La isla del tesoro (Manuel Caballero)/XVI
Sería la una y media de la tarde cuando los dos botes de La Española se fueron á tierra. El Capitán, el Caballero y yo estábamos discurriendo acerca de la situación en nuestra cámara de popa. Si hubiera soplado en aquellos momentos la brisa más ligera, hubiéramos caído por sorpresa sobre los seis rebeldes que se nos había dejado á bordo, hubiéramos levado anclas y salido á alta mar. Pero el viento faltaba de todo punto y para completar nuestro desamparo, vino muy pronto Hunter á traernos la nueva de que Hawkins se había metido en uno de los botes y marchádose con los expedicionarios de la isla.
Jamás nos ocurrió poner en duda la lealtad de Hawkins, pero sí nos pusimos en alarma por su vida. Con la excitación en que aquellos hombres se encontraban nos parecía que sólo una casualidad podía hacer que volviésemos á verle vivo. Corrimos sobre cubierta. El calor era tal que la brea que unía la juntura de los tablones comenzaba á burbujar, derritiéndose; el nauseabundo hedor de aquel sitio me ponía verdaderamente malo, y si alguna vez hombre alguno absorbió por el olfato los gérmenes de mil enfermedades infecciosas, ese fuí yo, sin duda, en aquel abominable fondeadero. Los seis sabandijas estaban sentados á proa, refunfuñando á la sombra de una vela. Hacia la playa podíamos divisar los botes sujetos á tierra, y á un hombre de los de Silver, sentado en cada uno de ellos. Uno de aquellos dos conjurados se divertía silbando el “Lilibullero.”
Esperar era una locura, así es que decidimos que Hunter y yo iríamos á tierra en el serení[1] en busca de informes y para explorar el terreno.
Los botes se habían recargado sobre su derecha, pero Hunter y yo remamos rectos en dirección de la estacada marcada en nuestro mapa. Los centinelas y guardianes de los esquifes parecieron desconcertarse un tanto con nuestra aparición. El “Lilibullero” cesó de oirse y pude ver á aquel par de alhajas discutiendo lo que debían hacer. Si se hubieran marchado para avisar á Silver lo que ocurría, abandonando sus botes, es claro que las cosas hubieran pasado de muy distinta manera; pero supongo que tenían sus órdenes y, en consonancia con ellas, decidieron permanecer tranquilamente en donde estaban y muy luego oímos que la música de “Lilibullero” comenzaba de nuevo.
Había en aquel punto una ligera curva en la costa y yo no perdí tiempo remando cuan fuertemente pude para ponerla entre los hombres de los esquifes y nosotros, de tal suerte que antes de que llegásemos á tierra ya nos habíamos perdido mutuamente de vista. Salté por fin en la playa y púseme á correr tan de prisa como podía atreverme á hacerlo, desplegando sobre mi cabeza un gran pañuelo de seda blanco para evitar la insolación y con un buen par de pistolas, enteramente listas, por precaución, contra cualquiera sorpresa.
No había recorrido aún cien yardas cuando llegué á la estacada.
He aquí lo que había en ella: una fuente de agua límpida y clara brotaba casi en la cumbre de la colina; sobre ésta, y encerrando la fuente por supuesto, se había improvisado una espaciosa cabaña de postes de madera, arreglada de manera de poder encerrar unas dos veintenas de hombres, en caso de apuro, y con troneras para mosquetes por todos lados. Al derredor de esta cabaña habíase limpiado un espacio considerable y, para completar la obra, se había levantado una empalizada bastante fuerte, como de seis pies de elevación, sin ninguna puerta ó pasadizo, con resistencia suficiente para no poderla echar por tierra sino con tiempo y trabajo, pero bastante abierta para que no pudiera servir de parapeto á los sitiadores. Los que estuvieran en posesión de la cabaña del centro podían llamarse dueños del campo y cazar á los de afuera como perdices. Lo que se necesitaba allí era una vigilancia continua y provisiones, porque á menos de una completa sorpresa, los sitiados podían sostenerse muy bien contra un regimiento entero.
