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La Odisea (Luis Segalá y Estalella)/Canto XIX

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Odisea (1910)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de John Flaxman, Walter Paget
Canto XIX
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Euriclea reconoce á Ulises al tocarle la cicatriz del muslo


CANTO XIX
COLOQUIO DE ULISES Y PENÉLOPE.—EL LAVATORIO
Ó RECONOCIMIENTO DE ULISES POR EURICLEA


1 Quedóse en el palacio el divinal Ulises y, junto con Minerva, pensaba en la matanza de los pretendientes, cuando de súbito dijo á Telémaco estas aladas palabras:

4 «¡Telémaco! Es preciso llevar adentro las marciales armas y engañar á los pretendientes con suaves frases cuando las echen de menos y te pregunten por las mismas: «Las he llevado lejos del humo, porque ya no parecen las que dejó Ulises al partir para Troya; sino que están afeadas en la parte que alcanzó el ardor del fuego. Además, alguna deidad me sugirió en la mente esta otra razón más poderosa: no sea que, embriagándoos, trabéis una disputa, os hiráis los unos á los otros, y mancilléis el convite y el noviazgo; que ya el hierro por sí solo atrae al hombre.»

14 Así se expresó. Telémaco obedeció á su padre y, llamando á su nodriza Euriclea, hablóle de esta suerte:

16 «¡Ama! Ea, tenme encerradas las mujeres en sus habitaciones, mientras llevo á otro cuarto las magníficas armas de mi padre, pues en su ausencia nadie las cuida y el humo las empaña. Hasta aquí he sido un niño. Mas ahora quiero depositarlas donde no las alcance el ardor del fuego.»

21 Respondióle su nodriza Euriclea: «¡Oh hijo! Ojalá hayas adquirido la necesaria prudencia para cuidarte de la casa y conservar tus heredades. Pero, ¿quién será la que vaya contigo llevándote la luz, si no dejas venir las esclavas, que te hubiesen alumbrado?»

26 Contestóle el prudente Telémaco: «Este huésped; pues no toleraré que permanezca ocioso quien coma de lo mío, aunque haya llegado de lejas tierras.»

29 Así dijo; y ninguna palabra voló de los labios de Euriclea, que cerró las puertas de las cómodas habitaciones. Ulises y su ilustre hijo se apresuraron á llevar adentro los cascos, los abollonados escudos y las agudas lanzas; y precedíales Palas Minerva con una lámpara de oro, la cual daba una luz hermosísima. Y Telémaco dijo de repente á su padre:

36 «¡Oh padre! Grande es el prodigio que contemplo con mis propios ojos: las paredes del palacio, los bonitos intercolumnios, las vigas de abeto y los pilares encumbrados, aparecen á mi vista como si fueran ardiente fuego. Sin duda debe de estar aquí alguno de los dioses que poseen el anchuroso cielo.»

41 Respondióle el ingenioso Ulises: «Calla, refrena tu pensamiento y no me interrogues; pero de este modo suelen proceder, en efecto, los dioses que habitan el Olimpo. Ahora acuéstate, y yo me quedaré para provocar todavía á las esclavas y departir con tu madre; la cual, lamentándose, me preguntará muchas cosas.»

47 Así habló; y Telémaco se fué por el palacio, á la luz de las resplandecientes antorchas, y se recogió en el aposento donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía: allí se acostó para aguardar que se descubriera la divinal Aurora. Empero el divino Ulises se quedó en la sala, y junto con Minerva pensaba en la matanza de los pretendientes.

53 Salió de su cuarto la discreta Penélope, que parecía Diana ó la dorada Venus, y colocáronle junto al hogar el torneado sillón, con adornos de marfil y de plata, en que se sentaba; el cual había sido fabricado antiguamente por el artífice Icmalio, que le puso un escabel para los pies, adherido al mismo y cubierto con una grande piel. Allí se sentó la discreta Penélope. Llegaron de dentro de la casa las doncellas de níveos brazos, retiraron el abundante pan, las mesas, y las copas en que bebían los soberbios pretendientes, y, echando por tierra las brasas de los tederos, amontonaron en los mismos gran cantidad de leña para que hubiese luz y calor. Y Melanto increpó á Ulises por segunda vez:

66 «¡Forastero! ¿Nos importunarás todavía, andando por la casa durante la noche y espiando á las mujeres? Vete afuera, oh mísero, y conténtate con lo que comiste, ó muy pronto te echarán á tizonazos.»

