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La isla del tesoro (Manuel Caballero)/XVIII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


CAPÍTULO XVIII
EN QUE CUENTA EL DOCTOR CÓMO CONCLUYÓ EL PRIMER DÍA DE PELEA

Una vez en tierra, dímonos toda la prisa que era posible para franquear la tierra de bosque que nos separaba de nuestro baluarte. Á cada paso que dábamos, las voces de los piratas que venían por la playa llegaban más y más distintas á nuestros oídos. Muy pronto ya nos fué fácil distinguir el rumor de sus precipitados pasos, y el crujido de las ramas de los arbustos á través de cuyos matorrales se venían abriendo camino.

Comencé á creer entonces que la cosa iba de veras y hasta requerí el fiador de mi mosquete.

Capitán, dije: el Sr. de Trelawney es el de puntería infalible entre nosotros; déle Vd. su mosquete, porque el suyo está inutilizado.

Sin responderme cambiaron rápidamente de armas y Trelawney, callado y frío como había estado desde el principio de la batalla, se detuvo por un instante para cerciorarse de que el arma estaba en buen estado para servicio inmediato. En el mismo momento, notando que Gray iba desarmado, le alargué mi cuchillo. Mucho nos animó el ver á aquel chico escupirse la mano, remangarse la camisa, empuñar el arma y hacerla zumbar, blandiéndola por el aire. Era cosa que se veía desde luego que aquel nuestro nuevo aliado era todo un marino de pelo en pecho.

Á unos cuarenta pasos de aquella rápida detención llegamos al lindero del bosque y vimos la estacada frente á nosotros. Nos lanzamos á ella, entrando á su recinto por el lado sur, cuya empalizada salvamos rápidos como el rayo, y casi en el instante mismo siete de los amotinados, con Job Ánderson el contramaestre á la cabeza, aparecieron en el lado Sudoeste lanzando gritos tremendos.

Detuviéronse un momento al llegar allí, como si se sintieran cogidos por retaguardia, pero antes de que ellos tuvieran tiempo de recobrarse de su sorpresa, no sólo Trelawney y yo, sino también Hunter y Joyce tuvimos tiempo de hacer fuego desde el reducto. Los cuatro tiros no sonaron en una descarga muy simultánea, pero hicieron su efecto, eso sí. Uno de los enemigos cayó redondo y los restantes, sin vacilar más tiempo, volvieron la espalda y se parapetaron tras de los árboles.

Después de cargar de nuevo nuestras armas, salimos afuera de la empalizada para reconocer al enemigo que había caído. Estaba muerto y muy bien muerto, con el corazón atravesado de parte á parte.

Ya comenzábamos á felicitarnos de nuestra buena suerte cuando en aquel mismo instante una detonación de pistola se dejó oir en el matorral más cercano; la bala silbó junto á mi oído y el pobre de Tom Redruth se tambaleó y cayó en el suelo de largo á largo. Tanto el Caballero como yo devolvimos el tiro, pero como no teníamos

sobre qué hacer puntería, es muy probable que no hicimos más que desperdiciar nuestra pólvora. Cargamos otra vez y entonces volvímonos á ver al pobre Tom.

El Capitán y Gray estaban ya examinándolo, y en cuanto á mí me bastó la primera ojeada para comprender que aquello no tenía remedio.

Creo que la prontitud con que respondimos á su disparo dispersó á los rebeldes una vez más, porque aunque estábamos á descubierto ya no se nos hostilizó mientras nos dábamos trazas de izar al pobre guarda-monte para pasarlo al recinto de la estacada y trasladarlo, quejándose y desangrándose, al interior de la cabaña.

¡Pobre viejo! De sus labios no había salido ni una palabra de sorpresa, queja ó temor, pero ni aun de sentimiento, desde el instante en que habían comenzado nuestras complicaciones, hasta aquel punto en que le acostábamos allí, en el centro de nuestro reducto, para que muriera. Como un troyano verdadero había permanecido vigilante é inmóvil tras de su colchón en la galería; cuantas órdenes se le habían dado, él las había obedecido callado, con la docilidad de un perro, y muy bien, por cierto. Era el de más edad de todos los de nuestro campo, llevando veinte años, por lo menos, al más viejo; y ahora, aquel anciano criado taciturno, servicial, estaba allí tendido, próximo al sepulcro.

