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La altísima: 03

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La altísima
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo III

Capítulo III

¿Cómo sería su hablar?

¿Por qué sentía él la angustia de las esperas solemnes?

Víctor sabía rendirle... No: tenía «la fatalidad de rendirle» la intensidad de su vida á cualquier azar insignificante.

¡Sentía la angustia concentrada y prendida á la aguda precisión de estos últimos minutos en que pocos más podían decidir el desengaño!

El reloj había acabado de mostrarle el límite del plazo exacto: las nueve. «De ocho y media á nueves», decía la cita.

Las nueve repetían con campanear pausado y sonoroso una torre del puerto y la torre de San Blas. Y el sol y la brisa matinales formábanle en la espaciosidad desierta de la Ronda un preludio de frescor y luz á la esperanza.

Desde el balcón, tras la persiana verde y las macetas de geranios, veía enfrente las fábricas con su silencio de domingo, y la larga acera, sin nadie á ratos, después de haber pasado la gente á misa. De tiempo en tiempo aparecían por la esquina un vendedor de carbón, una criada con leche, gordas señoras con hijas flacas á paso de procesión, por no descomponer su importancia y sus cogidos de la cola, aunque llegaban á la iglesia tarde... ¡Oh, vírgenes anémicas! ¡Si supieran que un hombre las miraba con menos ambición que á la perdida que vendría detrás!

-¡Don Víctor!

Pedía permiso para pasar con dulces y jerez el amo de la casa: un hércules limpio, como su mujer -guardia municipal, aquí sin uniforme. Víctor sintió el rubor de verle mezclado en tercerías. En la degradación corriente estaba el oficio más aceptado para hembras.

El hércules, guardián fuera de la moral y el orden, no sufría por su parte rubor alguno.

-Tarda, pero vendrá -dijo -. Mi esposa les envía este obsequio; está abajo para evitar que haya nadie en el zaguán. Cuando entre la señora, será mejor que cierren, aunque no hay nadie en el piso.

Marchóse amable, y Víctor inspeccionó aún la sala, que él hubiese preferido de alcoba con visillos, por no tener tan ostentosa la cama detrás de los cristales.

Volvió al balcón.

Volvió á mirar el reloj y á mirar por la persiana. Eran las nueve y once minutos. La sospecha de que esta mujer no acudiese hízole á su corazón perder un latido.

¿Por qué tenían sus nervios la crispación de lo enorme?

Encontró su emoción ridícula y desmedida, y trató de aplacarla, de explicársela: bella sin ser maravillosa la esperada, era todavía un milagro de persistencia de belleza en la degeneración de todas las fealdades; un ya no muy frecuente milagro de belleza plástica, en medio de la vida horrible, la de esta mujer, la de estas galantes mujeres venales por duros ó por flores, cuidadosas de su estatua como de un tesoro -que apenas si en el rostro y en la forma del corsé aspiran á cuidarlas castas señoritas, juradas enemigas del baño por cristiana tradición de castidad... ¡Ah, cuánto, pues, el experto amante tenía un derecho y no infantil á su emoción!

Se abandonó á ella confiadamente. ¡Vestales de la gracia!... Pero sonrió con una sonrisa diablesca que poseía asimismo en su gama de sonrisas: ellas, milagros de belleza material... él, otros como él ¡tan pocos! milagros de otra moral belleza; y entonces sería que la estética y la ética del porvenir estaban providencialmente en el presente guardadas en prostitutas y en poetas.

¿Qué más daba si comprador de mujeres, él también, estaba aquí aguardando á una en venta? En suma vendría á ofrecerle más ligera, y por bien menos sacrificio que el de la libertad, lo mismo que una novia, lo mismo que una reina, que pudieran al menos ofrecerle belleza igual. Las hondas sacudidas de ansias y desesperaciones que necesita el necio corazón para interesarse, habíaselas ofrecido, con respecto á ella, el azar en poco tiempo. Al verla aquella tarde, sufrió el dolor de lo imposible de no tenerla nunca. Luego pudo pronto pensar que un ángel del infierno habíale convertido á la imposible en fácil.

