La piedra angular/XIV
Capítulo XIV
El Doctor aún no acababa de resolverse. Estaba en uno de esos períodos en que el corazón pide más descanso que lucha. ¡De cuán endeble contextura es la hebra del destino humano! ¡Cuán insignificante puede ser el movimiento psíquico que tal vez decide de una existencia!
Moragas miró a los vidrios de su ventana y notó que hacía un sol radiante, un día de junio espléndido y no caluroso; y por esto y por la simpatía que le inspiraba Lucio, pensó: «pecho al agua»; se puso el sobretodo gris, y bajó las escaleras de muy buen talante.
Hállase enclavada la Cárcel de Marineda al extremo inferior del Barrio de Arriba; por un lado mira al mar, por otro -donde tiene su principal entrada- a una plazoleta irregular y en declive, entre cuyas baldosas crece la hierba. El aspecto de esta plazoleta es de los que enamoran al artista y desazonan al edil fomentador de reformas urbanas. A la derecha, el gótico caserón de un noble; a la izquierda, la alta pared de la Audiencia; en primer término callejuelas y calles, y allá en el fondo, azul bahía. Construida en el último tercio del siglo pasado, la Cárcel de Marineda guarda algunas fúnebres memorias de nuestros disturbios políticos: enséñase el calabozo de donde salieron varios liberales para la horca, y ciertos realistas a tripular un barco que en mitad de la bahía se desfondó, arrastrando al abismo su tripulación maniatada.
-¿Sabe usted -pronunció Moragas deteniéndose antes de franquear la puerta- que la Cárcel es angustiosa y triste ya antes de que se ponga en ella el pie? Esas rejas triples, comidas de orín, parecen telarañas urdidas por la coacción y el aburrimiento.
-Pues sepa usted que esta es una de las mejores de España. ¡Hay cada cárcel por ahí! En algunas viven los reos con los pies metidos en agua... o en cosa peor. Acuérdese usted de lo que charlamos hace tiempo en el Espolón: la idea de que el acusado es torturable no se ha extinguido, ni mucho menos. Esta Cárcel -añadió Lucio deteniéndose y agarrando familiarmente al Doctor por la solapa- es un portento de construcción, al decir de los inteligentes en arquitectura. Ahí le contarán a usted -caso que tenga la paciencia de escucharlo- que si el carcelero deja caer al suelo en su habitación el manojo de llaves del edificio, se oye el estrépito desde cualquier celda, y que a su vez el carcelero, desde su habitación, no pierde ripio de cuanto pasa en las celdas de los presos... A pesar de tales maravillas de acústica, por las rejas bajas entran botellas y más botellas de aguardiente, y el último día que estuve a ver a mi defendida, había un preso curándose de dos puñaladas, causadas en riña después de una juerga... ¡Qué mundo, este mundo penal!... ¡Y decir que ahí, y no en los infolios apolillados, está el Derecho futuro, el que crearemos! Entre usted, que ya verá tristezas... aunque ahí nadie se queja ni llora: todos son estoicos desde que pasan ese umbral.
