La prueba: 17
- XVII -
La experiencia, sí... pero, ¿cómo me iba a gobernar para adquirirla? Porque era dificilísimo ver despacio a tití, que salía poco del cuarto del enfermo; y en este cuarto la permanencia se me figuraba ingrata en demasía. Resolví esperar al domingo para pasar allí cierto tiempo y sacar algo en limpio acerca del actual estado de cosas.
No me faltaba conversación en la casa de huéspedes, porque conviene saber que Luis Portal, ya dueño de su diploma, pero no colocado todavía, no se había movido de Madrid, donde al llegar yo, le encontré... ¡oh asombro! reñido, enteramente reñido con la inglesa.
-Pero chacho, ¿cómo ha sido eso? -preguntele atónito-. ¡Si estabas hecho un arrope manchego! ¡Si no se te podía resistir!
-¡Ahí verás tú! -respondió el oportunista, agarrándose febrilmente a mi brazo y paseando conmigo, arriba y abajo, por el reducido cuartuco-. Eso te probará que soy todo un hombre, y que no me dejo llevar de la fantasía, ni del capricho, ni de la pasión. Si tomases ejemplo de mí, mejor te fuera. A mí no me arrastra el corazón, o lo que sea, a cometer insensateces y a comprometer mi provenir.
-Bueno; déjate de filosofías, y vengan detalles. ¿Por qué has tronado con tu Mó?
-¡Hijo!... Por trescientas mil cosas. Mejor dicho, no... sólo por una... pero menudita. ¡Bagatela! La señorita Baldwin quería... ¡no se le ocurre ni al diablo! quería casarse conmigo. Y no para más adelante, cuando yo tenga unas miajas de porvenir, cuando me abra mi surco... Ahorita, inmediatamente... Para irnos juntos a Ciudad Real, adonde estoy, destinado.
-¡Hombre!... ¿Pues no decías que Mó no pensaba en casaca, y que era una mujer superior, y así y andando?
Mi amigo me miró con sus ojos ardientes, hinchados y cercados de negras ojeras.
-Eso parecía... Cualquiera lo hubiese pensado... Pero, hijo... así que me vieron metido en harina, me echaron la red. Fue una conspiración sumamente curiosa, en que toda la familia Baldwin tomó parte. Dieron por hecho que nos casábamos: ya conoces el sistema. Los chiquitines me llamaban brother; la pastora me decía a veces: «Luis, hijo mío...». Abusaban de mí como si ya tuviese puesta la coyunda; me empleaban sin escrúpulo y sin duelo en sus obras de propaganda y evangelización, y yo quisiera que me vieses ocupado en corregir pruebas de un folleto titulado La gran crisis, donde se profetiza que el jueves 5 de marzo de 1896 serán arrebatados al cielo, sin morir, ¡ciento cuarenta y cuatro mil cristianos!
-¡Bah! Exageras.
-¡Qué he de exagerar! No te rebajo un cristiano de los ciento cuarenta y cuatro mil. Aquí conservo ejemplares del folletito, parto de la musa de mi reverendo ex suegro el señor Baldwin, o, mejor dicho, de la pastora. Mira ese grabado: la mujer encarnada sobre la bestia bermeja. ¡Qué mono! Representa a Roma. ¿No ves la tiara?
-Pero entonces, aquella señora Baldwin tan fina y tan lista... ¿está loca, o qué?
-Yo no sé qué responderte. Es una cosa muy rara. Creo que la cultura y la sensatez de esa gente no pasan del exterior: hay un barniz simpático, que encubre un fanatismo delirante y una intransigencia cruel. Mó, educada de otra manera, sería un encanto de muchacha: no puede negarse. Porque hay allí tesoros... Pero le han inoculado el virus...
-¡Santa Bárbara! -exclamé cogiéndome la cabeza con las dos manos-. ¿Pues no pretendías haber descubierto en ella el ave Fénix... la mujer del porvenir? ¿En qué quedamos? Veo que se te han caído los palos del sombrajo completamente. ¡Qué variación!
