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La Tribuna: 28

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La Tribuna
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXVII

Capítulo XXVII

Bodas de los pajaritos


Regresó Baltasar de Navarra y las Provincias firmemente resuelto a estrujar la vida, como si fuese un limón, para exprimirle bien el zumo. Habiendo visto de cerca la guerra civil, comprendió que no hacía sino empezar y que prometía ser encarnizada y duradera, a pesar de que la Gaceta anunciaba diariamente la dispersión de las últimas partidas y la presentación del postrer cabecilla. Desde luego Baltasar traía un grado más, y ganas de precipitarse en algún abismo cubierto de flores, ya que las balas carlistas se lo toleraban. Vista de lejos, la opinión pública de su ciudad natal le pareció mucho menos temible, y resolviose a arrostrarla, en caso de necesidad, si bien con maña y no provocándola de frente.

Más de una vez, en la ligera tienda de campaña o en algún caserío vascongado, se acordó de la Tribuna y creyó verla con el rojo mantón de Manila o con el traje blanco y azul de grumete. Las mujeres que encontraba por aquellos países no le distrajeron, porque eran la mayor parte toscas aldeanas curtidas del sol, y si tropezó con alguna beldad éuskara, esta, en vez de sonreír al oficial amadeísta, le echó mil maldiciones. Además, Baltasar, frío y concentrado, no era de los que toman por asalto un corazón en un par de horas. De suerte que al volver a Marineda, en vez de rondar la Fábrica, como antes, se resolvió, desde el primer día, a acompañar a Amparo cuando la viese salir; y ejecutó el propósito con su serenidad habitual. Mucho le favoreció para estos acompañamientos el cambio de domicilio de la muchacha, que vivía cerca del alto de la cuesta de San Hilario, en una casita que daba a la Olmeda, desde que faltando el señor Rosendo y Chinto, el bajo de la calle de los Castros se hizo muy caro y muy lujoso para dos mujeres solas. Como la Olmeda puede decirse que es un rincón campestre, prestose al naciente idilio con el género de complacencia que hace de la naturaleza amiga perenne de todos los enamorados, hasta de los menos poéticos y soñadores.

Febrero vio la aurora de aquel amor en un día clásico, el de la Candelaria, en que, según el dicho popular, celebran los pajaritos sus bodas sobre las ramas todavía desnudas de los árboles, para que con la llegada de la primavera coincida la fabricación del nido. Las vísperas de la fiesta eran muy señaladas en la Fábrica: andaban esparcidos por las estanterías, sobre los altares, ocultos en los justillos de las mujeres, mezclados con la hoja, haces de rama de romero, y su perfume tónico y penetrante vencía al del tabaco mojado. En el centro de los haces se hincaban candelicas de blanca cera, y había de otras candelas largas y amarillas, compradas por varas y que se cortaban en trozos para hacer cuantas luces se quisiese; siendo el origen de traer estas candelas la creencia de que los niños muertos antes del bautismo y sepultados en las tinieblas del limbo sólo el día de la Candelaria ven un rayo de claridad, la de la luz que encienden, pensando en ellos, sus madres. Al día siguiente, en la iglesia, envueltas en el romero bendito, habían de arder todas las velitas microscópicas.

Ya se comprende que entre las cigarreras marinedinas -cuatro mil mujeres al fin y al cabo- había muchas que querían enviar a sus hijos difuntos aquella caricia de ultratumba, fundir el hielo de la muerte al calor de la pobre candelilla; por otra parte, aun las que no tenían niños vivos ni difuntos habían comprado romero gustándoles su olor, y propuestas a llevarlo a la misa de la Candelaria, que al fin, como decía la señora Porcona con tono sentencioso, era «un día de los más grandes, hiiiigas... porque fue cuando la Virgen sintió el primer dolorito, por razón de que un cura que le llamaban Simeón le anunció lo que tenía que pasar Cristo en el mundo». La tarde de la Candelaria, Amparo, llevando el romero bendito oculto en el pecho, despedía un aroma balsámico, que pudiera tomarse por suyo propio; tal era la lozanía y vigor de su organismo, cuya robustez, vencedora en la lucha con el medio ambiente, había crecido en razón directa de los mismos peligros y combates. Si la labor sedentaria, la viciada atmósfera, el alimento frío, pobre y escaso, eran parte a que en la Fábrica hiciesen estragos anemia y clorosis, el individuo que lograba triunfar de estas malas condiciones ostentaba doble fuerza y salud. Así le acontecía a la Tribuna.

