La prueba: 14

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La prueba de Emilia Pardo Bazán
- XIV -

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¡Divina Peregrina, y cómo vino al día siguiente la buena de La Aurora! Sueltos embozados y misteriosos: otros que se clareaban; un largo artículo titulado Manos ocultas; unos versos macarrónicos que ocupaban casi toda la tercera plana; el número entero, en fin, consagrado a demostrar esta palmaria verdad: que mi tío Felipe Unceta tenía a sueldo un ejército de espadachines, matones, entre los cuales figuraban, en primera línea, su sobrino y el director de El Teucrense; que con este ejército aterrorizaba y cohibía y ahogaba la voz de la prensa imparcial; pero que no le valdría la treta, porque ellos (los de La Aurora) estaban determinados a irse al bulto y a no entretenerse con espantapájaros y testaferros, imponiendo severo correctivo al que se escondía cobardemente detrás de sus mesnadas, pues ya encontraría modo de llegar hasta su inviolable persona. Mezcladas con estas indirectas del Padre Cobos venían otras no menos ofensivas; salían por centésima vez los solares, con lujo de pormenores aún inéditos, y se hablaba de ciertos incidentes ocurridos en el baile entre un suegro y un yerno, una hijastra y una madrastra, incidentes que habían procurado el donoso espectáculo de una reconciliación de familia, hecha en público por la esposa sin anuencia del esposo.

Con el periódico en el bolsillo salí a pasear mi efervescencia y mi berrinche. Echando mano de toda la filosofía que tengo de reserva, pensaba para mi sayo: «¿Qué se hace aquí? ¿Sentarles la mano de verdad, o mandarles al cuerno? Delibera, Salustio. Comprendo que te molesten algo ciertas estupideces, que te indigne la mala fe de presentarte como un seide de tu tío, una especie de sicario asalariado para tirar tazas de café hirviendo a la cara de sus adversarios políticos. Pero reflexiona y hazte cargo de una cosa, que te refrescará la sangre, impidiéndote cometer las barbaridades que se te ocurren. El razonamiento a que debes atender para calmarte, no tiene vuelta de hoja. La Aurora no se lee fuera de aquí, y aquí todo el mundo sabe cómo las cosas han pasado: luego ni aquí ni fuera puede perjudicarte. A quien perjudicará unas miajas será a tu tío y a su prestigio político. Supongo que dirás que por allí te las den todas».

Con estas reflexiones me aplaqué. Sin embargo, dediqué la tarde a pasear los sitios más públicos, a fin de que no dijesen que me escondía: y puedo asegurar que por ningún punto del horizonte vi rastro de Rivas Moure ni de otras gentes de su calaña. A pesar de que duraba aún la tornafiesta de la Peregrina, ellos se habían retirado huyendo del mundanal ruido.

Al recogerme a casa para cenar, encontré a mi madre agitadísima: hasta que me esperaba en la escalera para desahogar más pronto.

-¿No sabes? -dijo precipitadamente-. Todo se vuelve líos. Ahora vamos a tener huéspedes en la Ullosa. Yo salgo para allá mañana en el coche de la tarde, y ellos pasado en una carretela que alquilan. ¡Bonito jaleo se me prepara! Y me parece que allá no tengo azúcar, y que se me acabó todo el dulce de pera. No sé cómo voy a salir del compromiso. Sólo esto me faltaba: encontrarme con tu tío y su mujer a cuestas...

-¿Cómo? -pregunté no menos alterado que mi madre-. ¿Dice usted que mi tío y su mujer se van a la Ullosa? ¿Pero por qué? ¿Qué novedades son esas? ¿Usted los convidó?

-¿Convidarlos? Chiquillo, ¿qué dices? ¿Qué novedades han de ser? Canguelo... celotipia... o como le llaméis al miedo, para no llamarle por su verdadero nombre. Está Felipe que no le llega la camisa al cuerpo con lo que decía ayer La Aurora y con todos los belenes y desafíos de estos días atrás. A mi modo de ver, recela que los de Dochán se proponen inutilizarle o matarle, para que no les haga sombra y puedan ellos cortar la carne a su santo gusto... Está con esa aprensión que no ve por dónde pisa.