-¡Qué quieres! -profirió con amargura Luis-. Yo tengo el defecto de ver claro...
-¿A última hora?
-¡Más vale tarde que nunca! -añadió con despecho-. He penetrado más allá de lat cáscara... y resulta que era de plaqué y saltaba al apoyar el dedo. Hoy por hoy, no sé si te diga que prefiero el tipo de nuestra mujer ignorante y cerril a una marisabidilla como Mó. Las cosas a medias, los conatos siempre tienen algo de aborto, cierto sello ridículo. La instrucción de Mó es embolada, es ñoña; sólo sirve para confirmar preocupaciones, no para desterrarlas dejando libre el campo intelectual. A Mó le han enseñado a pintar, pero sin estudio del modelo vivo, flores y pájaros únicamente; Mó toca el piano... como cualquiera; a Shakespeare lo lee, conformes... pero en edición expurgada; Mó conoce la historia de su país... según un compendio para niños; en suma, chacho, cuando yo creía encontrar su espíritu igual al de un varón... me suena a hueco, lo mismo que el de las demás hembras, y además lo estorban unas florecitas de trapo y unos requilorios de altar de convento...
-¿Y cuándo has notado eso tú? -pregunté al oportunista.
-¡Bah! Inmediatamente -afirmó alzando los hombros-. Pero no quería convencerme, porque... -Riose nerviosamente-. ¡Esto del amor es una cosa empecatada!
-¿Y reñisteis por eso sólo?
-Reñimos -contestó Portal repentinamente exaltado y, echando chispas por los ojos y lumbres por su amplia faz- el día en que me planteó la crisis e hizo cuestión de gabinete la inmediata boda. Yo me solivianté... y ella no, al contrario: estaba más serena, y más cándida, y más guapa que nunca... ¡Erre en que hacía un papel desairado, y en que a su edad ya su madre llevaba tres años de matrimonio, y, habían nacido ella y William, el mayor de los chicos... ¡Estuve por decirle que la indemnizaría del retraso! Desde que empezamos la polémica, me trató de usted... ¡Y si vieses qué sonido tan particular, tan seco, le daba al usted la muchacha! Yo, haciéndola mil reflexiones... y nada, tiempo perdido... como si hablase a esa cama de hierro...
Calló un instante el oportunista, y sus cejas se contrajeron con sombría expresión. Al cabo de algunos segundos añadió con esfuerzo:
-Llegué a figurarme que esa mujer no me ha querido nunca. Sí, adquirí el convencimiento...
-¿Por qué se quiso casar pronto?
-¡Bah! Por eso no precisamente... Hay que fijarse en las caras, los gestos, la manera de mirar... Lo que uno cuenta no da jamás idea de lo que ha sucedido. Quisiera que la vieses. Parecía un mercader discutiendo un negocio... Aquel corazón es de berroqueña; es un témpano, mejor dicho... ¡Un témpano! No sé cómo pude llegar a ilusionarme tanto al principio, y personificar en Mó la mujer nueva nada menos. ¡Corteza, cáscara, mentira! Pero yo, en mis trece. De casaca no quise ni prometer, ni soltar prenda. ¡Si vieses con qué tranquilidad me despachó! Yo en la puerta, y ella de espaldas, rígida, sin llamarme... Pero se lleva chasco, que con Mathew tampoco se casa. ¡Buena gana tiene el mozo!
-Mathew... ¿Quién es ese? ¿Un rival?
-Un cajero que se trajo de Inglaterra la compañía Stirling. ¡Un inglesito más antipático! Y piensa en bodas lo mismo que yo. Ya verá la señorita Mó cómo se lleva chasco... Mathew no se casa... ¡Como no se case con una botella de gin!...