Entraron, y se puso a sus órdenes un empleado solícito, acostumbrado a las visitas de Lucio Febrero, que andaba en la Cárcel como por su casa. Moragas, no familiarizado con el lugar, miraba con desolación las paredes revestidas de suciedad inveterada, de mugre que parecía exudación del delito; deletreaba los rótulos trazados sobre ellas con humo, y resistía a fuer de médico, el tufo indefinible, mezcla de vahos de rancho insípido y de gente desaseada, que flotaba por los pasillos y hasta en los patios. Aunque los dos amigos iban derechos al departamento de mujeres, situado en el piso alto, Febrero arrastró a Moragas hacia el patio principal, donde tomaban recreación los hombres. Los presos, que llevan por sistema fingir indiferencia hacia cuanto viene de fuera no cambiaron de postura ni interrumpieron sus ocupaciones. La mayor parte de ellos, fuerza es decir que en nada se ocupaba: entregados a la detestable holgazanería carcelaria, paseábanse en grupos por el estrecho recinto, charlando canturreando a media voz, y clavando de soslayo en Febrero miradas frías y hostiles. Moragas sentía aquellas ojeadas alevosas, que se le hincaban como navajillas en el rostro. Un preso, en particular, le inspiró tan súbita repugnancia, que de buen grado se iría a él para retarle y abofetearle. «¡Vaya un pájaro!», murmuró dando con el codo a Febrero. El pájaro merecía, en efecto, alguna atención, por más que su tipo no ofreciese una singularidad propia de Marineda, sino una variedad, común tal vez en todos los establecimientos penales del universo. Era el Adonis del presidio; el que en París se llama pâle voyou, en Madrid chulapo, y en Cantabria carece de nombre propio, por ser planta exótica: mozo imberbe, de quebrada color, con cierta perfección de formas que en vez de atraer repelía, como repele una lámina obscena. Vestía camiseta sucia, que descubría el arranque del cuello y el resalte de las tetillas; pantalón de paño crema, ceñido como el de los bailaores, y botas prietas, nuevecitas, de caña clara. La cabeza llevábala desnuda, y pegado el cabello a las sienes en reluciente gancho. Andaba con indecoroso meneo de caderas, y en provocativa actitud se aproximó al grupo de Moragas y Febrero, como diciendo: «Mírenme ustedes, aquí está un mozo cruo». El celador que acompañaba a los dos amigos empujó con disimulo a Febrero, y llegándose al oído de Moragas, susurró guiñando el ojo: «A ese lo mantiene y lo viste y lo habilita de todo una...».
Mas ya solicitaba la atención de Moragas otro asunto; acababa de divisar, en el ángulo fronterizo del patio, a dos criaturas, que representarían a lo sumo de nueve a once años.
-¡Vea usted! -exclamó, dirigiéndose a Febrero-. ¡No pensé que también hubiese micos!
Los chicos, acurrucados en el suelo, se levantaron a la voz del celador, que les dijo imperiosamente: «Aquí». Acercáronse los dos: el mayorcillo, altivo, serio; el menor, risueño, cínico, ostentando en la carita esa expresión picaresca, que acompañando a la inocencia tiene algo de celestial, y que marchita por el vicio encoge el corazón. «A ver, ¿por qué estarán aquí este par de peines?», exclamó el Doctor, alargándoles con disimulo, no sé qué plata menuda. Iba a explicarlo Febrero, pero el celador se adelantó. «El más pequeño es el que escaló una chimenea para abrir la puerta a los ladrones cuando entraron a coger los cálices y las alhajas en San Efrén. El otro..., que parece de once años, pero tiene ya sus doce y medio... es el que en el Campo de Belona dejó seco a un asistente de una puñalada en la ingle». Moragas clavó los ojos en el precoz homicida.
-¿Es verdad eso? -preguntó con más lástima que enojo-. No alzas del suelo tanto como mi bastón..., ¿y ya has matado a un hombre?
Al mismo tiempo le consideraba con sorpresa, notando que parecía el muchacho aquel mi niño filipino; su cara era terrosa, juanetuda, inexpresiva; sus ojos oblicuos, su boca pálida.
-¿Por qué hiciste eso? -repitió Moragas con insistencia.
-Porque el asistente pegaba a mi hermano -contestó el chico en ronca voz de pollo que muda para engallar.
Febrero desvió la atención de Moragas señalándole la puerta de una celda baja, a través de la cual asomaba el bulto de un hombre.
-Allí tiene usted al coautor del crimen de la Erbeda; el sentenciado a muerte...
El Doctor se volvió con viveza, pero Lucio le contuvo poniéndole la diestra sobre el brazo.
