La isla del tesoro (Manuel Caballero)/XII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


CAPÍTULO XII
CONSEJO DE GUERRA

Pasos precipitados sonaron por donde quiera al grito de ¡tierra! apresurándose todos á subir sobre cubierta, tanto mis amigos de la cámara de popa como las gentes de la tripulación. Yo salté rápidamente afuera de mi barril; me deslicé cubriéndome con la vela de trinquete, dí la vuelta hacia el alcázar de popa y volví sobre cubierta por el camino de todos los demás, á tiempo de reunírmeles en el acto de acudir á proa.

Todo el mundo estaba ya congregado allí. Una cinta de niebla se había alzado casi al mismo tiempo que aparecía la luna. Allá á lo lejos, hacia el sudoeste, divisábamos dos montañas no muy altas, como á unas dos millas de distancia y por encima de una de ellas aparecía una tercera eminencia, notablemente más alta que las otras, y cuya cumbre se miraba todavía envuelta entre las gasas de la niebla. Las tres parecían de figura aguzada y cónica.

Esto fué, á lo menos, lo que yo creí ver, puesto que aún no me recobraba de mis terrores de hacía dos ó tres minutos. En seguida oí la voz del Capitán Smollet dando órdenes. La Española fué puesta unos dos puntos más cerca de la dirección del viento y comenzó á enderezar el rumbo de tal manera que enfilaría precisamente la costa oriental de la isla.

—Y ahora muchachos, dijo el Capitán, cuando la maniobra estuvo ejecutada, ¿alguno de Vds. ha visto esa tierra antes de ahora?

—Yo, dijo Silver. Siendo cocinero de un buque mercante anclamos en ella para proveernos de agua.

—El fondeadero está al Sur, tras un islote, ¿no es esto?, preguntó el Capitán.

—Sí señor, el islote del Esqueleto que le llaman. Este lugar ha sido alguna vez abrigadero de piratas, y un hombre que llevábamos á bordo sabía los nombres de todos aquellos sitios. Aquel cerro al Norte le llaman El Trinquete. Hay tres cerros colocados en línea hacia el Sur y que les llaman, con nombres marinos, El Trinquete, El Mayor y El Mesana. Pero el principal es el más grande, que tiene el pico sumido en la nube. Lo llamaban también el Cerro del Vigía, á causa de la vigilancia que desde su cima mantenían esos hombres, mientras sus embarcaciones permanecían al ancla limpiando sus fondos, con perdón de Vd., porque aquí es donde ellos llevaban á cabo esa operación.

—Aquí tengo un mapa, dijo el Capitán Smollet; vea Vd. si este es el lugar que Vd. dice.

En los ojos de Silver pasó algo como un relámpago de alegría feroz al tomar la carta que le alargaba el Capitán. Pero en el instante mismo en que sus ojos cayeron sobre el papel, le conocí que su esperanza de un segundo sufría una terrible decepción. Aquel no era el mapa encontrado en la maleta de Billy Bones, sino una copia cuidadosa en todos sus detalles, nombres, alturas y sondajes, con la sola excepción de las cruces rojas y de las notas manuscritas. Sin embargo, por aguda que haya sido la contrariedad de Silver, tuvo la presencia de ánimo necesaria para dominarse y aparecer sereno.

—Sí señor, contestó, este es el lugar según entiendo, y muy bien trazado ciertamente. ¿Quién habrá sido el autor de esta carta? Los piratas eran demasiado ignorantes, á lo que creo, para poder dibujar esto. ¡Ah! ¡vamos! aquí está marcado “Ancladero del Capitán Kidd”; precisamente este es el nombre que le dió mi Patrón. Allí existe una fuerte corriente á lo largo de la costa Sud y luego sube en dirección Norte, á lo largo de la costa occidental. Tenía Vd. razón, prosiguió, en ceñir el viento y poner la proa hacia la isla, por lo menos si su intención era que entrásemos luego y carenar allí, porque la verdad es que en todas estas aguas no hay lugar más á propósito que ese.

—Gracias, mi amigo, dijo el Capitán Smollet. Más tarde creo que pediré á Vd. algunos otros informes para ayudarnos en algo. Puede Vd. retirarse.