-¿Pero se lo ha dicho a usted?

-¡Hombre! no; él le echa la culpa a la enfermedad, y sale con que los médicos le mandan respirar aires de campo...; y como al Tejo no quiere ir, porque no le da la gana de hacer las paces con el suegro, mira por cuánto no me cae a mí la pejiguera...

-Mamá, ¿qué importa? -contesté calurosamente-. Ya les obsequiaremos lo mejor que se pueda. Lo que hay de cierto es que no es muy airoso para mi tío el largarse ahora. Creerán que está muerto de miedo...

-¡Ya se ve!... Y creerán la verdad pura -confirmó mi implacable mamá.

Al día siguiente salió en el coche de línea, dejándome a mí el encargo de acompañar a los tíos en la carretela. Protesté, aunque la comisión me sabía a gloria; pero al advertirme que era «encargo expreso de Felipe», dejéme convencer, y a las seis de la mañana me vi encerrado en la estrecha cárcel de un cajón sustentado en cuatro ruedas, frente a la mujer querida, respirando su atmósfera y sintiendo por vez primera, desde el famoso vals del Tejo, un año hacía ya, el contacto de sus finos piececitos y de su cuerpo delicado; contacto que me crispaba los nervios y me haría olvidar toda moderación, si el recelo de angustiarla no me sirviese de poderoso freno...

A medida que apretaba el calorcillo y el polvo de la carretera subía en ráfagas turbias, metiéndose por las ventanillas del carruaje, mi tío, acometido de sueño o de modorra, recostara la cabeza en el rincón, y cerrara los párpados. El sol, colándose al través de las cortinas de percal, introducía, por donde estas no ajustaban, una flecha de luz, que bañaba el rostro del hebreo -donde se advertía cierta demacración- y su cuello, salpicado de placas rojizas. Así adormecido, con los ojos cerrados y algo retraídos hacia el cráneo, la boca apretada y las ventanas de la nariz llenas de transparente sombra, parecía un cadáver, y por vez primera se fijo mi pensamiento en la hipótesis de la muerte natural de aquel hombre, único obstáculo a mi dicha. «Está enfermo en realidad: se me figura que lo que tiene es serio. Ha cambiado mucho, ahora lo noto. Su tipo era sanguíneo y fuerte, mientras que en la actualidad tiene un aspecto de mortificación...». Y después de volver a mirarle, yo discurría: «No lo puedo sentir. Si se muere, casi digo que la acierta, dejando a su mujer en libertad y a mí a la puerta del ciclo».

No sé si Carmen interpretó la expresión de mi rostro: lo cierto es que me miró de un modo raro e indefinible, llevando los ojos de su marido a mí, y de mí a su marido. La conversación se arrastraba: apenas si trocábamos alguna palabrilla, adormilados y enervados por el calor y el polvo, mecidos por la trabajosa oscilación del coche, que casi no movían los jacos rendidos de otras viajatas y agobiados de tábanos y moscas. Abanicábase mi tití, y la brisa que levantaba su abanico enfriaba el sudor en mis sienes, causándome una sensación deliciosa...

Llegamos a mis dominios a las tres, exhaustos de fatiga, como si hubiésemos hecho a pie la jornada... Mi madre nos esperaba ya y tenía preparados refrescos, leche, fruta. La tarde la pasamos gratamente fuera de casa, mi tití de bata de percal y sombrerón de paja tosca, divirtiéndose mucho con el gallinero y los establos -pues en mi humilde casita patrimonial no existían jardines, aunque pegados a la tapia crecían rosales, celindas y geranios, flores vulgares con que armé un ramillete para regalárselo a Carmiña-. El reposo después de la sofocación del viaje; la serenidad de la naturaleza, que siempre se comunica al espíritu; la libertad y amenidad del campo, prestaban a mi tía un poco de animación, algo de carmín en las mejillas, y agilidad de los movimientos, infundida por la certeza de que no atisbaba la sociedad. Mi tío, quejándose de dolor en los huesos, se había tumbado en un sofá, y Carmen, mi madre y yo quedamos dueños de la huerta.