En lo que yo me fijé entonces de una manera más particular fué en la fuente, porque aun cuando en nuestro castillo de popa de La Española teníamos armas y municiones en gran cantidad, y abundancia de víveres y vinos excelentes, lo cierto es que de una cosa estábamos ya bien escasos, y era de agua. Estaba yo preocupado con este pensamiento, cuando de pronto llegó á mis oídos distintamente, desde algún punto de la isla, el grito supremo de un hombre que se moría. Yo he servido á Su Alteza Real el Duque de Cumberland y aun fuí herido yo mismo en Fontenoy, pero en aquel instante mi pulso se detuvo y no pude menos que verme asaltado por esta idea: “¡Han matado á Hawkins!”
Haber sido uno un viejo soldado es ya algo, pero es todavía más haber sido médico. No tiene uno tiempo para vacilaciones ni cosas inútiles, así es que en un instante formé mi resolución y sin perder un segundo regresé á la playa y salté de nuevo á bordo del serení.
Por fortuna Hunter era un remador de fuerza. Hicimos volar á nuestro botecillo y muy pronto estábamos ya al costado de La Española, á cuyo bordo subimos á toda prisa.
Encontré á todos emocionados, como era natural. El Caballero estaba sentado, lívido como un papel, lamentando ¡alma de Dios! los peligros á que nos había traído. Uno de los seis hombres quedados á bordo estaba ya en mejores condiciones.
—Allí hay un hombre, dijo el Capitán Smollet apuntando hacia él, que es novicio en la obra de estos malvados. Ha venido aquí, á punto de desmayarse, en cuanto que oyó aquel grito de muerte. Con otra vuelta de cabrestante lo tenemos con nosotros, eso es seguro.
Expliqué entonces al Capitán Smollet cuál era mi plan, y entre los dos arreglamos los detalles de su realización.
Pusimos á nuestro viejo Redruth en la estrecha galería que, como se recordará, era la única comunicación posible entre la popa y el castillo de proa, dándole tres ó cuatro mosquetes cargados y poniéndole un colchón por vía de barricada para protegerle. Hunter trajo el botecillo de manera de colocarlo precisamente bajo la porta de popa y Joyce y yo nos pusimos inmediatamente á la obra de cargar en él botes de pólvora, mosquetes, bultos de bizcochos, galletas, jamón, una damajuana de cognac y mi inestimable estuche de cirujía.
Entre tanto el Caballero y el Capitán permanecían sobre cubierta y el último de ellos hacía al timonel la siguiente amistosa y cortés intimación:
—Amigo Hands, aquí nos tiene Vd. á dos personas con dos pistolas cada una. Si alguno de Vds. seis hace el menor movimiento para acercársenos puede tenerse por hombre al agua.
Los hombres aquellos deliberaron un corto rato y después de su pequeño consejo de guerra se fueron dejando caer uno tras de otro, de la carroza, abajo, pensando, sin duda alguna, cogernos por la retaguardia. Pero en cuanto que se encontraron con Redruth esperándolos, mosquete en mano, en la estrecha galería de comunicación, volvieron otra vez á querer recobrar su lugar primitivo á proa, apareciendo sobre cubierta la cabeza de uno de ellos por una escotilla.
—¡Abajo otra vez, perro pirata!, le gritó el Capitán, ó te vuelo la tapa de los sesos!
La cabeza aquella se hundió de nuevo como por encanto en la escotilla y por entonces nada volvimos á oir ni á saber de aquellos miserables.
Mientras esto pasaba, nuestro ligero serení estaba ya tan cargado como era racional ponerlo. Joyce y yo saltamos por la porta de la popa y tornamos á remar hacia la playa, tan de prisa como nuestras fuerzas nos lo permitían.
Este segundo viaje despertó ya de una manera indudable la alarma de los vigilantes de los esquifes. “Lilibullero” fué dado de mano otra vez, y precisamente antes de perderlos de vista tras del pequeño cabo de la playa, uno de ellos había ya saltado á tierra y desaparecido rápidamente. Estuve entonces á punto de cambiar de táctica é irme derecho á sus botes y destruírselos, pero temí que Silver estuviese por allí demasiado cerca con los restantes y era en tal caso muy posible que todo se perdiera por querer hacer demasiado.