Pensó Víctor que lo lógico no existe en el mundo actual, y sobró esta idea para volver á darle ahora mismo, en la fácil, el ansia y la desesperación de lo imposible. Y había sido tal el afán por tal belleza, que habría dado años de su vida por esta hora, como los diese aún si, menos romántica, no hubiese ella de preferir su tasa en plata. Había sufrido, había sufrido: primero, porque siendo lógico que no pudiera ser de él cuando la creyó la señorita Lola, la señorita Pepa, cualquiera señorita, le fué doloroso el gozo de saber que no lo era y que podría tenerla. Después, porque desde el instante de ser ya lógica su alegría, podría no realizarse, por ser lógica.

«¡No querrá! No querrá!» Tuvo que insistirse mucho en los dos días, soñando locas dificultades para que no surgiesen -pues tan absurdo es el mundo moral, que él sabía por prueba que pocas veces sucede lo previsto.

-«¡No vendrá! ¡No vendrá!» -repetía mirando hacia la lejana esquina y dispuesto á seguir repitiéndolo con amarga persuasión, para que viniera, durante los diez minutos más que calculaba no extraños en la tardanza el impaciente.

Mas por lo mismo que se resignaba desesperado á esperar los diez minutos... apareció, ¡ella!

No pudo dudarlo. Su gracia inconfundible. No lo dudó, á pesar del traje obscuro, de la blonda de la mantillina volada al rostro, del rosario de nácar liado al libro y al guante en la mano misma que recogía el vestido: Con la otra braceaba garbosa como un muchacho.

Se acercaba. Parecía más arrogante en la cuesta abajo, marchando con su sencilla despreocupación por la mitad de la acera, seria y noble en su palidez, alta la frente... Nunca había visto llevado el impudor con tal decoro. Temió Víctor que unos artesanos, que saliendo de un portal cruzáronse con ella echándola piropos, la hicieran por disimulo seguir hasta la iglesia... Pero se engañó; llegaba bajo el balcón, y entró resuelta, sin haber vuelto siquiera los ojos á soslayar si era espiada.

Él se entró también, entornando los cristales, las maderas -y poco después oyó frases cruzadas con Marina, oyó en la escalera pasos, y vio la puerta girar, y la silueta gentil recortándose un momento á la claridad del pasillo... Había pasado resuelta, como entró abajo, y había cerrado la puerta tras sí; pero quedó sin moverse, indudablemente sin ver, deslumbrada en la penumbra por el sol de que venían llenos sus ojos.

Acercándose Víctor, le cogió la mano del rosario y besó el dorso de la muñeca, bajando el guante y percibiendo su perfume de heliotropo. En seguida cerró la llave y trajo á la bella ciega al centro de la estancia.

-¡Oh! -había exclamado ella imperceptiblemente, nada más, sin saber acaso cómo era el que la besó y la conducía.

Y puesto que él no la hablaba, no habló, tímida ó fatigada de su marcha. Y puesto que él la había soltado, yendo á una butaca á sentarse, ella se quitó la mantilla, dejó el rosario y el libro en cualquier mueble, y volvió incierta hacia el fondo con las manos extendidas.

-¡Se ve apenas! ¡Se ve mal!

Su voz era de niña. Víctor, sin levantarse, la guió por delante de él, con la punta de los dedos, al sofá. Sentada, empezó á quitarse los guantes.

-¡Le hice esperar! -dijo la voz dulcísima y mimosa -. Perdóneme. Salí á tiempo, y no está lejos; pero me siguió uno y he tenido que dar vueltas por ahí. ¡Son tan tontos en Versala!

-¡Bah, bien!... ¡Unos minutos, mujer!... -disculpó Víctor -. ¿Cómo te llamas? ¡Te hubiese esperado la eternidad!

-Adria.