El Caballero se dejó caer casi junto á él, sobre sus rodillas, y le besaba la mano, llorando como un chiquillo.

—¿Cree Vd. que me voy, Doctor?, preguntó el moribundo.

—Tom, hijo mío, le contesté, vas á volver á tu verdadera patria.

MUERTE DE REDRUTH.

—Siento mucho, replicó el agonizante, no haber dado antes á esos pillos una lección con mi mosquete.

—Tom, exclamó á la sazón el Caballero todo conmovido; Tom, dime que me perdonas, ¿no es verdad que si?

—Señor, fué su respuesta, ¿no crée Vd. que eso parecería una falta de respeto de mí á Vd.? Pero hágase como Vd. lo pide... sí señor, con toda mi alma.

Siguióse un silencio no muy largo al cabo del cual murmuró que desearía que alguien dijese cerca de su cabecera alguna oración, añadiendo en tono sencillo y como disculpándose de su atrevimiento.

—Créo que esa es la costumbre... ¿no es verdad?

Vino luego una agonía muy corta; y sin pronunciar ninguna otra palabra, el alma de Redruth partió de este mundo.

Entre tanto el Capitán, cuyas faltriqueras y pecho había yo visto en extremo abultados durante la travesía, fué sacando de ellos todo un almacén de objetos: una bandera inglesa, una Biblia, una adujada ó lío de cuerda bastante fuerte, plumas, tinta, el registro diario de á bordo y algunas libras de tabaco. Habíase encontrado en nuestro recinto de la estacada un largo y ya aderezado tronco de abeto que, con la ayuda de Hunter, levantó y puso en el ángulo de la cabaña en que los troncos se cruzaban. Acto continuo, subiendo ágilmente sobre el techo del reducto, colocó con su propia mano é izó en alto la bandera de nuestra patria.

Esta operación pareció como aliviarle de un gran peso. Volvió á entrar en seguida á la cabaña y como si nada hubiera de particular se puso tranquilamente á hacer el recuento de nuestras provisiones de guerra y boca. Pero no dejaba, sin embargo, de mirar con disimulo del lado del pobre de Tom Redruth que estaba agonizando, y así es que, no bien hubo éste espirado, cuando se acercó con otra bandera y la desplegó reverentemente sobre el cadáver. En seguida, sacudiendo virilmente la mano del Caballero, le dijo:

—No hay que afligirse, señor. Todo temor es vano tratándose del alma de un leal, que ha sucumbido cumpliendo con su deber para con su Capitán y con su señor. Sería una ofensa á la Divinidad el creer otra cosa.

Dicho esto me llevó á un lado y me dijo:

—¿Dentro de cuántas semanas esperan Vd. y el Caballero que vendrá el buque que ha de enviar Blandy?

—No es cuestión de semanas, sino de meses, le contesté. En caso de que no estemos de vuelta para el fin de Agosto, Blandy mandará buscarnos, pero ni antes ni después de ese tiempo. Vd. puede calcular por sí mismo.

—Yo lo creo que sí, contestó rascándose la cabeza de un modo muy significativo. Así es que, no sin dar á la Providencia una buena ración de gracias por todos sus beneficios, debo decir que no por eso hemos estado menos desafortunados.

—¿Qué quiere Vd. decir con eso?, le pregunté.

—Quiero decir, me respondió, que es una lástima que hayamos perdido aquel segundo cargamento del botecillo. Por lo que hace á pólvora y balas, tenemos bastantes; pero, en cuanto á provisiones de boca, estamos escasos, muy escasos; tan escasos, Doctor, que quizás nos viene muy bien el tener aquella boca de menos.

Y al decir esto señalaba el cadáver que yacía cubierto con la bandera inglesa por sudario.