No pude menos que sorprenderme al ver la sangre fría con que Silver confesaba su conocimiento de la isla. Por mi parte, yo continuaba medio aterrorizado todavía y me sentí más aun cuando ví á aquel hombre acercarse á mí, más y más. Por supuesto que ni remotamente se figuraba que hubiese yo escuchado su conciliábulo desde el fondo de un barril de manzanas, y sin embargo, en aquel punto había yo cogido tal horror de su crueldad, doblez y poderío, que muy mal contuve un estremecimiento nervioso cuando su mano tomó mi brazo mientras él me decía:

—¡Ah, muchachuelo! Aquí tienes un precioso lugar para un chico como tú, en esta isla. Aquí puedes bañarte, trepar á los árboles, cazar cabras monteses, todo lo que quieras. Tú mismo podrás ir como las cabras subiéndote á los más altos peñascos y montañas. ¡Ah! créeme que me rejuvenece todo esto y casi casi me iba ya olvidando de mi pierna de palo. Linda cosa es ser uno joven y tener uno sus veinte dedos cabales, puedes estar seguro. Cuando quieras ir á hacer un paseíto de exploración, nada más avísale á tu viejo amigo John y él cuidará de darte tu cestilla de víveres muy bien arreglada, para que la lleves contigo.

Dicho esto me dió una palmada sobre el hombro de la manera más amistosa, se alejó cojeando y se perdió en el interior de las galeras.

El Capitán Smollet, el Caballero y el Doctor Livesey se quedaron conversando junto al alcázar de proa. Á pesar de mi impaciente ansiedad por contarles lo que la casualidad me había hecho oir, no me atreví á interrumpirlos abiertamente. Entre tanto y cuando más absorto estaba yo en mis pensamientos para encontrar alguna excusa probable, el Doctor Livesey me llamó. Habíasele olvidado su pipa abajo en la cámara, y, como era un verdadero esclavo del tabaco, me iba á indicar que bajara á traérsela, sin duda. Pero en cuanto que estuve bastante cerca de él para que me oyese él solo, le dije rápidamente:

—Doctor, permítame Vd. que le hable. Llévese consigo al Capitán y al Caballero inmediatamente abajo á la cámara, y con cualquier pretexto manden Vds. por mí. Tengo nuevas terribles.

El Doctor pareció desconcertarse por un instante, pero en el acto fué otra vez dueño de sí mismo.

—Gracias, Jim, dijo en voz bien alta; eso es todo lo que quería saber. Fingía, con esto, haberme hecho alguna pregunta á la que yo hubiese respondido.

En seguida giró sobre sí mismo y se volvió á reunir al grupo de que formaba parte. Hablaron los tres por algunos momentos y aun cuando ninguno de ellos dió muestras de sobresalto ni levantó la voz, me pareció evidente que el Doctor Livesey les acababa de comunicar mi súplica, porque lo primero que llegó á mis oídos fué que el Capitán daba órdenes á Job Anderson y el silbato sonó luego llamando sobre cubierta á toda la tripulación.

—Muchachos, dijo el Capitán en cuanto que todos estuvieron reunidos; tengo dos palabras que decir á Vds. Esa tierra que acabamos de ver es el lugar de nuestro destino. El Patrón de este buque, hombre muy liberal y generoso, según todos lo sabemos por experiencia, acaba de hacerme dos preguntas que yo he podido contestar diciéndole que cada marinero de esta goleta ha cumplido con su deber, desde el tope hasta la cala, de tal manera que nada mejor pudiera pedirse. Por tal motivo él, el Doctor y yo, vamos á la cámara á beber á la salud y buena suerte de todos ustedes, mientras que á Vds. se les servirá un buen grog para que brinden, á su vez, por nosotros. Yo les daré á Vds. mi opinión sobre esto: yo lo encuentro magnífico. Si Vds. son de mi parecer, les propondré, pues, que envíen un buen aplauso al caballero que así se porta.

El aplauso se dejó oir, esto era claro; pero estalló tan compacto y tan cordial, que confieso que me fué difícil convencerme de que aquellos mismos que lo daban estaban arreglando tramas infernales contra nuestras vidas.

—¡Un aplauso más por el Capitán Smollet!, gritó Silver cuando el último hubo cesado.

Lo mismo que el anterior, este segundo aplauso parecía enteramente sincero y voluntario.

Apenas pasado esto los tres caballeros bajaron á la cámara y no pasó mucho rato sin que enviasen un recado diciendo que se necesitaba á Jim Hawkins en el salón.

Encontrélos á todos tres en torno de la mesa, con una botella de vino español y algunas uvas delante de ellos; el Doctor fumando fuerte y con la peluca puesta sobre sus rodillas, lo cual me constaba que era un signo de agitación en él. La ventanilla de popa estaba abierta porque la noche era bastante cálida, y podía verse perfectamente desde dentro el resplandor de la luna cintilando sobre la estela de nuestro buque.

—Ahora bien, Hawkins, díjome el Caballero, parece que tienes algo que decirme: habla ya.