-Acerquémonos con disimulo... Ese individuo me aborrece desde que defendí a su cuñado, porque cree que yo traté de echarle encima toda la culpabilidad... Si le dirijo la palabra, baja la cabeza, y no me responde... Pero desde aquí le verá usted muy bien.
-¡Qué facha tan siniestra! -exclamó Moragas.
El asesino, recostado en la jamba de la puerta, miraba al patio, y a la luz del sol le hería de lleno. Efectivamente, su cara y su aspecto eran característicos. Moragas reparó en su cabeza deprimida, con pelambrera sombría, semejante a las pelucas de los villanos de comedia; en su mirar zaino, su siniestra palidez, su cara mal proporcionada, más desarrollada del lado derecho, sus manos grandes y nudosas, su prominente y bestial mandíbula. Bajo la blusa y el pantalón de lienzo se adivinaba un cuerpo vigoroso, y el zapato de lona dibujaba el pie, aplanado y recio de la plebe aldeana. La posición que había adoptado arrimándose a la puerta era algo penosa, por hallarse sujeto con grillos, que le impedían cruzar las piernas.
-Éste sí que no engaña -murmuró Moragas-. ¡Qué pedazo de bruto! ¡Vaya un protagonista para un crimen pasional!
-Pues ahí verá usted -contestó Febrero-. Si la gente fuese observadora, sólo con mirarle a la jeta se reiría de los patéticos apóstrofes de Nozales y de todo aquello del culpable ardor y del fuego criminal. ¿Ese hombre inspirar pasión? ¡Caballeros! Es un másculo de las edades prehistóricas; es el oso de las cavernas... Subamos, y observe usted el contraste entre el Romeo y la Julieta, que desde arriba puede contemplarle, si se le antoja... ¡Pero no le contemplará! ¡Si algún alivio puede tener la desgraciada, es encontrarse libre de semejante fiera! Y le advierto a usted que cuando le preguntan a él, jura en tono plañidero que ella le incitó, que ella le perdió...
Subían, mientras Febrero hablaba así, por las escaleras húmedas y pinas, y dejando atrás las cocinas apagadas y solitarias, de ennegrecido y sórdido fogón, llegaban al departamento de las presas. Oíase en el pasillo el aullido fúnebre y prolongado de una loca furiosa, encerrada en celda aparte, en tanto que se expedientaba calmosamente su envío al manicomio. Cuando penetraron en las cámaras destinadas a las mujeres, pudo el Doctor creerse metido en un infierno con vistas al paraíso.
Eran pardas y bisuntas las paredes; negra y rebajada la techumbre; carcomido el piso; reducidísimo el espacio para el rebaño de presas que se apiñaba en pie, buscando apoyo en las ruines tarimas -donde sólo convidaba al sueño flaco jergón mal surtido de poma o paja de maíz seca-; mefítica la atmósfera, y triplicados los polvorientos barrotes que la retasaban. Mas al través de los hierros, tan próxima que casi metía por ellos jirones de raso turquí, estaba la bahía amplia, majestuosa, rielando bajo el sol, poblada de gentiles minucias, de chalanas, de pesados lanchones, y señoreada por un magnífico trasatlántico, el Puno, que con las calderas trepidando aún, mal borrado el penacho gris de su alta y fina chimenea, acababa de fondear, y sobre cuya cubierta hormigueaban los pasajeros, aguardando la falúa de la Sanidad para arrojarse a los columpiadores esquifes... Indiferente, buena sin propósito de serlo -como la naturaleza misma- la bahía enviaba a las reclusas el perpetuo socorro de un aire salobre y vivificante, que en aromáticas bocanadas se introducía burlando las rejas...
El celador advirtió a Moragas que de aquellas hembras -exceptuando la parricida- ninguna estaba allí más que por leves faltas, hurtos, agarros de moño, cosa insignificante, que a muchas las permitía alardear aún de mujeres de bien. Sin embargo, con la misteriosa fraternidad que en la prisión se establece, todas trataban cordialmente a la sentenciada a morir.
