formaban los espíritus apiñados.—Aun no estábamos muy lejos de la entrada del abismo, cuando ví un resplandor que triunfaba del hemisferio de las tinieblas: nos encontrábamos todavía á bastante distancia, pero no á tanta que no pudiera yo distinguir que aquel sitio estaba ocupado por personas dignas.

—Oh tú, que honras toda ciencia y todo arte, ¿quiénes son esos, cuyo valimiento debe ser tanto, que así están separados de los demás?—Y él á mí:—La hermosa fama que aun se conserva de ellos en el mundo que habitas, les hace acreedores á esta gracia del cielo, que de tal suerte los distingue.—Entonces oí una voz que decia: ¡Honrad al sublime poeta[5]; hé aquí su alma, que se habia separado de nosotros!—Cuando calló la voz, ví venir á nuestro encuentro cuatro grandes sombras, cuyo rostro no manifestaba tristeza ni alegría. El buen Maestro empezó á decirme:—Mira aquel, que tiene una espada[6] en la mano, y viene ȧ la cabeza de los tres como su señor. Ese es Homero, poeta soberano: el otro es el satírico Horacio, Ovidio es el tercero y el último Lucano. Cada cual merece, como yo, el nombre que antes pronunciaron unánimes[7]; me honran y hacen bien.—De este modo ví reunida la hermosa escuela de aque príncipe del sublime cántico, que vuela como el águila sobre todos los demás.

Despues de haber estado conversando entre sí un rato, se volvieron hácia mí dirigiéndome un amistoso saludo, que hizo sonreir á mi Maestro, y concediéndome despues la honra de admitirme en su compañía, de suerte que fuí el sexto entre aquellos grandes génios. Así fuimos andando hasta donde estaba luz, hablando de cosas que es bueno callar, como bueno era hablar en el sitio en que nos encontrábamos. Llegamos al pié de un noble castillo, rodeado siete veces de altas murallas, y defendido al rededor por un bello riachuelo[8]. Pasamos sobre este como sobre tierra firme; y atravesando siete puertas con aquellos sábios, llegamos à un prado de fresca verdura. Allí habia personajes de mirada tranquila y grave, cuyo semblante revelaba una grande autoridad: hablaban poco y con voz suave. Nos retiramos luego hácia un extremo de la pradera; á un sitio despejado, alto y luminoso, desde donde podian verse todas aquellas almas. Allí, en pié sobre el verde esmalte, me fueron señalados los grandes espíritus, cuya contemplacion me hizo estremecer de alegría. Allí ví á Electra[9] con muchos de sus compañeros, entre los que conocí à Héctor y à Eneas; despues á César, armado, con sus ojos de ave de rapiña. Ví en otra parte à Camila[10], y á Pentesilea[11], y ví al Rey Latino, que estaba sentado al lado de su hija Lavinia; ví à aquel Bruto, que arrojó á Tarquino de Roma; à Lucrecia tambien, à Julia[12], Marcia[13] y á Cornelia[14], y á Saladino que estaba solo y separado de los demás. Habiendo levantado despues la vista, ví al Maestro de los que saben[15], sentado entre su filosófica familia. Todos le admiran, todos le honran: ví además à Sócrates y Platon, que estaban más próximos à aquel que los demás; à Demócrito, que pretende que el mundo ha tenido por orígen la casualidad; à Diógenes, á Anaxágoras y à Tales, à Empédocles, à Heráclito y à Zenon[16]: Ví al buen observador de la cualidad, es decir, à Dioscórides, y ví á Orfeo, à Tulio y à Livio, y al moralista Séneca; al geómetra Euclides, à Tolomeo, Hipócrates, Avicena y Galeno, y á Averroes que hizo el gran comentario[17].

No me es posible acordarme de todos, porque me arrastra el largo tema que he de seguir y muchas veces las palabras son breves para el asunto[18]. Bien pronto la compañía de seis queda reducida à dos: mi sábio guia me conduce por otro camino fuera de aquella inmovilidad hácia una aura temblorosa, y llego à un punto privado totalmente de luz.


CANTO IV.


Segundo círculo, donde están los lujuriosos.—Van sin cesar errantes, impelidos por el viento.—Minos juzga las almas.—Dante encuentra á Francisca de Rímini y á Pablo su amante.—Ante la conmovedora narracion de su desgracia el poeta desmaya.

Así descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor, y dolor punzante, que origina desgarradores gritos. Allí estaba el horrible Minos que, rechinando los dientes, examina las culpas de los que entran; juzga y da à comprender sus órdenes por medio de las vueltas de su cola. Es decir, que cuando se presenta ante él un alma pecadora, y le confiesa todas sus culpas, aquel gran conocedor de los pecados vé qué lugar del infierno debe ocupar y se lo designa, ciñéndose al cuerpo la cola tantas veces cuantas sea el número del círculo á que debe ser enviada[19].

  1. De ver á Dios.
  2. Llama oscuras á sus palabras, porque no expresa claramente que interroga á Virgilio acerca del descenso de Jesucristo al Limbo.
  3. Jesucristo.
  4. Se refiere á Jacob ó Israel, que por casarse con Raquel sirvió á su padre catorce años.
  5. Virgilio.
  6. Símbolo de las guerras cantadas por Homero.
  7. El de poeta. Y hacen bien honrándome; porque así honran la poesía, y no mues tran envidia.
  8. Este castillo representa la fama inmortal que adquieren los poetas, por sus obras Las siete murallas significan las siete virtudes: Justicia, Fortaleza, Templanza, Prudencia, Inteligencia, Sabiduría y Ciencia. El riachuelo significa la elocuencia. (Clairfons).
  9. Electra, madre de Dárdano, de quien desciende Eneas, fundador del imperio romano.
  10. Hija de Metabo, rey de los Volscos de quien queda hecha mencion.
  11. Reina de las Amazonas, muerta por Aquiles en el sitio de Troya.
  12. Hija de César y mujer de Pompeyo.
  13. Mujer de Caton de Útica.
  14. Hija de Scipion el Africano y madre de los Gracos.
  15. El filósofo Aristóteles.
  16. Filósofos griegos.
  17. El comentario sobre Aristóteles.
  18. Es decir que muchas veces las palabras son poco en comparacion de la magnitud del asunto.
  19. Nec vero hæ sine sorte datæ, sine judice sedes,
    Quæsitor Minos urnam movet: ille silentum
    Conciliumque vocat, vitaque et crimina discit.
    (Æneida, lib. vi.)