La piedra angular/II
Capítulo II
Telmo, al despertar, se metió los puños en los ojos, lamentando haber perdido el sueño, que era bonito. ¡Como que se trataba de revistas, paradas y simulacros, y él se había visto a sí propio convertido en Capitán General de Cantabria, luciendo un uniforme todavía más majo que el de gala, ostentando plumeros, penachos, galones, cordones, estrellas, caracoleando sobre brioso alazán tostado, y con un sable formal, formal, no de palo, sino de reluciente acero!
El despertar no podía ser más distinto de lo soñado. El niño vio a su alrededor lo de todos los días, cuadro feo y triste: el camaranchón sórdido, descuidado, inmundo, que sudaba por todos sus poros desaliño y abandono. ¡Cuánta melancolía transpiraban las paredes con su revoque negruzco; el piso de baldosa desigual y cenicienta, mal cubierto aquí y allí por viejísimos ruedos; las prendas de ropa, bastas, de mal corte y paño burdo, más sucias que raídas, pendientes de clavos; las dos camas de hierro pintadas de un azul carcelario, frío, con sus mantas de tonos apagados y terrosos, y sus sábanas agujereadas, divorciadas del agua y del jabón!
Telmo recordaba, como se recuerda un dulce ensueño, que antes, cuando era pequeñito, había tenido, si no precisamente colchas de seda y palacios por morada, al menos un interior bien cuidado, cuco, limpio: él suponía que debió de ser así, porque le había quedado, de aquella época ya difumada entre nieblas, una sensación de calor tibio, de nido de plumón que envuelve: y abriga. Entonces sus ropas eran aseadas y se adaptaban a sus carnes; la comida estaba sazonada y gustosa; en invierno un brasero calentaba la habitación; en verano se percibía un conjunto claro y fresco, de cortinas planchadas y de visillos que tamizaban la luz. Todo esto no lo detallaba el muchacho con precisión absoluta; sus reminiscencias se confundían, y sólo se destacaba, con pleno realce, un rostro de mujer, que, si diésemos voto a Telmo en materias de hermosura, diríamos que era de belleza soberana. ¿Rubia o morena? ¿Muy joven o en principios de madurez? Eso no lo sabía Telmo: sólo sí que era preciosa, y esparcía en torno suyo bienestar, un ambiente de espliego.
No la vio a su cabecera aquel día tampoco. Quien andaba por allí era el padre, descolgando el sombrero ruin, para encasquetárselo sin previo manejo de cepillo. Mientras el padre se cubría, Telmo recibió la amonestación, a que ya estaba habituado.
-A ver si te levantas. No haraganees más. Allí en la cocina te quedan las sopas. A eso de las dos ve por la calle del Arroyal, que estaré saliendo de casa de don Pelayo Moragas... tú bien la sabes, ¿eh? Pues aguárdame allí, que te llevaré a casa de Rufino.
Dijo esto último a tiempo que ya salía, y el pestillo de la puerta cayó con agrio chirrido.
El muchacho no hizo gran caso al consejo de «no haraganear». Constábale que tanto sacaría en limpio de levantarse, como de quedarse otro rato en la cama. Justamente el problema que todos los días necesitaba resolver, era en qué se invierte una jornada, no teniendo deberes ni distracciones de ninguna especie. Para él no había escuelas, colegios, ni estudios; y tampoco serían los amigos quienes le embobasen, porque ese gran aliciente de la niñez, primera manifestación de las necesidades afectivas y primer desahogo del instinto de sociabilidad, le era desconocido. Quedábale el recurso de vagabundear sin tregua por las calles, de ir como ánima en pena, buscando algún rincón donde no le conociesen.
Permaneció cerca de media hora entre sábanas, cerrando los ojos para volver a soñar, si era posible, más cosas bonitas de aquellas del género bélico. Lo que es él, así se empeñase el demonio, militar sería. No de tropa, no; jefe, y de los de alta graduación. Lo menos coronel. Y con montura. ¡Dónde habrá placer como regir un caballo gallardo, fogoso! Eso será la misma gloria.
Decidiose por fin a echar una pierna fuera de la cama, y tras la pierna todo el cuerpo. Púsose los pantalones, que por cierto tenían más de un siete y la orilla festoneada de barro; los suspendió como pudo de los tirantes de orillo; vistió la chaqueta, nueva y decente; encasquetó en la pelona una mala boina castaña, y no se le ocurrió ni acercarse al palanganero de hierro, donde podría remediar algo la suciedad de manos y rostro, ni arar con el batidor la enmarañada pelambrera. El abandono de su educación había arraigado en su naturaleza infantil, y a fuer de legítimo idealista, soñaba con brillantes galones y garzotas blancas, mientras su cuerpo y sus trajes y su vivienda daban asco. Con los cinco mandamientos, en vez de cuchara, despachó la cazuela de sopa grumosa y fría, y ya le tienen ustedes dispuesto a echarse a la calle.