70 Mirándola con torva faz, exclamó el ingenioso Ulises: «¡Desdichada! ¿Por qué me acometes de esta manera, con ánimo irritado? ¿Quizás porque voy sucio, llevo miserables vestiduras y pido limosna por la población? La necesidad me fuerza á ello, y así son los mendigos y los vagabundos. Pues en otra época también yo fuí dichoso entre los hombres, habité una rica morada y en multitud de ocasiones di limosna al vagabundo, cualquiera que fuese y hallárase en la necesidad en que se hallase; entonces poseía innumerables siervos y otras muchas cosas con las cuales los hombres viven en regalo y gozan fama de opulentos. Mas Júpiter Saturnio me arruinó, porque así lo quiso. No sea que también tú, oh mujer, vayas á perder toda la hermosura por la cual sobresales entre las esclavas; que tu señora, irritándose, se embravezca contigo; ó que Ulises llegue, pues aún hay esperanza de que torne. Y si, por haber muerto, no volviese, ya su hijo Telémaco es tal, por la voluntad de Apolo, que ninguna de las mujeres del palacio le pasará inadvertida si fuere mala; pues ya tiene edad para entenderlo.»

89 Así habló. Oyóle la discreta Penélope y respondió á su esclava diciéndole de este modo:

91 «¡Atrevida! ¡Perra desvergonzada! No se me oculta la mala acción que estás cometiendo y que pagarás con tu cabeza. Muy bien te constaba, por haberlo oído de mi boca, que he de interrogar al forastero en esta sala, acerca de mi esposo; pues me hallo sumamente afligida.»

96 Dijo; y acto continuo dirigió estas palabras á Eurínome, la despensera: «¡Eurínome! Trae una silla y cúbrela con una piel, á fin de que se acomode el forastero, y hable y me escuche, que deseo interrogarle.»

100 Así habló. Apresuróse Eurínome á traer una pulimentada silla, la cubrió con una piel, y en ella tomó asiento el paciente divinal Ulises. Entonces rompió el silencio la discreta Penélope, hablando de esta suerte:

104 «¡Forastero! Ante todo te haré yo misma estas preguntas: ¿Quién eres y de qué país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres?»

106 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh mujer! Ninguno de los mortales de la vasta tierra podría censurarte, pues tu gloria llega hasta el anchuroso cielo como la de un rey eximio y temeroso de los dioses, que impera sobre muchos y esforzados hombres, hace triunfar la justicia, y al amparo de su buen gobierno la negra tierra produce trigo y cebada, los árboles se cargan de fruta, las ovejas paren hijuelos robustos, el mar da peces, y son dichosos los pueblos que le están sometidos. Mas ahora, que nos hallamos en tu casa, hazme otras preguntas, y no te propongas averiguar mi linaje, ni mi patria: no sea que con el recuerdo acrecientes los pesares de mi corazón, pues he sido muy desgraciado. Y tampoco conviene que en casa ajena esté llorando y lamentándome, porque es muy malo afligirse siempre y sin descanso: no fuera que alguna de las esclavas se enojara conmigo, ó tú misma, y dijerais que derramo lágrimas porque el vino me perturbó el entendimiento.»

123 Contestóle en seguida la discreta Penélope: «¡Huésped! Mis atractivos—la belleza y la gracia de mi cuerpo—destruyéronlos los inmortales cuando los argivos partieron para Ilión y se fué con ellos mi esposo Ulises. Si éste, volviendo, cuidara de mi vida, mayor y más hermosa fuera mi gloria; pues estoy angustiada por tantos males como me envió algún dios. Cuantos próceres mandan en las islas, en Duliquio, en Same y en la selvosa Zacinto, y cuantos viven en la propia Ítaca, que se ve de lejos, me pretenden contra mi voluntad y arruinan nuestra casa. Por esto no me curo de los huéspedes, ni de los suplicantes, ni de los heraldos, que son ministros públicos; sino que, padeciendo soledad de Ulises, se me consume el ánimo. Ellos me dan prisa á que me case, y yo tramo engaños. Primeramente sugirióme un dios que me pusiese á tejer en el palacio una gran tela sutil é interminable, y entonces les hablé de este modo: ¡Jóvenes, pretendientes míos! Ya que ha muerto el divinal Ulises, aguardad, para instar mis bodas, que acabe este lienzo—no sea que se me pierdan inútilmente los hilos,—á fin de que tenga sudario el héroe Laertes en el momento fatal de la aterradora muerte. ¡No se me vaya á indignar alguna de las aqueas del pueblo, si ve enterrar sin mortaja á un hombre que ha poseído tantos bienes! Así les dije y su ánimo generoso se dejó persuadir. Desde aquel instante, pasábame el día labrando la gran tela y por la noche, tan luego como me alumbraba con las antorchas, deshacía lo tejido. De esta suerte logré ocultar el engaño y que mis palabras fueran creídas por los aqueos durante un trienio; mas, así que vino el cuarto año y volvieron á sucederse las estaciones, después de transcurrir los meses y de pasar muchos días, entonces, gracias á las perras de mis esclavas que de nada se cuidan, vinieron á sorprenderme y me increparon con sus palabras. Así fué como, mal de mi grado, me vi en la necesidad de acabar la tela. Ahora ni me es posible evitar las bodas, ni hallo ningún otro consejo que me valga. Mis padres desean apresurar el casamiento y mi hijo siente gran pena al notar cómo son devorados nuestros bienes, porque ya es un hombre apto para regir la casa y Júpiter le da gloria. Mas, con todo eso, dime tu linaje y de dónde eres; que no serán tus progenitores la encina ó el peñasco de la vieja fábula.»