-¿Adria?... ¿Adriana? -repuso contrariado Víctor.

-No, Adria. ¿Le disgusta el nombre? -preguntó ella humildemente.

-¡Oh, no! Aunque sería lo de menos; sólo es raro; pero lindo. Me gustas tú. Te habría preferido, no obstante, Elena, Enriqueta, Leonor... como todas.

Le comprendió, devorando la injuria en leve inmutación: su nombre debería ser cualquiera de estos vulgares nombres del vicio. Y Víctor, rápido, con el afán de haber siquiera besado en esta cara este vestigio de pudor antes que pocas frases más lo desgarrasen, rodeó su brazo á la pequeña cabeza y dejó un beso sin ruido entre el pelo y la mejilla.

Un ligero gemido y un más ligero esfuerzo de dominio violentaron á la joven. No fué rubor, no fué calor en su rostro la protesta; fué palidez, fué frío, fué terror íntimo, tal vez, de honrada, ¡si no fué asco de saciedad y hastío en ramera que aún no sabía totalmente despreciarse!

Pero estaba aprendiendo, y domó sus rebeldías.

-Marina me había hablado mucho de usted.

-¿Qué hablaba?

-Nada. Que usted escribía... Me había prestado una novela... Aún no he tenido tiempo de empezarla, ¿Ha escrito usted más?

-Tienes muchos lunares!-apuntó Víctor sorpréndiendola por la naturalidad con que lo dijo como en respuesta.

-Sí, tengo... y ¡me da una rabia!

-¿Por qué?

-Porque no me gustan.

Callaron-percibiendo él en las ropas de ella la emanación de perfumes. Olía á todos los antiguos perfumes tenuísimos de una mujer habituada á perfumarse.

-Tienes las manos suaves -añadió Víctor, cogiéndole una sobre el brazo del sofá -. Y mira, esto hubiera querido poder decirte en el Camposanto como te lo digo aquí: que eres muy bella (bella... ¿sabes?..., á mí no me gusta decir guapa), que tienes en los labios y en los ojos y en toda tu belleza ardiente la pasión. ¿Eres apasionada tú, Adria?

-¡Oh! ¡no sé! -le contestó riendo.

Chocábale, sin duda, el impasible aplomo con que decíala todo «el novelista». Y e «»novelista», en la risa ingenua, comprendió que se alegraba ella de estar sospechando que con él no tendría la ofrecida sin agrado más que dejarse guiar: en lo que se equivocaba, porque ante aquel escamoteo de su visión virginal por la ramera, quería al menos con rabia, el engañado, á la ramera en toda su amplitud.

-¿No lo sabes?

-¡No lo sé!

-¿No es que niegues?

-Ni que afirme... ¡No lo sé!

-¿Nunca has tenido ocasión de apreciarlo?

-¡Nunca!

-¡Oh! -hizo él, soltándola.

Y Adria, que entendió en la desilusión cuánto él pudiera imputarla un necio afán de presentársele inocente, repitió más firme, como dispuesta á dar explicaciones:

-¡Nunca!... Puedo haber sido...

Sólo que enmudeció, volviendo á recostarse en el sofá y abandonando su efímero afán de confidencias. No advirtió que este asomo de reserva de un desdén brutal, le fué á Víctor agradable.

Nada más tenían que decirse, en esta incomunidad completa de sus almas -y callaron los dos violentamente.

-¡Oh, bien, Adria! ¡Háblame! -dijo Víctor por fin: -Tu voz es dulce. Yo fumaré. ¿Fumas? ¿No fumas, verdad? -añadió brindando y retirando un cigarrillo -. ¡A mí no me importara que fumases! Cambia de sitio, ¿quieres? Yo, tendido en el sofá, te miraré y oiré tu voz... tú, en la butaca.

Cambiaron. Tendido Víctor, encendió. Luego, contemplándola, soltaba el humo. Esperaba. Conocía la enorme fascinación producida indefectiblemente de un espíritu á otro espíritu entre dos muy distintos, á su primer gran contacto, como este que les imponía la soledad; y era precisamente la fuerza formidable que no quería emplear sobre la muchacha de quien no le interesaba más que la belleza.