Aquella tarde, y también al otro día (el lugar, la ocasión y mis años explican, si no disculpan, el fenómeno), rompiose algún tanto la valla del respeto interior que ofrecía a mi tití en holocausto; hizo la sangre su oficio, y noté con terror que si antes me dominaba al tenerla próxima o encontrarme a solas con ella, la inmunidad había desaparecido, y el amor dantesco ya se revelaba vivo y humano, como arraigado en las entrañas. Sentíame capaz de incurrir en desacatos, no sólo indelicados, sino odiosos, que me enajenasen para siempre una voluntad secretamente mía, y me abochornasen después. Me temía a mí mismo, como temen los propensos al suicidio acercarse a la boca de un abismo o sacar el cuerpo fuera por la barandilla de una torre. Me proponía vencerme en absoluto; pero no estaba seguro de conseguirlo, a menos que me ayudasen las circunstancias.

Diré de qué horrible manera me ayudaron.

Al tercer día de nuestra estancia en la Ullosa, mi madre y mi tío salieron juntos con objeto de ver algunos sembrados y majuelos, orgullo de la cultivadora. Ambos iban de sombrero de paja y sombrillas de crudillo, forradas de verde. Yo me quedé leyendo y soñando, encendida la sangre con la idea de que Carmiña estaba a pocos pasos de mí, en la soledad de aquella casa, donde sólo se cría el pesado zumbido de las moscas, y alguna que otra vez, a lo lejos, la orgullosa, retadora y melancólica voz del gallo en el corral. El sol, el silencio, el misterio de las ventanas entornadas para procurar un poco de frescura, eran incentivos de mi imaginación, gotas de lava derramadas por mis venas. ¡Tenerla allí, tan cerca, y no cerciorarme de que positivamente me quería! Y el caso es que se me figuraba que si ella viniese y me diese de palabra, sólo con una palabrita, el bálsamo consolador de la esperanza y de la promesa, aquel entendimiento y aquella inquietud dolorosa se desvanecerían en un soplo.

¿Dónde estaría? Encerrada en su cuarto, de fijo, por no encontrarse conmigo a solas. En estor pensaba, cuando prestando atención, oí su voz en el establo, a mis pies. Los establos, en la Ullosa, forman la planta baja, y encima dormimos los racionales, por lo cual mi madre sostiene que no existe en el mundo mansión que reúna tales condiciones de salubridad. Yo atendí a la voz, que pronunciaba cariñosos adjetivos en dialecto, palabras tiernas: no tardé en comprender que iban dirigidas al recental, cría de la vaca, la madre había salido sin duda a pastar al monte, y el ternerillo, sólo en la cuadra, mugía saudosamente, a pesar de decirle mi tía tantas cosas dulces, y de ofrecerle pan. Dudé al pronto, pero por fin descendí al establo, y a despecho de la media oscuridad que en semejantes sitios reina, divisé a Carmiña con su bata de percal, remangada de brazos y presentando al becerro un puñado de hierba tierna y húmeda. El gracioso animal sacaba su hocico tibio y sedoso, pasándole: a mi tía por las manos la áspera lengua, y mojándola de baba clara y pura como la de un niño. Sus ojos nos miraban cándidos y asombrados; sus doradas orejillas cortas se empinaban sobre su infantil testuz. Era imposible no deleitarse con tan gentil y precioso bicho, y la tití me lo dijo en cuanto me acerqué.

-¡Cosa más mona!... Tráele hierba, verás cómo se la zampa... Te digo que es una judiada dejarlo solito. ¡Pobriño... anda, come, bobo, come!

