Ir al contenido

Un buen fin

De Wikisource, la biblioteca libre.

UN BUEN FIN



En casa del jefe de conductores Stichkin, en uno de sus días libres, está sentada Liubof Grigorievna, señora alta y gruesa, como de cuarenta años, que tiene varias ocupaciones y entre ellas la de arreglar casamientos. Stichkin, algo confuso, pero, a pesar de esto, serio y grave como siempre, pasea a lo largo de la habitación con un cigarro en la boca, diciendo:

—Me alegro mucho de conocerla. Un amigo me ha hablado de usted desde el punto de vista de la ayuda que puede usted prestarme en un asunto delicado, asunto del cual depende la felicidad de mi vida. Yo, señora mía, tengo cincuenta y dos años. Hay gentes que a esta edad son padres de hijos mayores. Ejerzo un buen empleo. No poseo gran fortuna, pero sí lo bastante para sostener una familia. Le confieso que, además de mi sueldo, tengo en el Banco dinero que ahorré gracias a mi vida morigerada y sobria. Soy un hombre tranquilo, serio; no soy bebedor; me gusta el orden, y mi vida puede servir de modelo a muchos. Lo único que me falta es un hogar y una compañera fiel. Llevo una vida de gitano, sin alegrías, sin tener nadie que me dé un consejo. Cuando estoy enfermo, no tengo quien me dé un vaso de agua... Le diré también que en sociedad un hombre casado tiene más importancia que un soltero... Soy hombre culto; pero, con todo, ¿qué represento? Nada. Por lo dicho notará usted que me animan deseos de contraer matrimonio con una persona digna.

—Esto es perfectamente natural—suspiró la casamentera.

—No conozco a nadie en este pueblo. ¿Adonde dirigirme si toda la gente me es desconocida? He ahí la causa de que mi amigo me haya aconsejado que me dirigiese a una persona especialista en estas cuestiones, que esté consagrada a forjar la felicidad humana. Por lo tanto, le ruego, respetable Liubof Grigorievna, que tome este asunto en sus manos y dé nuevo rumbo a mi vida solitaria. Usted sin duda conocerá todas las señoritas de este pueblo y no le será difícil complacerme.

—No es difícil...

—Haga el favor... una copita...

La casamentera tomó una copita y la vació de un golpe.

—No es difícil—repitió —. Pero, ¿qué clase de novia desea usted, Nicolai Nicolaivitch?

—¿Yo? La que la suerte me depare.

—Es cierto que esto depende de la suerte; pero unos prefieren las morenas, a otros les placen las rubias... Cada hombre tiene su gusto.

—En este concepto tengo que advertirla—dijo Stichkin suspirando—que soy hombre serio y positivo; para mí la hermosura y el exterior son cosas secundarias. Usted misma comprenderá que una cara bonita y una mujer guapa dan mucho que hacer. Yo supongo que en una mujer lo principal no es el exterior, sino las cualidades de su interior, es decir, el alma. Una copita, le ruego... Naturalmente, sería muy agradable tener una mujer regordeta, pero ello no es indispensable para la felicidad conyugal. Lo primero es el talento. O, mejor dicho, ni siquiera el talento, porque con éste una mujer suele darse demasiada importancia y va en pos de muchos ideales. De lo que no se puede prescindir en estos tiempos es de la instrucción. Es muy agradable si la esposa conoce el francés, el alemán; pero aviado estaría uno si ella, con todo su saber, no supiera coser un botón. Yo soy de clase culta. Con el príncipe Canitelen hablo como ahora con usted, con toda confianza, lo cual no impide que sea de costumbres sencillas. Me hace falta una joven que me acomode y, sobre todo, que me respete y que sepa agradecerme el honor que la dispenso.

—¡Es natural!

—Ahora hablemos de lo práctico. No busco una rica; no me permitiría nunca la bajeza de casarme por el dinero. No quiero comer el pan de mi mujer; quiero que ella coma el mío y que se dé cuenta de ello; empero, una pobre no me conviene. A pesar de que soy hombre acomodado y no me caso por interés, sino por amor, no puedo tomar una pobre. ¿Usted misma comprende? Todo se ha puesto tan caro... y tendremos hijos.