Mantenida honesta y tímida en la butaca, turbábala más el silencio. Al cabo de unos eternos segundos, sólo pudo lamentar:

-¡Oh... le debo de parecer bien sosa!

No quiso responderla Víctor que esto mismo lo había dicho con una extraña gracia infinita.

Y ella añadió:

-Yo hablo poco... ¡Nunca se me ocurre nada!

Tampoco nada dijo Víctor, que la miraba atento y grave, en rara correspondencia á la sonrisa con que implorábale ella perdón.

Y, desanimada, preguntó luego fríamente:

-¿No me había visto nunca hasta anteayer?

-Nunca. Hasta anteayer, en el Cementerio.

Un soplo de mayor frialdad pareció envolverla con el tono y con la frase.

-¡Qué sitio!... ¿verdad?... para empezar... una conquista! ¿Tiene usted á alguien allí?

-No. ¿Y tú?

-Yo...-vaciló Adria; y cortó, rodeando la mirada en fugaz terror á la estancia y al lecho de la alcoba-. ¡No, no, tampoco!... Soy de muy largo. Fuímos á verlo.

-¡Y á rezar! -afirmó Víctor casi hosco.

La vio estremecerse. Tenía ella en la mano el pañolito de guipur, y se lo pasó por la frente y los ojos.

-¡Hay que rezar por los muertos! -dijo.

Y volvió á pasarse lento por la cara el pañolillo de guipur. No se limpiaba lágrimas; se apartaba recuerdos, por no profanarlos aquí.

Su voz habíase hecho evocadora y lejana.

Víctor la contemplaba, queriendo adivinarla. Le oyó á Marina dos días antes negar que el padre de esta chiquilla hubiese estado en Versala, y debía sobrentender lo mismo en las vaguedades que acababa de escuchar. Y entonces, si no era la hija que nombraba sin nombre el sepulcro, ¿qué lazo, qué viejo drama de honra había ó podía haber entre el muerto hacía veinte años y esta Adria que apenas los tendría y cuya madre no osaba acercarse con ella á la tumba á rezar?

Crueldad excesiva sería preguntarlo, con la que harto hacía entregándole por unas monedas su cuerpo, para que él se juzgase además con derecho á los secretos de su alma.

Volvió á callar.

Plenamente convencida Adria de que debería distraer al singular calmoso, empezó, por último, á hablarle del conde de Ferrisa..., acerca del cual le sabía informado por Marina... Y contenta de haber hallado una fútil charla amena que tenía siquiera cierta relación con ambos, habló, habló del conde... Sus asedios en la playa, en los paseos, en el teatro... Hablaba (violentábase por seguir) cuando, agotado el tema con rapidez, volvíale la desanimación ante la atención escasa de Víctor; que la miraba, sin embargo, hostil y fijamente. Habló, hasta que se levantó él de improviso, con ira:

-Mira... mujer, ¡cállate! Triste yo, más que tú, en tu forzada alegría, mi tristeza es tristeza de la mía y de la tuya, y de todas las tristezas juntas. ¿Quieres que nos emborrachemos? ¡Un poco! ¡Verás! La vida es mala, igual hablando de cementerios que de condes de Ferrisa!

En seguida trajo cerca la mesita con el vino y con las flores (rosas puestas también por fineza de Marina en jarro azul); llenó las copas, volvió á sentarse, y bebieron silenciosos, despacio, obligándola él cuando ella no quería, llenando las copas otra vez... y otra vez..., impidiéndola protestar ni decir nada, y calculando no más lo preciso para aturdirse y aturdirla sin mareo.