Cuando salió del camaranchón, pudo verse que Telmo no era guapo. Tampoco ha de negársele alguna gracia y gentileza, algún atractivo de ese que caracteriza a los pilluelos, por sucios y derrotados que estén. La arremangada nariz tenía su chiste, lo mismo que los gruesos labios de bermellón, afeados por la forma de la caja dentaria, que los proyectaba demasiadamente hacia fuera. La frente, lobulosa, retrocedía un poco, y la cabeza era de esas lisas por el occipucio, como si hubiesen recibido un corte, un hachazo -cabezas de vanidosos, de ideólogos-, salvando algún tanto lo acentuado de esta conformación, el bonito pelo negro, ensortijado y tupido como vellón de oveja. Los ojos, infinitamente expresivos, de córnea azulada, líquida y brillante, eran dos espejos del corazón del muchacho: en ellos el placer, la pena, la altivez, la humillación, el entusiasmo, la vergüenza, se pintaban fiel e instantáneamente, reflejando un alma abierta y fogosa. Aquellos ojos pedían comunicación; buscaban a la gente, al mundo, para derramarse en él. En conjunto, la cabeza del niño recordaba la de un negro... blanco, si es permitida la antítesis. No sólo el diseño de las facciones, pero la expresión candorosa de cómico orgullo que se advierte en la fisonomía de los negros ya civilizados y manumitidos, completaban la semejanza de Telmo con el tipo africano, y por su rostro también pasaban las ráfagas de tristeza y receloso encogimiento que caracterizan a las razas obscuras, cuando aún no borraron el estigma de la esclavitud.
Al cruzar la puerta, lo primero que notó Telmo fue una sensación, ya acostumbrada, de bienestar, bajo la caricia del aire exterior. Aborrecía las cuatro paredes, y nunca ave cautiva en jaula, fiera circunstancia entre barras de hierro o gas sellado en redoma, aspiró con más energía a la plenitud del espacio. Si le gustaba lo apacible y bello, lo grandioso, lo inmenso, le arrebataba.
Su segunda impresión fue distinta: observó que el sol, toldado entre nubes, ya empezaba a descender de la mitad del cielo, señal de que él, Telmo, se había descuidado, y probablemente sería tarde para reunirse con su padre a la puerta del señor de Moragas. Este pensamiento le espoleó. De su padre había adquirido la noción escueta y coercitiva del literalismo, de la obediencia a los poderes constituidos, y la practicaba; obedecía sin reverenciar ni temer, y sentía incurrir en falta por la falta misma, no por las consecuencias, pues no había allí verdadero rigor paternal. Salió disparado; la distancia, aunque tenida por respetable en Marineda, era un juego para las piernas ágiles del chico. Además, todo cuesta abajo, y con sitios donde se puede ir a la carrera como el Campo de Belona y el Páramo de Solares, que desde hace bastantes años lucha por ser plaza de Mariperez, nombre de la heroína popular de la linda capital marinedina.
Precisamente, en la cuesta rápida que baja del alto terraplén, donde se asienta el Cuartel de infantería, al Páramo de Solares, encontró Telmo una tentación que le hizo perder algunos minutos. Desemboca en aquella cuesta la vetusta calle donde, en un caseretón no menos averiado, se acomodaba como podía el Instituto de segunda enseñanza; los chicos, entre dos clases, solían desparramarse en bulliciosa bandada por el Campo de Belona, ejecutando a su modo evoluciones militares y simulacros, no siempre incruentos, de batallas, en que los proyectiles mortíferos que debemos a los adelantos de la ciencia, eran sustituidos por los que la naturaleza o las obras de cantería brindan a la juventud. ¡Con qué envidia miró Telmo a aquella falange! ¡Cómo se le iban los ojos tras ella! ¡Si le fuese permitido unirse a la partida y terciar en sus empresas!, ¡quién duda que a las primeras de cambio ganaría los entorchados y hasta la cruz laureada! Su expresiva fisonomía se entenebreció, y tuvo uno de sus minutos de tristeza, que eran como fugitivos eclipses de toda esperanza en el porvenir. Detúvose oyendo el bullicio escandaloso, la alborotada gritería de aquellos cachidiablos, y, al fin, resolviéndose, a manera del que dice a una torta sabrosa «ahí te quedas, porque no puedo meterte el diente», tomó por el Páramo de Solares, costeó los soportales nuevos, y fue a parar a la calle de Vergara, que nombran Arroyal todos los marinedinos. Bien conocía la casa de Moragas, y frente al portal se situó para aguardar a que su padre saliese. Sus ojos recorrían, sin embargo, toda la extensión de la calle, y a uno de estos giros de pupila, vio la silueta paternal que desaparecía a lo lejos, bajo las arcadas que sirven de vestíbulo al Teatro. ¡Ya había salido, y él no estaba allí! ¡Qué diría! El chico iba emprender la carrera, cuando un incidente singular le detuvo. La ventana de Moragas se había abierto de prisa, con estrépito de vidrios; asomó un brazo, un blanco puño de camisa, una mano larga y flexible, y dos monedas de plata, brillantes y sonoras, cayeron sobre las baldosas de la acera... Todo en un decir Jesús. Telmo se precipitó a recogerlas, instintivamente. Sólo cuando las tuvo bien cautivas en el hueco de la mano, le entraron ciertos escrupulillos.