La obscuridad del establo no me permitía ver a mi interlocutora sino de una manera vaga, que me alentaba a pronunciar palabras atrevidas. Y seguramente iba a deslizarme, cuando entró, sudoroso y limpiándose la frente con la manga, un gañán, el mozo de labranza de mi madre, que nos presentó, muy envueltas en un pañuelo de algodón para que no se manchasen los sobres, diez o doce cartas y unos cuantos periódicos. Salí a la luz, miré los sobres uno por uno, y como todos venían dirigidos a mi tío, se los entregué a Carmiña. Los periódicos iba a guardármelos; pero viendo entre ellos dos números de La Aurora, les quité la faja en un santiamén y busqué en el texto algo que se refiriese a nuestras recientes tragedias, recelando encontrar alusiones a la precipitada marcha que bien podía parecer cobarde fuga, y en efecto lo era, por parte de mi tío al menos. Lo primero con que tropezaron mis ojos fue un artículo titulado: «Retirada vergonzosa». En él ponían a mi tío de vuelta y media por haber tomado las de Villadiego. Y en el numero siguiente, otro artículo, cuyo encabezado y contexto me parecieron harto graves. Rezaba el epígrafe:«Los hijos de Israel, o un trozo de historia retrospectiva»; y allí, exhibido con lujo de erudición -robada sin duda a la cobarde complacencia de don Wenceslao Viñal-, se hacía la descripción física de mi tío, relacionándola con su origen judaico; se hablaba de los judaizantes castigados por al Inquisición, sobre todo del azotado Juan Manuel Cardoso Muiño; se daba vaya a los «aristócratas» que mezclaban su sangre con una sangre tan impura, y se establecía cierto paralelo entre la procedencia y las mañas de don Felipe, el cual, no pudiendo prestar a usura como sus abuelos, se dedicaba a chupar la sangre de la provincia. El artículo, aunque lleno de procacidad e insolencia, revelaba maña para eludir la denuncia ante los Tribunales, sin dejar por eso de mortificar, herir y levantar roncha. No sé por qué, al arrugarlo con involuntaria ira, me atravesó la mente este pensamiento: «¿Sabrá ella que está casada con un judío?». Creo que me sugirió tan mala idea la familiar palabra judiada, empleada por la tití para calificar el hecho de separar al ternerillo de su madre. Ni siquiera reflexioné que si mi tío era hebreo, me alcanzaba a mí la mancha de familia: y tendiendo a la tití el periódico, la dije: «Carmiña, lee. Mira a dónde llegan los rencores políticos».

Se asomó también a la puerta del establo, y leyó. La observé entre tanto. Sin duda la lectura confirmaba presentimientos antiguos, repugnancias indefinibles hasta entonces, estremecimientos del alma que no podían justificarse por ninguna razón material y tangible. La aversión quedaba explicada ya. Aquella cara de judío no la dibujaba la imaginación antojadiza; su marido parecía un sayón... porque lo era; y el horror instintivo acertaba más que los razonamientos.

Devolviome el periódico sin pronunciar palabra, y subiendo la escalera, se encerró en su cuarto con llave.

Mamá y mi tío regresaron pronto. Comimos, y hasta dormimos un rato de siesta, pues en el vallecito de la Ullosa, encerrado entre colinas, el calor, en las horas meridianas, era intolerable. A eso de las cuatro vino mi tío a llamar a mi puerta, y entró en el cuarto, diciéndome:

-Salustio... ¿Conoces tú por aquí cerca algún médico formal y que sepa su obligación?

-¿Aquí cerca? -respondí-. El de Cebre no es malo; es un hombre estudioso y que se toma interés por los enfermos... Una vez asistió a mamá en unas anginas. Pero... ¿qué sucede? ¿Está indispuesta... mi tía?

-No... ¿Qué distancia hay hasta Cebre?

-Hay tres leguas que andar, lo menos. No importa; enviaremos al criado.