En aquel mismo instante oyóse el trueno y el silbido de una bala de cañón que pasó rozando el techo de nuestro reducto y fué á enterrarse entre los árboles del bosque.

—¡Ajá!, dijo el Capitán. ¡Salvas tenemos! Bastante poca pólvora tienen esos chicos para que la desperdicien así tan locamente.

Otro segundo disparo arrojó su bala con mejor puntería, pues el proyectil penetró adentro de la estacada, levantando una nube de arena, pero sin causarnos el menor daño.

—Capitán, dijo el Caballero; me consta que nuestro reducto, de por sí, es enteramente invisible desde el buque. Creo, por tanto, que es la bandera la que les está sirviendo para hacer blanco... ¿no cree Vd. que sería más prudente traerla acá adentro?

—¿Arriar mi pabellón? ¡Jamás!, exclamó el Capitán.

Nosotros fuimos todos inmediatamente de su misma opinión, porque aquello no sólo tenía un aspecto marcial, marino é imponente, sino que entrañaba una buena política, cual era la de mostrar á nuestros enemigos que no se nos daba un ardite de su cañoneo.

Toda la tarde continuaron su fuego. Bala tras de bala venía; las unas pasaban por encima del techo, otras caían á un lado, otras entraban al recinto de la empalizada, desparpajando la arena del piso. Pero como tenían que hacer su puntería sobre una mira muy alta sus tiros no lograron más que encontrar sepultura en la leve arena de la loma. No teníamos rebotes que temer y aunque una bala penetró á la cabaña por el techo y luego salió de nuevo por un costado, muy pronto nos acostumbramos á esa especie de broma pesada y no hicimos más caso de ella que lo habríamos hecho de una partida de vilorta.

—Me ocurre una buena idea, dijo el Capitán. El bosque frente á nosotros está bastante claro; la marea ha dejado un buen espacio en seco y á la hora de ésta nuestras provisiones están ya probablemente en descubierto. Creo que si algunos de los nuestros se prestaran á hacer una pequeña salida con ese objeto, podríamos recobrar parte de nuestra carne salada.

Gray y Hunter se ofrecieron desde luego, y, muy bien armados, salvaron la empalizada. Su misión fué, sin embargo, inútil. Los rebeldes eran más intrépidos de lo que creíamos, ó tenían más fe de la que se merecía en su artillero Hands, porque el hecho es que ya cinco ó seis de ellos estaban muy ocupados sacando nuestras provisiones del fondo del serení y trasladándolas á uno de sus esquifes que estaba allí cerca, mantenido contra la corriente por el manejo constante de un remo. Silver estaba en la popa al mando de las operaciones, y cada uno de sus hombres aparecía ya provisto de su mosquete correspondiente, tomado de algún oculto arsenal de ellos mismos.

El Capitán se sentó para escribir en su diario de á bordo, y he aquí el principio de lo que trazó en él:

“Alejandro Smollet, Capitán; David Livesey, médico de á bordo; Abraham Gray, carpintero de la goleta; John Trelawney, propietario; John Hunter y Ricardo Joyce, criados del propietario, que no son marinos; estos son los que se conservan leales de toda la gente embarcada á bordo de La Española; tenemos víveres para diez días á raciones cortas; hemos desembarcado hoy é izado luego la bandera inglesa en la estacada ó reducto que hemos hallado en esta Isla del Tesoro. Tom Redruth, otro sirviente del propietario, ha sido muerto por los rebeldes. James Hawkins, paje de cámara...”

En este momento yo estaba lamentándome acerca de la triste suerte y fin desastroso del pobre Hawkins, cuando oímos algunos gritos y llamadas del lado de tierra.

—Alguien nos vocea por acá, díjonos Hunter que estaba de centinela.

—¡Doctor! ¡Caballero!... ¡Capitán!... ¡Hola! ¿eres tú Hunter?, decían los gritos aquellos.

Corrí á la puerta de la cabaña y llegué á tiempo para ver de nuevo, sano y salvo, á Jim Hawkins, salvando en aquel momento la empalizada.