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La ciudad encantada de Chile/Acto II

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Acto I
La ciudad encantada de Chile: drama patriótico histórico-fantástico en cuatro actos: Drama patriótico histórico-fantástico (1892)
de Jorge Klickmann
Acto II
ACTO II.
Una fuente rodeada de peñascos, árboles, matas y flores.
ESCENA I.
Hueñuyún (en traje de aldeana.)

¡Oh padre celestial! ¿Adónde llego? ¿Adónde el obedecerte me llevó? Mas tú lo pides, y aquí me quedo. Es horrorosa esta semioscuridad que me circunda. La aborrezco. Es ella el manto encubridor de la maleficencia.—El fatídido graznar del buho percibo, que, no hartado aún de su sangninaria obra nocturna, anhelante aun se muestra de dar la muerte á una inocente avecilla que, incauta en una rama reposando esperando está á que el primer rayo de la aurora la despierte, para que ella con su vivacidad y sus canciones contribuya á dar nueva vida al universo.—Crujen ramas. Un culpén. El también con matar á otros seres animados solamente puede sustentar su vida. Tampoco él no conoce á mejores dones comederos que á la luz del día son para todos fáciles de obtener.—Es la noche encubridora y protectora de la prodición, la hipocresía artificiosa, de sanguinarias pasiones, de todo lo que de malo pueda concebir la mente y el instinto de conservación de ciertos animales, creados para ser los purificadores de las diferentes especies del reino animal. Mas de la claridad del día con su perenne compañero, el sol vivificador, cuan diferentes son los adeptos. Aman éstos el valor y la belleza, que sin sol no pueden subsistir; detestan la cobardía y el asechar al enemigo en tenebrosa emboscada, baten al contendor cara á cara y procuran vencerlo en honrada lid, y aman lo que es bueno, lo que enaltece el corazón.—Siempre todo mi anhelo, se ha cifrado en propagar los sentimientos del buen gusto y de la belleza entre los hijos de Arauco, mas hoy cometido mío es ejercer la hipocresía, el aparentar amor. Mas así lo dispuso Pillán, y yo, Hueñuyún, hija suya, que protege todo amor puro y sincero, he consentido en venirme acá á tentar á un mancebo.—Impotente me siento para el encargo que á disgusto mío acepté; mas Epunamún, que á los dioses y hombres de Chile de continuo combate, para que las fuerzas de ellos no relajen—considerando que la indolencia enerva y mata, á la inversa del miedo y el terror, que fortalecen y exaltan—es hoy, ya que un enemigo exterior se nos presenta, amigo nuestro; él me ayudará. Confío pues en él y rezo fervorosamente: Salve, oh tú, gran Epunamún, Dios de aquella grande potencia insidiosa sin la cual nada de fuerte y bueno puede haber. Salve, oh Dios de las artimañas, rencillas y querellas, omnipotente fortificador de las virtudes físicas y morales. Oyeme y dígnate prestarme tu valimiento, para que yo consiga ver á mis pies, cual zozobrante amador á aquel mozo que á esta fuente se dirige Préstame el antifaz del amor, para que yo salga vencedora en esta lid traicionera que inicié con aguardar á aquel mancebo. Y tů, oh joven, inexperto Tulcomara, novel gobernador de los destinos de Lauquén, acércate y sé examinado, si eres ó no digno del áureo trono que tan fácil acceso para tí tenía. Haz lo que pudieres para resistir á mis tentaciones y queda fiel á tus votos,—Ya está aqui. La aldeana seré primero.

ESCENA II.

Tulcomara. Por vez segunda, mi bendita fuente, á tí me acerco. Sé hoy también mi fiel tutela, como lo fuiste, cuando el corazón de Tegualda ayer me entregaste.—¿Tegualda sola?—¡Qué veo!—¿Quién eres té, que aquí á esta hora te presentas?

Hueñuyún. Gracolana soy, aldeana de los afueras de la ciudad; y si el objeto de mi venida igualmente quieres saber, también te lo diré.

Tulcomara. No es eso lo que me interesa saber. Dime más bien, si á Tegualda por aquí no viste.

Hueñuyún. ¿Tegualda? la hija del ulmén?

Tulcomara. Ella misma.

Hueñuyún. Según advierto, eres Tulcomara, el ulmén en cierne de estos distritos.

Tulcomara. ¿Y quién eres tú, que ya que saber pareces á que aquí me vine, robándome estás el precioso tiempo. Creo que ando descaminado. Hay por ventura en estas cercanías otra fuente igual á ésta?

