La prueba: 06

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La prueba
de Emilia Pardo Bazán
- VI -

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Recuerdo los últimos días de mayo, como se recuerdan las fechas críticas; y sin embargo, en ellos no me ocurrió cosa que en apariencia merezca referirse; porque mi historia es rica en detalles internos, pero exteriormente monótona y vulgar. ¿Qué sucedió en aquella quincena, para que yo la distinga y la señale con tinta roja o con piedra negrísima? ¿Qué sucedió? ¡Ah! Una cosa sencilla, legal, sancionada por la sociedad y por Dios; una cosa que debe regocijar a las gentes bien intencionadas... Mi tío pasó de la mayor indiferencia por su mujer, de una especie de separación amistosa, a un acceso de amor conyugal, rabioso casi. El lazo del matrimonio -hasta entonces medio desatado- volvió a apretar estrechamente las gargantas de la pareja.

¿Cómo se verificó aquella reconciliación o ritornelo conyugal? No sabré decirlo: burlaron mi vigilancia, y puedo asegurar que me cogió tan de susto, que dos días antes del fenómeno hubiera jurado que el apartamiento de los esposos era más radical que nunca. En efecto, yo tenía motivos para afirmar que mi tío no sólo huía de su mujer, sino que cortejaba a otras con empeño, amartelado lo mismo que un cadete. Lo supe por Belén, a la cual (¡oh flaqueza humana!) hice entonces dos o tres visitas, a puros ruegos y, ardientes instancias de la pecadora. La cual, con profunda indignación, me enteró de las veleidades eróticas de mi tío. «¿Querrás creer que al tiñoso ese le da por rondarme desde hace unos días? Cartas y todo me ha escrito... Porque yo, con la puerta en las narices... Para lo que había de sacar él... Como si lo viera, iba a dejarme allí un duro en calderilla... Sólo una vez le he de recibir, a ver si me cuenta algo de su mujer».

-¡De su mujer! -exclamé azorado-. ¿Qué tienes tú que ver con ella? Déjala, y no te ocupes de las señoras, que no se acuerdan de ti.

-¡Ay, ay!... -chilló la muchacha-. ¡Pues, hijo, ni que fuera la Santísima Virgen! No te atufes, que yo no voy a comérmela. ¿Es de merengue y se quiebra con tocarla? ¿Sabes que ya me olía a mí que te duele mucho ese lado del cuerpo? ¿Y habrá mamarracho como tu tío, que te tiene en casa, a la verita de su señora? ¡Ay, ay, ay! Nada, lo que digo, si yo me lo calé... Soy perro viejo: a mí no me la das tú, ni veinte como tú. Por eso te me escurres y no hay quien te traiga aquí...

Me puse furioso con la paloma torcaz, y creo que hasta tuve la indelicadeza de decirla tres o cuatro frases duras, más groseras precisamente por dirigirse a quien yo debía reconocimiento y consideración, a falta del amor y del respeto íntimo que no podía profesarle. Mis asperezas encresparon el genio de Belén. Con el rostro encendido de cólera y los ojos preñados de iracundas lágrimas, se acusó de quererme y se maldijo por haber puesto afición tanta en un chisgarabís como yo. Y viendo que en vez de replicar o maltratarla me levantaba para tomar la puerta, corrió a ponerse delante y a estorbármelo, abriendo los brazos con una espontaneidad y vigor de actitud que le envidiaría una tiple en el acto cuarto de Hugonotes.

-¡No, tú no sales!

-Anda, chulapo, indino... pégame si quieres salir!

En los brillantes ojos negros, que despedían centellas; en el seno enhiesto y rígido, destacado por la postura; en las soberbias líneas de aquel cuerpo de mujer que me cerraba el paso había un reto, una provocación apasionada, que de parte de un hombre de su mismo temple, un hombre como el que Belén deseaba en aquel instante despertar en mí, le valdrían el apetecido bofetón, y después una lluvia de salvajes caricias para borrar la equimosis. Pero conmigo, ni lo uno ni lo otro consiguió la hermosa. Me armé de paciencia, me senté en una silla y dije con gran seriedad:

-Hija, ya te cansarás de estar ahí crucificada... Ya bajarás los brazos y me dejarás largarme. Así no creo que te pases el día entero. Es postura muy incómoda. Anda, ponte en la razón y permíteme que me retire con mis honores, acompañándome hasta la puerta si gustas.

