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La prueba: 18

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La prueba
de Emilia Pardo Bazán
- XVIII -

- XVIII -

En el portal aspiré amplia bocanada de aire.

-¡Ay, Saúco! -le dije-. ¡Qué oficio el vuestro!

-Parece que te hizo impresión la vista de don Felipe... -murmuró el doctor-. No me extraña. El que no está familiarizado con ciertos males... ¿Y qué tal el episodio de hoy? Es la forma anestésica, la muerte de los tejidos: los nervios se destruyen completamente, de manera que tu tío pudo quemarse el pie enterito sin notarlo, hasta que el fuego llegase a la parte sana... Te digo que esta enfermedad es pavorosa. Pero ya se le ha curtido a uno la piel. ¿Quieres venirte a Apolo a oír una pieza?

Accedí. Me iría a cualquier parte, con tal de distraerme, de no pensar más en las miserias de nuestro infeliz organismo. Saltamos del tranvía y nos bajamos ante el vestíbulo de Apolo, que la luz eléctrica alumbraba con lunares resplandores. Acababa justamente de alzarse el telón, y representaban una de esas piececillas inmortalmente bobas, en que un tío procedente de Cuba llega de pronto a sorprender a un sobrino, suponiéndole casado y padre de familia, mientras el pillín del muchacho se ha mantenido soltero. Al anuncio de la venida del pariente ricachón, unas complacientes amiguitas se prestan a improvisarle al sobrino hogar completo, con mujer, suegra, cuñadas y chiquitines, a fin de que el de los ingenios (estos tíos antillanos de comedia siempre poseen ingenios a patadas) se enternezca y no retire su protección al calaverilla. En los quid pro quo a que da lugar la suposición de estado civil, consiste toda la sal de la pieza, bien reída por el candoroso público. Iba comenzando a enterarme del imbroglio, cuando a poco me arranca un grito la presencia de la actriz que salía sacudiendo los muebles con un plumero, en el papel de maritornes... No cabía duda: a pesar de la cascarilla y del colorete, conocí a Cinta, que realizaba al fin sis aspiraciones de «artista lírica», si bien en la esfera más humilde.

Puedo asegurar que mientras no vi a aquella criatura, ni por asomos me acordaba de la existencia de su hermana, la buena moza Belén, que me había distinguido siempre con constantes e inmerecidos favores. Su recuerdo, de ordinario indiferente, o punto menos, para mí, me produjo efecto extraño, no sentido jamás: algo que se parecía a la efusión, mitad romántica y mitad ardorosa, de un corazón joven que aspira impetuosamente a la dicha... Mezclen ustedes y agiten en un vaso la nostálgica embriaguez del recuerdo y la savia juvenil que es como el cráter en actividad, y obtendrán el filtro que me hechizó en aquel instante, obligándome a decir a Saúco que «me había olvidado de un negocio tan urgente... que no podía esperar a ver cómo acababa el enredo de la familia postiza...». Y dejando al mediquín con más que regular escama, corrí, corrí, empujando a los transeúntes y sorteando los carruajes, hacia la calle de las Hileras... Un recelo me acuciaba: si no estuviese en casa Belén, o si, estando, no me recibiera por... por cualquier motivo, archidesagradable para mí entonces.

No habían apagado todavía el gas del portal. Serían poco más de las diez. Me disponía a llamar a la puerta, cuando observé que se encontraba entornada solamente. En el recibimiento no había luz, y avanzando con precaución para no tropezar en algún mueble, vi a lo lejos una dudosa claridad procedente de la sala, y arriesgándome a sufrir las consecuencias de mi imprudente osadía, me dejé guiar por aquel resplandor, y entré en la pieza siseando quedito: «¡Belén! Psss... ¡Belén!». La sala estaba vacía, sin mueble alguno: aparecía inmensa, y en ella retumbaban los pasos y se ahuecaba la voz. Habían desaparecido los espejos, el entredós, las colgaduras... La claridad se debía a un quinqué de petróleo colocado en el suelo. Empujé la puerta del gabinete, entreabierta también, y un grito femenil respondió a mi entrada... «¡Chiquilla!». «¡Dios, qué asombro! ¡Ay, apareció de mi alma!». Dos brazos mórbidos se ciñeron a mi cuello; mi hálito ardiente me calentó los labios, murió en ellos un suspiro... y me encontré caído en la meridiana, con la cabeza de la pecadora sobre mis hombros...