Como era día festivo, Baltasar no la esperó a la salida de la Fábrica, sino en la Olmeda, a corta distancia de su casita. Había llegado Baltasar al mayor número de pulsaciones que determinaba en él la calentura amorosa. Su pasión, ni tierna, ni delicada, ni comedida, pero imperiosa y dominante, podía definirse gráfica y simbólicamente llamándola apetito de fumador que a toda costa aspira a fumar el más codiciadero cigarro que jamás se produjo, no ya en la Fábrica de Marineda, sino en todas las de la Península. Amparo, con su garganta tornátil gallardamente puesta sobre los redondos hombros, con los tonos de ámbar de su satinada, morena y suave tez, parecíale a Baltasar un puro aromático y exquisito, elaborado con singular esmero, que estaba diciendo: «Fumadme». Era imposible que desechase esta idea al contemplar de cerca el rostro lozano, los brillantes ojos, los mil pormenores que acrecentaban el mérito de tan preciosa regalía. Y para que la similitud fuese más completa, el olor del cigarro había impregnado toda la ropa de la Tribuna, y exhalábase de ella un perfume fuerte, poderoso y embriagador, semejante al que se percibe al levantar el papel de seda que cubre a los habanos en el cajón donde se guardan. Cuando por las tardes Baltasar lograba acercarse algún tanto a Amparo e inclinaba la cabeza para hablarle, sentíase envuelto en la penetrante ráfaga que se desprendía de ella, causándole en el paladar la grata titilación del humo de un rico veguero y el delicioso mareo de las primeras chupadas. Eran dos tentaciones que suelen andar aisladas y que se habían unido, dos vicios que formaban alianza ofensiva, la mujer y el cigarro íntimamente enlazados y comunicándose encanto y prestigio para trastornar una cabeza masculina.

El día espiraba tranquilamente en aquella alameda, que en hora y estación semejante era casi un desierto. Sentáronse un rato Baltasar y la Tribuna en el parapeto del camino, protegidos por el silencio que reinaba en torno, y animados por la complicidad tácita del ocaso, del paisaje, de la serenidad universal de las cosas, que los sepultaba en profundo caimiento de ánimo, que relajaba sus fibras infundiéndoles blanda pereza muy semejante a la indiferencia moral. El sol languidecía como ellos; la naturaleza meditaba. Hasta la bahía se hallaba aletargada; un gallardo queche blanco se mantenía inmóvil; dos paquetes de vapor, con la negra y roja chimenea desprovista de su penacho de humo, dormitaban, y solamente un frágil bote, una cascarita de nuez, venía como una saeta desde la fronteriza playa de San Cosme, impulsado por dos remeros, y el brillo del agua, a cada palada, le formaba movible melena de chispas. Por donde no alcanzaban el último resplandor solar, las olas estaban verdinegras y sombrías; al Poniente, dorada red de movibles mallas parecía envolverlas.

A medida que avanzaba la sombra, levantábase del mar una brisa fresca, que agitaba por instantes los picos del pañuelo de Amparo y los cabellos rubios de Baltasar, en los cuales se detenían las postreras luces del sol, haciendo de su cabeza una testa de oro. Presto la abandonaron sin embargo, y asimismo las montañas del horizonte empezaron a confundirse con el agua, mientras la concha blanca del caserío marinedino se destacaba aún, pero perdiéndose más cada vez, como si al ausentarse la claridad se llevase consigo el rosario de edificios y el encendido fulgor de los cristales en las galerías. Marineda, la Nautilia de los romanos, se envolvía en una clámide de tinieblas. En breve comenzaron a distinguirse algunas luces que oscilaban sobre la masa oscura de la población, y presto se cubrió toda ella de puntos lucientes como estrellas de oro en un celaje sombrío. La noche, que ya mostraba el cuerpo entero, era de esas lácteas, pero frías, en que el equinoccio de primavera se anuncia por no sé qué vaga trasparencia del cielo y del aire, y en modo alguno por la temperatura, que más bien parece recrudecerse. Baltasar y la muchacha, obligados quizá por el helado ambiente, se aproximaban el uno al otro, hablando no obstante de cosas indiferentes y poco importantes.