164 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh veneranda esposa de Ulises Laertíada! ¿No cesarás de interrogarme acerca de mi progenie? Pues bien, voy á decírtela, aunque con ello acrecientes los pesares que me agobian; pues así le ocurre al hombre que, como yo, ha permanecido mucho tiempo fuera de su patria, peregrinando por tantas ciudades y padeciendo fatigas. Mas, con todo, te hablaré de aquello acerca de lo cual me preguntas é interrogas.

172 »En medio del vinoso ponto, rodeada del mar, existe una tierra hermosa y fértil, Creta; donde hay muchos, innumerables hombres, y noventa ciudades. Allí se oyen mezcladas varias lenguas, pues viven en aquel país los aqueos, los magnánimos cretenses indígenas, los cidones, los dorios, que están divididos en tres tribus, y los divinales pelasgos. Entre las ciudades se halla Cnoso, gran urbe, en la cual reinó por espacio de nueve años Minos, que conversaba con el gran Júpiter y fué padre de mi padre, del magnánimo Deucalión. Éste engendróme á mí y al rey Idomeneo, que fué á Ilión en las corvas naves, juntamente con los Atridas; mi preclaro nombre es Etón y soy el más joven de los dos hermanos, pues aquél es el mayor y el más valiente. En Cnoso conocí á Ulises y aun le ofrecí los dones de la hospitalidad. El héroe enderezaba el viaje para Troya cuando la fuerza del viento lo apartó de Malea y lo llevó á Creta: y entonces ancoró sus barcos en un puerto peligroso, en la desembocadura del Amniso, donde está la gruta de Ilitia, y á duras penas pudo escapar de la tormenta. Entróse en seguida por la ciudad y preguntó por Idomeneo, que era, según afirmaba, su huésped querido y venerado; mas ya la Aurora había aparecido diez ú once veces desde que partiera para Ilión con sus corvas naves. Al punto lo conduje al palacio, le proporcioné digna hospitalidad, tratándole solícita y amistosamente—que en nuestra casa reinaba la abundancia—é hice que á él y á los compañeros que llevaba se les diera harina y negro vino en común por el pueblo, y también bueyes para que los sacrificaran y satisficieran de este modo su apetito. Los divinales aqueos permanecieron con nosotros doce días, por soplar el Bóreas tan fuertemente que casi no se podía estar ni aun en la tierra. Debió de excitarlo alguna deidad malévola. Mas, en el día treceno echóse el viento y se dieron á la vela.»

203 De tal suerte forjaba su relato, refiriendo muchas cosas falsas que parecían verdaderas; y á Penélope, al oirlo, le brotaban las lágrimas de los ojos y se le deshacía el cuerpo. Así como en las altas montañas se derrite la nieve al soplo del Euro, después que el Céfiro la hiciera caer, y la corriente de los ríos crece con la que se funde; así se derretían con el llanto las hermosas mejillas de Penélope, que lloraba por su marido teniéndolo á su vera. Ulises, aunque interiormente compadecía á su mujer, que sollozaba, tuvo los ojos tan firmes dentro de los párpados cual si fueran de cuerno ó de hierro, y logró con astucia que no se le rezumasen las lágrimas. Y Penélope, después que se hubo saciado de llorar y de gemir, tornó á hablarle con estas palabras:

215 «Ahora, oh huésped, pienso someterte á una prueba para saber si es verdad, como lo afirmas, que en tu palacio hospedaste á mi esposo con sus compañeros iguales á los dioses. Dime qué vestiduras llevaba su cuerpo y cómo eran el propio Ulises y los compañeros que le seguían.»