¿Subiría a restituir las monedas? Digámoslo sin ambages: la vacilación duró muy poco. Telmo no tomaría, a buen seguro, un céntimo del ajeno bien contra la voluntad de su dueño; en cambio, con la lógica directa de la infancia, creía que quien tira por las ventanas el dinero no ha de censurar a quien lo recoja. Si por un momento le dominó la idea de echar escalera arriba y restituir su presa, la desechó al punto, tratándose mentalmente de páparo; y, con resuelto ademán, sepultó los dos duros en el hondo bolsillo de su chaqueta.
Ya no pensaba en reunirse con su padre. Aquel tesoro le imprimió dirección distinta. Por de pronto, le sugirió que ya estaba en situación de alternar con los demás muchachos. No era un concepto reflexivo; más bien un instintivo cálculo, que le decía que el dinero, en este pícaro mundo, cubre y facilita muchas cosas. Él no podía apreciar lo exiguo de la suma; no había visto junta, en toda su vida, otra igual, ni parecida siquiera, y los cuarenta reales que danzaban en su faltriquera se le figuraban asiático tesoro. Con dos duros todo se puede emprender, y todo se alcanza. Telmo, dueño de cuarenta reales, no podía ser el mismo Telmo de a diario, el que no encontraba chico que se asociase a sus juegos, el que en todas partes recogía envenenada cosecha de sofiones y repulsas.
Dilatado el corazón por la esperanza, tan fulminante en la niñez, Telmo, sin acordarse de que tenía padre en el mundo, echó por el Páramo de Solares arriba, alcanzando en breve la cuesta. ¡Con qué presteza la subió! Desde la cima, dominaba la extensión del Campo de Belona. Allá en el fondo, junto al parapeto, bullía el grupo a que soñaba incorporarse. A dispararse otra ver. La partida no prestaba atención a aquel chiquillo, que corría tanto, que las suelas de sus zapatos, desde lejos, parecían girar. Los alumnos del Instituto provincial marinedino deliberaban ¡cáspita!, y la deliberación les tenía endiosados. ¡Como que se trataba nada menos que de un consejo de guerra!
Traían entre ceja y ceja, desde principio de curso, el propósito, el designio heroico de una batalla memorable: aspiraban a reñir la mayor y más homérica pedrea que han presenciado los siglos. Hartos estaban ya de juegos bobos, de inocentes piñas repartidas a diestro y siniestro. ¿Qué valían tales escaramuzas? No; denme ustedes un combate real y efectivo, donde los dos caudillos, Restituto Taconer (alias Cartucho) y Froilán Neira (por otro nombre Edisón) ganasen imperecedera nombradía. Aquel día les ayudaba la suerte: el señor Roncesvalles, catedrático de Historia, había tenido la feliz ocurrencia de quedarse en cama, no sé con cuál entripado o alifafe, y los chicos disponían de la tarde entera para sus demoniuras; tarde que, además, habiendo roto el sol la cortina de niebla, por su serenidad hermosa convidaba a esparcimiento.
Reducida quedaba la dificultad a buscar un sitio donde los guardias municipales no oliesen la quema. Sobre esto versaba la deliberación. La mayoría propuso la escollera llamada del Parrochal, y también del Emperador, por ser tradición -demostrada con sólidos argumentos en un folletito del señor Roncesvalles- que a aquella parte de la muralla marinedina, y al pie de su vieja poterna, había atracado la lancha o bote que conducía al César Carlos V cuando vino a celebrar Cortes y pedir subsidios en la ciudad de Marineda. Era el punto muy estratégico, por estar la muralla derruida a trozos, y abundar portillos y grietas que permitían burlar la persecución de los más activos polizontes. En cambio, ¡barajas!, el sitio registraba perfectamente desde las ventanas de la Audiencia, Cárcel, Capitanía general, y de muchísimas casas particulares; y apenas silbase en el aire la primer peladilla de arroyo, no faltaría una mala alma que avisase al jefe de la ronda y les echase encima los agentes. Había otro lugar precioso: ¡conchas!, de primor, que ni inventado; un lugar que tenía ya preparadito el escenario y el argumento del hecho de armas que se proponían realizar aquellos valientes... ¡El castillo de San Wintila!