—La encontraremos, y con dote—dijo la casamentera.

—¡Una copita... hágame el favor!

Ambos quedáronse callados. La casamentera suspiró, observó al conductor de reojo y le dijo:

—¿En punto de distracción? Dispongo de señoritas de gran valía... una francesa y otra griega...

El conductor reflexionó un momento y meneó negativamente la cabeza:

—No, se lo agradezco... Ahora, en vista de sus atenciones, permítame que me entere. ¿Cuál es el precio que me llevará usted para buscarme una novia?

—No pediré mucho... Si me da usted veinticinco rublos y género para un traje, como es de costumbre, me quedaré satisfecha. Por lo del dote, la gratificación varía según su cuantía.

—Es muy caro...

—¡No es caro, Nicolai Nicolaivitch! Antes, cuando los casamientos eran más fáciles de arreglar, tomaba menos. Pero en los tiempos que corremos ganamos muy poco... Si el mes reporta unos cincuenta rublos podemos estar satisfechos... y no son los casamientos los que los procuran...

Stichkin miró a la casamentera con estupefacción y se encogió de hombros.

—¿Cómo?—exclamó—. ¿Cincuenta rublos le parecen pocos?

—¡Naturalmente, es poco! Antes me ganaba cien rublos mensuales, y a veces más.

—¡Hum!... Nunca hubiera sospechado que este negocio fuera tan lucrativo... ¡Cincuenta rublos! Pocos hombres hay que ganen tanto... Pero ¡una copita, hágame el favor!

La casamentera trasegó otra copita sin pestañear... Stichkin la observó atentamente de la cabeza a los pies, y declaró:

—¡Cincuenta rublos!... Eso hace seiscientos rublos al año... ¡Una copita, hágame el favor! Con unos dividendos semejantes, puede usted, Liubof Grigorievna, encontrar un buen partido...

—¿Yo?...—echóse a reír la casamentera—. Soy una vieja...

—¡Por ningún concepto!... Tiene usted una figura... y una cara... blanca, llena...

La casamentera se turbó; Stichkin también, pero vino a sentarse a su lado.

—Usted puede gustar a cualquiera—le dijo—. Si encontrara usted un hombre serio, positivo, cuidadoso, aquí entre nosotros, ganaría usted bastante para convenirse mutuamente y contraer un matrimonio muy ventajoso...

—¡Por Dios! ¿Qué es lo que me cuenta usted, Nicolai Nicolaevitch?

—Nada... es natural...

Otra vez quedáronse callados. Stichkin sonóse ruidosamente; la casamentera ruborizóse y, mirándole confusa, le interrogó:

—¿Y usted, Nicolai Nicolaevitch, cuánto gana?

—Setenta y cinco rublos, sin contar las gratificaciones... Además, tenemos los beneficios de las bujías y de las liebres.

—¿Le gusta la caza?

—No; llamamos liebres a los pasajeros sin billete.

Pasaron otros momentos en silencio. Stichkin levantóse agitado y emprendió un paseo por la habitación.

—Una esposa joven no me conviene—pronunció por fin—; tengo cierta edad... y deseo una... así... por el estilo de usted..., tranquila, razonable, y con figura semejante...

—¡Por Dios! ¿Qué es lo que dice?—balbuceó la casamentera tapándose el arrebolado rostro con el pañuelo.

—¡No hay que pensarlo mucho! Usted me gusta y me conviene por sus cualidades. Soy un hombre tranquilo, sobrio, y si le gusto... ¿qué puede ser mejor? ¡Permítame que le pida su mano!

La casamentera reía y lloraba, y en señal de asentimiento brindó con Stichkin.

—Y ahora—dijo Stichkin, contento y feliz—, permítame que le explique la conducta y el modo de vida que deseo verla llevar... Soy un hombre serio, positivo y severo; tengo sentimientos nobles, y deseo que mi mujer los tenga iguales y comprenda que soy su bienhechor y su dueño.

Se sentó, suspiró y empezó a explicar a su novia sus gustos de vida doméstica y los deberes de esposa.