220 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh mujer! Es difícil referirlo después de tanto tiempo, porque hace ya veinte años que se fué de allá y dejó mi patria; esto no obstante, te diré cómo se lo representa mi corazón. Llevaba el divinal Ulises un manto lanoso, doble, purpúreo, con áureo broche de dos agujeros; en la parte anterior del manto estaba bordado un perro que tenía entre sus patas delanteras un manchado cervatillo, mirándole forcejar; y á todos pasmaba que, siendo entrambos de oro, aquél mirara al cervatillo á quien ahogaba, y éste forcejara con los pies, deseando escapar. En torno al cuerpo de Ulises vi una espléndida túnica que semejaba árida binza de cebolla, ¡tan suave era! y relucía como un sol; y muchas mujeres la contemplaban admiradas. Pero he de decirte una cosa que fijarás en la memoria: no sé si Ulises ya llevaría estas vestiduras en su casa ó se las dió uno de los compañeros, cuando iba en su velera nave, ó quizás algún huésped; que Ulises tenía muchos amigos, como que eran pocos los aqueos que pudieran comparársele. También yo le regalé una broncínea espada, un hermoso manto doble de color de púrpura, y una túnica talar; después de lo cual fuí á despedirle con gran respeto hasta su nave de muchos bancos. Acompañábale un heraldo un poco más viejo que él y voy á decirte cómo era: metido de hombros, de negra tez y rizado cabello, y su nombre Euríbates. Honrábale Ulises mucho más que á otro alguno de sus compañeros, porque ambos solían pensar de igual manera.»

249 Así le dijo, y acrecentóle el deseo del llanto, pues Penélope reconoció las señales que Ulises describiera con tal certidumbre. Y cuando estuvo harta de llorar y de gemir, le respondió con estas palabras:

253 «¡Oh huésped! Aunque ya antes de ahora te tuve compasión, en adelante has de ser querido y venerado en esta casa; pues yo misma le entregué esas vestiduras que dices, sacándolas bien plegadas de mi estancia, y les puse el lustroso broche, para que le sirviese de ornamento á Ulises. Mas ya no tornaré á recibirle, de vuelta á su hogar y á su patria; que con hado funesto partió en las cóncavas naves, para ver aquella Ilión perniciosa y nefanda.»

261 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh veneranda consorte de Ulises Laertíada! No mortifiques más el hermoso cuerpo, ni consumas el ánimo, llorando á tu marido; bien que por ello no he de reprenderte, porque la mujer acostumbra á sollozar cuando perdió el varón con quien se casó virgen y de cuyo amor tuvo hijos, aunque no sea como Ulises, que, según cuentan, se asemejaba á los dioses. Suspende el llanto y presta atención á mis palabras, pues voy á hablarte con sinceridad y no te callaré nada de cuanto sé sobre el regreso de Ulises; el cual vive, está cerca—en el opulento país de los tesprotos—y trae muchas y excelentes preciosidades que ha logrado recoger por entre el pueblo. Perdió sus fieles compañeros y la cóncava nave en el vinoso ponto, al venir de la isla de Trinacria, porque contra él se airaron Júpiter y el Sol, á cuyas vacas habían dado muerte sus compañeros. Los demás perecieron en el alborotado ponto, y Ulises, que montó en la quilla de su nave, fué arrojado por las olas á tierra firme, al país de los feacios, que son cercanos por su linaje á los dioses; y ellos le honraron cordialmente como á un numen, le hicieron muchos regalos y deseaban conducirlo sano y salvo á su casa. Y ya estuviera Ulises aquí mucho tiempo
Forjaba su relato refiriendo á Penélope muchas cosas falsas que parecían verdaderas
(Canto XIX verso 203.)
ha, si no le hubiese parecido más útil irse por la vasta tierra para juntar riquezas; como que sobresale por sus astucias entre los mortales hombres y con él no puede rivalizar ninguno. Así me lo dijo Fidón, rey de los tesprotos, y juró en mi presencia, haciendo libaciones en su casa, que ya habían botado la nave al mar y estaban á punto los compañeros para conducirlo á su tierra. Pero antes envióme á mí, porque se ofreció casualmente un barco de varones tesprotos que iba á Duliquio, la abundosa en trigo. Y me mostró todos los bienes que Ulises había juntado, con los cuales pudiera mantenerse un hombre y sus descendientes hasta la décima generación: ¡tantos objetos preciosos tenía en el palacio de aquel rey! Añadió que Ulises estaba en Dodona para saber por la alta encina la voluntad de Júpiter acerca de si convendría que volviese manifiesta ó encubiertamente á su patria, de la cual tanto ha que se halla ausente. Salvo está, pues, y vendrá pronto, que no permanecerá mucho tiempo alejado de sus amigos y de su patria; y sobre este punto voy á prestar un juramento. Sean testigos Júpiter, el más excelso y poderoso de los dioses, y el hogar del irreprochable Ulises á que he llegado, de que todo se cumplirá como lo digo: Ulises vendrá aquí este año, al terminar el corriente mes y comenzar el próximo