Allí, allí sí que la acción podía adornarse con todos los requisitos que, según les enseñaban a ellos en clase de retórica, necesita la tragedia: peripecias, prótasis, epítasis y catástrofe. Por allí sí que rara vez, o puede decirse que nunca, aportaba un agente de la autoridad, con el bastón alzado y la lengua regañona e insultante. Allí sí... Pero ¡barajas! ¿Qué teníamos con eso? El asalto del castillo de San Wintila no era realizable sin que existiese un héroe, dispuesto a sacrificarse para mayor diversión y recreo de los demás; hacía falta un pandote, y nadie lo quería ser; todos aspiraban al lucido puesto de asaltantes. Hablose de echar la china y la paja-perra; mas nadie se avino a fiar en los azares de la suerte. ¿Azares? O trampas... ¡Vaya usted a saber! No, no; no hay confianza en la cuadrilla... Sobre esto se armaba un gran vocerío, una acalorada discusión. «Sois unos panarras, no servís para maldito...». «Sí, sí, pues anda y sirve tú...; a ver si eres tú el que te mamas las piedras». «Hombre, pues a suertes...; la suerte es igual para todos». «Me cargo en la suerte; siempre haréis escamoteos y chanchullos...». «Al Parrochal, hombre, al Parrochal, que allí no hay esas dificultades...». «Pero ¡barajas! ¡Si en seguida asoma el General los bigotes, y avisa a los municipales para jericoplearnos!...».
Desalado, sudoroso y con el alma al borde de la boca, que abría de un jeme por no asfixiarse en su veloz corrida, llegaba entonces Telmo a juntarse con la banda. «¿Que querrá este?», gruñó Cartucho, fijándole de reojo con sus ojuelos maliciosos y bizcos. «¿Quién ese?», preguntó un novato del grupo. Y el hijo del armero silabeó misteriosamente: «¿Que quién es, barajas? El cachorro del buchí». «¡Contra! No me da la gana de jugar con él». «¡Déjalo, barajas!, que ya tenemos pandote», replicó el caudillo con la firmeza y previsión del hábil estratégico que, en acciones de guerra, sabe aprovechar todo recurso.
Telmo se había parado, poseído de increíble timidez, a pocos pasos de la hueste. Toda la incitación de su esperanza; todo el pueril aplomo que le inspiraba la posesión de las dos brillantes monedas, trocose en encogimiento horrible al verse próximo a la sociedad, que era para él lo que para la mujer tachada, el severo círculo aristocrático, ¡más inexpugnable que una muralla de hierro!, donde no logra penetrar nunca. Telmo sentía físicamente el peso de su traje destrozado, descuidado y sucio, en presencia de aquellos niños que, aun en medio del desorden del juego, revelaban en su ropa más o menos lujosa, pero aseada y bien recosida, el cuidado de dedos femeniles, el esmero de una madre, la posesión de un hogar. ¡Cuán felices ellos, con su cuaderno de apuntes en el bolsillo, emblema de la fraternidad escolar, con su alegre compañerismo, con sus horas de juego, con sus estudios que les habían de granjear un puesto entre las gentes, y cuán desdichado él, a quien tenían derecho de rechazar a puntapiés, como a can sarnoso!
Permanecía clavado en el mismo lugar, sin ánimos para decir palabra, agitada la respiración, repentinamente pálidas las mejillas, el corazón bailarín. Los dos pedazos de plata en que había fundado todas sus osadas hipótesis, le parecían ahora más ínfimos que dos ruedas de plomo. Sintió impulsos de agarrarlos y tirarlos también, imitando a la persona que sacó el brazo por la ventana de Moragas. ¡Qué idiotez, suponer que con aquellas monedas se podía comprar el derecho de asociarse a los chicos del Instituto! Ni siquiera prestaban el valor necesario para pronunciar intrépidamente la frase sacramental: «¿Me dejáis jugar con vosotros?».
La súplica sólo la formularon sus ojos, fijos con angustia en ambos cabecillas, quienes, a su vez, le consideraban con cierto desdén o altanería indulgente. Al fin Edisón, entre despreciativo y magnánimo, se dignó dirigirle la palabra.
-Vamos a la playa de San Wintila. ¿Te quieres tú venir?
Telmo imaginó que se abrían los cielos y que escuchaba los cánticos de los serafines. Paralizado por la emoción, con la cabeza dijo que sí.
-Has de obedecer como un recluta.
Nuevo balanceo de cabeza.
-Has de hacer lo que te manden... y ojo con el miedo.
Ademán de resolución.
-Pues andando. ¡Liscaááá!
A este grito de guerra, toda la partida salió corriendo.