La estafeta romántica/XII
XII
Madrid y Abril.
Querida mía: Te escribo de prisa y corriendo porque tengo que salir a una visita fastidiosa, inevitable, y no quiero perder el correo de hoy. Sin perjuicio de consagrarte otro día todo el espacio que piden mi cariño y mi gratitud de una parte, de otra el amor a Fernando, y las mil cosillas que a mis dos amores tengo que decirles, atiendo a la urgencia de tus preguntas.
Mis relaciones con Juana Teresa son las de dos personas que no se aman, pero que no quieren dar al mundo el espectáculo de la desavenencia, desamor mejor dicho, entre dos hijas de un mismo padre. Si nuestras madres se hubieran conocido, se habrían detestado cordialmente. La mía y la suya eran dos madres de índole, sangre y gustos muy distintos: como ellas salimos nosotras ; fuimos nuestras madres redivivas, sin que el padre común nos diera nada que igualase la desigualdad ni conciliara lo inconciliable. Hace algunos años, la herencia del tío Sobremonte fue causa de que nos pusiéramos al habla mi media hermana y yo para evitar litigios dispendiosos: no hubo más remedio que entrar con ella en correspondencia, la cual dio aspecto de paces duraderas a lo que no fue más que negociaciones transitorias, mirando cada cual por sus intereses. Concluimos, y al final diome Juana Teresa nuevo testimonio de su malicia y desconsideración. No hemos vuelto a escribirnos. Ya te contaré cosas de ella, y cosas mías, que ambas las tenemos, cada una según su natural, y comprenderás cuán difícil es que seamos amigas enteras, siendo, por ley de naturaleza, hermanas partidas. Yo no me ocupo de ella jamás, ni la nombro para nada; ella no procede del mismo modo con respecto a mí, y la distancia que nos separa no impide que lleguen a mi oído (por desgracia, sutil) las ironías de Cintruénigo. Por hoy no te digo más.
¡Ah! sí: te digo que mi secretico de dos caras, por una suplicio, gozo inefable por otra, no lo sabe Juana Teresa. Si lo supiera, creo que ya sería del dominio público, y me cantarían los ciegos por las calles. Hoy por hoy, amada mía, sólo hay cuatro personas vivas que lo conozcan, y una de ellas eres tú, mi consuelo, mi esperanza...
He llorado un poquito. Valor, y adelante, que es forzoso concluir esta. ¿Y ese adorado tontín ha recibido y gozado la carta de Miguel de los Santos? ¿Ves? Hace poco lloraba, y ya me río. ¿Y está su cabeza tan trastornadita que no ha caído en mi gracioso enredo? ¿Se ha tragado la carta como del propio estilo y mano de Álvarez? ¿No ha visto que es de mi cosecha, y que la forma, ya que no lo que allí se relata, salió de mi magín? Conste que me he reído con gana mientras tramaba esta superchería, como se reirá él cuando la descubra. ¡Pobrecito mío! Por estas bromitas, que salen de mi corazón, pienso yo que ha de quererme más. No le digas nada; déjale en su error, a ver por dónde sale. ¡Cuál no habrá sido su asombro al ver epístola tan larga firmada por aquel supremo holgazán! Él conoce a Miguelito, y sabe que es un sonámbulo de mucho ingenio, que sueña y anda, pero no escribe. Ya le contaré más adelante a mi sonámbulo (pues también Fernando lo es) cómo he podido adquirir conocimiento de todo lo que pasó antes, en y después del entierro. Para mayor burla, le diré que Miguel no asistió al acto porque no pudo encontrar quien le prestara ropa de luto... como que en aquel día, y con el consumo de todos, se agotaron las levitas... ¡Pobre niño mío! Que juegue yo con él un poco. Esto me endulza el alma. Me parece que me quitan veinte años, y que le tengo sobre mis rodillas contándole el cuento del ratoncito Pérez. ¡Adiós! no puedo más hoy. Te idolatra tu -Pilar.