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La Tribuna: 27

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La Tribuna
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXVI

Capítulo XXVI

Lados flacos


Para la Comadreja el desenlace de la romería fue delicioso: comenzaron a llover gotas anchas cuando ya se aproximaba la noche, y vino el capitán mercante a ofrecerle el brazo y un paraguas. A la luz de los faroles de la calle, que rielaba en el mojado pavimento, Amparo vio alejarse a la pareja y quedose poseída de una especie de tristeza interior que rara vez domina a los temperamentos sanguíneos, alegres de suyo. Aquella melancolía atacaba a la Tribuna desde que no alimentaba su viva imaginación con espectáculos políticos y desde que al bullicio de la Unión del Norte sucedió la habitual y uniforme vida obrera de antes, sin asomo de conspiración ni de otros romancescos incidentes. Por distraerse, habló más con Ana de amoríos y menos de política. Ana se prestaba gustosa a semejantes coloquios. Llegó la Tribuna a saber de memoria al capitán de la Bella Luisa, sus hábitos, sus viajes, sus caprichos, y el eterno proyecto de matrimonio, diferido siempre por altas razones de conveniencia, que explicaba Ana con sumo juicio y cordura. Si ella se quisiese casar con algún artista de esos ordinarios, un zapatero, verbigracia, cansada estaría de tener marido; pero ¿para qué? Para cargarse de familia, para vivir esclava, para sufrir a un hombre sin educación. No en sus días.

-¿Y si te deja plantada Raimundo? -preguntaba Amparo nombrando al galán de su amiga, como lo hacía esta, por el nombre de pila.

-¡Qué ha de dejar, mujer... qué ha de dejar! ¡Diez años de relaciones! Y luego, aquel señorío de estar tanto tiempo con un chico fino, eso no me lo quita nadie.

Amparo protestó: ella no entraba por cosas de ese jaez; quería poder enseñar la cara en cualquier parte; quería, como dijeron los señores de la Unión, moral y honradez ante todo.

-¿Si pensarás tú -replicó Ana viperinamente- que el de Sobrado venía a casarse contigo?

-¿El de Sobrado? ¿Y qué tengo yo que ver con el de Sobrado?

-Anduvo tras de ti, y si no estuviese fuera, sabe Dios... No digas, mujer, no digas, que bastantes veces lo encontré yo por los alrededores de la Fábrica.

-Bueno, bueno, ¿y qué? ¿Por qué, un suponer, no se había de casar conmigo? Yo seré de igual madera que otras que pertenecían a mi clase, y ahora... Tú bien conoces a la de Negrero... aquella tan guapa que lleva abrigo de terciopelo y capota de tul blanco... Pues, hija mía, sardinera del muelle primero, cigarrera después, y luego la vino Dios a ver con ese marido tan rico... ¿Y la de Álvarez? A esa la acuerdan aquí liando puros, y en el día tiene una casa de tres pisos y un buen comercio en la calle de San Efrén... ¿Y la que casó con aquel coronel del regimiento de Zaragoza?... Una chiquilla, que también hacía pitillos... En la actualidad, para más, hay el aquel de que las clases son iguales; ese rey que trajeron dice que da la mano a todo el mundo, y la mujer abrazó en Madrí a una lavandera; y si viene la federal, entonces...

-Sí, sí, vele con eso a doña Dolores, la de Sobrado.

-¡Pues... Jesús, Ave María! ¡No se allegue usted, que mancho! Me parece a mí que los de Sobrado no son de allá de la aristocracia, ni del barrio de Arriba. Aún hay quien los vio cargando fardos en el almacén de Freixé, el catalán; que por ahí empezaron, ¡repelo! Hijos del trabajo, como tú y como yo.

-Pero, mujer, si ya se sabe que son así; nada y nada, y vanidá que les parte el alma. Como el hijo es de tropa piensan que sólo la Princesa de Asturias sirve para él... Mira tú como ahora que las de García pierden el pleito están medio reñidas con ellas... Y eso que la mayor de Sobrado, la Lolita, no quiso apartarse de la amiga y sigue yendo allá...

-Bien; pues ellos no nos querrán a los demás, pero los demás bien nos valemos sin ellos... Para comer yo no les he de pedir. Y el hijo, si me quiere decir algo, ha de ser con el cura de la mano, que si no...

Echose a reír la Comadreja y le citó ejemplos dentro de la misma Fábrica: ¿qué les había sucedido a Antonia, a Pepita, a Leocadia?, y eran las que más hablaban y más cosas decían. La que se conformaba con los de su clase, aún menos mal; pero la que andaba con señores... Esas cosas -añadía la Comadreja- no tienen remedio; nos hacen ver lo negro blanco...

-Si me quisiera perder -exclamó ofendida Amparo- no me faltaría por dónde, como a todas.

-¡Bueno! No cuadró, mujer, que lo demás... También no te gustarían los que se te pusieron delante, porque hay hombres que se tiraría uno a la bahía por ellos, y otros que ni forrados de onzas... Y a veces los que le chistan a uno no se dan por entendidos... Y al fin y al cabo, hija, ¿qué se gana con vivir mártir? Nadie cree en la dinidá de una pobre.

-¿Y por qué ha de ser así? ¡Esa no es ley de Dios!

-No, pero... ¿qué quieres tú?

Quedábase Amparo pensativa. Cuantas sugestiones de inmoralidad trae consigo la vida fabril, el contacto forzoso de las miserias humanas; cuantas reflexiones de enervante fatalismo dicta el convencimiento de hallarse indefenso ante el mal, de verse empujado por circunstancias invencibles al precipicio, pesaban entonces sobre la cabeza gallarda de la Tribuna. Acaso, acaso tenía sobrada razón la Comadreja. ¿De qué sirve ser un santo si al fin la gente no lo cree ni lo estima; si por más que uno se empeñe, no saldrá en toda la vida de ganar un jornal miserable; si no le ha de reportar el sacrificio honra ni provecho? ¿Qué han de hacer las pobres, despreciadas de todo el mundo, sin tener quien mire por ellas, más que perderse? ¡Cuántas chicas bonitas, y buenas al principio, había visto ella sucumbir en la batalla, desde que entró en su taller! Pero... vamos a cuentas -añadía para su sayo la oradora-: diga lo que quiera Ana, ¿no conozco yo muchachas de bien aquí? ¡Está esa Guardiana, que es más pobre que las arañas y más limpia que el sol! Y de fea no tiene nada; es así delgadita... Ella se confiesa a menudo... dice que el confesor le aconseja bien...

Amparo se quedó cada vez más pensativa después de esta observación.

-Yo, confesar, me confesaría... Pero luego... si el cura sabe que me meto en política... ¡Bah! Bien basta en Semana Santa... Tampoco yo, gracias a Dios, no soy ninguna perdida... ¡me parece!