La mujer del porvenir: 9
No hay bastantes datos para que la experiencia pronuncie su inapelable fallo respecto a la aptitud intelectual de la mujer; pero el raciocinio y las observaciones hechas inducen a pensar que tiene inteligencia suficiente para el ejercicio de las profesiones, artes y oficios que no se le permiten desempeñar. Como no hay facultades inútiles, y todo el que las desvía de su destino las deprava más o menos, prohibiendo a la mujer que cultive y ejercite su entendimiento, se hace de ella un ser imperfecto, se convierte en elemento de perturbación el que debería serlo de armonía, y se establecen reglas en la sociedad opuestas a las leyes de la Providencia.
La mujer puede ejercer toda profesión u oficio que no exija mucha fuerza física y para el que no perjudique la ternura de su corazón. Y aun fuerza física tiene la mujer mucha cuando la ejercita, como puede observarse en las comarcas en que se dedican a los más rudos trabajos de la agricultura y a llevar pesos enormes.
Aun concediendo por un momento que la mujer no pudiera remontarse a las más elevadas esferas del pensamiento; que no fuese Hipócrates, Demóstenes, Virgilio, Platón, Galileo, Watt, Leibnitz, Pascal, Monge, Montesquieu, Kant ni Cervantes, San Isidoro ni Bossuet; suponiendo que no hiciera dar grandes pasos a las ciencias, ¿se sigue de aquí que sea incapaz de aplicarlas y de ejercer con ventaja cualquiera profesión?
Observemos lo que saben y lo que hacen un farmacéutico, un abogado, un médico, un notario, un catedrático, un sacerdote, un empleado, vulgares, de la talla común; observemos bien, sin preocupación, en conciencia, y digamos si no puede una mujer aprender lo que ellos saben y hacer lo que ellos hacen.
Siendo la mujer naturalmente más compasiva, más religiosa y más casta, nos parece mucho más a propósito para el sacerdocio, sobre todo en la Iglesia católica, que ordena el celibato del sacerdote y la confesión auricular. Muchos inconvenientes de esta confesión, hecha entre personas de diferente sexo, desaparecerían si la mujer pudiera ejercer el sacerdocio, cuyos deberes están tan en armonía con sus naturales inclinaciones. Instruir a los niños, enseñar a los ignorantes cosas buenas, sencillas y precisas; acompañar a los enfermos; auxiliar a los moribundos; compadecer a los desdichados; consolar a los tristes; hablar a todos de Dios, en quien cree con tanta fe, son cosas muy propias del sexo compasivo y piadoso. No sabemos si entre las mujeres habría muchas doctoras que causaran admiración; pero de seguro habría muchos ejemplos que imitar y muchas virtudes que harían amar la religión que las inspiraba. Sintiendo se hace sentir; la religión es principalmente un sentimiento, y la mujer su más natural y fiel intérprete. Capacidad le sobra para adquirir la instrucción indispensable; no es un monstruo ni está fuera de las leyes de la armonía del universo, donde se ve que si Dios concede pocas veces sus altos dones, distribuye con mano pródiga todo lo que es necesario.
Esto que vamos diciendo parecerá muy extraño, muy absurdo, y probablemente será para algunos poco piadoso; hemos meditado mucho sobre la materia, y nos parece más fácil hallar chistes para ridiculizar nuestras ideas que razones para combatirlas. El ridículo tiene su esfera de acción activa, pero limitada, y no llega a las regiones del entendimiento, en que de buena fe se busca la utilidad por las vías de la justicia. El ruido de las carcajadas pasa; la fuerza de los razonamientos queda: toda persona sensata sabe que suelen pensar poco los que se ríen mucho, y no debe parecerle bien que se traten con risa las cuestiones de un mundo en que se llora tanto. Por lo que hace al anatema que tal vez alguno quiera lanzar contra nosotros, le conjuramos diciendo: que nuestras opiniones tendrán de poco piadosas todo lo que tengan de erróneas; pero que si tenemos razón, no podemos tener culpa: el error es impío, la verdad es santa.
En el ejercicio de todas las profesiones, consideradas bajo el punto de vista del bien social, entra, por tanto, casi siempre por más, la conciencia que la ciencia. Poco le basta saber a un escribano; lo que necesita aquel en cuya causa o en cuyo pleito actúa es su honradez, su buena fe: que no enrede, como vulgarmente se dice.
La ciencia del jurisconsulto es profunda, profundísima la del criminalista; pero la del abogado vulgar, la necesaria para deslindar lo tuyo de lo mío y saber lo que es contra derecho y contra ley, no supone ni una gran capacidad ni un grande estudio. Lo que le importa mucho al cliente es la conciencia del abogado, para que le diga que no tiene derecho si no lo tiene, y le evite un pleito con todos los sinsabores y perjuicios que trae. Hay casos dudosos, pero en general la justicia es clara, y en un pleito, uno de los abogados sabe que no la defiende. Lo que como juez condenaría, sostiene como letrado; su buena reputación consiste en ganar todos los pleitos, sean justos o no lo sean; su inteligencia se alquila al que la paga, y, como una fuerza ciega, defiende indistintamente el absurdo y la razón, la verdad y la mentira. El que no lo hace así, el que no admite ninguna causa que no sea justa, es ciertamente un dechado de virtud, casi un santo, porque el ejemplo y la opinión le arrastran en una sociedad que con frecuencia prescinde de toda moralidad en las acciones de los hombres.