-¡Qué reguapa estás! -la dije con admiración al cabo de un minuto.

-¡Zalamero, invencionista! -contestó estrechándome con furia.

No era zalamería, no, ni ganas. Nunca la gallarda escultura de su cuerpo ostentara líneas más acreedoras al cincel pagano, ni su cara más hermosa palidez, ni sus labios remedaran mejor a la granada madura, salpicada de gotas de leche. Acaso al incremento real de su belleza sumaba yo el elemento subjetivo, y en mis ojos, sedientos de robustez y vitalidad, era donde se reflejaba tan magnífica y tentadora la gran mujer. Sorprendida en el deshabillé más incorrecto, Belén calzaba chapín de raso, vestía un faldellín de peluche carmesí con encajes negros, y sobre su arrogante busto jugueteaba una pañoleta de rejilla atada atrás. No me cansaba de tocar sus brazos firmes, sus apretadas carnes, murmurando con idolatría: «¡Qué sana estás... qué fresca y qué guapetona!... Te mordería lo mismo que si fueses un albérchigo». «No... -tortoleaba ella en voz arrulladora- no, trapacero, si tú no me quieres a mí... Sino que vienes de allá, no me has visto hace tiempo y taentrao capricho... Lo conozco que taentrao...».

Cuando la dejé resollar un poco, me reveló el secreto de la desaparición de los muebles. «Una pastelá. Que Armiñón se casó con una prima suya, viuda, ricachona... y no lo suelta. No, él, como portar, se ha portado a lo caballero: me regaló una cantidad redondita... mil duros en cuatros. Dice que viva con eso y que sea de hoy pa endelante de bien. ¡No parece sino que antes era una cualquier cosa! Y figúrate tú si alcanzan mil duros para ser mujer de bien. Me dio horror de consejos... Que vendiese los muebles, la ropa y las alhajas, que despidiese a aquella doncella tan finica y me mudase a un pisito... En eso le atendí, porque... mientras no se tercia cosa de provecho... este cuesta mucho. Hoy, por la mañana han venido las prenderas y arramblado con la sala toda. Pero aquí, en mi gabinete y mi dormitorio, no se ha tocado aún a cosa ninguna. Y me alegro, ya que la Virgen de la Paloma te trajo esta noche. ¡Qué morenillo vienes, pedazo de gloria! Así me gustas requetemás».

Habría transcurrido cosa de media hora, cuando... ¡oh naturaleza insaciable, molino que no se para nunca! dejaste oír tu voz allá en el fondo de mi estómago vacío... Bien recordarán ustedes que no había probado alimento en casa del tío Felipe.

Mis mandíbulas se desencajaron con histérico sollozo; veló mis ojos leve niebla; noté como si me barrenasen las vísceras, y un desfallecimiento se apoderó de mí... La individua me contemplaba con inquietud. «¿Qué te pasa? ¿Estás malito?». Sonreí, me incorporé sobre un codo, y murmuré con esfuerzo: «Chiquilla, si vieses... No he comido hace bastantes horas... Dame un sorbo de vino, si lo tienes a mano».

¡La merienda que allí se armó en pocos minutos! Corrió la pecadora al corredor y a la despensa, trayendo copas, platos, cubiertos, pan, salchichón, ternera fría, botellas... el descorchador. «¡Ay qué fortuna!», exclamaba a cada objeto que dejaba sobre el lavabo, o en el suelo, o donde Dios quería. «Pues si vendo hoy, las botellas, me luzco... La Paca me las quiso comprar, y me decía la muy lagartona: -Suelta ese Champán, mujer, que tú no vas a bebértelo, y yo te lo pago a peseta botella... -¡Mira que a peseta! Y costaron a quince cuando se trajeron el día de San Telesforo... Anda, que si las vendo... se me desgracia ahora el lunche».