Hueñuyún. Es ésta la vertiente que á tí te interesa. Pues aquí viene Tegualda á llevar el agua para el uso de su hogar. ¿Mas no ves que aun está la luna relumbrando?

Tulcomara. La veo. ¿Y qué relación puede tener la luna con el rapto de Tegualda?

Hueñuyún. ¿No lo sabes? Jamás Tegualda á la fuente víene, si la luna sus pasos alumbrar puede.

Tulcomara. ¿Qué oigo? ¿Traicionado yo acaso? ó tú quizás una impostora que mi dicha á deshojar viniste?

Hueñuyún. Te digo la verdad, oh Tulcomara. No viene jamás Tegualda acá, si la luna se ve, como te dije; no miento.

Tulcomara. ¿Y en qué relación sabes á Tegualda con la luna?

Hueñuyún. ¿El cuento no conoces de la infeliz Alequillén?

Tulcomara. Suena ese nombre de Alequillén por vez primera á mis oídos.

Hueñuyún. Oye pues. Ya concluidos los muros de esta villa, se dispuso, que un centinela estuviese de continuo alerta, para que no se acercara ningún enemigo á la punta extrema de la lengua térrea que desprendiéndose de los muros de Lauquén, hacia los Andes en el lago se interna. Sucedió empero, que el primero á quien tocara estar ahí de guardián, tuviera una amante domiciliada en la ribera opuesta. Fué pues Alequillén-éste era el nombre de la muchacha—en primera noche de las que alumbrara las vallas recién finalizadas de Lauquén, en débil canoa á ver al centinela Lepomande. Entro Lepomande al barquichuelo, y ambos amantes permanecieron ahí bogando y departiendo hasta que Pillán, desazonado con la desobediencia del centinela con la seductora Alequillén, hiciera zozobrar la frágil embarcación, poniendo en seguida á los dos, á Lepomande y Alequillén, en el centro del disco lunar, donde distintamente puedes verlos, siempre que el grande astro de la noche nos envía todo su resplandor. Desde ese día empero, en que Pillán hizo escarmiento en Lepomande y Alequillén, no es dable trabajar á la luz de la luna, haciendo con el mismo trabajo menosprecio de la mala ventura de los dos amantes.

Tulcomara. Más creo á la dulce voz de Tegualda que á tus risibles ocurrencias, Aléjate de aquí, que tu aliento será lo que á la distancia mantiene á Tegualda. Aqui esperaré á mi felicidad, y de aquí me llevaré á mi bien, á mi buena estrella, que me guiará al través de mi vida, por más que verdad fuere lo que acabas de referirme, Que vean Alequillén y Lepomande que aun hay jovenes que como ellos se aman, pese á todo el mundo; y lejos de resentirse ellos, se regocijarán al ver una pareja feliz que en recíproco amor rebosa.—Préstame, oh Gracolana, ese cántaro que en la mano tienes. Arrojando yo harta agua de esta fuente, más claro, más puro y más límpido renacerá el líquido cristalino de estos peñascos. Préstame tu cántaro, que más clara la fuente, de cuya margen á Tegualda me robo, más aerisolada también será la vida que con Tegualda viviré. Préstame pues tu cántaro, bella niña, en homenaje de Tegualda—¿No quieres?

Hueñuyún. No, que no en la luna, como á Lepomande, sino en la tierra verte quiero.

Tulcomara. Préstame tu cántaro, oh bella araucana, no me niegues este favor que te pido; invoco á tu belleza.

Hueñuyún. (Aparte). Parece fecundo el campo que he de cultivar (A Tulcomara). ¿Y no temes el castigo de Pillán?

Tulcomara. He de acabar la obra que inicié, y sobrevenga lo que quiera. Si Pillán me eastiga, Tegualda sabrá hacerse digna del mismo castigo; y si un amor puro embellecer en realidad puede, un brillo tal dará la luna entonces, que hasta el benéfico sol de envidia se llenará al vernos.—Préstame tu cántaro, oh bella niña. Préstamelo por el amor que algún dia debes de sentir en tu pecho virginal. Préstame tu cántaro, oh bella Gracolana.

Hueñuyún. ¿Y qué me das, si te lo cedo?

Tulcomara. Todo lo que pueda darte. Elige entre lo que no poseo, siendo triste verdad que nada más nombro mío que mi sér y mi simple nombre.

Hueñuyún. De amor exento no está mi corazón. Yo también amor siento avivar mis sentidos, rejuvenecer mi amor á la vida; y mi amor no puede ser correspondido. Amo sin esperanza de alcanzar el ideal de mi amor. Tal amor no comprendes tú.