Al hablar así, el rostro de mi amigo se descomponía, contrayéndose de ira reconcentrada y revelando oculto sufrimiento.
-Pues si resulta que Mó no es lo que tú soñabas -le dije- debes alegrarte del trueno.
-Y me alegro... ¿Quién lo duda? ¿Crees que lloro? Así que me largue a Ciudad Real... bailaré de gusto. ¡Ventaja mayor! Pero no todos se mostrarían tan enteros. Esto requiere mi fuerza de voluntad.
No guise dar broma a mi amigo, porque me parecía crueldad manifiesta. Conocí que estaba herido de punta de amor, tanto o más que yo mismo; que rebosaba despecho y amargura, y que pacía de tripas corazón. Ya me encontraba yo versado en los misterios del antojo amoroso, de ese diablo que se nos aloja en las entrañas y no nos deja vivir, y figureme que la traducción más fiel y ajustada de ciertas biliosas melancolías, de ciertas alegrías sin pretexto, y aun de ciertos desórdenes en que vi caer a mi sensato amigo, no tenían otra explicación sino la de haberse quedado su alma cautiva entre los deditos de la bella zagala evangélica.
Antes de avistarme con mi tío hablé confidencialmente al doctorcillo Saúco, su médico de cabecera desde que Sánchez del Arroyo había interrumpido sus visitas, nunca muy frecuentes, como de facultativo llegado ya a la cúspide de la reputación. Al pronto intentó mi paisano disimular conmigo y convencerme de que la enfermedad de don Felipe Unceta no era sino una «degeneración cutánea»; pero persuadido de que yo estaba en autos, cantó de plano el hombre. «Entonces, hijo, ya que lo sabes... Pero guardame el secreto; es decir, guárdetelo a tí propio; que si se enteran por ahí de que te viene de casta... Por supuesto, tú no tienes nada que temer. Si acaso, tus hijos; esta enfermedad casi siempre salta una generación. A veces también se extingue, a fuerza de tiempo y de cruzamientos de sangre. Lo que va siendo raro es que se presente tan de mano armada y, con proceso tan rápido como en tu tío. Esta... esta es de órdago. Ya se le van anestesiando las extremidades. Los músculos empiezan a atrofiarse».
-Pero yo creí que no había semejante enfermedad en el mundo.
-¡Vaya si la hay! Sólo que a esa clase de padecimientos, en las personas acomodadas, los llamamos de dientes afuera dermatosis, degeneraciones cutáneas... y adelante con los faroles. No son frecuentes, sin embargo, en la esfera social de tu tío los casos de lepra.
-¿Y tiene cura? -pregunté con ansiedad, aunque presumiendo la respuesta.
-¡Cura...! El cura, hijo... si es buen católico ese señor. Sólo caben paliativos. Y la cosa va de prisa. A quien compadezco es a la pobre señora. Tu tío será dentro de poco un montón de lacería, como Job en su estercolero. La Edad Media en estos casos aislaba rigurosamente, y dicen que a los gafos se les ponía al cuello una campanillita para que huyese de ellos la gente sana. Hoy tendemos encima de ciertos males repugnantes un velo de ácido fénico... y se acabó. Mucha desinfección, pero igual podredumbre. Y aquí tienes un caso en que yo entiendo que procedía la disolución del matrimonio.
Después de estas advertencias facultativas, cualquiera presume cómo iría yo de preocupado cuando el domingo logré por fin tiempo y oportunidad de ver al enfermo y a la enfermera... No sé qué frío misterioso me traspasaba los huesos al subir las escaleras, al llamar, al entrar en el cuarto de mi tío... Encontrábase este arrellanado en un sillón, con un periódico sobre las rodillas: sin duda acababa de leerlo. A su lado, tití hacía labor. Cuando yo llegué, ella tenía la cabeza baja: así es que lo primero que atrajo mis miradas fue el rostro del enfermo.
