La paz perpetua/Primer artículo

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PRIMER ARTÍCULO DEFINITIVO DE LA PAZ PERPETUA

La constitución política debe de ser, en todo Estado, republicana.

La constitución cuyos fundamentos sean los tres siguientes: 1.°, principio de la "libertad" de los miembros de una sociedad—como hombres—; 2.°, principio de la "dependencia" en que todos se hallan de una única legislación común—como súbditos—; 3.°, principio de la "igualdad" de todos—como ciudadanos—, es la única constitución que nace de la idea del contrato originario, sobre el cual ha de fundarse toda la legislación de un pueblo. Semejante constitución es "republicana".[1] Esta es, pues, en lo que al derecho se refiere, la que sirve de base primitiva a todas las especies de constituciones políticas. Puede preguntarse: ¿es acaso también la única que conduce a la paz perpetua?

La constitución republicana, además de la pureza de su origen, que brota de la clara fuente del concepto de derecho, tiene la ventaja de ser la más propicia para llegar al anhelado fin, la paz perpetua.

He aquí los motivos de ello. En la constitución republicana, no puede por menos de ser necesario el consentimiento de los cuidados para declarar la guerra. Nada más natural, por lo tanto, que, ya que ellos han de sufrir los males de la guerra— como son los combates, los gastos, la devastación, el peso abrumador de la deuda pública, que trasciende a tiempos de paz—, lo piensen mucho y vacilen antes de decidirse a tan arriesgado juego. En cambio, en una constitución en la cual el súbdito no es ciudadano, en una constitución no republicana, la guerra es la cosa más sencilla del mundo. El jefe del Estado no es un conciudadano, sino un amo; y la guerra no perturba en lo más mínimo su vida regalada, que transcurre en banquetes, cazas y castillos placenteros. La guerra, para él, es una especie de diversión, y puede declararla, por levísimos motivos, encargando luego al cuerpo diplomático—siempre bien dispuesto—que cubra las apariencias y rebusque una justificación plausible.


Para no confundir la constitución republicana con la democrática—como suele acontecer—, es necesario observar lo siguiente. Las formas de un Estado —"civitas"—pueden dividirse: o bien por la diferencia de las personas que tienen el poder soberano, o bien por la manera como el soberano—sea quien fuere—gobierna al pueblo. La primera es propiamente forma de la soberanía—forma imperii—, y sólo tres son posibles, a saber: que la soberanía la posea "uno" o "varios" o "todos" los que constituyen la sociedad política, esto es, "autocracia", "aristocracia", "democracia". La segunda es forma de gobierno—forma regiminis—, y se refiere al modo cómo el Estado hace uso de la integridad de su poder; ese modo está fundado en la constitución, acto de la voluntad general, que convierte a una muchedumbre en un pueblo. En este respecto sólo caben dos formas: la "republicana" o la "despótica". El "republicanismo" es el principio político de la separación del poder ejecutivo—gobierno—y del poder legislativo; el despotismo es el principio del gobierno del Estado por leyes que el propio gobernante ha dado; es, pues, la voluntad pública manejada y aplicada por el regente como voluntad privada. De las tres formas posibles del Estado, es la democracia—en el estricto sentido de la palabra—necesariamente despotismo, porque funda un poder ejecutivo en el que todos deciden sobre uno, y hasta a veces contra uno—si no da su consentimiento—; todos, por lo tanto, deciden, sin ser en realidad todos; lo cual es una contradicción de la voluntad general consigo misma y con la libertad.

Una forma de gobierno que no sea "representativa" no es forma de gobierno, porque el legislador no puede ser al mismo tiempo, en una y la misma persona, ejecutor de su voluntad—como, en un silogismo, la premisa mayor que expresa lo universal no puede desempeñar al mismo tiempo la función de la premisa menor—, que subsume lo particular en lo universal. Y aun cuando las otras dos constituciones son siempre defectuosas, en el sentido de que dan lugar a una forma de gobierno no representativa, sin embargo, es en ellas posible la adopción de una forma de gobierno adecuada al "espíritu" del sistema representativo, como, por ejemplo, cuando Federico II decía, aunque fuese sólo un decir, "que él era el primer servidor del Estado"[2]. En cambio es imposible en la constitución democrática, porque todos quieren mandar. Puede decirse, por tanto, que cuanto más escaso sea el personal gobernante—o número de los que mandan—, cuanto mayor sea la representación que ostentan los que gobiernan, tanto mejor concordará la constitución del Estado con la posibilidad del republicanismo; y, en tal caso, puede esperarse que, mediante reformas sucesivas, llegue a elevarse hasta él. Por los dichos motivos, resulta más difícil en la aristocracia que en la monarquía, e imposible de todo punto en la democracia, conseguir llegar a la única constitución jurídica perfecta, como no sea por medio de una revolución violenta. Pero lo que más le importa al pueblo es, sin comparación, la forma del gobierno[3], mucho más que la forma del Estado—aun cuando ésta tiene gran importancia, por lo que se refiere a su mayor o menor conformidad con el fin republicano Si la forma de gobierno ha de ser, por lo tanto, adecuada al concepto del derecho, deberá fundarse en el sistema representativo, único capaz de hacer posible una forma republicana de gobierno; de otro modo, sea cual fuere la constitución del Estado, el gobierno será siempre despótico y arbitrario. Ninguna de las antiguas repúblicas—aunque así se llamaban—conoció el sistema representativo y hubieron de derivar en el despotismo, el cual, si se ejerce bajo la autoridad de uno sólo, es el más tolerable de todos los despotismos.