Tulcomara. ¿Quién el dichoso objeto de tanto amor nombrarse puede? Dime, quien es; que apenas seré ulmén yo de Lauquén, haré desaparecer los obstáculos que te impiden llegar al alcance de tu ideal.

Hueñuyún. Jamás podré llamarle mio, si tú llegas á ser ulmén de Lauquén, esposo de Tegualda; pues el joven que á mí me interesa, cuyo sér me ha hechizado, eres tú, oh Tulcomara. Dame pues lo único que posees—dame tu sér y tu nombre.

Tulcomara. ¡Ay infeliz de mí! Tanta ignominia sobre mí lanzas tú, envilecida forastera?—Aléjate, no inmutes con tu hálito ponzoñoso el puro ambiente que Tegualda aquí á respirar en breve obligada se verá.

Hueñuyún. ¿Forastera vil me llamas? No soy tal objeto. Diosa soy. ¡Reconóceme! (Lanza de sí el difraz y está de diosa. La punta de la lanza alumbra el escenario).

Tulcomara. ¡Diosa tú! (Con ironia y riéndose). ¿Y tanto escarnio tienes para los dioses de Arauco? He oído nombrar á pueblos de cuyos dioses es primordial pasatiempo un vil concubinato; mas no son esos dioses araucanos. Mala consejera te fué la calentura que en tus venas se ha enseñoreado

Hueñuyún. ¿Dudas acaso de que soy diosa yo? Reconoce pues las potencias que á mis órdenes están. (Alarga el brazo. Relámpagos y truenos).

Tulcomara. (Con sarcasmo). Es bello el espectáculo de transformaciones que me deparas. Siento solamente que no haya más espectadores para presenciarlo, que bien lo merecen tus artificios. (Con ironía). ¿Y no sabes más experimentos que á la vista deleitan? Harto los necesito, para que yo entre á los lazos que tú bella cazadora, dispusiste.

Hueñuyún. Puedo presentarte cuantos quieras. Elige tú.

Tulcomara. Siempre he oído decantar la beldad de Hueñuyún. Prevén tus aparatos misteriosos por manera que yo á ella en toda su majestad y pompa pueda contemplar, y te tendré en mucho.

Hueñuyún. Pides mueho. Mas sea tu voluntad. Hazte á un lado. (Relámpagos y truenos. Tulcomara cae al suelo como aturdido. Canto tenue é ininteligible entre bastidores con acompañamiento de música. Detrás de un telón de gasa se ve en a aposento profusamente engalanado á Domuche rodeada de deidades femeninas).—Tulcomara, levántate. A diosas querías ver. Ahí las tienes.

Tulcomara. (Después de largo rato de muda contemplación). ¿Es alucinación de mi cerebro, trastornado á fuerza de artificios misteriosos, lo que percibo? ¿O es aquello de algún hechizo el portentoso efecto?—¡Preciosa vista!—¡Oh! quien arrobado por tales encantos dulces y armoniosos, una eternidad pudiera contemplar tal cuadro de felicidad, deleitosa conglomeración de beldades.—(A pausas). Las reconozco todas, una por una, todas las pasiones y virtudes del hombre, que ahí representadas están; las buenas y las malas.—En buena armonía veo aquí la satisfacción y la envidia, la cobardía y el valor, la venganza y el perdón, la ingratitud y el agradecimiento, pero todas hermosas, todas llenas de gracias, todas ávidas de enseñorearse en el pecho de nosotros los pobres mortales. Y en medio de todas, en áureo trono, de niños, que mariposas semejan, circundada y rebosando en belleza y donaire, sobresale mi dulce patrona Domuche.—Te saludo extasiado, Domuche—A tus brazos siempre triunfantes me encomiendo y te ruego, no me prives de tu favor y afecto.—A una empero echo de menos: sin su donosa hija está Domuche. Hueñuyún, la gentil niña del cielo hace falta en ese divino conjunto.

Hueñuyún. Desapareced y dejadme á mí este palenque.—(Desaparece la vision y cesa el canto.)-Yo soy Hueñuyún. Hueñuyún te pide, que no la desprecies.

Tulcomara. ¡Oh vil blasfemia! Tu no eres Hueñuyún, mientras así puedas hablarme. Hueñuyún no pretende deshacer los lazos del matrimonio, como tú te afanas en hacerlo, siendo única ocupación suya el juntar á los jóvenes, para que su madre Domuche los aúna. Los lazos con que Domuche á mí y á Tulcomara ha de unir, no pretenderá desmembrar Domuche.

Domuche. Tegualda no te ama; si ella efectivamente sintiera amor por ti, ella no haría esperarte tanto.

