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La mujer del porvenir: 10

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La mujer del porvenir
de Concepción Arenal
Capítulo IX: ¿Cómo se modifica el carácter de la mujer educada?


Todo el mundo sabe que con la civilización se suavizan las costumbres; que los pueblos menos civilizados son los más feroces. Este incontestable hecho social significa que el individuo, a medida que se educa, que se instruye, se hace menos irascible, menos violento, más benévolo. Esto, para los pueblos, para los hombres. ¿Y las mujeres? ¡Oh! Con las mujeres se cree que sucederá lo contrario, porque todo lo que a ellas se refiere se rige por reglas especiales: el absurdo tiene también su lógica, que aplica hasta donde puede.

Más clara o más confusa, es muy común la idea de que la mujer, cuyas facultades intelectuales se eduquen, ha de hacerse más varonil; que ha de perder la suavidad y la dulzura, que son el encanto de su sexo; que ha de ser menos manejable; que ha de querer revestirse de autoridad con perjuicio de la de su marido; es decir, que la educación en ella ha de producir un efecto diametralmente opuesto al que produce en todos los vivientes racionales e irracionales. Esta opinión podrá carecer de sentido común, pero en cambio tiene numerosos partidarios.

Preguntemos a la experiencia, pues aunque tratándose de la educación de la mujer está muda en muchos casos, debemos recoger respetuosamente sus respuestas cuando puede darlas. ¿Qué nos dice? Que la educación, aun incompleta, produce en la mujer los mismos efectos que en el hombre.

Esas mujeres duras, brutales, crueles, desalmadas, intratables, pertenecen, por regla que apenas tiene excepción, a las clases no educadas. A medida que la mujer se educa, menos por lo que aprende en el colegio, que por lo que se modifica con el trato, el ejemplo y el amor del hombre ilustrado, ¿no se hace más dulce, más afectuosa, más dócil a la voz del deber, de la razón y del cariño?

Nuestro ser es un compuesto de instintos, de facultades, de sentimientos; buenos cuando se dirigen al bien, malos cuando al mal se encaminan. ¿Qué es la educación en la mujer? Lo mismo que en el hombre. El medio de fortificar los buenos impulsos y de debilitar los malos. Tal vez se nos dirá: ¿esos impulsos naturales no son naturalmente armónicos? Responderemos: que los instintos, estando encargados de la conservación del individuo y de la especie, nacen educados; son necesariamente de una energía más espontánea que las facultades, y por un misterio impenetrable de la Providencia, esta energía necesaria pasa fácilmente el límite debido, y se convierte en crimen o pasión perturbadora apenas le ha pasado.

Los instintos son indispensables a nuestra vida material, y la vida del alma es muchas veces una guerra contra los instintos, que tienen tendencia a desbordarse y son fatales cuando se desbordan. ¿Por qué son los salvajes lascivos, sanguinarios, egoístas y ladrones? Porque se dejan arrastrar por sus instintos. Combatiéndolos el hombre civilizado, se hace un ser moral y llega a la benevolencia, a la piedad, a la abnegación, a la virtud. ¿Cómo se combaten los instintos? Con los sentimientos y la inteligencia; pero las manifestaciones de ésta, necesaria a la perfección, no a la vida, son menos enérgicas y han menester educarse. A medida que se educa, los instintos se tienen a raya, los sentimientos se elevan, las ideas se extienden y el hombre se purifica. A la mujer le sucede lo propio, y no es posible sostener que su compañero estará peor con ella cuando sea más dulce, más razonable, mejor.

Pero se dice: el hombre quiere ser obedecido sin discusión, sin razonar sus órdenes; así lo exigen su instinto de mando y la paz doméstica.

Respondemos: que el instinto pierde terreno a medida que la razón avanza; que la paz va siendo, no el silencio, sino la armonía; que el principio de autoridad no razonada e irresponsable no puede vivir en la familia cuando muere en la sociedad. Y no vive en efecto. El marido que no es bueno, abusa muchas veces de su fuerza y de la ventaja que le proporciona la ley; pero el hombre justo y razonable, muchas veces toca también los inconvenientes de que su mujer no se haga cargo de la razón. ¿No tiene que transigir con las genialidades y con los caprichos, y siguiendo el consejo de San Pablo, por la paz ceder de su derecho? ¿No tiene que renunciar a hacer valer su razón, y calla como quien trata con una criatura que de ella carece, por no aceptar y educar la inteligencia en su mujer? ¿No se ve en la precisión de concederle privilegios muy parecidos a los de los niños y los locos, y cuyo límite es más fácil extender que fijar? ¿Al imponer la tiranía de los fuertes, no sufre la de los débiles, que si son queridos, pueden ejercerla?

El principio de autoridad está debilitado en el hogar doméstico como en la plaza pública; las mujeres se quejan de la tiranía de los maridos y éstos de la desobediencia de las mujeres, y es que la época es de transición, y que la paz doméstica no tiene ya los elementos del pasado ni cuenta todavía con los del porvenir.

Si se respetan los fueros de la justicia, la paz entre seres sensibles y razonables ha de establecerse por la razón y el sentimiento. La mujer educada sentirá y comprenderá mejor, tendrá más elevación para pensar y más delicadeza para sentir, y será con su marido más razonable y más amante. ¿Qué hombre, si no es perverso o brutal, preferirá la obediencia ciega del temor a la docilidad razonada del cariño?