308 Respondióle la discreta Penélope: «Ojalá se cumpliese cuanto dices, oh forastero, que bien pronto conocerías mi amistad, pues te haría tantos regalos que te considerara dichoso quien contigo se encontrase. Pero mi ánimo presiente lo que ha de ocurrir: ni Ulises volverá á esta casa, ni tú conseguirás que te lleven á la tuya; que no hay en el palacio quienes lo rijan, siendo cual era Ulises—si todo no fué un sueño—para acoger y conducir á los venerables huéspedes. Mas vosotras, criadas, lavad al huésped y aparejadle un lecho, con su cama, mantas y colchas espléndidas; para que, calentándose bien, aguarde la aparición de la Aurora de áureo trono. Mañana, muy temprano, bañadle y ungidle; y coma aquí dentro, en esta sala, al lado de Telémaco. Mal para aquél que con el ánimo furioso le molestare, pues será la última acción que aquí realice por muy irritado que se ponga. ¿Cómo sabrías, oh huésped, si aventajo á las demás mujeres en inteligencia y prudente consejo, si dejara que así, tan sucio y miserablemente vestido, comieras en el palacio? Son los hombres de vida corta: el cruel, el que procede inicuamente, consigue que todos los mortales le imprequen desventuras mientras vive y que todos lo insulten después que ha muerto; mas, el intachable, el que se porta con corrección, alcanza una fama grandísima que sus huéspedes difunden entre todos los hombres y son muchos los que le llaman bueno.»

335 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh veneranda mujer de Ulises Laertíada! Los mantos y las colchas espléndidas los tengo aborrecidos desde la hora en que dejé los nevados montes de Creta y partí en la nave de largos remos. Me acostaré como antes, cuando pasaba las noches sin pegar el ojo; pues en muchas de ellas descansé en ruin lecho, aguardando la aparición de la divinal Aurora, de hermoso trono. Tampoco le agradan á mi ánimo los baños de pies, ni tocará los míos ninguna mujer de las que te sirven en el palacio, si no hay alguna muy vieja y de honestos pensamientos, que en su alma haya sufrido tanto como yo; pues á ésa no la he de impedir que mis pies toque.»

349 Contestóle la discreta Penélope: «¡Huésped amado! Jamás aportó á mi casa otro varón de tan buen juicio entre los amigables huéspedes que vinieron de lejas tierras á mi morada; tal perspicuidad y cordura denotan tus palabras. Tengo una anciana de prudente espíritu, que fué la que alimentó y crió á aquel infeliz después de recibirlo en sus brazos cuando la madre lo parió: ésta te lavará los pies aunque sus fuerzas son ya menguadas. Ea, prudente Euriclea, levántate y lava á este varón coetáneo de tu señor; que en los pies y en la manos debe de estar Ulises de semejante modo, pues los mortales envejecen presto en la desgracia.»

361 Así habló. La vieja cubrióse el rostro con ambas manos, rompió en ardientes lágrimas y dijo estas lastimeras razones:

363 «¡Ay, hijo mío, que no puedo salvarte! Sin duda Júpiter te cobró más odio que á hombre alguno, á pesar de que tu ánimo era tan temeroso de las deidades. Ningún mortal quemó tantos pingües muslos en honor de Jove, que se huelga con el rayo, ni le sacrificó tantas y tan selectas hecatombes, como tú le has ofrecido rogándole que te diese placentera senectud y te dejara criar á tu hijo ilustre; y ahora te ha privado, á ti tan sólo, de ver lucir el día de la vuelta. Quizás se mofaron de mi señor las criadas de lejano huésped á cuyo magnífico palacio llegara, como se burlan de ti, oh forastero, estas perras cuyos denuestos y abundantes infamias quieres evitar no permitiendo que te laven; y por tal razón me manda que lo haga yo, no ciertamente contra mi deseo, la hija de Icario, la discreta Penélope. Y así, te lavaré los pies por consideración á la propia Penélope y á ti mismo; pues siento que en el interior me conmueven el ánimo tus desventuras. Mas, ea, oye lo que voy á decir: muchos huéspedes infortunados vinieron á esta casa, pero en ninguno he advertido una semejanza tan grande con Ulises en el cuerpo, en la voz y en los pies, como en ti la noto.»