Mi calma y mi resolución produjeron efecto mágico. Se aplacó lo mismo que el mar cuando derraman sobre sus irritadas olas un pellejo de aceite. La espuma del furor descendió aplanándose; las airadas pupilas cesaron de lanzar rayos; la invectiva murió en los labios rojos; los brazos, lánguidos y sin brío, descendieron a lo largo del cuerpo... y la domada y subyugada pecadora vino a caer... ¡vergüenza me da escribirlo! a hincarse medio de rodillas ante mí, abrazándome por la cintura, con una especie de humildad desesperada.

«¡Ay, hijo, te vales de que sabes que te requiero y no puedo pasar sin ti!... Perdona, no estés así con ese gesto y esa cara... ni tampoco te rías, que es lo que me irrita más. Soy alguna mona para dar risa. No; reírte no... Menos así, seriote y como si fueses a comerme. Bueno; que tiene una prontos y ligerezas y arrechuchos. Perfecto sólo Dios. Ahora voy a ser una chica modelo. Ya verás como no te armo bronca... pero no te vayas, hijo, y sobre todo atufado. ¿Me das tu palabra de honor de que volverás? No vienes nunca... ¡una vez cada mes! Galleguito, no puede ser... yo voy a ponerme mala. Por eso dice una disparates y se mete con las señoras... Si vienes, seré una malva. ¡Huy, resaladito, qué bien me saben las paces! Cúmpleme un antojo. Pégame un cachete... sin miedo; no duele na... si es por gusto; por gusto...».

Lo que menos me importaba era aquel borrascoso episodio con mi rendida pecadora. En cambio no dejó de hacerme cavilar mi tío volviendo a las andadas y dispuesto a prevaricar. Mas ¡qué fue cuando vi los ímpetus amorosos del hebreo restituidos a su legítimo cauce, concentrados en su esposa!

Manifestose el fenómeno sin preliminares, y sin transición. A los dos días de haber rehusado Belén los homenajes de mi tío, este, sacrificando a los penates, se dedicó a su mujer con entusiasmo. Así como suele decirse que no hay llave para el ladrón de casa, diré que para el observador a domicilio no hay cortina ni biombo. Yo, por obra de la fatal convivencia, sorprendí las gradaciones y episodios de aquella renovada luna de miel. Pude ver al marido comunicativo a la hora del almuerzo, solícito a la del paseo, encandilado a la de la comida, y nervioso e impaciente a la de la velada. Por desgracia era sábado, y yo había renunciado a un teatrillo a que me convidaban Mauricio Parra y otros amigotes, con propósito de acompañar a mi tití, entretenido en ver cruzarse las lanas y juguetear las agujas de madera al través del punto tunecino, o en escuchar trozos del Don Juan o de Roberto. Y he aquí que la resolución de quedarme me obligaba al suplicio de presenciar... Era como si lo presenciase, señores. Yo interpretaba la inequívoca actitud de aquel hombre ansioso de disolver la soñolienta tertulia para quedarse a solas con su mujercita; sus miradas al reloj, sus gestos de impaciencia cuando Camila Barrientos, que había subido un rato a traer no sé qué recadillo de su mamá, tardaba en irse y hojeaba los últimos números de La Ilustración. Yo conocía la expresión del rostro de mi tío en ocasiones dadas; yo no necesitaba averiguar el nombre de lo que relucía en sus ojos e inflamaba su tez... Me puse tan nervioso, tan excitado, tan fuera de mí, que Camila me preguntó:

-¿Salustio, le pasa a usted algo?

Carmiña, involuntariamente, volvió la cabeza y clavó en mí sus pupilas... Yo pagué la mirada. Creo que nunca nos entendimos como en aquel momento. La ojeada de ella decía categóricamente: «¿Qué es esto? Una prueba inesperada, un castigo de Dios con el cual no contábamos. Pero no te asustes: tengo ánimo y fuerzas. Verás tú cómo me crezco. Y después de todo, no haré más que cumplir con mi deber». Y mi mirar le contestaba: «Tú lo tomas así, como un ángel que eres; pero yo, que soy un diablo, sufro y me retuerzo, como deben de retorcerse y sufrir los diablos allá en las mansiones infernales».