Había en él algo que impresionaba siniestramente, tal vez por su misiva inmovilidad, pues noté que le faltaba el juego expresivo de las facciones, sin duda a causa de la atrofia muscular de que hablara el doctorcillo. No estaba, sin embargo, ni muy desfigurado, ni enflaquecido en demasía. Sus cejas y pestañas habían desaparecido casi, y en la parte inferior de sus mejillas noté manchas lívidas y siniestras. Mi angustia creció al comprobar la tremenda verdad del pronóstico de mi madre. Era el mal sagrado y pavoroso de la Biblia, que al cabo de tantos siglos caía nuevamente sobre la raza de Israel!...
Mi tío, al verme, hizo lo que acaso por suspicacia hacen todos los enfermos de finales considerados contagiosos: me tendió la mano, ya algo retorcida por la gafedad, y mostró intención de apretármela. Yo no vacilé, y se la entregué explícitamente, llevado de un instinto de delicadeza; pero, al tocar la suya, me subió una náusea al galillo. El horror tradicional a aquel formidable castigo del cielo surgía del fondo de mi alma, y mi diestra se estremeció en la del leproso...
Tití se había levantado para saludarme. También me alargó su manecita, cuyo contacto me sorprendió, porque no estaba calenturienta. Entonces me atreví a mirarla de frente, y admiré el cambio de toda su persona. Ya no mostraba decaimiento, ni demacración, ni ojeras, ni aquel terror que se grabara en su rostro cuando en la Ullosa comprendió que era de estirpe hebrea su marido. La vida brillaba en sus serenos ojos; su tez, aunque no sonrosada, tenía la tersura que presta el equilibrio de los humores; había cobrado carnes, y en sus brazos y talle observé dulce plenitud de formas. Su actitud misma se diferenciaba completamente de la de antes. Ahora mostraba una tranquilidad resuelta, una presencia de espíritu que casi podía confundirse con el gozo. Si yo conociese menos los quilates del alma de la tití, creería que la alegraba la enfermedad de su marido. Lo cierto es que su transformación la favorecía notablemente: era otra mujer, y mujer capaz de inspirar todos los desvaríos de la fiebre amorosa. Y, sin embargo, yo, que había ardido por la triste y desmejorada criatura vista en Pontevedra, hoy me reconocía perfectamente dueño de mis sentidos: abismado en la idea de la enfermedad, no creía que pudiese mi imaginación inflamarse nunca en aquella atmósfera.
-Hoy nos acompañarás a la mesa, Salustio -advirtió mi tío, dirigiéndose a su mujer-. Que le pongan un plato. Vente todos los domingos: yo no puedo salir, y me darás conversación. Se aburre uno de estar así sujeto, tan encerrado, tan privado del trato de gentes...
-¿Y cómo se encuentra usted? -dije, por decir algo.
-Hombre... ¡qué sé yo!... Saúco siempre me anima, y se ríe de mí... Dice que pasaré mal invierno tal vez, pero que a la primavera estaré muy aliviado. Ya ves que aún me queda buen rato de rabiar... Se me agarró de veras el condenado reumatismo, y como está complicado con la erisipela, de ahí se originan estos malditos fenómenos o degeneraciones cutáneas... Lo peor de todo, que está uno hecho un sucio; que no se puede presentar ni en el Congreso ni en ninguna parte, hasta que empiece a quitarse esto del pescuezo y de la cara... Vamos, que está uno impresentable; y aquí en Madrid no se admite la gente sino charolada y lustrosa... Lo siento, porque Dochán en el interregno se despacha a su gusto y me hace por allí barrabasadas...
No contesté. ¡Me parecía tan cómicamente fúnebre oír a aquel hombre sentenciado a muerte interesarse por mezquindades de política local!
-Si pudiese cuidar -añadió-, aún daría mis vueltas por ciertos Centros, y divertiría a toda aquella pandilla de los Dochanes, los Requenas y los Rivas Moure. Precisamente ahora tienen descontento a don Vicente, y lo pasarían bastante mal si yo no estuviese inutilizado.