Sentada en un rincón, vestida de riguroso luto, la divisó Moragas, avisado por un codazo de Febrero. «La individua», pronunció más con los ojos que con la boca el abogado, y el médico se fue derecho hacia ella. La reo se levantaba ya por respeto a su defensor, y daba felices días; y al oír por vez primera su voz delgada y tímida, Moragas experimentó la misma impresión aguda e intensa de piedad que había notado al verla cruzar la carretera entre guardias civiles. Acaso fue mayor, más punzante, porque veía a la criminal enflaquecida, encorvada, lo mismo que si sus espaldas soportasen, no en sentido figurado, sino en realidad, el terrible peso de la ley. Por su reducida estatura y magrura extrema, parecía un muchacho disfrazado en ropas femeniles: bajo su mantón negro, cruzado a pesar del calor, no se distinguía forma de mujer, y el pañolito de zaraza con lunares, avanzando sobre la frente, envolvía en marco de sombra el rostro color de cera, afilado, sumido. Moragas contemplaba aquellas facciones menudas, aquellos ojos enrojecidos por el insomnio, y aquella boca contraída que no presentaba ningún signo característico de sensualidad.
-¿Qué tal? ¿Cómo vamos? -preguntó el defensor llegándose a la reo, en tono que quería ser campechano y jovial.
-Así... así... -contestó la mujer penosamente.
-Ahora te han mudado de habitación, ¿eh? Aquí estás mejor -observó Febrero. (La habitación no era mejor ni peor que la otra.)
-Psch... Sí, señor... Bien estoy en todas partes -murmuró la presa con apagado acento, recalcando un poco la palabra bien.
-¿Y... de ánimos? Mira, ya sabes que no te permito abatirte -añadió Febrero en tono de médico que ordena al paciente vomitivos u otra medicina repugnante.
-De ánimos... muy mal, señor... -respondió la sentenciada, fijando sus ojos, grandes, oscuros y de mirada dura, en el abogado-. Sueño cosas... Ayer... soñé que estaba ya en el cadalso mismo.
-¡Valiente simple! -exclamó Febrero, riendo forzadamente-. Como me vuelvas a soñar bobadas semejantes... Ya te he dicho cien veces que el Supremo casará la sentencia, y aunque no la case es igual, porque gestionaremos el indulto. Y de todos modos... ¡tonta! ¡Si aún tenemos por delante el verano entero! En tiempo de vacaciones no funcionan los tribunales... Bien sabes que hasta el otoño lo menos no puede pasar nada...
La presa no contestó. Bajó los ojos, y un leve estremecimiento agitó su cuerpecillo.
-Mira -añadió el defensor-; para que veas que no te olvido un momento, aquí te traigo a una persona muy respetable y muy influyente, el Doctor Moragas... Puede hacer muchísimo por ti... si... si llegase el caso... Verás como... entre todos...
Moragas se aproximó más a la reo, envolviéndola en aquella ojeada penetrante y alentadora que sabía tener a la cabecera del enfermo desahuciado. La mujer a su vez levantó la vista, y el médico alargó la mano y cogió la de la culpable, apoyando la yema del pulgar en la muñeca para apreciar la pulsación. La piel estaba fría y ligeramente sudorosa; el pulso retraído, casi insensible.
-Ánimo -profirió a su vez Moragas, pero en tono completamente distinto del de Febrero, con fe, ardor y persuasión comunicativa-. Ánimo. Dé usted gracias a Dios, que hoy es un buen día para usted. ¿A usted qué le parece? ¿Tengo yo cara de mentir o de engañar? Pues yo afirmo que no irá usted al palo.
