La isla del tesoro (Manuel Caballero)/XXVIII
La claridad rojiza de la antorcha iluminando el interior de la cabaña, me hizo ver que, cuanto de malo pude imaginar en aquellos momentos era, por desgracia, demasiado cierto. Los piratas estaban en posesión del reducto y de las provisiones: allí estaba la barriquilla de cognac; allí las carnes saladas y los bizcochos como antes de mi ausencia y, cosa que acrecentó infinitamente mi terror, ni la menor señal de un prisionero. No era posible pensar otra cosa sino que todos habían perecido y mi corazón se sintió angustiosamente oprimido al pensar que yo no había estado allí para perecer con ellos.
Seis de los piratas quedaban allí únicamente: ni uno más sobrevivía. Cinco estaban en pie, colorados, soñolientos y mal humorados por haberse tenido que arrancar al sopor de la embriaguez. El sexto se había medio incorporado nada más, sobre uno de los codos; estaba mortalmente pálido, y el ensangrentado vendaje que rodeaba su cabeza daba á entender que aquel hombre había sido recientemente herido, y aun más recientemente curado. Recordé entonces al hombre que en el ataque de la estacada había sido herido y escapádose por el bosque, y no me cupo duda de que éste era el mismo.
El loro había saltado sobre el hombro de su amo, peinando y componiendo su plumaje. En cuanto á Silver me pareció más pálido, y como más severo que de ordinario. Todavía llevaba puesto el hermoso traje de paño que se endosó el día de las conferencias, sólo que ahora estaba en extremo manchado de arcilla y con bastantes desgarrones causados por las espinosas zarzas de los bosques.
—¡El diablo me ayude!, exclamó. ¡Vaya una sorpresa! Conque aquí tenemos á Jim Hawkins, entrando, así, como quien dice, sin cumplimientos, ¿eh? ¡Sea enhora buena! ¡Recibámosle como amigos!
Dicho esto se sentó sobre la barriquilla del cognac y dió trazas de componer y llenar su pipa.
—Dick, presta acá tu eslabón y tu yesca por un momento, dijo.
Y cuando ya tenía una buena lumbre, añadió:
—¡Esto te saldrá bien, chiquillo! Veamos, Dick, encaja esa antorcha en el montón de la leña. Y Vds., amigos, pueden sentarse, no hay necesidad de estarse allí de pie. El Señor Hawkins los dispensará á Vds., no les quepa duda. Conque sí, amigo Jim, aquí estás tú. ¡Qué sorpresa más grata para tu viejo John! Yo siempre he dicho que tú eras vivo como un zancudo, desde que te puse el ojo encima; pero la verdad, chico, esto le saca el pie adelante á todos mis prenósticos!
Á todo esto, como se supondrá fácilmente, yo no contestaba una sola palabra. Habíame reclinado contra uno de los muros y desde allí clavaba mis ojos en los de Silver, con bastante descaro y resolución aparentes, pero bien sabe Dios que, entre tanto, la más negra desesperación envolvía mi alma por completo.
Silver dió una ó dos vigorosas fumadas á su pipa con la mayor compostura, y acto continuo prosiguió:
—Ahora bien, Jim, puesto que ya estás aquí, voy á decirte algo de lo que pienso. Yo siempre te he querido, y siempre te he tomado por un mozuelo de ánimo, y por el mismísimo retrato mío cuando era yo como tú, muchacho y buen mozo. Yo siempre quise que tú fueras de los nuestros, y que tomaras la parte que te correspondiera para que pudieses vivir y morir siendo de veras persona. Ahora ya estás aquí, polluelo... ¡tanto mejor! El Capitán Smollet es un buen marino, no cabe duda, tan bueno como yo mismo lo sería, en cualquier tiempo, pero rigoroso en achaques de disciplina. “El deber antes que todo,” es su dicho favorito, y tiene razón, con cien mil diablos. Pero héte aquí emancipado ya de tu Capitán. El Doctor mismo que te quería tanto, lo tienes ahora enojado á muerte contigo—“prófugo malagradecido”—dijo refiriéndose á tí. Así, pues, por más vueltas que le des al asunto, el resultado es que tú ya no puedes ir de nuevo á reunirte con los tuyos, porque ya ellos no te quieren y así, á menos que te propongas encabezar una tercera fracción en la isla, para lo cual tendrías el sentimiento de no tener más compañía que tu sombra, tienes, por fuerza que alistarte bajo las banderas de tu viejo amigo Silver.