Mi tío se salió con la suya. Aún no habían dado las once cuando consiguió echarnos. Camila Barrientos me clavó el puñal hasta la cruz, diciendo a la tití: «Hoy tu marido te contemplaba como si estuviese haciéndote el oso. Se le caía la baba. Una novena para que nos toque otro así». Corrí a mi cuarto, y me encerré en él, más enloquecido que la noche de la boda, en el Tejo. Traté de enfrascarme en el estadio, de leer periódicos, de hojear una novela... ¡Imposible! Rugiendo de ira y de pena, apagué la luz, me encerré con llave y me tumbé sobre la cama. Acordábame de Luis Portal, que solía decirme: «Cuando está uno rabioso y dado a Barrabás, un cigarro es el mejor entretenimiento. En echando unas chupadas, es macho lo que la imaginación se distrae...». En semejante momento sentía yo amargamente no fumar ni tener cigarrillos; y por un capricho de mi alma enferma, se me antojaba que si fumase, pasaría como por encanto aquel malestar, aquella ponzoña de la acre saliva, aquella calentura de la sangre requemada.

El día siguiente, a la hora de almorzar, tuve un consuelo del orden negativo, como todos los míos en tan desdichada página amorosa; y fue ver en la faz de la tití, más enarcadas aún que en la mía, las huellas de un combate moral y un quebranto físico muy profundo. Bastara una noche para desencajar su rostro y dar a sus facciones, donde antes brillaba la frescura de la juventud, una expresión de agonía como la que tiene la cara de la Virgen que los pintores representan viendo expirar en la Cruz a su Hijo. La palidez de la tití era azulada, sus ojeras lívidas, y los movimientos que hacía para desdoblar la servilleta, servirse o beber, parecían automáticos. Ni uno ni otro comimos, puede decirse. Mi tío, en cambio, lo hizo con ganas; no obstante, al venir a la mesa el tercer plato, comenzó a fijarse en la actitud de Carmiña, y por vez primera noté en su fisonomía una expresión de extrañeza y recelo, lo mismo que si acabase de caer en la cuenta de que su mujer... Clavó en ella la vista y su mirada suspicaz le quiso registrar el alma: ideas que acaso no habían cruzado por su mente, se condensaron, y una expresión irónica timbró su voz al decir:

-¿Qué te sucede, Carmen? ¿No comes? Parece que no tienes apetito. Estás así como si te sucediese algo raro.

-He comido -respondió ella.

-No es verdad. No has probado la tortilla ni los riñones, la chuleta se queda ahí. ¿No guisa a tu gusto la cocinera? ¿Por qué no mandas que te hagan otra cosa?

¡Sombra de la sospecha, ligera nube que pasas rozando apenas el espíritu y dejas en él para siempre tu negror! ¿Atravesaste entonces por la imaginación del hebreo? ¿El genio cauteloso de su raza se reveló en aquellos instantes decisivos de su vida? ¿Alumbraste también con siniestra luz la conciencia de aquella mujer purísima, casta, noble, pero mujer al fin de carne y hueso, hija y descendiente de Eva, vehemente y apasionada en el fondo, aunque sujeta al yugo de la virtud por las áureas ligaduras de la fe más acendrada? ¿La dijiste lo que no quería creer?

Al notar el marido la absorción y desgana de la esposa, las mejillas de Carmiña pasaron de la palidez a un rojo vivo; temblor violento la sacudió, y con su indispensable séquito de acongojados sollozos declarose en ella el ataque de nervios... que, digan lo que gusten los saineteros y los escritores festivos, rara vez se presenta en la mujer a no provocarlo una causa honda, psíquica, algo que hiere en el corazón femenino sentimientos profundos o pudores recónditos y sagrados...

El ataque duró poco: un minuto escasamente. En seguida reaccionó la tití: bebió agua, se levantó y contestó a las obstinadas y recelosas interrogaciones de su marido:

-Sí, puede que no esté bien... ¡Qué disparate! ¡Qué ha de valer esto la pena de llamar al médico! Me acostaré un rato... En tomando tila... Si ya no tengo nada; nada absolutamente.

No pude resistir más: despedime y salí. Me eché a la calle con objeto de disipar una exaltación que, comprimida, fermentaría y me conduciría a algún desatinado extremo. Fuime en busca del bálsamo tranquilo, de Luis Portal, que siempre había de calmarme un poco. Pero no tuve la suerte de encontrarle. Era domingo, supe por Trinito que estaba con Mó de expedición en el Pardo.