Por la muñeca que Moragas oprimía se precipitó un arroyuelo vivo y rápido de caliente sangre; activose el pulso, y la piel adquirió suave temperatura. La mujer fijó en Moragas la humedecida y brillante mirada de sus ojos, exclamando:
-Usted tiene cara de decir verdad.
-Pues valor y esperanza, y no soñar más con el cadalso...
-¿No me matarán?
-¡No, y no, y no!
No se daba don Pelayo cuenta exacta de lo que decía: no hablaba su razón, sino su voluntad, algo que le traía a la boca frases imprudentes de esperanza y consuelo. ¿Cómo podía él impedir que aquella mujer pereciese en el patíbulo? ¿Cómo?... «Pues no se me antoja que muera. Moraguitas, esta partida hay que ganarla... ¡Vergüenza para ti si no la ganases!...».
Cuando médico y abogado, abandonando el recinto de la prisión, salieron a beber con ansia el aire del mar, Febrero se detuvo y dijo al Doctor en tono reflexivo:
-Estoy persuadido de que a la gente del pueblo se le trastea como se quiere, y que podemos hacerles mucho bien, no alumbrando su razón, sino utilizando su credulidad. Deja usted a mi defendida cual yo no la he dejado nunca... Lo mismo que un guante. Esa mujer tiene una particularidad propia de criminales: ya sabe usted la escasez de reacción vascular... y la insensibilidad. No la he visto ponerse colorada ni una vez sola, ni nunca he sorprendido que derramase una lágrima. Pues hoy, al hablarla usted, se ha encendido y se le han humedecido los ojos. Ha hecho usted bien... Le ha perdonado usted lo peor del castigo, que es su idea y su temor ¡Morir! Hemos de morir todos..., y quién sabe si antes que ella. En lo único que le llevamos ventaja, es en ignorar la hora. ¡Cuántos tísicos asistirá usted que a la primer hoja que caiga!... Lo cruel no es matar, sino martirizar lentamente con el miedo: la ley aquí, inspirada en el criterio de Cáñamo, premedita el asesinato y lo realiza con ensañamiento progresivo; cada día que pasa añade una tortura: el insomnio, los sueños espantosos, el despertar temblando, las últimas horas, en que ya se cuenta por segundos... Esa mujer mató, es cierto; pero el muerto pasó, casi sin sufrir, del sueño a la eternidad; y la ley, en represalias, la tiene medio año con el garrote delante de los ojos... Crea usted que esa mujer ya expió su crimen sólo con lo que lleva pensado estos días. En fin, usted le ha proporcionado algún alivio... Hay mentiras benéficas.
Moragas no contestó al pronto. De una fosforera de plata sacó un fósforo para encender el cigarrillo. Afianzó los lentes, acarició sus solapas, y de improviso, dando a Febrero un empellón muy expresivo, dijo lentamente:
-Y usted, ¿qué diría si no fuesen mentiras?... Vamos, ¿qué diría usted?
Febrero sonrió con incredulidad afectuosa, y agarrándose del brazo del Doctor, respondió:
-No crea usted que no sé yo los vientos que corren en altas esferas... Aunque interesen ustedes a medio Congreso y a medio Senado, y a Lagartijo y al Nuncio..., tiempo perdido. Estos van al palo..., y yo me largo por no verlo, no oírlo, ni leer un periódico, ni abrir una carta en cuatro meses.
-Yo no soy diputado, ni senador, ni torero, ni plenipotenciario... -afirmó Moragas, deteniéndose y despidiendo hacia el mar una bocanadita de humo-; pero... Basta; chito; cada uno se entiende.
-¿Qué -preguntó Febrero humorísticamente-, va usted a escalar la Cárcel o a practicar una mina? Déjese usted de eso, Doctor. La vida de un ser más o menos, créame usted, nada importa. Lo único serio, y lo único que e se debe defender a capa y espada, son las ideas. Cuando sucumbe una idea, es cuando procede tocar a muerto, llorar, vestir luto... Lo demás... ¡Psch!
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