Tulcomara. ¿Qué exteriorizaciones ésas son que de tus labios se desprenden? No las entendí claramente. Repítemelas.

Hueñuyún. No vendrá Tegualda, ya que muy entretenida está en su risueño aposento.

Tulcomara. Novicia en el arte mágico, según entiendo, eres, Gracolana. La cuerda dúctil, seducción llamada, tú la estiraste demasiado, y saltó. La irresolución que ya en mis venas empezaba a fomentar un campo propicio para tus pretensiones, tú misma torpemente la desvaneciste. No obstante me interesas, oh Gracolana. ¿Dírásme, si, en que quisieras ver de muy buen grado ocupada á Tegualda?

Hueñuyún. Tegualda no está sola.

Tulcomara. Glaura, su fiel compañera, estará como siempre á su lado.

Hueñuyún. En brazos del amor, oh Tulcomara, de tí burlándose está Tegualda.

Tulcomara. Todo el ambiente ya lo emponzoñaste, vil mujer, ¿y quieres aun emponzañar mi pecho, por el solo hecho de que aun exento de ponzoña está? Hija ruín de Epunamún. Ya te comprendo. Mis caricias, tú las quieres, y para que no las prodigue yo á Tegualda, tú te afanas en alejarme de ella. Te engañaste, bruja. Erró su blanco el dardo que lanzaste. Alzar la mano contra tí, sería envilecerme. Quédate tu con tus palúdicas aspiraciones, que yo voime á tentar á Tegualda, así como por tí fui tentado yo. Lo haré para que la constancia de Tegualda te anonade, te aniquile, te haga volver á las negras regiones de donde saliste. De tus imputaciones contra Tegualda, Tegualda será el juez, y fallada la cuestión á virtud de la inocencia de mi esposa, yo el alguacil seré que en tí á la agraviada parte justicia hará.

ESCENA III.
Hueñuyún sola.