Aquel discurso me hizo un grandísimo bien. Por él supe que mis amigos aún vivían y, aun cuando, no desconfiaba yo de que fuera cierto, en parte, lo que Silver decía acerca de los resentimientos del partido de cámara, por mi deserción, me sentí mucho más consolado que afligido con sus noticias.
—Nada te diré respecto de que estás en nuestras manos, continuó Silver. Supongo que ninguna duda te cabrá sobre este particular. Pero, mira tú si juego á cartas descubiertas; mi intención no es intimidarte sino convencerte. Nunca he visto que las amenazas produzcan nada bueno. Si te gusta el servicio... bien, adelante; te afilias con nosotros y ya está... Ahora... si no te conviene, muy dueño eres de tu voluntad y de tu boca para darnos aquí un no redondo, y lléveme el diablo si algo más claro que todo esto, puede salir de escotilla humana.
—¿Puedo ya contestar?, pregunté con una voz bastante trémula.
En el fondo de toda aquella charla burlona bien claro veía yo que la amenaza de la muerte estaba en suspenso sobre mi cabeza, por lo cual mis mejillas abrasaban y el corazón me latía dolorosamente dentro el pecho.
—Muchacho, contestó Silver, aquí nadie te está urgiendo. Forma tu derrotero. Ninguno de nosotros tiene prisa, camarada. El tiempo corre tan agradablemente en tu compañía que, ya lo ves, no hay para qué precipitarse.
—Está bien, contesté yo sintiéndome con un poco más de brío y atrevimiento. Si debo de elegir, declaro que me creo con derecho para saber primero cómo están las cosas y por qué están Vds. aquí, y en dónde paran mis amigos.
—¡Pues no quiere poco el niño!, dijo en tono gruñón uno de los piratas. No sería para él poca fortuna el averiguar todo eso.
—Paréceme, amigo, dijo Silver al interruptor con un tono demasiado agrio, que harías mejor en tapar esa escotilla y guardar tus andanadas para cuando se te pidan y necesiten.
En seguida, volviéndose á mí, continuó con el mismo acento amable y gracioso de antes:
—Ayer por la mañana, amigo Hawkins, á la hora de la segunda guardia, vino por acá el Doctor Livesey trayendo en la mano una bandera de paz: “Capitán Silver, díjome, están Vds. vendidos: ¡el buque se ha marchado!” Aquello podía suceder muy bien; nosotros habíamos estado echando un trago y acompañándolo de una ronda de canto para hacerlo pasar bien. No dije que no. La verdad es que ninguno de nosotros había apuntado sus vidrios para allá. Salimos á ver... ¡ábrase el infierno!... aquello era verdad... ¡la goleta había desaparecido! Jamás he visto en mi vida un puñado de hombres más dementes que estos; puedes creer que sí... parecían frenéticos de remate. “Sea en hora buena, díjome el Doctor, creo que es ya el caso de capitular.” Y capitulamos, no hubo remedio, capitulamos él y yo, y aquí nos tienes instalados con reducto, cognac, provisiones y toda la leña que Vds. tuvieron la buena precaución de compilar; en una palabra, el bote entero y completo desde las crucetas hasta la sobrequilla. En cuanto á ellos, se han largado con viento fresco, pero lléveme el diablo si sé en donde han tirado el ancla.
Diciendo esto dió una nueva fumada á su pipa con la mayor calma, hecho lo cual prosiguió así:
—Y para que no te hagas la ilusión de que se te ha incluido en el tratado, voy á decirte cuáles fueron las últimas palabras que hablamos. “¿Cuántos son Vds. para salir de aquí?” le pregunté yo. “Cuatro, me contestó, y uno de esos cuatro, herido. En cuanto á ese muchacho, yo no sé dónde está ni me importa saberlo... el diablo cargue con él, aunque de pronto lo sentimos mucho.” Estas fueron sus palabras.
—¿Eso es ya todo?, le pregunté.
—Eso es cuanto tú tienes que oir, hijo mío, replicó Silver.
—Y ahora... ¿debo ya hacer mi elección?
—Ahora tienes que elegir; sí, mi amigo, no te quepa la menor duda.
—Está bien, continué. No soy tan gran badulaque que ignore lo que se me espera. Pero suceda lo que suceda, y poco me importa que sea lo peor posible. Desde que caí metido en esta aventura he visto morir á tantos hombres, que ya la idea de la muerte no me asusta tanto. Pero hay una ó dos cosas que quiero decir á Vds...