-No, Bilbao no es más bonito... ni tampoco Santander, digan lo que quieran los santanderinos, que son muy patriotas. ¿Sabe usted lo que ha mejorado Marineda? ¿Y lo que está llamada a mejorar todavía? Esto crece a cada paso; vamos a tener barrios nuevos, magníficos, a la americana, ahí donde usted ve aquella lucecita... todo por ahí, a lo largo del baluarte.

-¿Y Madrí? ¿Es mucho mejor que Marineda? -interrogó Amparo por decir algo, enrollando un cabo de su pañuelo.

-¡Ah! Madrid, ya ve usted... al fin y al cabo, es la corte... Sólo la calle de Alcalá...

Este apacible diálogo encubría en Baltasar tempestuosos pensamientos; pero como no carecía de penetración y sabía que la muchacha era honrada, y orgullosa, y vivía de su trabajo, comprendió que no debía tratarla como a cualquier criatura abyecta, sino empezar mostrándole cierta deferencia y aun respeto, género de adulación a que es más sensible todavía la mujer del pueblo que la dama de alto copete, habituada ya a que todos le manifiesten cortesía y miramientos. Lisonjeó mucho a la Tribuna el ver que se habían con ella lo mismo que con las señoritas, y auguró bien del rendido galán. Mas tan luego como la noche cauta señoreó absolutamente el escenario, Baltasar creyó poder apoderarse a hurto de una mano morena, hoyosa y suave al tacto como la seda. Amparo pegó un respingo.

-Estese usted quieto... Y va de dos veces que se lo digo, caramba.

-¿Por qué me trata usted así? -preguntó con pena fingida Baltasar, que en sus adentros renegaba de la virtud plebeya ¿Qué mal hay en...?

-¿Por qué? -repitió Amparo con sumo brío-. Porque no me conviene a mí perderme por usted ni por nadie. ¡Sí que es uno tan bobo que no conozca cuando quieren hacer burla de uno! Esas libertades se las toman ustedes con las chicas de la Fábrica, que son tan buenas como cualquiera para conservar la conducta. ¿A que no hace usted esto con la de García, ni con las señoritas de la clase de usted?

-¡Diantre! -pensó Baltasar-: no es boba.

Y al punto, mudando de táctica, habló con gran rapidez, diciendo que estaba enamorado, pero de veras; que para él no había categorías, distinciones ni vallas sociales, encontrándose el amor de por medio; que Amparo era tanto como la más encopetada señorita, y que su desliz no provenía de falta de respeto, sino de sobra de cariño: todo lo cual acompañó con mil dulces e insinuantes inflexiones de voz. Amparo respondió estableciendo su credo y sus principios: ella no quería ser como otras chicas conocidas suyas, que por fiarse de un pícaro allí estaban perdidas: ella bien sabía lo que pasaba por el mundo, y cómo los hombres pensaban que las hijas del pueblo las daba Dios para servirles de juguete: lo que es ella, bien se había de librar de eso; bueno que se hablase un rato, en lo cual no hay malicia; pero ciertas libertades, no; ya podía saberlo el que se arrimase a ella. Baltasar juró y perjuró que su amor era de la más probada y acendrada pureza, y que sólo limpios e hidalgos propósitos cabían en él; y en el calor de la discusión, los dos interlocutores se volvieron a hallar sentados en el parapeto, y la mano antes esquiva se mostró más tratable, consintiendo que la prendiesen dos manos ajenas.

-Hoy se casan los pajaritos -murmuró Baltasar después de un breve instante de silencio.

-Día de la Candelaria... Hoy se casan -repitió ella con turbada voz, sintiendo en la palma de la mano el calor de la diestra de Baltasar, que amorosamente la oprimía. Pero él fue discreto y no quiso abusar de la victoria, por temor de perder las ventajas adquiridas, y también porque empezaba a correr agudo frío en la solitaria alameda, y Amparo se levantó quejándose del relente y del aire, que cortaba como un cuchillo. Cruzáronse dos protestas de ternura, en voz baja, envueltas en el último apretón de manos, delante de la casa de la pitillera.