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La flor de los recuerdos (Cuba): 23

De Wikisource, la biblioteca libre.
La flor de los recuerdos (Cuba)
de José Zorrilla
Tres Ave Marías: Capítulo segundo. III.

III.

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Derramóse la sombra de improviso
Sobre el haz de la tierra, al ocultarse
La luna por detrás del horizonte,
Y fue todo tinieblas un instante.

Poco a poco las pálidas estrellas
Fueron esplendorosas destacándose
Sobre el velo turquí del firmamento
Extendido entre Dios y los mortales.

Cuando al fulgor escaso de los astros
Comenzaron al fin a señalarse
Los objetos, logrando distinguirse
El que se mueve del que inmoble yace,

La tapia desigual de un huertecillo
Siguiendo silencioso y una calle
Tortuosa de Triana, un bulto móvil
Empezó entre la sombra a dibujarse.

Poco a poco, su forma verdadera
En contornos exactos revelándose,
Cual es mostróse: un hombre que, cargado
Marcha con otro, al parecer cadáver.

El vivo, cuyos pasos no se sienten
Y de. quien las tinieblas el semblante
Velan, va lentamente del terreno
Donde fija los pies asegurándose.

Y, acaso la ilusión de las tinieblas
O la aprensión tal vez del miedo lo hacen,
Mas parece que un cárdeno reflejo
Brilla movible de sus pies delante.

Dijeran que en el sitio dó su rayo
Visual se quiebra, o que las piedras arden,
O la luz de sus ojos reverbera
Cual si un foco en sus niñas se encerrase.

Ello es que a la verdad este reflejo,
Que o va con él o de sus ojos sale,
Su misterioso bulto, esclareciendo
Sobre él la vista con asombro atrae.

Y si un vecino de su casa fuera
Llegara en las tinieblas a encontrarle,
De él se esquivara, de pavor transido,
Por temerosa aparición tomándole.

Él en la densa oscuridad fiado,
O de ser descubierto no curándose,
Llegando ante un postigo, en su cerraja
Con tino singular metió la llave.

Su muelle rechinó con son tan triste
Como si de sus huecos en la cárcel
Habitara algún ser, a quien sus guardas
Al girar dentro de ellas torturasen.

Atravesó el umbral, dejó la puerta
Por su maciza gravedad cerrarse,
Cruzó sin deponer su horrible carga
Un huertecillo sin labor, salvaje.

Dó quier en él parásitos crecían
El hinojo, la rubia y los zarzales,
En medio de una yerba verdinegra
De indefinible olor, bravío y acre.

Al afirmar sus plantas aquel hombre
Sobre el loco, infructífero follaje
Que en el inculto suelo vegetaba,
Cual si tuvieran voz para quejarse,

De sus ramas y troncos, parecía
Que al quebrantarles él salían ayes:
Y un resplandor fosfórico quedaba
Encima de sus huellas un instante.

El jaramago inútil y el vil hongo
A su contacto esquivos apartábanse,
Doblegando sus troncos mohecidos,
Para que con su pié no les tocase.

¡Quimérica ilusión! Su movimiento
Causó sin duda revoltoso el aire
Que, al cerrarse con ímpetu el postigo,
Formó una onda y agitó el ramaje.

Llegado ante un portón que sobre el huerto
En la alta casa que rodea se abre,
Llamó el cargado, abrióse y en su quicio
De una mujer apareció el semblante.
—“¿Vive?” con ansia preguntó en voz baja.
—“¡Bah! ¿pues no ha de vivir? En cuanto largue
“El agua que ha tragado, dijo el hombre,
“Quedará como nuevo: mas apártate
“Y déjame pasar, porque a fe mía
“Que pesa y tengo ganas de soltarle.”
Se apartó la mujer, entró el cargado,
Y el portón detrás de él volvió a cerrarse.

Ahora, lector, reparo en que no he escrito
De mi nocturna acción los personajes:
La mujer es Aurora: es el traído
Don Félix, y es Adán el que le trae.
Mas perdona, lector: no te los nombro
Porque a suplirles tu saber no baste,
Sino porque yo sé que te los debo
Y nada quiero que por mí te falte.