Mi palabra iba tomando un acento desusado de excitación. En ese tono proseguí:
—Lo primero que quiero decir es esto: están Vds. perdidos; perdido está el buque, perdido el tesoro, perdidos los hombres para Vds. Todo el proyecto que ha engendrado su rebelión no es ya más que un deshecho... ¡está en pedazos! ¿Y quieren Vds. saber de quién es la obra de su destrucción?... ¡Es mía! Yo estaba oculto en el barril de las manzanas la noche en que vimos tierra, y desde él le oí á Vd., John, y á Vd. Dick Johnson, y á Hands que á la hora de esta yace en el fondo del océano; y después de oir cuanto decían lo repetí todo, palabra por palabra, antes de que hubiera trascurrido una hora, á quienes tenían el derecho de saberlo. Y por lo que hace á la goleta, fuí yo también el que cortó su cable; yo quien mató á los dos hombres que tenía Vd. á bordo y yo, por último, el que la he llevado á un punto en que ninguno de Vds. volverá á verla jamás. Si alguien debe y puede reir en este negocio, ese soy yo... yo, que desde un principio he tenido la ventaja sobre todos Vds., de quienes no tengo, en este momento, más miedo del que me inspiraría una mosca. Mátenme, si gustan, ó déjenme con vida. Pero una cosa diré solamente para concluir, y es que, si se me deja vivir... servicio por servicio... el día que Vds., amigos, estén en una corte del crimen, acusados de piratería, yo salvaré de la horca, con mi testimonio, á todos los que pueda. Vds., pues, y no yo, son los que tienen que elegir. Maten uno más, y aumenten inútilmente, con eso, la lista de sus crímenes; ó déjenme vivo y asegúrense, de esa manera, el testigo que puede arrancarlos del patíbulo.
Me detuve al llegar aquí porque, lo confieso, se me había acabado el aliento. Empero, con gran asombro mío, ninguno de aquellos hombres se movió, sino que todos se quedaron con los ojos clavados sobre mí, como si fuesen corderos. Aprovechándome de su silencio, y en tanto que ellos seguían contemplándome atónitos, rompí de nuevo:
—Ahora bien, Sr. Silver, como creo que Vd. es aquí el hombre más de confiar, quiero hacerle un solo encargo para el caso de que me acontezca lo peor que acontecerme puede, y es que tenga la bondad de contar al Doctor de qué manera he sufrido mi final destino.
—Lo tendré muy presente, contestó el pirata, con un acento tan extraño que, por vida mía que me fué imposible decidir si estaba burlándose de mí, ó si se sentía favorablemente impresionado con mi valor.
Entonces tomó la palabra aquel Morgan, cara de caoba, á quien yo ví en la taberna de Silver, cerca de los muelles, en Brístol.
—Yo añadiré algo á todo eso, dijo, y es que ese mismo muchacho es el que reconoció á Black Dog.
—Pues miren Vds., añadió á su vez el cocinero, yo puedo agregar aún algo más ¡por vida del infierno! y es que el mismo muchachillo que Vds. ven, es el que supo birlarnos la carta de Flint que guardaba Billy Bones. Del principio al fin no hemos hecho más que estrellarnos contra Jim Hawkins.
—¡Pues aquí las pagará todas juntas!, dijo Morgan con un horrible juramento y avanzándose hacia mí con su gran navaja abierta.
—¡Aparta allá!, gritó Silver. ¿Quién eres aquí, tú, Tom Morgan? Figúraseme que te has creído ser el Capitán. ¡Por Satanás mi padre y señor, que prometo enseñarte á ser quien eres! Hazme enojar y ya verás si no te despacho á donde muchos hombres buenos han ido á parar, por mi mano, en estos últimos treinta años, algunos á mecerse en los peñoles, otros al agua, atados de pies y manos, y todos ellos á engordar los peces del océano. Acuérdate que no hay ni ha habido un hombre que se atreva á mirarme entre ceja y ceja, que haya podido jactarse de ver un día después de eso; Tom Morgan, ¡no eches eso en saco roto!
Morgan se detuvo, pero un murmullo ronco partió de todos los demás.
—Tom tiene razón, avanzó uno.
—Creo que he tenido, más largo tiempo del regular, á un hombre solo por espantajo, aventuró otro. ¡Lléveme el demonio si un cojo como Vd., John Silver, mete miedo á un hombre cabal como yo soy!
—¿Sería que alguno de Vds., caballeros, siente ganas de saber por sí mismo quién es John Silver?...
