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La obra de arte

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LA OBRA DE ARTE



Sacha Smirnof, único hijo de su madre, entró en el gabinete del doctor Cochelkof llevando debajo del brazo un paquete envuelto en un periódico.

—¡Hola, amiguito!—le saludó el doctor—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué tal?

Sacha guiñó los ojos, colocó su mano sobre el pecho y pronunció con voz agitada:

—Mi mamá le manda recuerdos... Soy hijo único de mi madre; usted me ha salvado la vida...; me ha curado de una enfermedad peligrosa...; no sabemos cómo demostrarle nuestro agradecimiento...

—¡Está bien, está bien, amiguito!—interrumpió el doctor satisfecho—. Hice lo que otro hubiera hecho en mi lugar.

—Soy hijo único de mi madre... Somos gente pobre y no disponemos de medios suficientes para remunerarle su trabajo... Estamos muy avergonzados... Sin embargo... mamá y yo..., hijo único de mi madre..., le rogamos acepte este objeto como testimonio de nuestro agradecimiento... Es un objeto caro... de bronce antiguo... una obra de arte...

—¿Para qué? Es inútil...—interrumpió el doctor.

—No...; no puede usted negarnos este favor—replicó Sacha, desatando el paquete—. Sería un desaire para mamá y para mí... Es una cosa magnífica... una antigüedad... La heredamos de mi papá; la guardábamos como recuerdo... Mi papá compraba antigüedades y las revendía a los aficionados... Mi mamá y yo hacemos ahora este trabajo...

Sacha desenvolvió el objeto y lo colocó triunfalmente en la mesa. Era un candelabro de bronce antiguo y de labor artística; un grupo de dos mujercitas, completamente desnudas, en unas posturas que no puedo describir por falta de valor y temperamento. Las figuritas sonreían y parecía que, si no fuera por la obligación en que estaban de sostener las palmatorias, saltarían de su pedestal armando un escándalo superior a toda imaginación.

El doctor echó una mirada al regalo, rascóse la cabeza y dijo:

—Es, en realidad, una obra de arte; pero... es demasiado; su expresión es... demasiado franca...

—¿Por qué lo toma usted así?

—El diablo en persona no hubiera ejecutado nada más indecente... Colocar esto encima de una mesa es manchar toda la casa.

—¡Qué modo de juzgar el arte tiene usted, doctor!—replicó Sacha—. Es en alto grado artístico, fíjese solamente. Contiene tanta hermosura, que el alma se eleva a las regiones de la inmortalidad... Contemplando semejante belleza olvida uno todo lo terrestre... ¡Fíjese, fíjese cuánta vida, cuánta expresión!...

—Todo esto lo comprendo divinamente—le interrumpió el doctor—; pero, amigo mío, soy padre de familia; aquí vienen los niños, entran señoras...

—Naturalmente. Para la muchedumbre, esta obra de arte acaso tenga otra significación. Pero usted, doctor, tiene que considerarla por encima del vulgo; además, rehusándonos este presente ofenderá usted a mi mamá y a mí. Soy hijo único de mi madre... Me salvó usted la vida... Le entregamos la cosa más preciosa que tenemos; lo que siente es que nos falte la pareja de este candelabro...

—Gracias, amigo mío; se lo agradezco mucho... Mis expresiones a su mamá; pero, en realidad, póngase en mi situación: los niños juegan aquí, vienen señoras... ¡Pero vamos, déjelo!... Usted no lo comprende...

—¡Muy bien!—exclamó Sacha gozoso—. Ponga el candelabro aquí, al lado de este jarrón. ¡Qué lástima que no tenga pareja! ¡Qué lástima! ¡Adiós, doctor!

Al quedarse solo, el doctor se estuvo largo rato pasándose la mano por la frente y reflexionando.

—No hay duda que es una obra de arte. Sería lástima tirarla... Pero tampoco es posible conservarla... ¡Hum!... Es un problema... ¿A quién se la regalo?