Pero, en fin, ¿quiénmandará en casa, quién será el jefe de familia? Mandar despóticamente, no debe mandar nadie; tener fuero privilegiado, no debe tenerle ninguno, ni tampoco hacer concesiones de gracia y andar en tratos con la justicia, porque la justicia no se suple por ninguna cosa, ni sobre ella hay nada. Pero el hombre es físicamente más fuerte que la mujer; es menos impresionable, menos sensible, menos sufrido, lo cual le hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por consiguiente eterna, en el hogar doméstico.

La mujer, que ha de ser madre, ha recibido de la naturaleza una paciencia casi infinita, y debiendo por su organización sufrir más, es más sufrida que el hombre. Su mayor impresionabilidad la hace menos firme; su sensibilidad mayor la hace más compasiva y más amante. Por más derechos que le concedan las leyes, la mujer, a impulsos del cariño, cederá siempre de su derecho; callará sus dolores para ocuparse en los de su padre, su marido o sus hijos; la abnegación será uno de sus mayores goces; dará con gusto mucha autoridad por un poco de amor y suplirá con la voz dulce y persuasiva que Dios le ha dado, la fuerza que le negó. No queremos ni tememos conflictos de autoridad en la familia bien ordenada, de que el hombre será siempre el jefe, no el tirano.

Así como no vemos diferencia de inteligencia en los niños de diferente sexo, vemos muchas de carácter. La niña es desde luego más dócil, más dulce, más cariñosa, menos egoísta: es ya el germen de la madre, que ensaya con sus muñecas lo que más adelante hará con sus hijos. Son naturales, y por consiguiente eternas, las diferencias de carácter necesarias para la armonía, porque (y nótese esto bien) las de la inteligencia no contribuyen a ella, sino que, por el contrario, la turban.

Entremos en el hogar doméstico y observemos un matrimonio. La paz no se alterará nunca porque piensen del mismo modo, sino que, al contrario, será tanto más perfecta cuanto sus opiniones sean más idénticas y sus entendimientos puedan marchar más tiempo unidos. Donde las diferencias son necesarias es en el carácter, y allí están grabadas por la mano de Dios. La dulzura, la perseverancia, la docilidad, la abnegación, la paciencia de la mujer; su natural más compasivo, más amante, más complaciente y sufrido: éstos son los elementos de la armonía. Añádase que en el hombre, al menos en el hombre de nuestra raza, cristiano y civilizado, hay, además del amor, muchos sentimientos que, lejos de arrastrarle al abuso de la fuerza, le impulsan a amparar la debilidad, a proteger a la mujer, a devolver en consideración y respeto todo lo que puede haber recibido de su abnegación y de su paciencia. Cuando la mujer no tiene ya ningún atractivo, es todavía objeto de miramientos y consideraciones, en que no tienen parte las simpatías del sexo; independientemente del amor hay entre los dos sexos armonías, cuyo origen está en las condiciones de carácter y de modo de sentir.

Existen pocos hombres que no cedan a la razón y a la dulzura de una mujer prudente, y si no ceden, bien pueden entrar en alguna de las diferentes categorías del malvado. Como creemos que la mujer será tanto más prudente y más dulce y suave de carácter cuanto esté mejor educada, tenemos por cierto que habrá más armonía en el matrimonio a medida que la esposa tenga más cultivada su razón y más elevados sus sentimientos. No puede llamarse armonía el silencio de la mujer, que si no tiene una palabra para la contradicción, tampoco la halla para el consejo, y que si no se opone a nada, tampoco comprende ni consuela.

La experiencia poco puede decir en la materia, porque en nuestra patria es muy corto el número de mujeres que tienen alguna instrucción, y ésta, poco sólida, adquirida sin plan ni método, y a veces teniendo que vencer grandes obstáculos. En las mujeres que hemos podido observar de cerca, hemos visto lo que no podíamos menos de ver, que la instrucción las hace más razonables y mejores, más dulces y menos expuestas a devaneos y extravíos. Sentimos no poder citar aquí algunos nombres, que probarían la natural alianza de una inteligencia cultivada, de un corazón amante y de una abnegación sin límites.

Si se nos presentase algún ejemplo de lo contrario, responderemos que no hemos creído que instruyéndose las mujeres no ha de haber ninguna díscola, viciosa o perversa; responderemos que pueden rechazarse todos los ejemplos, porque entre nosotros no hay mujeres que tengan verdadera instrucción, y responderemos, en fin, que habiendo sido hasta aquí necesario sostener una lucha para que la mujer en España se instruyese algo, ha necesitado a veces condiciones de carácter especiales para instruirse, y nada tendría de extraño que esta energía tuviese la apariencia y acaso la realidad de mayor violencia y menos dulzura que en lo general del sexo. Aunque así fuese, carecería de fuerza el argumento que en este hecho se apoya; pero repetimos que no es así; aunque hecha la observación en las condiciones más desfavorables, ha confirmado siempre esta verdad: Todo ser racional o irracional se mejora a medida que se instruye y se educa.

Hay mucho que esperar y nada que temer para la armonía y paz doméstica de la educación intelectual de la mujer, que no necesita mandar para dirigir, ni dominar para ser dichosa. No queremos quitar al hombre las ventajas que recibió de la naturaleza; pero abusará poco de ellas cuando halle enfrente la razón ilustrada, la ley, la opinión y el cariño. No queremos que se pretenda destruir la obra de Dios prohibiendo a la mujer el uso de las facultades que de Él ha recibido. Ni tememos que, excepción inconcebible entre todos los seres educables, sea menos dulce y suave cuando esté mejor educada. No queremos que se la prive de su derecho, ni tememos que abuse, ni que use de él siquiera reclamándole con todo rigor; halla más gusto en hacer gracia que en exigir justicia, y el consejo que San Pablo da al hombre, ella le recibe de su corazón: por la paz cederás de tu derecho.