  1. La libertad jurídica—externa, por tanto—no puede definirse, como es costumbre, diciendo que es ala facultad de hacer todo lo que se quiera, con tal de no perjudicar a nadie». En efecto, ¿qué es la facultad? Es la posibilidad de una acción que no perjudique a nadie. Por lo tanto, vendría a ser la definición de la libertad la siguiente: «Libertad es la posibilidad de las acciones que no perjudican a nadie». No se perjudica a nadie—hágase lo que se quiera—cuando a nadie se perjudica. Todo esto, como se ve, es mera tautología y juego de palabras. Hay que definir mi libertad exterior (jurídica) como la facultad de no obedecer a las leyes exteriores sino en tanto en cuanto he podido darles mi consentimiento. Asimismo la igualdad exterior (jurídica) en un Estado, consiste en una relación entre los ciudadanos, según la cual nadie puede imponer a otro una obligación ju rídica, sin someterse él mismo también a la ley y poder ser, de la misma manera, obligado a su vez. El principio de la dependencia jurídica está implícito en el concepto de constitución política y no necesita definición. El valor de estos derechos innatos, necesariamente humanos e imprescriptibles, queda confirmado y sublimado por el principio de las relaciones jurídicas de los hombres aun con seres superiores—cuando piensa en ellos—; el hombre, efectivamente, se representa a sí mismo como ciudadano de un mundo suprasensible, fundado en esos mismos principios. En lo que a mi libertad se refiere, no tengo ninguna obligación con respecto a las leyes divinas, cognoscibles por mi razón pura, sino en cuanto que haya podido yo darles mi consentimiento; pues si concibo la voluntad divina, es sólo por medio de la ley de libertad de mi propia razón. En lo que concierne al principio de la igualdad, referido a los más altos seres del universo que puedan concebirse, fuera de Dios—por ejemplo, esos æones que concibió el hereje Valentín como personificaciones de las esencias del mundo—, no existe fundamento alguno para que, cumpliendo yo mi deber en el puesto que me tem sido asignado, como los cones cumplen el suyo, tenga yo la obligación de obedecer y ellos el derecho de mandar. El principio de la igualdad no tiene aplicación, como el de la libertad, a mi comercio con Dios, porque Dios es el único para quien no vale el concepto del deber.

    En lo concerniente al derecho de igualdad de los ciudadanos, considerados. como súbditos, interesa ante todo la cuestión de la nobleza hereditaria; y al proponérsela, cabe preguntar si el rango que el Estado concede a unos sobre otros ha de fundarse en el mérito o no. Es bien claro que si el rango y preeminencia va unido al nacimiento, resultan muy problemáticos el mérito, la capacidad para el desempeño de un cargo y la fidelidad en las comisiones; por lo tanto, es como si se dieran los cargos y mandos sin atender al mérito personal de los agraciados, y esto no lo sancionará jamás la voluntad popular en el contrato primitivo, que es el principio de todo derecho. No por ser noble tiene un hombre nobleza de carácter. Si llamamos nobleza civil a una alta magistratura, a la que pueda llegarse exclusivamente por los propios méritos, entonces el rango en ella no será propiedad de la persona, sino del cargo. Esta nobleza civil no será contraria a la igualdad, porque la persona, al abandonar el cargo, perderá el rango y volverá a las filas del pueblo.

  2. Es frecuente vituperar los altos tratamientos que recibe el príncipe—ungido de Dios, administrador de la vo luntad divina en la tierra y representante del Omnipotente—, considerándolos como burdos halagos, propios para enloquecer de orgullo al monarca. Creo que tales críticas carecen de fundamento. Epos calificativos, lejos de excitar la vanidad del príncipe, más bien deben deprimirla, en la intimidad de su espíritu, si el príncipe es hombre de entendi- miento—hay que suponerlo—y comprende que ocupa un cargo demasiado grande y elevado para un hombre: el de administrar lo más sagrado que Dios ha puesto en el mundo, el derecho de los hombres; al verse tan próximo objeto de la mirada de Dios, el príncipe deberá sentirse sin cesar atemorizado.
  3. Mallet du Pan, en su estilo pomposo, pero vacío, afirma que, después de muchos años de experiencia, llegó por fin a convenceste de la verdad que encierra el dicho famoso del famoso Pope: Disputen los tontos sobre cuál es el mejor gobiemo; el mejor gobierno es el que mejor administra. Si esto quiere decir que el gobierno mejor administrador es el mejor administrado, puede replicarse, usando la expresión de Swift, que Pope ha cascado una nuez y le ha salido vana. Pero si se quiere decir que es la mejor forma de gobiemo o constitución, entonces es falso de toda fala sedad, porque los ejemplos de buen gobiemo no prueban nada acerca de la forma de gobierna. ¿Quién ha gobernado mejor que un Tito o un Marco Aurelio? Y, sin embargo, dejaron por sucesores a Domiciano y a Cómodo. Esto no hubiera podido suceder en una buena constitución, porque era conocida de antemano la incapacidad de ambos para regir el Estado, y tenía el príncipe soberano suficiente poder para excluirlos del gobierno.