El cocinero bramó más bien que dijo esas palabras, saltando de sobre el barrilete de cognac en que estaba sentado, avanzando bastante hacia el grupo de los piratas y sin soltar su pipa que brillaba aún encendida en su mano derecha. Y sin hacer pausa alguna prosiguió:
—¡Pues me parece muy bien! No más sáquese un paso al frente el que quiera, y diga lo que se le ofrece, que me figuro que ninguno es mudo. No tiene más que pedir; yo doy lo que se me demande. ¿Con todos los años que tengo, había de venir ahora un botarate, hijo de algún ladrón de agua-dulce á calarse el sombrero de través en mi presencia, como término á mi historia? ¡Por el santísimo infierno que se equivoca! Pero que haga la prueba el más gallito... ¡ya sabe el modo! Todos Vds. son “caballeros de la fortuna,” según Vds. mismos... ¡Pues á la obra! ¡aquí estoy listo! Desencamise el cuchillo el que sea hombre para ello y por mi patrón Satanás que antes de que esta pipa se acabe ya habré visto el color y el tamaño de su asadura!...
Ninguno de aquellos hombres se movió, ninguno murmuró una palabra. Entonces él añadió volviendo la pipa á la boca.
—¡Ah! ¡gallinas!... ¡eso es lo que son Vds.! ¡De veras que es una gloria el ver ese montón de poltrones! Muy bravos si se trata de batirse con una botella, pero muy sordos cuando se les llama á probar si son lo que parecen!... Veremos si entienden Vds. el inglés de nuestro Rey Jorge: yo soy aquí el Capitán, por elección unánime. Yo soy el Capitán porque á legua soy mejor y valgo más que todos Vds. juntos. Así, pues, y ya que no quiere ninguno salir conmigo á medirse como uno de los verdaderos “caballeros de la fortuna,” á obedecer todos, canallas, y sin chistar... ¿entendidos?... Yo quiero á este muchacho; yo no he visto jamás un chico que valga lo que vale él, y por quien soy afirmo que él es más hombre y vale él solo mucho más que el mejor par de todas estas ratas de navío amontonadas aquí. Ahora bien, lo que yo digo es esto y nada más que ésto: yo lo tomo á mi lado; yo lo protejo y cubro con mi mano. Eso es cuanto he de decir y ténganlo bien entendido!...
Después de esto vino un largo silencio. Yo permanecía aún rígido, apoyado contra el muro, con el corazón latiéndome todavía como un martillo de fragua, pero con un rayo de esperanza comenzando á aparecer en el fondo de mi alma. Silver retrocedió también á su lugar primitivo, contra la pared, y estaba allí con los brazos cruzados, con la pipa en un ángulo de la boca, tan tranquilo y tan sereno como si hubiera estado en una iglesia. Sin embargo, su ojo pequeño pero sagaz vagaba furtivamente de uno á otro de sus insubordinados secuaces, á quienes miraba incesantemente de través. Ellos, por su parte, fueron retirándose gradualmente hacia la extremidad opuesta del recinto y allí comenzaron á murmurar en voz baja con un rumor que me parecía el de un torrente lejano. Uno después del otro, todos volvían la cara de vez en cuando hacia donde estábamos Silver y yo, y al efectuar ese movimiento la luz rojiza que caía en sus facciones les prestaba contornos y tintas espantables. Empero sus ojeadas amenazadoras no eran ya para mí, sino para Silver.
—Me parece que tienen Vds. pudriéndoseles de calladas una lía de cosas que buscan aire. ¡Pues abrir las escotillas y soltarlas, sin melindres, amigos, ó si no, apartarse!, dijo Silver escupiendo con el más altivo desdén.
—Pues con el permiso de Vd., señor, saltó uno de los hombres. Vd. es bastante olvidadizo tratándose de algunas de nuestras reglas. Sería, tal vez, con el fin de vigilar por el cumplimiento de las restantes. ¡Está bien! Pero esta tripulación que ve Vd. aquí, está descontenta; esta tripulación está resuelta á arriesgar el todo por el todo (dispensando la libertad) y así es que, conforme á nuestras propias reglas, según entiendo, nos retiramos á celebrar consejo todos juntos. Vd. dispensará, señor, reconociéndolo como lo reconocemos por nuestro Capitán á estas horas todavía. Yo reclamo mi derecho y me salgo afuera para deliberar.
—Diciendo esto hizo un respetuoso y complicado saludo, á estilo de marineros, y con la mayor calma y sangre fría salió afuera del reducto. Á ese que era un sujeto alto, de aspecto enfermizo, con ojos amarillentos y como de treinta y cinco años, siguieron otro y otros de los de la banda, observando en todo su ejemplo. Cada uno iba haciendo su reverencia al pasar y cada uno añadía alguna excusa por el estilo.