Muy pronto llegamos de nuevo á tierra al mismo lugar que en el viaje precedente. Los tres hicimos el primer trasporte del bote hasta la cabaña, muy bien cargados, y depositamos allí nuestras armas y provisiones. Dejamos entonces á Joyce en la palizada, de guardia para custodiar nuestro depósito, y aunque es verdad que se quedaba solo enteramente, tenía á su disposición media docena de mosquetes muy bien preparados. Hunter y yo volvimos otra vez al botecillo, tornamos á cargar lo más que pudimos y regresamos á la estacada. Así continuamos, casi sin tomar aliento, hasta que toda la carga puesta en el bote había sido trasladada á la cabaña en la cual los dos criados tomaron definitivamente sus posiciones, mientras yo, con todas mis fuerzas, remaba otra vez en el ya ligero serení hasta llegar de nuevo á La Española.
El arriesgar una segunda cargada era, en realidad, menos atrevido y peligroso de lo que parecía. Es cierto que ellos tenían la ventaja del número, pero nosotros teníamos la de las armas. Ninguno de los hombres que estaban en tierra llevaba un mosquete consigo y así es que, antes de que hubieran podido acercársenos á tiro de pistola, es seguro que nosotros hubiéramos dado buena cuenta de ellos.
El Caballero estaba espiándome en la porta de popa, ya restablecidos su valor y su ánimo. Cogió el cabo de la amarra que yo le arrojé, lo sujetó arriba y comenzamos á hacer ya un cargamento de verdadera vitalidad para nosotros, consistente en carne, pólvora y bizcochos, sin añadir más armas que un mosquete y un sable por cabeza para el Caballero, para mí, Redruth y el Capitán. El resto de las armas y la pólvora los arrojamos al agua á dos brazas y media de profundidad, de manera que podíamos distinguir el limpio acero de los mosquetes brillando con los reflejos del sol, allá abajo en el fondo limpio y arenoso del ancladero.
Á esta hora la marea comenzaba ya á bajar y el buque empezaba á columpiarse en torno del ancla. Oímos voces llamándose mutuamente, muy lejos y muy débiles, allá en dirección de los esquifes, y aun cuando esto nos tranquilizó por lo que hacía á Joyce y á Hunter que, por lo visto, quedaban todavía en su posición del Este sin ser molestados, nos hizo comprender, sin embargo, que nosotros debíamos darnos prisa.
Redruth, entonces, abandonó su trinchera de lana en la galería y se replegó al bote con nosotros. Dirigido el pequeño serení por el Capitán Smollet en persona, dimos vuelta al buque y nos vinimos á colocar junto á la escotilla de proa.
—Ahora, amigos, gritó el Capitán, ¿me oyen Vds.?
Ni una voz respondió sobre cubierta.
—¡Es á tí, Abraham Gray, á quien hablo!...
El mismo silencio anterior.
—¡Gray!, volvió á decir el Capitán en voz más alta aún, en este mismo momento voy á dejar este buque y como tu Capitán que soy te ordeno que me sigas. Yo sé que tú eres, en el fondo, un buen muchacho y hasta me atrevo á decir que ninguno de los seis que están allí es tan malo como aparenta serlo. Aquí tengo en la mano, mi reloj abierto: te doy treinta segundos de plazo para que te me reunas.
Hubo un silencio nuevo.
—Ven pronto, muchacho mío, continuó el Capitán: no te detengas tanto en vacilaciones. Estoy aquí exponiendo mi vida y la de estos excelentes caballeros cada segundo que pasa.
Oyóse entonces el ruido repentino de una pendencia, el rumor de golpes cambiados, y en unos cuantos segundos apareció Abraham Gray en la porta, con una herida de arma blanca en una de sus mejillas, pero corriendo presuroso á la llamada del Capitán como un perro puede venir al silbido de su amo.
—¡Estoy con Vd. mi Capitán!, dijo aquel leal chico.
Un instante después, con Gray ya á bordo, habíamos empujado de nuevo nuestro barquichuelo en dirección á la playa.
Y cierto es que nos encontrábamos ya fuera de la peligrosa goleta, pero ¡ay! aún no nos veíamos en tierra, dentro del recinto de la estacada.
- ↑ Serení es el nombre del más pequeño de los botes que un buque lleva para su servicio.—N. del T.