Fué un cuarto de hora de callar violento, penosísimo, en que sintieron salir la gente de misa y en el puerto las sirenas de los buques. Fué para la joven una eternidad de sumisión, observándole con el temor á tanta extravagancia que no la dejó siquiera tomar un dulce para hacer menos ingrato el jerez.., que no la toleró oírla ni una frase después de esta que pudo deslizarle admirada:

-¡Oh, por Dios! ¡Que hombre más raro es usted!

Y la impasibilidad de Víctor, que sólo alzó los hombros desdeñoso, acabó por afligirla -quizás pensando que «no le gustaría» y que pudiera ella partir causándole el único contento; acabó tal vez por darla espanto, tras la cerrada puerta, con la duda de ver surgir, en el bebedor lúgubre, al sátiro que quisiese hollar con inmundas perversiones su belleza ó al loco que querría matarla...

¡Pobres mujeres! Ya Víctor, sin beber más del vino que habían bebido ambos como un veneno, contemplábala de nuevo extático, con la frente en la mano, con el codo en la rodilla, en dolida pesadumbre. La excitación del miedo, la languidez del vino que insensata y recóndita empezaba á espejear en los ojos de Adria, la tremenda vacilación por no saber cómo agradarle, dábanle una espiritualidad intensa, casi un pudor virgíneo á la belleza del rostro y al ademán de su cuerpo. Habíala pasado al lado de él en el sofá; y él, que embriagado mucho más de ella que del jerez, tan sólo deseó con éste quítarle la conciencia para lanzarla entre olvidos al sensual abandono, sentía rápidamente al fin torcérsele sus propósitos. Con jerez y sin jerez, no era la bacante que se brinda, ni la bestia prostituta que se deja tomar á carcajadas; era la sierva ofrecida con repugnancia invencible. De modo que le engañó la intención, puesto que buscaba una beldad capaz de arrebatarle en torbellinos de besos.

O mejor, ¡no sabía lo que buscaba!

Advertía únicamente, una vez más, que buscaba lo que sólo podía poner él mismo en las hojas de sus libros ó en bellezas como ésta. La situación era absurda; y, en medio del silencio, los ojos de Víctor, de vibrante fijeza indefinible, sujetaban á un verdadero martirio á la muchacha. Pero veíase dueño al menos de su terror, y esto era ya ser dueño de mucho en una vida. La idea le halagó de improviso. Y le trajo otra, viendo la obediencia emocional en la hechizada faz bellísima que cambió á la calina sólo de verle sereno: ¿por qué no poner en esta beldad por una hora su ideal? ¿Por qué no... si él podía?

Sonrió esta vez con dominación divina, que fué instantánea recibida por la atenta en agudeza de visión. Debió encontrarle tan seguro de sus designios en la serenidad augusta de sus ojos y tan seguro de su fuerza en la actitud poderosa y reposada de sus músculos, que debió sentir quizás un momento, contemplándole, la alucinación de verle levantarse y sujetar y estrangular y arrojar muerto por el suelo á un león que habría saltado de la alcoba.

¡Ah, sí, era indudable!... Sentía, por fin, la oleada de grandeza de él; y sentía orgullo, además, porque se sentía un poco su igual, y respetada. Tan grande -por esto -se hizo en ella la donación de gratitud, que tuvo que exclamar casi feliz y con una extraña compasión hacia el tormento venturoso de Víctor:

-¿Qué tiene... qué tiene usted?

-¡Eh! ¡respétame! -clamó eléctrico él -. ¡Eso es tratamiento de monos! ¡Se me habla de tú, como á Dios!

Y como quedó Adria inmóvil, extasiada, cual si hubiese visto romperse en azul un cielo tempestuoso, Víctor se inclinó y le rodeó la cintura para afirmarle con una tierna indignación que la colmó de sorpresas:

-Ignoro si al venir... habrías acabado de dejar cualquier otro lecho alquilado de placeres... ¡qué importa! En la vida es todo de alquiler... y ¡me habrías pedido la vida á saber que te esperaba aquí como á una reina! ¡Yo... mira, mujer, soy un hombre; tú... más que una reina, una mujer! Desde que entraste, te he hecho el honor de tratarte así, á pesar mío; y si no lo fueses... no importa, quiero en esta hora que lo seas: te prestaré un alma de mi alma, ¿la acoges? Pues, calla, callate -añadió tapándola la boca porque quiso hablar -; ni necesito de tu voz ni de tus besos; eres bella, y me basta. ¡Dejame contemplarte!