Así también lo tengo yo por bien. Blasfemias tales regocijente. Si. Repréndeme, cual á tus ojos lo merezco; pero no me agobian el alma, no me deprimen el corazon los denuestos tuyos.—He cumplido mi misión, cual Pillán lo exigió de mí.—¡Oh débil Tulcomara! A Tegualda fuiste á tentar. Y aunque ella no caiga en esa tentación á que tu la sometes, ya basta para que á tí te achaquen perjurio, el haber tú considerado ineludiblemente necesario tentar á Tegualda. Aprestaos, pues, oh compañeros, á buscaros un asilo fuera del pecho de los hijos de Arauco. Lauquén desaparecerá. Y es mejor también que desaparezca. Si esta maravillosa ciudad en manos de los huincas cayera, que en otros dioses creen, muy pronto se nos echaría al olvido con los ignominiosos artificios de arrebatar á un pueblo el credo que la naturaleza le diera, y de apremiarle á aceptar otro que él no entiende, por no avenirse con sus costumbres y hábitos, ni con el suelo en que vive. Inmaculada no quedará la Ciudad Encantada, si no desaparece de la tierra, antes que el hálito de fanáticos convertidores incariales la toque. Si radiante sucumbe Lauquén, su resplandor el alimento será que nos tendrá con vida, que no nos hará desaparecer del corazón de los pocos que sobrevivirán la catástrofe, que de nosotros y de los fuertes araucanos contarán á los vencedores y á los descendientes de éstos durante todo los siglos que el sol alumbre estas regiones. Todas las generaciones que después poblarán á Chile, recordarán orgullosas la valentia y el fausto que en otros tiempos cupo á Chile. Y serán esa valentía y ese fausto el más bello ideal inmarcesible de los hijos de nuestra patria. Un ideal imperecedero que los enaltecerá, los hará subir grada á grada hasta el auge más encumbrado de la gloria que á los hombres les es dado alcanzar. Consigna sacrosanta de los de Chile será en los siglos venideros: O la victoria ó la muerte. Así habrá perennemente un Chile bello, fuerte é invicto, ya sea uno visible en la tierra ó tan sólo uno que existe en la imaginación—un Chile que no morirá jamás, mientras á los hombres queden fuerzas retentivas. Es para el vencido mayor gloria vivir con honor después de muerto en la memoria de las generaciones venideras, que vivir vida esclava al lado de sus propios vencedores.—Desaparecerá Arauco, y desaparecerán los corazones que morada vivificadora eran de nosotros, los dioses araucanos.—Sí queridos hermanos, desapareceremos, pero no para siempre. Invadirán huestes forasteras las felices comarcas de Arauco, se regarán éstas por do quier con sangre humana, degenerarán los nuestros á fuerza de horripilantes atrocidades que en ellos se cometerán, é imperará en Chile perfidia, la venganza y talión. Será empero unos poco años solamente. Pues si bien el varón araucano jurará enemistad interminable á los conquistadores, no lo harán así las doncellas de Arauco; no se harán ellas las desentendidas para con las apiraciones amorosas de los forasteros. Nacerá de esa mezcla de mineral labrado y de uno burdo, no pulimentado aún, un nuevo mineral, un metal precioso, envuelto al principio en tosca escoria, una nueva raza con defectos varios, pero que con los continuos combates y rozamientos con otros, á que se verá obligada, se irá acrisolando, así como el fuego libra de la escoria al más bello de los metales, haciéndolo más sólido y más reluciente. En esas nuevas generaciones que en Chile se sucederán, prevalecerán los sentimientos inculcados por las madres: amarán á Chile y no á un país extraño que jamás han visto y que ni anhelan ver, y si por excepción llegaren á verle, lo estimarán en tanto, en cuanto lo merezca; pero no olvidarán jamás á su país natal por el extraño, no sobrepondrán éste á aquél; amarán las costumbres que de sus madres heredaron, y tornarán á amar á los dioses de Arauco, adorándolos sí bajo distintos nombres.—No te inmiscues, oh Pillán, en los combates que en Arauco se librarán. Todo ha de combatir en esta tierra, si vivir quiere fuerte; un pueblo que no ha menester precaverse de continuo contra enemigos forasteros, no puede ser siempre grande, está en vía de desaparecer de la tierra.—No impidas que mude también de hijos Arauco. No quiere el morador de estas comarcas salir de sus deslindes. Para que todas las tribus de esta faja de tierra lleguen á ser un pueblo grande y unido, es menester que una nación extranjera venga a ser el lazo para unirlos. Y á lo que un nuevo linaje, una sola tribu chilena, un unido y de progreso anhelante Chile exista, á éste inclínate, oh Pillán, protégelo y condúcelo paulatinamente á la felicidad. Hazlo feliz, para que sus hijos con raudales de bienes físicos y morales vengan á ser tan felices y contentos y tan estimados del extranjero como hoy día lo son los hijos de Arauco. Haz de Chile un país poblado de gente laboriosa y honesta, de carácter elevado y tranquilo y de buenas costumbres, un país, en que todos están poseidos de un amor inmarcesible hacia su patria y sus dioses. Mas no ayudes aquí á combatir, oh Pillán, gran Dios de los araucanos; desaloja los pechos de los de Arauco, retírate á los volcanes de los Andes, para hacer allí un largo sueño, que dure hasta que el júbilo, causado por la primera victoria, por toda la nueva generación chilena unida ganada sobre un aleve forastero que pretendía avasallarla, resunene desde las rígidas regiones australes hasta los cálidos salobrales en nuestro limite boreal.—Cuando de todo Chile cantado un mismo himno bélico en las murallas chilenas del oriente retumbe, cuando ya no hayan tribus chilenas, pero sí una única tribu chilena, ese día desciende de tu elevada mansión, oh Pillán, y vuelve á entrar triunfante á tus habitaciones primitivas, á los corazones de todos los que en Chile nacieron. Y aunque desconocido de ellos, tú serás siempre protector de este país, te sentirás amado y adorado, cuando ellos estimen á sus compatriotas y amen y adoren a su patria, a su Chile.—Adiós, mi selva predilecta, en donde tantas veces proferir oí mi nombre de amantes labios. Adiós vosotros los sitios todos en que tan frecuentemente he ayudado anudar el dulce lazo del amor. Adiós Lauquén, la encantada ciudad de Chile; por vez postrera se deleita mi vista extasiada al contemplarte. ¡Qué pompa, que ostentoso fausto, cuanta virtud, cuanta bondad y cuanto regocijo—todo—todo súbitamente destruido, sepultado en las simas de las aguas! Oh qué pesar inmenso, qué profundo dolor! Mas así ha de ser, y resignado, con enjutos ojos empero, os digo conmovida mi último adiós. Vivid sin mí grandes y bellos en vuestro lecho acuoso; que todo lo bello, lo bueno y hermoso ha de morir en el instante mismo de su mayor brillo, si quiere no morir jamás, si durante los evos quiere vivir.—Vamos á dormir, Lauquén. Llegó la hora; y durmamos tranquilos, hasta que el amor patrio de un nuevo poderoso, orgulloso y bello Chile, libre de todo tósigo material, y espiritual nos despierte con un dulce ósculo filial, á nosotros, los dioses del sueño, y á tí, mi querida Lauquén, del olvido. (Cae el telón.)