La casa amarilla
Tal vez fuera en las primeras tardes de un verano de mi adolescencia, cuando yo iba por una calle de tierra buscando una casa donde me alquilarían una pieza. Vi las hojas de los árboles cargadas con el polvo que levantaban los autos y pensé que se mancharía la carta que llevaba en mis manos transpiradas. Entonces la guardé; pero a cada instante quería recordar el número de la dirección y la volvía a sacar. Eso no me dejaba ser feliz, ya que el verano, en aquella calle, era como un presentimiento dichoso. De pronto reconocí aquel lugar: había pasado antes por él viniendo desde otro lado. Pero esa vez la calle tenía otra expresión. Y después, mientras viví en aquel barrio, se me fue formando una impresión diferente a las anteriores. Además, todo lo que ocurrió en aquel tiempo me predispuso a mirar los árboles pasando la vista sobre ellos como el que no quiere hacer nuevas relaciones; o miraba a uno por uno con atención disimulada. Ellos tenían tranquilidad de profetas y parecían despreocupados de los hombres.
La casa era de dos pisos y estaba pintada de amarillo; y las persianas, anchas y desvencijadas, recién embetunadas de verde. Al acercarme a mirar el número, sucio de cal, una muchacha de lentes miraba un camino de hormigas que ondulaba cerca de una rajadura del muro. A pesar de estar muy próximo a ella y de preguntarle por la dueña de casa ella seguía mirando una hormiga que parecía llevar un gran sombrero verde. La muchacha arrugaba los ojos detrás de vidrios muy gruesos y cerca de la garganta una de sus manos apretaba fuertemente a la otra. Al fin, cuando giró los lentes hacia mí, le mostré la carta y ella empezó a recorrer las letras como si fueran otro camino de hormigas. Entonces dijo:
–Sí, es mi tía.
No me dijo que la llamaría y puso de nuevo los cristales sobre el camino de hormigas; pero pronto los volvió hacia mi lado y señalando la vereda de enfrente, siempre con las manos juntas, separó un dedo del montón para decirme:
–Aquella mancha rosada es un ramo de flores, ¿no?
–Sí –le contesté.
–¿Lo trae un chiquilín o un hombre con una bicicleta?
–Un mozo con una bicicleta.
Ella separó las manos y se dispuso a cruzar la calle. Pero en ese instante la mancha rosada se dirigía hacia el interior de la casa y el mozo montó en bicicleta. La muchacha abrió la boca; sus ojos intentaron seguir al mensajero pero lo miraban como si él se hubiera perdido entre las nubes. Después ella giró su cuerpo, con la cabeza baja, como un animal a quien se le ha cortado la retirada. Yo seguí sus pasos; los hacía con unos zapatos marrones de tacos bajos y medias negras que se perdían entre las tablas de una pollera azul desteñida. En seguida del zaguán, muy ancho, venía un patio descubierto con dos árboles: uno era un plátano y de entre las hojas de su gran copa colgaba una fiambrera rodeada de moscas. La muchacha y yo subimos una escalera mirando hacia la puerta del primer piso, ocupada por una mujer inesperadamente inmensa. Por un instante tuvimos el silencio de dos seres humildes que ascendieran hacia una diosa. Desde arriba bajó una voz pesada:
–¿Viene para alquilar la pieza?
“Sí”, dije yo; “Trae una carta”, dijo la sobrina; “Esperen”, contestó la voz pesada, “voy a buscar la llave”. La mujer inmensa salió del hueco de la puerta y la escalera se llenó de una luz que venía del interior.