—¡Conforme á reglamento!, dijo uno.
—Sesión de afiliados, añadió Morgan.
Y así, ya con una expresión, ya con otra, todos salieron del reducto dejándonos á Silver y á mí solos, iluminados por la antorcha.
El cocinero de La Española se quitó, al punto, la pipa de la boca y de una manera firme y resuelta, pero apenas perceptible, me habló así:
—Pronto, ven acá, Hawkins. Debes comprender que la cuchilla de la muerte está colgada de un solo cabello sobre tu cabeza y, lo que es todavía peor, acompañada de tormentos. En este instante van á deponerme de mi cargo. Pero no importa, fíjate en ésto: yo permanezco firme de tu lado, venga lo que viniere. No era esto lo que yo me proponía al principio, ¡no por cierto! Pero después de que hablaste ya fué otra cosa. Me desesperaba la idea de perder todas mis bravatas y salir derrotado en el negocio. Pero he visto que tú eres el hombre que yo necesito. Me dije entonces á mí mismo: “John, tú ponte del lado de Hawkins y él estará al lado tuyo del mismo modo. Tú eres para él la última carta del juego, y por tu patrón Satanás, John, que él puede ser también la tuya!” Ayuda por ayuda, me dije: tú, Silver, salvas á tu testigo y él salvará tu pescuezo, de la horca!
Aunque confusamente comencé á comprender.
—¿Quiere Vd. decir que todo está perdido?, le pregunté.
¡Ah! ¡por el infierno que sí!, me respondió. El buque ido, cuesta el pescuezo: he allí la situación en dos palabras. Una vez que yo eché una mirada á esa bahía, Jim Hawkins, y ví que no había ya goleta sobre qué contar... yo soy duro y correoso, pero con todo, puedes creer que me sentí desorientado. En cuanto á ese grupo y su concejo, te digo que no son más que unos estúpidos y cobardes. Yo te sacaré salvo de entre sus garras, en cuanto de mí dependa; pero lo dicho, Jim, servicio por servicio, tú salvas á tu amigo Silver de la horca.
Me sentía anonadado y aturdido. Parecíame una cosa tan sin visos de esperanza lo que él me pedía... él,... el viejo pirata, ¡el cabecilla de la rebelión!
—Lo que esté en mi mano hacer, eso haré, le respondí.
—¡Pues trato hecho!, exclamó John Silver. Tú has sabido hablar con valor y con fiereza y ¡por el infierno! yo sabré cumplirte mi palabra.
Se adelantó luego hacia la antorcha que estaba, como he dicho antes, encajada entre la leña, y allí volvió á encender su pipa que se había apagado.
—Entiéndeme bien, Jim, prosiguió en seguida: yo tengo una verdadera cabeza sobre mis hombros. Lo que es ahora, nadie es más partidario del Caballero que yo. Comprendo muy bien que tú has puesto á salvo ese buque en alguna parte... ¿Cómo?, no lo sé; pero sí afirmo que está en seguro. Tal vez lograste reducir y convencer á Hands y á O’Brien. Yo nunca tuve en ellos una gran fe. Pero, fíjate en ésto: yo nada pregunto ni dejaré que los otros pregunten. Yo sé y conozco bien cuándo un juego está de punto, ¡sí señor! Pues te aseguro, chico, que lo que es éste, ¡ya quema! ¡Ah! tú eres un niño todavía; pero tú y yo juntos ¡cuántas y cuan buenas cosas pudiéramos haber hecho!
Diciendo esto abrió la llave del barrilillo y dejó correr un poco de cognac en un vasito de lata.
—¿Quieres un trago, camarada?, preguntóme. Y como yo rehusase prosiguió:
—Necesito un tónico, porque, de esta hecha, tenemos gresca dentro de pocos momentos. Y á propósito de gresca, dime tú, ¿por qué me entregaría el Doctor la carta de Flint?
Mi rostro expresó un asombro tan grande y tan natural, que Silver vió luego la inutilidad de hacerme más preguntas sobre el asunto.
—¡Ah! pues sí que lo hizo, añadió. Y no me cabe duda de que debajo de eso hay algo, no cabe duda, Jim; bueno ó malo, pero algo hay.
Dicho esto, dió un trago ó dos de cognac, oprimiéndose después su grande é inteligente cabeza, con el ademán de un hombre que prevee y teme todo lo que hay de más malo.