La prueba: 13

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La prueba de Emilia Pardo Bazán
- XIII -

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Y digo por fortuna, porque, a la verdad, el ser apaleado e inutilizado a causa y en defensa de mi tío me parecía la mayor primada en que pudiese incurrir en el mundo. Era indudable que en concepto de sobrino de don Felipe Unceta me habían pegado, y esta injusticia de la suerte me envenenaba la sangre. Hasta entonces, en las diferentes trifulcas con compañeros, yo había vapuleado sin volver por las tornas. Ahora me zurraban a traición, y recibía el palo que a mi tío iba dirigido moralmente. ¡Rayos y truenos! En mi interior repetía: «Rivas Moure... ¡Ah! Yo te pillaré».

Hubiera dedicado a esta caza el día, si la casualidad no lo dispusiese de otro modo, quizá más oportuno y conducente a mis planes. Presentose en mi casa azoradísimo, a cosa de las once, cuando aún tenía yo la mano envuelta en paños de árnica y estaba acostado, el director de El Teucrense, descolorido y desencajado, y en pocas palabras me enteró de que le ocurría un lance... un lance serio, comprometidísimo: y era que La Aurora, sobre haber lucido para él de tan desapacible modo, ahora quería completar la desazón, y a las diez de la mañana le había enviado dos padrinos, los señores Dochán y Rivas Moure, cuya visita tenía por objeto buscar «solución honrosa» al conflicto provocado por la mañana a la salida del baile. «De modo que -decía el pobre diablo, pues en el fondo no era otra cosa el director- aquí me tiene usted, después de que me han agredido brutalmente, metido de cabeza nada menos que en un desafío. ¡Le digo que nuestra misión es una serie de amarguras! Un desafío... Yo había pensado en usted para padrino: en usted y en don Felipe, si quisiese...; pero de seguro que no querrá... por lo cual, si le parece, iremos ahora a solicitar el concurso del señor Castro Mera. No, a mí no crea que me intimida el lance, como lance... Pero siempre son disgustos: tiene uno hermanas, familia a la cual se debe... y ¡ya ve! no agrada la idea de dejarla en el desamparo...».

Me volví en la cama y solté la risa. «Tranquilícese -contesté al bueno del director-. No dejará usted desamparadas a sus hermanas por ahora. Es más: si se guía usted por mí, y si Castro Mera me entiende y se adapta a mis instrucciones, yo le prometo que ni siquiera habrá lance ninguno. Voy a levantarme, y, saldremos reunidos. Usted hágame el favor de enderezar el cuerpo, de ladear el sombrero y de encender un pitillo y fumar con macho garbo mientras andemos por esas calles. Porque esté seguro de que nos siguen los pasos y atisban todo cuanto hagamos hoy. Al ir a casa de Castro Mera, daremos un rodeo para pasar por delante de la redacción de La Aurora... Que sí, hombre, que sí; que no saldrá nadie ni con un junquillo. Respondo yo. ¡Ay!... Y por la calle... ni palabra del objeto de nuestra correría. Procuraremos hablar alto, y de cosas indiferentes: de Os Turrichaos, del frac de don Apolo Añejo, o de las chicas guapas, o de un rayo que las divida... pero del desafío, ni esto».

Salimos, en efecto, juntos, no sin que yo, por lo que potest contingere, me hubiese provisto de un recio palo de tojo, cortado en mi monte patrimonial de la Ullosa, y capaz de dar mucho juego manejado con arte. El director de El Teucrense, siguiendo mis consejos, iba engallado y firme, aunque no tan provocativo como yo le quisiera.

Al acercarse a la esquina por donde había que torcer para pasar ante la redacción de La Aurora, mostró olvidarse de lo convenido, e inclinarse a echar por el camino más corto; pero no lo sufrí, y girando resueltamente hacia la izquierda, me metí por la calle que nos conducía a la misma boca del lobo, o sea la temida redacción... «Ánimo. Nada de prisas. Nada de torcer la cabeza», deslicé al oído de mi apadrinado. No me engañaba al presumir que serían notados nuestros menores pasos y movimientos. Detrás de los cristales de las vidrieras había curiosos ojos, oídos que pretendían sorprender algún fragmento de nuestra conversación, lenguas que comentaban nuestra actitud, y particularmente la del periodista. La imprenta de La Aurora, a planta baja, estaba entreabierta: allá en el fondo se veía la máquina, los galerines con la composición, y dos o tres hombres de blusa que rodeaban a un individuo de americana, en quien reconocimos al punto al famoso Requenita, iniciador de la zambra del Casino. «Ahora se nos echan encima», murmuró el de El Teucrense apretándome el codo. «Haga usted como yo -respondí-; mire usted para dentro frunciendo mucho las cejas». Hízolo así; Requenita, fingiendo no habernos visto, se internó en las profundidades de la redacción; nadie asomó, ni ganas, y en paz y en gracia de Dios llegamos al portal de Castro Mera.