Hícelo como se me mandaba y, sin alargarme demasiado, conté todos los detalles de la conversación de Silver. Ninguno trató de hacer la más pequeña interrupción hasta que todo lo hube dicho; ni ninguno tampoco hizo movimiento de ninguna especie, sino que todos tres mantuvieron sus ojos clavados en mi semblante desde el principio hasta el fin de mi narración.

—Siéntate, Jim, díjome el Doctor.

Hiciéronme lugar entonces á la mesa, junto á ellos, sirviéronme un vaso de vino y me pusieron en las manos un gran racimo de uvas; y todos tres, con un saludo cordial, bebieran á mi salud, felicitándome por mi valor y por mi buena suerte.

—Ahora, Capitán, dijo el Caballero, es ya tiempo de proclamar que Vd. estaba en lo justo y yo estaba equivocado. Me declaro sencillamente un borrico y espero las órdenes de Vd.

—Nadie más borrico que yo, replicó el Capitán. Yo no he visto jamás tripulación alguna tramando una rebelión que no deje escapar perceptiblemente algunos signos de su descontento, de manera que todo hombre que no es ciego puede ver el peligro y tomar las medidas necesarias para evitarlo. Pero confieso que esta tripulación derrota toda mi experiencia.

—Capitán, dijo el Doctor, con su permiso diré que esta es obra de Silver y que este es un hombre muy notable.

—Me parece que muy notable aparecería colocado en un peñol de las vergas, replicó el Capitán. Pero esto no es más que charla que no conduce á nada. He fijado mi atención en tres ó cuatro puntos y con permiso del Sr. de Trelawney voy á exponerlos.

—Caballero, dijo el Sr. Trelawney en un tono solemne, Vd. es el Capitán y á Vd. es á quien toca hablar.

—Primer punto, comenzó el Capitán Smollet: tenemos que seguir adelante porque es ya imposible retroceder. Si esto último se intentara la rebelión estallaría inmediatamente. Segundo punto: tenemos á nuestra disposición tiempo hasta que se encuentre ese tesoro. Tercer punto: todavía nos quedan hombres leales á bordo. Ahora bien, señores, es una cosa que no tiene remedio el que tarde ó temprano debamos entrar en hostilidades. Hay que tomar, pues, á la calva ocasión cuando nos presente sus cabellos, es decir, propongo que seamos nosotros los que rompamos el fuego, el día más á propósito y cuando ellos menos lo esperen. Me parece, Sr. de Trelawney que podremos fiar en los criados de su casa, ¿no es verdad?

—Tanto como en mí mismo, declaró el Caballero.

—Tres, dijo el Capitán, y con nosotros cuatro, somos ya siete, incluyendo á Hawkins. ¿Y cuántos serán los hombres leales?

—Muy probablemente, replicó el Doctor, han de ser los contratados personalmente por Trelawney antes de que se hubiera echado en brazos de Silver.

—No por cierto, replicó el Caballero. Hands es uno de esos hombres.

—Yo hubiera creído que podríamos tener fe ciega en este último, dijo el Capitán.

—¡Y pensar que todos ellos son ingleses!, prorrumpió el Caballero, ¡Señores, crean Vds. qué ganas me vienen de hacer volar este buque!

-Pues bien, señores, agregó el Capitán, lo mejor que yo puedo decir ahora es bien poco. Debemos tenernos por advertidos y mantener la más expecta vigilancia. Esto es desagradable para un hombre, yo lo sé. Preferiría, por lo mismo, que desde luego se rompieran las hostilidades, pero no tendremos ayuda suficiente para que no sepamos cuales son nuestros hombres. Estémonos quietos y esperemos la oportunidad; ese es mi parecer.

—Este Jim, dijo el Doctor, puede sernos más útil que todo lo demás que hagamos. El enemigo no tiene ninguna mala voluntad respecto de él y yo sé que él es un chico muy observador.

—Hawkins, añadió el Caballero, en tí pongo una fe ciega y completa.

Al oir esto no dejaba de comenzar á sentirme punto menos que desesperado porque me sentía sin apoyo enteramente. Y sin embargo, por un extraño encadenamiento de circunstancias, no fué sino por mi conducto por el que todos nos salvamos. En el entretanto, por más vueltas que se le diera al asunto, el hecho es que de veintiséis hombres á bordo, no había sino siete con los que se pudiera contar, y todavía de esos siete uno no era más que un niño; de suerte que, en realidad, los hombres hechos y derechos que teníamos de nuestro lado eran seis, para diez y nueve de nuestros enemigos.