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La flor de brezo

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

La flor de brezo.


Cerca de Alcira, apartada de la carretera, aprovechando un rincón delicioso del terreno para esconderse, se levanta entre una espesa arboleda, la casita blanca que de lejos hace suspirar al viajero, la pequeña masía valenciana, con su alegre emparrado, donde se entremezclan las hojas de enredadera con los sarmientos de la vid.

Los rayos del sol de fuego envolvían á la tierra en esa abrasadora caricia que engendra la vida.

El campo presentaba todos los tonos de las mieses doradas; las viñas dejaban asomar entre sus verdes pámpanos apretados racimos; las palmeras mecían gallardamente los maduros ramos de dátiles y en la atmósfera flotaba un perfume de vitalidad acre y embriagador. Aquél hálito fecundante de la Naturaleza penetraba en el débil y cansado or ganismo de Mercedes, oxigenando su sangre y dándole una nueva vida.

Mercedes era la dueña del cortijo, una encantadora huérfana de diez y ocho años, de cuerpo anémico y es píritu cansado por la contínua agitación de las fiestas de la corte.

Ahora, toda su vida sufria un extraño cambio; el ambiente de amor y fecundidad en que se sentía envuelta, al mismo tiempo que le hacia recuperar la salud, exaltaba su imaginación, y la joven, obligada a permanecer allí por prescripción facultativa, soñaba con un enamorado doncel, muy distinto de los campesinos que la rodeaban.

La imaginación hace milagros en las cabecitas de las jóvenes románticas.

Mercedes no había amado nunca, y, como todas las mujeres hermosas yaduladas, rendía sólo culto á su propia belleza. Un día encontró un ramo de flores de brezo sujeto á los hierros de la ventana. Las frescas florecillas ostentaban su lindo color encarnado, y las gotas de rocío brillaban entre los pétalos como un polvillo de diamantes.

A la noche, cuando todos estuvieron bajo el emparrado, Mercedes preguntó quién le había regalado las flores, y Manolillo, un mocetón de veinte años, que servía en el cortijo, confesó tem blando, con voz balbuciente y dándole vueltas entre sus manos al sucio soinbrero, que él había cogido las flores para la señorita, y mostró sus manos desgarradas por las púas del pequeño y silvestre arbusto.

Una extraña simpatía se despertó en el pecho de la joven; se encontró señora en el alma de aquel pobre muchacho, y la pasión, el vasallaje secreto que se le rendía, la dejó satisfecha.

Desde entonces, Mercedes retuvo á su lado al muchacho con toda clase de pretextos, no sin despertar algunas murmuracionee entre los observadores cortijeros, Manolillo le llevaba diariamente ramos de flores de brezo, con los que ella se hacía originales adornos; sus cabellos negros entrelazados con las rojas florecillas y las verdes y menudas hojas, le daban un aspecto extraño y hacían brillar sus ojos con más intensidad. Un collar de las mismas flores aumentaba la blancura mate de su tez, y con los caprichosos grupos esparcidos por el—flotante vestido blanco, se la hubiese creído una druidesa que esperaba en el fondo de sus sagrados bosques el momento de unirse con su esposo.

La sonrisa y la bondad de Mercedes alentaron á Manolillo y su amistad revistió la forma de un idilio en que la señorita descendía hasta el campesino, haciéndole dulces pro mesas de amor, que llenaban toda la vida del muchacho.

Ella no meditó seriameute la situación que se creaba; Manolillo, con su bronceada tez, sus regulares y enérgicas facciones y sus ojazos tan grandes y expresivos, le parecía hermoso; su amor ardiente y salvaje, convertido en respetuoso culto satisfacía su vanidad; á su lado se aburría menos; eso era todo.

Un día Mercedes fué con los la bradores á una romería cercana.

Ocupó gozosa su puesto entre las mozas, esperando impaciente el momento en que Manolillo fuese á reunirseles; pero entre las concurrentes á la fiesta había algunas amigas que le hablaron del mundo olvidado entre los répliegues de aquel apartado rincón, y la oleada del recuerdo llegó hasta ella espumante de alegría y de placer.

Queriendo substraerse de aquella impresión, buscó con la vista á Manolillo, y lo vió con timidez de aldeano sin atreverse á llegar hasta ella.

Mercedes fué á llamarlo y se detuvo. ¡Qué vergüenza! ¿Qué dirían sus amigas? ¡Novia de un criado de su casa!

Miró de nuevo á Manolillo. ¡Qué feo estaba!

Embutido en una gruesa chaqueta de paño, con el pañuelo encarnado sujeto al cuello por una sortija de metal y los grandisimos zapatones de becerio que le impedían moverse; se admiraba de haber encontrado bell za en el muchacho.

La vuelta fué triste; Mercedes parecía distraída y sus ojos no miraron á Manolillo ni una sola vez.

Conocía que había ido demasiado lejos en sus relaciones, y aquel mismo día, de un modo rápido, inesperado, dispuso su regreso á la corte.

Ha pasado un año; nos encontramos en el elegante gabinete de la casa que habita Mercedes en Madrid.

La joven aparece reclinada en una butaca, y de pie, frente á ella, demacrado, pálido y tembloroso, Manolillo, en el que cuesta trabajo reconocer al alegre mozo de Alcira.

—Cuánto me alegro de vertedijo ella con fingida alegria—. Dime cómo te va, y qué hay de nuevo por la masía.

Y como él no contestase, añadió: —Tranquilízate, hombre; te le llamado, porque pienso casarme, y como mi esposo ha de ir por allí..no quiero que sepa... ya sabes...

Aquello era una locura... ni yo podía resignarme á ser aldeana ni tú servias para caballero... Pero no te enfades... comprende la razón...

Tú administrarás la finca á tu capricho... casate también... y no cuentes nunca á nadie aquellas... bromas sin importancia.

—Sí, señorita, esté usted tranqui la, nadie la molesta rá—acertó sólo á decir Manolillo saliendo bruscamente de la habitación.

Mercedes, sorprendida por aquella expresión de sufrimiento, murmuró pesarosa.

—¡Qué en serio lo había tomado!

—y añadió con el eterno egoismo y vanidad femenina—: Me ama aún y Luis no sabrá nada.

—Sí, querido Luis—decía Mercedes á su prometido dos días después ; he tenido un sentimiento grande, el administrador de Alcira ha sido atropellado por un tranvía..una torpeza sin nombre... embobado en medio de la calle.

—Es un accidente lamentable y triste, pero no debe afligirte tanto.

¿Qué es eso que tienes en la mano?

—Un ramo de flores silvestres que el desgraciado encargó que me entregasen cuando lo cogieron moribundo.

—¡Qué regalo tan extraño!

—Me lo trajo de Alcira, porque durante mi estancia allí, me obsequiaba con ellas frecuentemente sabía que me gustan mucho.

Y tú serías un poco coquetuela quizás... Bah, pecadillos veniales; tira eso y no nos acordemos más del asunto.

—¡Qué bueno eres, Luis mío, y cuánto te amo!—dijo ella arrojando el ramo en el fuego que chisporroteó con estrépito, mientras una columna de blanco humo ascendía lentamentepor el aire exhalando un vivo perfume de campo en flor.