Nos recibió el diputado provincial de babuchas blancas y en mangas de camisa; también él acababa de salir de la cama en aquel momento y, se disponía a rasurarse.

Apenas enterado del objeto de nuestra visita noté con sorpresa que estaba tan aturrullado y receloso, como si a él mismo, y no al periodista, tocase cruzar el hierro. Al verle que se le podía recoger con cucharilla, comprendí la necesidad de que yo me atribuyese facultades dictatoriales. «Déjenme ustedes a mí -les dije-. Respondo de lo que ocurra. En último caso, me bato por el señor. Pero pierdan cuidado, que no llegará la sangre al río. Todo esto de los desafíos es guagua. Pamema pura. No sé a qué viene tenerles tanto asco, si al fin nunca vemos enterrar a ningún individuo muerto en un lance de honor. Esta madrugada corrimos más peligro con los garrotes de esos mamarrachos. ¿Quiere usted quedar con lucimiento, sí o no? Pues denme plenos poderes y facultades omnímodas. Usted, señor director, ya no nos hace maldita la falta. Se va usted a su redacción, o a su casa, o a donde se le antoje, y escribe usted para el número de mañana un artículo que en sustancia diga esto: ‘Los barateros y matones que se reúnen en número de cinco para agredir a dos personas inermes, son víctimas de un caso fulminante de canguelitis cuando las cosas se formalizan y se llevan al terreno del honor’. Como al partido de ustedes lo que más le conviene es inutilizar a Dochán, aluda usted claramente a Dochán mismo, y asegure que sus seides forman la nueva cuadrilla de apaleadores. Esta tarde leeremos el artículo y le daré el visto bueno. Lo demás corre de mi cuenta». Recuerdo que Castro Mera me dio un golpecito en la espalda, murmurando: «¡Chico listo! Veo que conoce usted la brújula... Sostener al tío contra viento y marea... ¡Soberbio! No tiene Dochán un segundo por el estilo».

Llevé aquel negocio militarmente. Castro Mera y yo nos personamos en casa de Dochán, sin aguardar a que él viniese a buscarnos y sospechase que huíamos de la quema. Un tanto sorprendido por lo enérgico y glacial de nuestra actitud, el jefe de los enemigos de mi tío hizo llamar a Rivas Moure, que entró en la sala cabizbajo y nos saludó sin mirarnos a la cara. Yo le medí desde el primer instante con ojeada despreciativa, afectando dirigir la conversación a Dochán exclusivamente. Mi arenga se dividió en tres puntos: primero, que sentíamos que los señores de La Aurora se nos hubiesen adelantado, porque desde la emboscada del Casino, nuestro apadrinado deseaba encontrar alguien en quien castigar debidamente: la indigna agresión; segundo, que siendo el ofendido el director de El Teucrense, entendía que el duelo durase hasta quedar inutilizado uno de los combatientes; tercero, que no podía contentarse con un palito más, dado con la hoja de un sable sin filo, sino que exigía la pistola, a veinte pasos, avanzando, hasta conseguir «sus propósitos».

A medida que yo hablaba, el semblante irónico y cauteloso de Dochán se oscurecía, y Rivas Moure, que tenía un hociquito de comadreja, exangüe y mal barbado, fijaba con azoramiento las pupilas en la punta de sus botas, no atreviéndose a levantar la consternada faz. Por último, rompieron el silencio, se resolvieron a mirarse, y puestos de acuerdo con aquella ojeada, Dochán articuló:

-Lo que ustedes proponen... no se han fijado ustedes bien... Yo no puedo aceptar responsabilidades gravísimas. Vivimos en una época y un país civilizado...

-Pues a veces parece mentira; y si no que lo diga el señor Rivas Moure -contesté volviéndome hacia el catedrático suplente, el cual torció la cabeza y se paso verdoso.

-En fin, nosotros... -balbució Dochán.

-Nuestro deber es impedir una escena cruenta... un día de luto...

-El duelo es inmoral -añadió sentenciosamente Dochán, levantando un dedo corto y peludo.