Era imponente su acento, por el chorro de trémula verdad que lo ahogaba.

Siguió.

-¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?... No lo sé, no me lo digas; tu nombre no me importa y lo he olvidado; tu historia nada me importa tampoco. Te llamarán «perdida», y con más cruda frase... ¡no importa! ¡no importa! Sola conmigo, aquí, prescindiendo de tu historia y de tu nombre, quedan tu gracia y tu tristeza en Majestad... pues, eso sí, me lo ha dicho en ti todo, que eres desdichada. Y ¡oh bella perdida! ¡Oh «hija de la humanidad»!... eres, vas á ser desde este instante, para mí, la Mujer; para un Hombre -la digna, la poderosa... porque tienes la gracia en la frente, y en los ojos: porque tienes amor en la boca... que me podrá besar cuando yo sea capaz de hacer que desee besarme -causándome entre tanto tal felicidad y tal afán de besarla, que, mira, toca mi mano... ¡estoy temblando!

No la mentía. Pero al tocarla la mano con la mano, recibió aún más vibración del mismo temblor que él quería transmitir; y Víctor sufrió plena, á su vez, la fascinadora magia que ya le devolvía en aureola de espiritualidad y de angustia la mujer-niña. Su presencia noble, la pureza de su frente, la docilidad de su infantil mirar de hechizo en belleza tanta, le aturdieron, le exaltaron, le dieron una serenidad de embriaguez de verdad en la mentira y una exasperada ansia por cubrirla en pródigos derroches de su alma.

Desde entonces no supo más lo que decían sus labios ó su corazón. «Eran viajeros de la vida, que se encontraban un día para no volver á encontrarse. Eran libres, eran pájaros puestos un momento en una rama, y quería adorarla él como jamás á ninguna». ¿Qué podía estorbarle á Víctor destrozar en sólo una hora para ella el idealismo entero de su existir, siempre burlado -como quien se arranca y arroja inútiles riquezas?

¡Oh!, para tal adoración, no debía inquietarle la mudez de la dócil asombrada; érale suficiente mirarla muda y bella; érale suficiente contemplarla para sentirse el pecho lleno de cosas que rebosaban y se vertían en su loor. Creía estar viéndola un alma, la que le prestó, asomada incierta á sus ojos para ver la de él extendida fastuosamente; y una singular lucidez dejábale repetirla de cien modos aquellas cosas inefables, etéreas, afirmándola bien que se las decía como jamás pudo á las honradas, como no las había dicho jamás con tan enorme pureza -más hermosas al teñirse de dolor en el sarcasmo y la ironía de otro triste corazón que no podría creerle.

Mas ¿qué importaba?... ¿Qué importaba tampoco que no las pudiera creer, si la hechizaban al menos con tristes hechicerías? El las decía. Ella, á muchas de tan célico lirismo que habrían exaltado á una virgen, y que brotaban inesperadamente entre humanas adoraciones, volvía la faz, como á estallar de sacrilegios. Una vez la vio Víctor llevarse á los ojos rápidamente el pañuelo para limpiarse una lágrima que no llegó á salir á sus párpados, y esto le estremeció.