La voz de tití se alzó entonces, timbrada con la misteriosa sonoridad que indica que lo que se dice sale del alma.
-No pienses en esas niñerías, Felipe -murmuró amistosa y eficazmente-. Piensa en tu curación, si Dios quiere permitir que te cures pronto. Allá los de Pontevedra que se arreglen como gusten. Primero eres tú. Yo no entiendo de medicina, pero me parece que la condición necesaria para sanar debe de ser tranquilizar el espíritu, ¿no es cierto, Salustio? Y cuando por casualidad nos viene un mal de esos que no tienen remedio... entonces... ¡cada vez se necesita más el sosiego del ánimo, la resignación y el desprecio de las menudencias!
Al decir esto, recogió el periódico, que se le había caído a su marido de las manos casi inertes; y comprendiendo sin duda la conveniencia de distraer su espíritu y quitarle de la cabeza los pensamientos relativos a su mal, que pudieran abrumarle, fue preguntándome mil cosillas de la Ullosa, de mi madre, de la huerta...
-¡Si vieses el becerrito! -la dije-. ¿Te acuerdas qué chiquitín? Podíamos llevarle en brazos como a una criatura... Pues ahora se ha hecho un ternero hermosísimo. Está casi tan grandote como la madre...
La evocación de este recuerdo inofensivo y bucólico la hizo ruborizarse algún tanto.
-Carmen -indicó el enfermo-: siento mucho frío aquí. ¿Por qué no enciendes?
La verdad es que el aire era templado y suave, y que no hacía la chimenea maldita falta; pero sin duda el frío del hebreo era aquel que radica en la médula y gira por las venas llevado por la aglobulia. Carmen accedió a su deseo prontamente: la leña estaba colocada ya haciendo pirámide, y las satillas en su punto: con aproximar un fósforo bastó para conseguir en breve hermosa llama. Mi tío se acercó a ella, tendiendo los pies con movimiento más propio de la estación boreal que de un otoño tan benigno. Carmen y yo seguimos charlando de la Ullosa. Otras veces, en presencia de su marido, no solía ser tan íntima y afectuosa nuestra charla. Ahora se notaba en su manera de cruzar la palabra conmigo, que no sentía encogimiento alguno, que me hablaba... como se hablan los que no tienen ningún secreto, nada sobreentendido, que el mundo debe ignorar.
Cuando más engolfados estábamos en nuestra inocente conversación, en que el enfermo tomaba alguna parte, aunque no mucha, como si el hablar le costase esfuerzo, de pronto la tití saltó en la silla.
-Huele a chamusquina -dijo mirando alrededor y sacudiendo el borde de su falda-. ¿Qué es lo que arde, Salustio?
Me acerqué a la chimenea... y vi que lo que ardía, despidiendo humo y tufo insufrible, era la zapatilla del enfermo, cuyo pie izquierdo se apoyaba casi en uno de los inflamados troncos.
-¡Tío que se abrasa usted! -grité; y uniendo la acción al aviso, desvié la butaca y le pase fuera del alcance del fuego. Su mujer, al hacerse cargo de lo que sucedía, se precipitó, se echó de rodillas y arrancó del pie la zapatilla, por un lado medio carbonizada. Salieron adheridos a ella fragmentos del calcetín, y por el tejido de algodón vi extenderse, formando geométricas ondulaciones, la llama. En el sitio descubierto del pie había una llaga estremecedora... Carmen exhaló un grito.
-¡Pero si te has achicharrado el pie! -exclamó alarmada, palpando la quemadura, que era profunda y extensa-. ¡Te lo has abrasado!... ¡Hasta huele a carne tostada!
-No puede ser... ¡Si no me duele! -contestó el enfermo.