382 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh anciana! Lo mismo dicen cuantos nos vieron con sus propios ojos: que somos muy semejantes, como tú lo has observado.»

386 Tales fueron sus palabras. La vieja tomó un reluciente caldero en el que acostumbraba lavar los pies, echóle gran cantidad de agua fría y derramó sobre ella otra caliente. Mientras tanto, sentóse Ulises cabe al hogar y se volvió hacia lo obscuro, pues súbitamente le entró en el alma el temor de que la anciana, al asirle el pie, reparase en cierta cicatriz y todo quedara descubierto. Euriclea se acercó á su señor, comenzó á lavarlo y pronto reconoció la cicatriz de la herida que le hiciera un jabalí con su blanco diente, con ocasión de haber ido aquél al Parnaso, á ver á Autólico y sus hijos. Era ése el padre ilustre de la madre de Ulises, y descollaba sobre los hombres en hurtar y jurar, presentes que le había hecho el propio Mercurio en cuyo honor quemaba agradables muslos de corderos y de cabritos; por esto el dios le asistía benévolo. Cuando anteriormente fué Autólico á la opulenta población de Ítaca, halló un niño recién nacido de su hija; y, después de cenar, Euriclea se lo puso en las rodillas, y le habló de semejante modo:

403 «¡Autólico! Busca tú ahora algún nombre para ponérselo al hijo de tu hija, que tanto deseaste.»

405 Y Autólico respondió diciendo: «¡Yerno, hija mía! Ponedle el nombre que os voy á decir. Como llegué aquí después de haberme airado[1] contra muchos hombres y mujeres, yendo por la fértil tierra, sea Ulises[2] el nombre por el que se le llame. Y cuando llegue á mozo y vaya al Parnaso, á la grande casa materna donde se hallan mis riquezas, le daré parte de las mismas y os lo enviaré contento.»

413 Por esto fué Ulises: para que aquél le entregara los espléndidos dones. Autólico y sus hijos recibiéronlo afectuosamente, con apretones de mano y dulces palabras; y Anfitea, su abuela materna, lo abrazó y le besó la cabeza y los lindos ojos. Autólico mandó seguidamente á sus gloriosos hijos que aparejasen la comida; y, habiendo ellos atendido la exhortación, trajeron un buey de cinco años. Al instante lo desollaron y prepararon, lo partieron todo, lo dividieron con suma habilidad en pedazos pequeños que espetaron en los asadores y asaron cuidadosamente, y acto continuo distribuyeron las raciones. Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción. Y tan pronto como el sol se puso y sobrevino la noche, acostáronse y el don del sueño recibieron.

428 Así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, los hijos de Autólico y el divinal Ulises se fueron á cazar llevándose los canes. Encamináronse al alto monte Parnaso, cubierto de bosque, y pronto llegaron á sus ventosos collados. Ya el sol hería con sus rayos los campos, saliendo de la plácida y profunda corriente del Océano, cuando los cazadores penetraron en un valle: iban al frente los perros, que rastreaban la caza; detrás, los hijos de Autólico, y con éstos, pero á poca distancia de los canes, el divinal Ulises, blandiendo ingente lanza. En aquel sitio estaba echado un enorme jabalí, en medio de una espesura tan densa que ni el húmedo soplo de los vientos pasaba á su través, ni la herían los rayos del resplandeciente sol, ni la lluvia la penetraba del todo, ¡así era de densa!, habiendo en la misma gran copia de hojas secas amontonadas. El ruido de los pasos de los hombres y de los canes, que se acercaban cazando, llegó hasta el jabalí; y éste dejó el soto, fué á encontrarles con las crines del cuello erizadas y los ojos echando fuego, y se detuvo muy cerca de los mismos. Ulises, que fué el primero en acometerle, levantó con su mano robusta la luenga lanza, deseando herirle; pero adelantósele el jabalí, le dió un golpe sobre la rodilla, y, como arremetiera oblicuamente, desgarró con su diente mucha carne sin llegar al hueso. Entonces Ulises le acertó en la espalda derecha, se la atravesó con la punta de la luciente lanza, y el animal quedó tendido en el polvo y perdió la vida. Los caros hijos de Autólico reuniéronse en torno del eximio Ulises, igual á un dios, para socorrerle: vendáronle hábilmente la herida, restañaron la negruzca sangre con un ensalmo, y volvieron todos á la casa paterna. Autólico y sus hijos, después de curarle bien, le hicieron espléndidos regalos; y pronto, con mutuo regocijo, lo enviaron á Ítaca. El padre y la veneranda madre de Ulises holgáronse de su vuelta y le preguntaron muchas cosas y qué le había ocurrido que llevaba aquella cicatriz; y él refirióles por menor cómo, habiendo ido al Parnaso á cazar con los hijos de Autólico, hirióle un jabalí con su albo diente.