-¡Bah! -respondió-. No merece la pena. Iré a Pontevedra... es preferible. Lo que tengo no vale nada probablemente. Por la mañana tomamos una ración de sol más que regalar; yo traía ya la sangre quemada con los belenes de estos días... y creo que se me ha arrebatado la erisipela un poco. Se me han formado ampollitas... ¿ves? -añadió remangándose el puño de la camisa y enseñando su brazo velludo-. Luego reventarán... El soleado es dañosísimo para esto de los humores.

Sin duda a causa de la antipatía que me inspiraba el paciente, se me figuró muy, repugnante el aspecto de las ampollas, y me costó algún esfuerzo fijar en ellas los ojos. Ofrecime a ir en persona a Cebre y traer al médico si hacía falta. «No -contestó mi tío-. Voy yo a Pontevedra, ida por vuelta, a consultar a Saúco, que esta allí, según he visto en los periódicos. Pero se me figura que no hay necesidad. Con un poco de agua de vegeto me pondré tan bueno. Hice una imprudencia en exponerme al sol de justicia de esta mañana. Tu madre se moría si no me enseñaba la viña nueva. Además está uno desazonado, porque aquella gente... En fin, cuestión de refrescos. Irritación y nada más».

No se volvió a hablar aquel día del padecimiento. Ni yo pensaba en él, dedicándome a estudiar en el rostro de Carmiña los efectos de la revelación contenida en el artículo de La Aurora. ¡Ah! Se veían tan patentes como si los hubiese escrito un dedo de fuego en su fisonomía. El esfuerzo de un mes para querer a su marido era inútil; el desvío instintivo se sobreponía ya, la naturaleza recobraba sus derechos, y al contacto del deicida estremecíase profundamente la cristiana...

A la mañana siguiente se me pegaron a mí las sábanas. Me habían desvelado toda la noche mis sugestiones de pasión y de odio, mis livianos pensamientos y la desazón de girar en aquella especie de círculo vicioso o devaneo estéril en que consumía mis mejores años, la savia de mi cerebro, y las fuerzas de mi alma. Mientras corrían las horas nocturnas, yo cavilaba si no sería mejor hacer de una vez algo, malo o bueno, disparatado o razonable, pero decisivo; algo que pusiese fin a la situación ambigua, rara y casi tonta de enamorado platónico; algo, en suma, que me desentumeciese y me resolviese el problema, aunque fuese echándolo todo a rodar. Fluctuando así pasé, lo repito, de claro en claro la calurosa noche veraniega, y sólo al amanecer concilié un sueño letárgico: de modo que a cosa de las diez aún no me había rebullido, ni por asomos. Incorporeme sobresaltado al oír que entraba en mi dormitorio una persona que abrió de golpe las maderas, arrojando sobre mis ojos y mi cara un torrente de luz solar y exclamando en el tono con que gritaría «¡Fuego!»:

-¡Salustio, Salustio!

Abrí los párpados, aturdido todavía. Era mamá. Aunque embargadas mis potencias por el sueño, presentí o adiviné que algo grave, gravísimo, ocasionaba su entrada en mi cuarto a deshora y aquel extraño acento. Me froté los ojos, me estiré, moví la cabeza y vi que el rostro de mamá expresaba un sentimiento mixto: sorpresa, miedo, espanto y cierta satisfacción misteriosa... Se inclinó sobre mi cama y dejó caer estas palabras:

-¿Sabes qué ocurre? Salustio... ¿sabes?

-¿Qué? No... ¿cómo he de saber? Carmiña...

-¡Carmiña! Sí, ¡buena Carmiña te dé Dios! Tu tío...

-¿Ha reñido con ella?... ¿La?...

-Tu tío -dijo enérgica y rápidamente- ha pasado la noche con calentura y dolores; cree que tiene un ataque de erisipela, una inflamación de la sangre...

-Bien, ¿y?...

-¡Y lo que tiene es el mal de San Lázaro!... -articuló mi madre, con los ojos dilatados de horror.