No tardó el lunche en organizarse, no escaso de bebidas ni de manjares, y a medida del deseo. Alborozada con mi presencia, Belén encendió las bujías color de rosa del tocador, echó a la puerta de la calle llavín y cerrojo, y se empeñó en que abriésemos desde el principio una botella de Champán, para que hubiese alegría y fiesta. «Si se las han de llevar esas ladronas de solemnidá en una mala peseta, bebámoslas, hijo... que van mejor empleadas».

Yo no sé si por el estado de vacuidad de mi estómago, o por virtud natural del vino bullicioso, desde la tercer copa me pareció que se verificaba en mí un cambio singularísimo, cuyos efectos expliqué a Belén, que se reía, tomando mis explicaciones por efectos de la incipiente turca. «Mira, salada, antes de entrar a verte, yo tenía sobre el corazón una telilla gris, pegajosa y fría como las telarañas. Y desde que te he visto, la telaraña se me quitó, o, mejor dicho, fue volviéndose una gasa brillante, más finita y más dorada cada vez, que ahora es una espumilla de oro... Una espumilla que crece, y se alborota, y forma obras, y me sube todo alrededor, como un mar... ¡Pero qué mar!... ¡ay! ¡tan bonito! Nado en él... floto... no me sumerjo... ¿Lo ves?», añadía haciendo el ademán del que da paladas.

-Es la espuma del Champán propiamente -explicó la pecadora, riendo con libertina carcajada y sacudiendo su negro cabello fosco, semejante a melena de león.

-No... no es el Champaña... No creas que confundo los colores... El Champaña es líquido, hija... y esta espuma de que te hablo me parece fluida... un fluido universal... que lo penetra todo...

Me incliné sobre su orejita, encendida como la grana, y murmuré:

-¡Tonta, si es la vida! ¡La vida misma... una cosa inmensa, que no se concluye! La vida se presenta así... en días que van y que vienen y que se enfurecen o se aplacan... como un mar... La vida es... una diosa; hubo épocas en que los pueblos la adoraban... La vida es hermosísima; toda se vuelve luces, y flores, y risas, y... No me hables de enfermedades ni de muerte... ¡cosas tan antipáticas! Morir... sin que se sepa que morimos... sin visajes, ni porquerías, ni remedios... y que no se nombre la muerte... porque es una evolución o una modificación de la vida... es seguir viviendo. ¿Verdad que tú estás... sanita... como las manzanas? ¡Ay, qué sanita!

Ella se rio con expansión, de aquellos disparates ordenados.

-La vida... -dije aproximándola más a mí- la vida... eres tú.

-¿Soy yo una diosa, según eso? -preguntó envanecida la pecadora.

-Una diosa... Sí... ¡ya lo creo! del paganismo, hija, del paganismo... la única religión que hizo del mundo un paraíso terrenal... porque el cristianismo... francamente, pichona... es una religión... así... muy lúgubre... de... de gente que ni come... ni bebe... ni... ni...

Belén abría de par en par sus magnéticos ojazos, sin comprender a qué venía todo aquello, ni qué relación guardaban con el casa presente los dislates que salían de mi boca. Pero yo no me reía de su cara entre atónita y curiosa, porque empezaba a no distinguirla tal cual realmente era. La buena moza me parecía más alta, más mujerona, más rica en colorido, y en formas más espléndida; sus labios eran del tamaño y color de una rosa gigantesca, hecha de llama y sangre... El resto de la figura la veía al través de una bruma dorada y pálida, movible cortina salpicada de danzarines puntos blancos que incesantemente se entrecruzaban, bajaban, subían, se proyectaban en rocío de aljófar, como el chorro de agua al despedirlo el pulverizador... Me froté los ojos, porque aquella gasa sutil me los cegaba... y entonces vi a Belén mucho menos. Solo sentí el aterciopelado contacto de su falda de peluche, sobre la cual me parece que recliné la frente para aletargarme.