-¡Te digo que te has quemado!... -respondió ella con acento doloroso y compasivo-. No muevas el pie, que voy a buscar bálsamo, un trapo y una venda.
-Yo iré, Carmen; explícame dónde está todo eso -pronuncie, ofreciéndome con solicitud.
-Gracias; tendrías que tardar... yo vuelvo en un instante.
Salió rápidamente, y, en efecto, al minuto volvería, trayendo lo necesario. Arrodillose ante el enfermo, y con precauciones infinitas, mucho aplomo y mucho mimo, curó la llaga, aplicándole el bálsamo empapado en un trapo limpio, doblado en dos. De tiempo en tiempo alzaba la cabeza con inquietud.
-¿Pero no sientes dolor ninguno? ¿Ninguno, ni miaja?
-No, mujer -articuló el esposo-. Sin duda me ha insensibilizado los tejidos la erisipela. Ese pie me parece que no es mío. No te tomes tanta molestia: haz con él lo que quieras, por que no siente.
Vendado ya el pie, Carmen trajo un calcetín y pasó todos los trabajos del mundo para meterlo por encima de la venda. Logrolo; fue por otras zapatillas, y al cabo depositó el lastimado miembro sobre un cojín, rodando la butaca al punto donde le pareció que el enfermo disfrutaría del calor sin miedo a contingencia semejante. Al ejecutar estas acciones, se acusaba de lo ocurrido. «Culpa mía... Por no mirar... A los enfermos no debe perdérseles nunca de vista. Ya no volverá a sucederme, Felipe. Ahora quiera Dios que venga pronto el doctor Saúco... No, no creo que deje de dar una vuelta por aquí esta noche. Ya nos dirá lo que conviene poner a la quemadura. Porque yo no me atrevo a aplicar remedios sin que Saúco me los disponga».
Habiéndome repetido el enfermo con insistencia el convite de acompañarles a comer, hube de aceptar, temeroso de que mi negativa se interpretase como asco o miedo al contagio horrible. Entre Carmiña y yo le ayudamos a pasar al comedor -pues decía que quedándose en su cuarto le entraba murria-. No fue fácil la traslación. Aquel hombre que, al abrasarse un pie, no había sentido asomo de molestia en sus tejidos achicharrados, tenía, al adoptar la posición vertical, tan agudos dolores en los huesos, que en el momento de incorporarse exhaló un gemido ronco, y luego una maldición ahogada entre dientes. Pasado el primer instante, quiso ir solo, y nos mandó que le soltásemos: así lo hicimos, y empezó a andar mirando fijamente hacia sus pies y tambaleándose...
-Felipe... -dijo la tití en suplicante tono- Felipe... por Dios... apóyate en mí. Tengo miedo de que te caigas. Con el pie así lastimado... Cógete.
Sostenido por ella, hizo la breve travesía, y al sentarse suspiró profundamente, como quien sale de una faena terrible. Antes de que empezásemos a comer, mi tití fue más de media docena de veces a la cocina, a que el caldo del enfermo estuviese bien colado y bien desalado, a que no le sazonasen la carne, a filtrarle el agua, con otras menudencias de enfermería íntima. Yo entretanto aguardaba, y mis ojos, sin querer, se fijaban en la loza blanca del plato sopero vacío colocado delante de mí, y en el cristal de los vasos, donde aún el vino tinto no lanzaba sangrientos reflejos. ¿Lo pongo aquí o no lo pongo? ¡Sí! ¡Vaya toda la verdad en su desnudez, más bella, para el que sabe considerarla, de lo que son jamás las galas de la mentira! En aquel momento me parecía el colmo del sacrificio y del espanto comer en semejante vajilla y beber en vasos semejantes. ¡Compartir los manjares del leproso! Una horripilación interna me cerraba el estómago lo mismo que recio tapón. Es verdad que ya me había desayunado con mi tío en la Ullosa, sospechando que tenía lepra; pero es distinto: entonces no estaba seguro de que lo fuese; no la había visto en toda su fealdad; no había respirado sus miasmas... «No, lo que es hoy, no entra bocado en mi cuerpo... En ese borde del vaso puso los labios... y esta cuchara la habrá introducido cien veces en la boca...».