Después de mucho reflexionar, acordóse de su amigo el abogado Uhof, de quien era deudor por haberle ganado un proceso.

—¡Admirable!—afirmó el doctor—. Como amigo, no querrá cobrarse en metálico y será muy hábil el regalarle esto. Le llevaré ahora mismo esa diablura; es soltero y pícaro...

El doctor vistióse inmediatamente, envolvió el candelabro y dirigióse a la casa de su amigo.

—¡Hola, amigo!—exclamó entrando—. Me alegro de haberte encontrado en casa... Venía a darte las gracias por tu trabajo..., y ya que no quieres recibir honorarios, toma este objeto. Fíjate... ¡Es admirable!...

Uhof quedóse encantado del regalo.

—¡Vaya una alhaja!—dijo riendo—. ¡Qué demonios! ¿Quién habrá inventado esto? ¡Magnífico! ¡Soberbio! ¿Dónde lo has encontrado? Después de haberse extasiado, Uhof miró medrosamente la puerta y pronunció:

—Es admirable; pero llévatelo... No puedo aceptar tu regalo.

—¿Por qué?—dijo asustado el doctor.

—Porque... mi madre viene aquí...; vienen los clientes... y, además, me avergonzaría hasta de los criados...

—¡Ca!... No te atreverás a desairarme— exclamó el doctor agitando los brazos—. ¡Es una obra de arte!... ¡Mira qué movimiento... qué expresión!... Ni lo quiero oír...; me ofenderías...

—Si hubiera por lo menos unas hojitas...

Pero el doctor no le escuchaba. Movió la mano en señal de despedida, y, contento, se dispuso a marchar.

Volvió a su casa encantado de haberse librado del obsequio.

Al encontrarse solo, el abogado contempló el candelabro por los cuatro costados; le tocó, e, igual que el doctor, quedóse largo rato pensando qué haría con aquel utensilio.

—Es una obra de arte magnífica; da lástima tirarla; pero ¿cómo la voy a guardar? Lo mejor sería entregársela a alguien... ¡Ya lo encontré! ¡Esta misma noche se la regalo al cómico Chachkin, cuyo beneficio tendrá lugar hoy!

Aquella misma noche el candelabro fué entregado al cómico Chachkin, cuyo cuarto fué tomado por asalto por los espectadores, que venían a aplaudir la obra de arte; se oían chillidos y risas parecidas a relinchos de caballos. Cuando alguna de las artistas se acercaba y llamaba a la puerta preguntando si podía entrar, el cómico invariablemente contestaba:

—¡No, chica, no! Estoy vistiéndome...

Después del espectáculo, el cómico se frotaba las manos y encogía los hombros preguntando:

—¿Qué haré con esta porquería? Vivo en una casa particular..., recibo artistas. Si fuese una fotografía, sería posible ocultarla en el cajón de la mesa...

—¡Véndala, señor!—le aconsejó el peluquero, ayudándole a vestirse—. Aquí cerca vive una anciana que compra antigüedades... Pregunte usted por Smirnova...; todo el mundo la conoce...

Así lo hizo el cómico...

Dos días después, el doctor Cochelkof estabaensu gabinete reflexionando sobre los ácidos biliosos, cuando la puerta se abrió con estrépito y Sacha Smirnof penetró en la estancia... Toda su figura resplandecía de felicidad... En sus manos llevaba algo envuelto en periódicos:

—¡Doctor!—dijo jadeante—. ¡Imagínese usted mi alegría! Hemos encontrado la pareja de su candelabro. Mi mamá es completamente feliz... Soy hijo único de mi madre... Usted me salvó la vida...

Sacha, temblando de agradecimiento, colocó delante del doctor el candelabro. El doctor abrió la boca, quiso decir algo; pero no pudo pronunciar ni una frase; se quedó paralítico.