El médico necesita ciencia; pero ¡ay del enfermo si no tiene conciencia también! ¡Si no le trata como él quisiera ser tratado! ¡Si no pesa y mide y calcula por átomos las ventajas e inconvenientes de un medicamento! ¡Si no tiene más temor de hacer mal que vana ostentación de hacer bien! ¡Si no está pronto a sacrificar su amor propio a su amor a la humanidad! Y en fin, ¡si no conserva aquella sensibilidad sin la cual falta un sentido a su razón!
Sin que nosotros creamos que cualquiera puede ser buen empleado; pensando, por el contrario, que necesita conocimientos especiales, según el ramo a que se dedique, en todos le hace tanta falta la conciencia como la ciencia, y no hay ninguno en que la moralidad no entre por mucho.
El farmacéutico necesita ciencia, pero más conciencia todavía, porque principalmente de ella depende que no sea inútil el acierto del médico o, en muchos casos, la salud o la vida del enfermo.
Si las observamos de cerca, no hay profesión en cuyo ejercicio no entre por la mayor parte, o por mucho, la moralidad del que la ejerce. ¿Y no podría desempeñarlas la mujer, más sensible, más compasiva, más religiosa, más casta, más moral, en fin?
En la práctica de la medicina las mujeres podrían hacer mucho bien, sobre todo a las personas de su sexo, cuyo pudor no ofenderían; a los pobres, a quienes compadecen, y a los niños, a quienes adivinan5. Como operadoras tal vez no se distinguirían; la mujer tiene un santo horror a la sangre. ¿Para qué vencerle? Dejemos a los hombres las operaciones cruentas, útiles sólo cuando están hechas por manos muy hábiles, y cuya omisión no sería una gran pérdida para la humanidad.
Excusado es decir que las mujeres no se han de dedicar a la profesión de las armas, tan antipática a su natural sensible y compasivo. No deben ir a la guerra más que para curar a los heridos, ni arrostrar la muerte sino para salvar alguna vida.
A la mujer, que desempeñaría bien la profesión del letrado, no le daríamos el cargo de juez, y no porque no esperásemos mucho de su rectitud, y quién sabe si de su firmeza, sino porque no queremos provocar una lucha continua entre su deber y su corazón, ni que su nombre esté nunca al pie de una sentencia aflictiva. Su mano ha de enjugar lágrimas, no hacerlas asomar ni aun a los ojos del criminal; no le ha dado Dios su voz suave para que formule fallos terribles.
Puede desempeñar bien un empleo, pero no le estaría bien la autoridad. En el ejercicio de la autoridad hay siempre algo de militante; puede ser necesaria la coacción, y, además, el respeto que inspira la mujer no es, ni puede ser, ese respeto mezclado de temor que inspiran y necesitan inspirar los que han de vencer las resistencias que se presentan a la ejecución de la ley en todas las esferas. La mujer, que domina por la persuasión, la dulzura y el cariño, no ha nacido para mandar por medio de la fuerza; sufre donde hay necesidad de coacción.
Tampoco quisiéramos para ella derechos políticos ni parte alguna activa en la política. Hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante, de militante en la política; hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante en ella, de pasiones, de intereses, de intrigas, de luchas de mal género, de ruido desacorde, de aceptar medios no siempre honrados e instrumentos y auxiliares no siempre puros, para que queramos ver a la mujer en ese campo de confusión, de mentira, y muchas veces de iniquidad. El tiempo, dicen, suavizando las costumbres y educando las masas, hará que la política no tenga nada de antipático a la naturaleza femenina. Lo dudamos. Dudamos que los vestigios de lo pasado, los intereses del presente y las aspiraciones del porvenir, unidos a las pasiones del hombre y a los dolores de la humanidad, dudamos que estos elementos de la política de todos los tiempos dejen de producir lucha, que podría suavizarse en la forma, pero que en el fondo tendrá siempre injusticias y rencores. En las ciencias sociales la idea necesita hacerse hombre, y al encarnar, pierde mucho de su diáfana pureza.
Si no por siempre, por mucho tiempo, por muchos siglos, la política será militante; y si la mujer toma parte activa en ella, podrá verse envuelta en sus persecuciones, y la familia dispersa y los huérfanos sin amparo. Necesita ser neutral, sagrado, el hogar que custodia la mujer; allí debe estrellarse el oleaje de las pasiones políticas, vivir en paz el padre del rebelde, el hijo del proscrito, y acogerse los vencidos, sean quienes fueren.
Y la mujer, ser inteligente, ¿no ha de tener opinión ni influencia en una cosa tan importante como la política? Puede pertenecer a una escuela, puede tener opinión e influir en la de los otros por muchos medios eficaces, pero no quisiéramos que tuviera partido ni voto. ¿Le necesita, por ventura, para contribuir poderosamente al triunfo de sus ideas? De ningún modo. Cuando sea ilustrada, influirá en la política, aunque no tome parte directa en ella, porque influirá en el voto del hermano, del esposo, del hijo, del padre y hasta del abuelo.
Quédele al hombre el desdichado monopolio de todas las luchas, de todas las guerras, de todas las iras; la misión de la mujer sea de paz, y aliada natural de todo el que sufre, vuélvanse de su puerta todos los perseguidores.