Cuando la tití regresó al corredor y, ocupó su silla, atravesaba yo uno de esos instantes críticos, en que un sudor se va y otro se viene, y la voluntad flaquea, más aplanada por un insignificante obstáculo que ante alguna empresa dificilísima. Sentía que no me era posible tocar a la comida; que iba a atragantárseme o a causarme los efectos del mareo. ¿Quién me había mandado aceptar? No, no podía...; estaba viendo siempre el pie del malato, los tejidos lacerados por la enfermedad y, por el fuego; notaba el espantoso dolor inquisitorial de la achicharrada carne...
Mi tití cogió la sopera, la destapó, me sirvió sopa... Ya su marido y ella esgrimían la cuchara, y empezaban a comer. Hice un esfuerzo, llevé una cucharada a la altura de la boca... para devolverla al plato sin probarla, pues había en mi garganta un obstáculo, algo que materialmente impedía, como una compuerta, el paso de los alimentos. Entonces Carmen alzó los ojos, y los puso en mí con serenidad majestuosa. Aquella ojeada era la que yo me temía. Torcí la faz; pero las grandes pupilas negras me seguían, y con energía magnética me obligaban a que me volviese y respondiese a la mirada. No era un mirar airado ni desdeñoso: estaba impregnado de piedad..., pero de piedad algún tanto compasiva... lo peor, lo más mortificante. Parecían decir: ¿Lo ves, sobrino? Ahí tienes tú hasta donde llega la caridad racionalista y el valor romántico, que no se apoya en creencia ninguna. ¡Fantasmón! ¡Tantas plantas como has echado... y no puedes ni tomar una cucharada de alimento aquí! ¡Miren qué gran valentía se le pide al caballero andante este! Engullirse un plato de sopa de tapioca... Ni más ni menos. ¿Pues a que no lo engulle? ¡Pobretín, y qué lástima me estás dando! ¡Para que te pusiesen a ti a desempeñar mis funciones y a curar llaguitas!».
Y yo sin tragar la cucharada... Al cabo mi tití sonrió como debe de sonreírse un serafín que se burla de algún diablillo de escalera abajo... y me dijo con desesperante bondad:
-Salustio, si no tienes ganas, no comas... Me parece que hoy has almorzado tarde.
-Muy tarde, por cierto -respondí cobardemente, vencido, desmoralizado, seguro de que no podía dominarme hasta deglutir la maldita sopa-. A las tres... figúrate... y fuerte.. con Portal y otros amigos... Ahora me sería imposible...; pero por no desairaros...
-Pues por Dios, nada de violentarse -indicó ella, subrayando las palabras.
Respiré, y aparté el plato. Repentinamente aliviado del pánico de comer allí, se me desató la lengua, y hablé con animación, tratando de meter gran bulla para ocultar mi ayuno. Ni café me presté a tomar, a despecho de las instancias de mi tío, que porfiaba a fin de que yo probase algo. A cosa de las nueve se alzó el mantel, y nos quedamos en el comedor un ratito de tertulia: hablose de Aurora Barrientos, que estaba próxima a contraer nupcias con su notario, de lo poco que ahora subían las niñas y la mamá... Esto lo indicó mi tío, con cierta irritación en la voz. «De los enfermes todo el mundo escapa», murmuró sordamente. Poco después de las nueve vino Saúco; enterose del incidente del fuego, hizo las preguntas que son de rigor en casos tales, recetó, añadió varias advertencias... y al indicar que se retiraba, yo, que no me resistía a mí mismo, que creía ahogarme en aquella atmósfera, me escapé con él... sin tender la mano a mi tío.