467 Al tocar la vieja con la palma de la mano esta cicatriz, reconocióla y soltó el pie de Ulises: dió la pierna contra el caldero, resonó el bronce, inclinóse la vasija hacia atrás, y el agua se derramó en tierra. El gozo y el dolor invadieron simultáneamente el corazón de Euriclea, se le arrasaron los ojos de lágrimas y la voz sonora se le cortó. Mas luego tomó á Ulises de la barba y hablóle así:

474 «Tú eres ciertamente Ulises, hijo querido; y yo no te conocí, hasta que pude tocar todo mi señor con estas manos.»

476 Dijo; y volvió los ojos hacia Penélope, queriendo indicarle que tenía dentro de la casa á su marido. Mas ella no pudo notarlo ni advertirlo desde la parte opuesta, porque Minerva le distrajo el pensamiento. Ulises, tomando del pescuezo á la anciana con la mano derecha, con la otra la atrajo á sí y le dijo:

482 «¡Ama! ¿Por qué quieres perderme? Sí, tú me criaste á tus pechos, y ahora, después de pasar muchas fatigas, he llegado en el vigésimo año á la patria tierra. Mas, ya que lo entendiste y un dios lo sugirió á tu mente, calla y nadie lo sepa en el palacio. Lo que voy á decir llevárase á efecto. Si un dios hiciere sucumbir á mis manos los ilustres pretendientes, no te perdonaría á ti, á pesar de que fuiste mi ama, cuando matare á las demás esclavas en el palacio.»

491 Contestóle la prudente Euriclea: «¡Hijo mío! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! Bien sabes que mi ánimo es firme é indomable, y guardaré el secreto como una sólida piedra ó como el hierro. Otra cosa quiero manifestarte que pondrás en tu corazón: Si un dios hace sucumbir á tus manos los ilustres pretendientes, te diré cuáles mujeres no te honran en el palacio y cuáles están sin culpa.»

499 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Ama! ¿Á qué nombrarlas? Ninguna necesidad tienes de hacerlo. Yo mismo las observaré para conocerlas una por una. Guarda silencio y confía en los dioses.»

503 Así dijo; y la vieja se fué por el palacio á buscar agua para lavarle los pies, porque la primera se había derramado toda. Después que lo hubo lavado y ungido con pingüe aceite, Ulises acercó nuevamente la silla al fuego, para calentarse, y cubrióse la cicatriz con los harapos. Entonces rompió el silencio la discreta Penélope, hablando de este modo:

509 «¡Huésped! Aún te haré algunas preguntas, muy pocas; que presto será hora de dormir plácidamente, para quien logre conciliar el dulce sueño aunque esté afligido. Á mí me ha dado algún dios un pesar inmenso, pues durante el día me complazco en llorar, gemir y ver mis labores y las de las siervas de la casa; pero, así que viene la noche y todos se acuestan, yago en mi lecho y fuertes y punzantes inquietudes me asedian el oprimido corazón y me excitan los sollozos. De la suerte que Aedón, la hija de Pandáreo, canta hermosamente en la verde espesura, al comenzar la primavera; y, posada en el tupido follaje de los árboles, deja oir su voz de variados sones que muda á cada momento, llorando á Ítilo, el vástago que tuvo del rey Zeto y mató con el bronce por imprudencia: de semejante manera está mi ánimo, vacilando entre dos partidos, pues no sé si seguir viviendo con mi hijo y guardar y mantener en pie todas las cosas—mis posesiones, mis esclavas y esta casa grande y de elevada techumbre—por respeto al tálamo conyugal y temor del dicho de la gente; ó irme ya con quien sea el mejor de los aqueos que me pretenden en el palacio y me haga muchísimas donaciones nupciales. Mi hijo, mientras fué insipiente muchacho, no quiso que me casara y me fuera de esta mansión de mi esposo; mas ahora, que ya es grande por haber llegado á la flor de la juventud, desea que desampare el palacio, viendo con indignación que sus bienes son devorados por los aquivos. Pero, ea, oye y declárame este sueño. Hay en la casa veinte gansos que comen trigo remojado en agua y yo me huelgo de contemplarlos; mas, he aquí que bajó del monte un águila grande, de corvo pico, y, rompiéndoles el cuello, los mató á todos; quedaron éstos tendidos en montón y subióse aquélla al divino éter. Yo, aunque entre sueños, lloré y di gritos; y las aquivas, de hermosas trenzas, fueron juntándose á mi alrededor, mientras me lamentaba tanto de que el águila hubiese matado mis gansos, que movía á compasión. Entonces el águila tornó á venir, se posó en el borde de la techumbre, y me calmó diciendo con voz humana:

546 «¡Cobra ánimo, hija del celebérrimo Icario!, pues no es sueño, sino visión veraz que ha de cumplirse. Los gansos son los pretendientes; y yo, que era el águila, soy tu esposo que he llegado y daré á todos los pretendientes ignominiosa muerte.»

551 »Así dijo. Ausentóse de mí el dulce sueño, y mirando en derredor, vi los gansos en el palacio, junto al pesebre, que comían trigo como antes.»

554 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh mujer! No es posible declarar el sueño de otra manera, ya que el propio Ulises te manifestó cómo lo llevará al cabo: aparece clara la perdición de todos los pretendientes y ninguno escapará de la muerte y el hado.»

559 Contestóle la discreta Penélope: «¡Huésped! Hay sueños inescrutables y de lenguaje obscuro, y no se cumple todo lo que anuncian á los hombres. Existen dos puertas para los leves sueños: una, construída de cuerno; y otra, de marfil. Los que vienen por el bruñido marfil nos engañan, trayéndonos palabras sin efecto; y los que salen por el pulimentado cuerno anuncian, al mortal que los ve, cosas que realmente han de cumplirse. Mas, no me figuro que mi terrible sueño haya salido por el último, que nos fuera muy grato á mí y á mi hijo. Otra cosa voy á decirte que pondrás en tu corazón. No tardará en lucir la infausta aurora que ha de alejarme de la casa de Ulises, pues ya quiero ofrecer á los pretendientes un certamen: las segures, que aquél fijaba en línea recta y en número de doce, dentro de su palacio, cual si fuesen los puntales de un navío en construcción, y desde muy lejos hacía pasar una flecha por los anillos. Ahora, pues, los invitaré á esta lucha y aquel que más fácilmente maneje el arco, lo arme y haga pasar una flecha por el ojo de las segures, será con quien yo me vaya, dejando esta casa á la que vine doncella, que es tan hermosa, que está tan abastecida, y de la cual me figuro que habré de acordarme aun entre sueños.»

582 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh veneranda mujer de Ulises Laertíada! No difieras por más tiempo ese certamen que ha de efectuarse en el palacio; pues el ingenioso Ulises vendrá antes que ellos, manejando el pulido arco, logren tirar de la cuerda y consigan que pase la flecha á través del hierro.»

588 Díjole entonces la discreta Penélope: «¡Huésped! Si quisieras deleitarme con tus dichos, sentado junto á mí, en esta sala, no caería ciertamente el sueño en mis ojos; mas no es posible que los hombres estén sin dormir porque los númenes han ordenado que los mortales de la fértil tierra empleen una parte del tiempo en cada cosa. Voyme á la estancia superior y me acostaré en mi lecho tan luctuoso, que siempre está regado de lágrimas desde que Ulises partió para ver aquella Ilión perniciosa y nefanda. Allí descansaré. Acuéstate tú en el interior del palacio, tendiendo algo por el suelo ó en la cama que te hicieren.»

600 Diciendo así, subió á la espléndida habitación superior sin que fuese sola, pues la acompañaban las esclavas. Y, en llegando con ellas á lo alto de la casa, se puso á llorar por Ulises, su caro marido, hasta que Minerva, la de los brillantes ojos, le difundió en los párpados el dulce sueño.




  1. Ὀδυσσάμενος (odyssámenos), participio de aoristo del verbo ὀδύσσομαι que significa airarse.
  2. Ὀδυσεύς (Odyseus). Nombre del principal personaje de la Odisea, transformado por los latinos en Ulysses y Ulyxes.