-Lo inmoral, señor Dochán -respondí muy despacio, recalcando las sílabas-, es que nuestras costumbres políticas se hayan rebajado tanto, que forme parte de ellas el insulto, el apaleamiento y la agresión traicionera, sin que nadie proteste con un acto digno. El señor director de El Teucrense ha sido agredido de la manera más vil, cuando ni tenía medios de defensa ni amigos que le guardasen las espaldas; y bastante hace al admitir una satisfacción en el terreno que pisan los caballeros, pues estaría en su derecho si, imitando y llevando a la perfección los procedimientos de su adversario, le clavase una bala en la sien, donde quiera que lo encontrase. Conste así, y ruego a ustedes que tomen este asunto con toda la seriedad que exigimos. Esperamos pronta respuesta, y volveremos a recogerla a las cuatro de la tarde.

Castro Mera y yo salimos de allí disputando. El abogado estaba atónito de mi ardimiento, y a la vez alarmadísimo, temiendo que los otros se las tendrían tiesas: «Amigo Castro -le dije-, esta tarde, a las cuatro y media, redactará usted un modelo de acta que dará las doce. Esa gente es tan osada y cínica como blanca de sangre. Capaces de atacar por la espalda cuando van en mayor número, no lo son de ponerse uno a uno ante el cañón de una pistola, en un lance. Sólo pido de plazo hasta las cuatro y media. Estoy tan seguro del resultado, que no apuesto, porque sería, en puridad, robarle a usted los cuartos».

Realizáronse completamente mis vaticinios. A la tarde, Dochán y Rivas Moure, hechos un caramelo de puro corteses, nos ofrecieron todo género de satisfacciones, jurando que sólo la exagerada caballerosidad y delicadeza de su apadrinado había sido causa de una mala inteligencia, y de una provocación que, en su entender, «no procedía». No solamente el redactor jefe de La Aurora, señor Requena, da a ustedes las satisfacciones más cumplidas...

-Sí... pero ¿y el bastonazo? -pregunté encarándome con Rivas Moure.

-Aquí somos gente formal -interrumpió Dochán-. No damos importancia a lo que carece de ella... Un acaloramiento... Cuando asiste uno a bailes y fiestas y pasa algún rato en el buffet... Usted comprende... Por lo demás...

-Bueno, pues que conste en el acta la borrachera del señor redactor -indicó Castro Mera, que, ya envalentonado por el giro que tomaba la cosa, se permitía hasta decir chistes.

-¿Y qué es lo que iban ustedes a hacer además de dar en el acto las satisfacciones más cumplidas?

-Pues además... queríamos decir a ustedes... que de hoy en adelante La Aurora no... vamos, guardará consideraciones... a El Teucrense... y... y a su director... Porque es realmente aflictivo que en el estadio de la prensa se realicen esos pugilatos... La prensa, en cumplimiento de... de su misión sagrada... debe marchar unánime, gestionando los intereses vitales de la región... Es doloroso que se den ciertos espectáculos...

-Vamos -dije a media voz, pero no tanto que no pudiese oírlo Rivas Moure-. De ayer a hoy han descubierto que la misión de la prensa... ¡Botarates! Gato escaldado...

Extendió el acta Castro Viera, con todas aquellas retractaciones y satisfacciones que pudiésemos desear; firmáronla por su apadrinado ellos, y por el nuestro nosotros; y así que la doblamos y la guardó Castro Mera en su bolsillo, reinó embarazoso silencio, hasta que lo rompió Dochán, proponiendo que nos fuésemos al café a solemnizar el fausto acontecimiento del desenlace de tan enojoso asunto. Aceptamos, y nos instalamos ante una mesa donde el camarero depositó inmediatamente el servicio de café y la clásica garrafita de coñac. Fundiose el hielo, y la conversación se hizo animada. Los padrinos de La Aurora estaban indudablemente satisfechos, por la terminación, si no muy gloriosa, al menos bien pacífica del lance, y hasta se permitían bromear con nosotros y manifestar una cordialidad que parecía anuncio de próxima reconciliación entre los partidos dochanista y uncetista. Aquella era la ocasión que espiaba yo para extraerme la hiel del cuerpo. Rompiendo el mutismo que guardaba y dejando mi café intacto, me puse de pie y dije lo más alto que pude:

-Señor Rivas Moure... usted creía sin duda que al sentarme aquí era con ánimo de tomar café en su compañía. Pues estaba equivocado, muy equivocado. Lo que yo buscaba era coyuntura favorable de decirle a usted que no tomo ¡ni gloria! con rufianes y cobardes que apalean a traición.

Y sin añadir una palabra más, cogí la taza del café abrasando, y la arrojé contra la cara de Rivas, donde se estrelló, poniéndole de perlas. Alzose un tumulto; se interpusieron; Castro Mera me sacó de allí... y a poco oía un regular sermón de mi madre, trémula de susto y de indignación contra «ese pillete de Rivas, que ya el año pasado engañó a una muchacha, y la plantó con un chiquillo en el vientre».