-Da gracias, mujer -se apresuró á confirmar empapando con más crueldades piadosas la lágrima caída al alma -, da gracia á la mísera condición de tu existir que te deja ser sincera. Si has venido por dinero aquí, tómalo y vete. Pero si te retienen ya cerca de un extraño la voluntad y el agrado, advierte que sólo por ser lo que eres puedo yo, que te admiro y que te ansío, haber llegado á decírtelo con esta fácil franqueza de un dios. Y así, puedes tú amar, ligera, divina, si te place; y así, si gusta, puede tu voluntad liberada brindarme tu desnudez como una Eva; y así, tu alma, saliendo al encuentro de otra alma desnuda y amplia también, podrá dárseme total como tu cuerpo, como tu vida... porque á tu vida y á tu cuerpo y á tu alma los despojó el deshonor de hipocresías. Luego tú, porque eres «perdida», puedes ser mujer mejor que las honradas: sólo tú, que ya ves que estás siendo tratada como igual por mí... por el HOMBRE. ¡Lastima que hayas tenido que pasar por todas las degradaciones para llegar á la libertad soberbia de esta hora!

-¡Oh! ¿Por qué me dice á mí eso? -gimió Adria, volviéndose á otro espanto.

Y fué tan honrada en su deshonra su intención, que Víctor la recogió generosa: era que, debiendo aceptar los agravios, sentíase ella de sobra vil para no juzgar profanación la lluvia de idealidades sobre una vileza que nunca como ahora se le habría mostrado enorme. Era... que él había sabido velozmente encontrar, en el fondo mismo de la mujer vendida, el secreto misticismo que la hacía arrodillarse y orar ante las tumbas.

Quiso ella, al fin, besarle, diciéndole que ya lo ansiaba su corazón; y la boca dulce se estampó en la frente. -En la elegida pureza del beso creyó Víctor percibir la grandeza que le daba asimismo á esta ignota derechos á ser escuchada; pero el miedo infinito de ver desbaratarse su fantasma, ó de verla reducirse á estatua lúbrica, le impulsó nuevamente á suplicarla, á imponerla silencio... silencio... silencio... Debía oírle á él nada más su melodía dulcísima, interminable, de un exaltado lirismo carnal en que á las sutilezas espirituales unía el humano instinto -que ya podía besar -besos de llama, besos idolátricos de la belleza salpicados en la garganta, en los labios, en el pelo, en los ojos de Adria.

Besos que supieron leves desnudarla el pecho para sentirla bajo los senos de escultura el corazón, y á cuyo fuego, la mujer, en la escultura muda y dócil, moríasele sobre el hombro apasionada, implorante, pidiendo con las húmedas pupilas más caricias, más caricias... el abrazo inmortal de caricia cuya angustia lo mismo le abrasaba á él... No, ya no le oía...

La alzó y la llevó desmayada de dulzores hacia el lecho anchísimo, cuyos hierros crujieron un poco con su peso. Cayó Adria vestida, abrumada en él, de tanto daño ó tanto bien como había removido cruel la voz suprema por las entrañas de su alma; lánguida en la almohada la cabeza, inertes las manos, seguía mirando á aquel á quien no podía dejar de mirar; seguía esperando al que debía también tomar su cuerpo en su quietud, según quisiese...

Pero las manos torpes de él vacilaban, temían, desabrochando la cintura; pero los serenos ojos quemados de belleza en más belleza, parecieron turbarse... -y de pronto, Víctor, doblando hacia la morena maga la cabeza para contemplarla más, exclamó tras un silencio helado por inmensos fríos:

-¡Oh, no, mujer! ¡Salgamos! Hemos realizado una comedia enorme y rara... ¿á qué más?... Quede sin otro final en tu memoria como el sueño de mayor ventura que ha dado tu belleza, como un idilio fugaz en tu vida miserable. Quede también así en mi vida triste. Es la verdad, que llega. Yo, el escéptico sin corazón; tú, la perdida, beldad de todos por algún dinero. ¡Tómalo! De otro modo, creería que pagaba también la comedia de tu abrazo, más vulgar, porque ese sabe recibírtelo cualquiera!

Había sacado un puñado de billetes y se los metió con desprecio entre el corazón y el corsé.

Ella, despertada, atónita, sobre un codo -al oírle cayó torcida de bruces sobre la almohada, llorando.

Pero... la generosa crueldad estaba hecha.

Víctor cogió el sombrero, y salió.