La risa (Andréiev)

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Dies irae (1920) de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
La risa

LA RISA


I

A las seis y media yo tenía la seguridad de que ella iría, y estaba locamente alegre. Mi gabán no estaba abotonado sino con el botón superior, de manera que el viento podía sacudirlo a su gusto; pero yo no sentía frío ninguno. Mi cabeza hallábase orgullosamente echada atrás, y mi gorra de estudiante sólo me cubría la nuca. Miraba a los hombres a quienes encontraba al paso con cierto sentimiento de superioridad, y a las mujeres, con un aire ligeramente provocativo y acariciador; pues aunque no la amaba, hacía cuatro días, más que a ella sola, era yo todavía tan joven y de un corazón tan sensible que no podía permanecer del todo indiferente ante las demás hijas de Eva. Mis pasos eran rápidos, vivos, andaba como deslizándome.

A las siete menos cuarto, mi gabán estaba ya abotonado con dos botones; mis ojos no miraban ya sino a las mujeres, pero sin provocación ni cariño, más bien con disgusto. Yo sólo necesitaba una; las demás podían irse al diablo. Sólo me interesaban por su superficial semejanza con la mía.

A las siete menos cinco tenía calor.

A las siete menos dos tenía frío.

A las siete en punto comprendí que mi amada no iría.

A las ocho y media era el ser más desgraciado del mundo. Mi gabán estaba abotonado con todos los botones; la gorra casi me tapaba la nariz, enrojecida por el frío; los cabellos de las sienes, el bigote y las pestañas los tenía blancos de escarcha, y los dientes me castañeteaban. Apenanspodía arrastrar las piernas, andaba encorvado y parecía un viejo que volvía al asilo de inválidos.

¡Ella era la causa de todo esto! ¡Diablo de mujer!... Pero no, no había que insultarla: quizá no la hubieran dejado salir, quizá estuviera enferma, acaso hubiera muerto... Acaso hubiera muerto, y yo la insultaba...

II

—Eugenia Nicolayevna estará también allí—me dijo mi compañero, un estudiante, con una absoluta inocencia; pues no podía saber que yo había estado esperándola, tiritando de frío, desde las seis y media hasta las ocho y media.

—¿Sí?—respondí con tono indiferente.

—¡Ah, diablo!—me dije al mismo tiempo. Mi compañero hablaba de la soirée en casa de Polocov. Yo no había estado nunca en tal casa: pero aquella noche iría.

—¡Señores!—grité alegremente—. Hoy es Nochebuena. Todo el mundo se divierte hoy. ¡Divirtámonos también nosotros!

—¿Pero cómo?—preguntó tristemente uno de los compañeros.

—¿Pero dónde?—preguntó otro.

—¡Disfracémonos y vayamos, una tras otra, a todas las soirées—propuse yo.

Y la tristeza de mis compañeros desapareció como por encanto. Se llenaron de una alegría loca. Gritaban, saltaban, cantaban. Me daban las gracias y contaban el dinero de que disponían.

Media hora después nos dedicábamos a recoger por la ciudad a todos los estudiantes solitarios que se aburrían. Cuando éramos ya diez, todos unos diablos, locos de alegría, nos dirigimos a casa de un peluquero que alquilaba disfraces, y llenamos su salón frío de juventud y de risa.

Yo necesitaba algo sombrío, bello, con un matiz de tristeza graciosa.

—¡Deme usted un traje de hidalgo español!—le dije al peluquero.

Debía ser un hidalgo muy alto, porque su traje me envolvió como un saco de pies a cabeza, y me sentía en él terriblemente aislado, como en un vasto salón desierto.

Cuando salí de aquel traje le pedí al peluquero otra cosa.

—¿Quiere usted un traje de clown, con muchos colorines y con cascabeles?

—¡De clown!—exclamé con desprecio—. ¡No, eso no!

—Entonces un traje de bandido. Un ancho sombrero, un puñal...

—¡Un puñal! Eso me pareció de perlas. Por desgracia, el bandido cuyo traje me dió el peluquero no debía de haber cumplido aún la edad legal. Tengo razones para suponer que era un niño perezoso de ocho años todo lo más. Su sombrero ni siquiera llegaba a cubrirme la nuca, y costó gran trabajo desembarazarme de sus pan talones de terciopelo, en los que quedé preso como en una trampa.

El traje de paje lo rechacé porque estába lleno de manchas, como la piel de un tigre.

El traje de fraile estaba estropeadísimo.

—¡Bueno!—decíanme mis compañeros—. Despáchate, ya es tarde.

Sólo quedaba un traje, el de mandarín.

—¿Qué vamos a hacerle? ¡Démelo usted!— acepté, completamente desesperado.

Y me dieron el traje de chino.

Era una cosa horrible. No hablaré del traje propiamente dicho, de las imbéciles botas de color, demasiado chicas para mí y en las que mis pies sólo entraban a medias; tampoco hablaré del pedazo de tela roja colocado como una peluca en mi cabeza y sujeto con hilos a mis orejas, que, levantadas por los hilos, parecían las de un murciélago.

No, no hablaré del traje; pero de la careta...

¡Qué careta, Dios mío!

Era, si me es dable expresarme así, una fisonomía abstracta. Tenía una nariz, dos ojos, una boca, todo muy bien hecho y muy bien colocado: pero no tenía nada de humana.

Ni en la sepultura puede ser tan impasible la expresión de la faz del hombre. La careta no expresaba tristeza, ni alegría, ni asombro; no expresaba nada. Os miraba con fijeza tranquila, y una risa irresistible se apoderaba de vosotros. Mis compañeros se desternillaban de risa, se dejaban caer en las sillas, en el sofá, riendo a carcajadas, agitando los brazos.

—¡Será la careta más original!—murmuraban. Aunque yo me hallaba más dispuesto a llorar que a reír, cuando dirigí una mirada al espejo, fui también presa de un ataque de hilaridad.

¡Sí, sería la careta más original!

—Convenido, ¿eh?—nos decíamos por el camino—; en ningún caso, con ningún motivo, nos qui taremos la careta. ¡Jurémoslo!

—¡Sí, lo juramos!

III

Sin duda ninguna, era la careta más origina!.

La gente me seguía en grupos compactos, me hacía dar vuelta en todos sentidos, me atropellaba, me pellizcaba. Y cuando, cansado, irritado, volvía la cara a mis perseguidores, una risa loca se apoderaba de ellos.

Por donde quiera que pasaba, me sentía envuelto en una nube atronadora de risa, que no me dejaba, que me seguía a cada paso; y no me era posible, a pesar de todos mis esfuerzos, escapar de aquel círculo sofocante de loca alegría.

A veces, aquel regocijo ejercía en mí una influencia contagiosa, y yo empezaba a reír también, a gritar, a cantar, a bailar, y me parecía que todos giraban a mi alrededor como en una borrachera máxima. ¡Y, sin embargo, estaban todos tan lejos de mí! Me encontraba horriblemente aislado tras aquella horrible careta.

Al fin me dejaron tranquilo.


Con cólera y miedo, con indignación y ternura al mismo tiempo, me acerqué a ella y le dije:

—¡Soy yo!

Sus párpados se levantaron lentamente, en un gesto de asombro; sus ojos lanzaron contra mí un haz de rayos negros, y oí una risa sonora, alegre, viva como él sol de primavera.

—¡Sí, soy yo! ¡Soy yo!—repetí sonriendo tras mi careta—. ¿Por qué no ha venido usted hoy?

Pero ella seguía riendo, con una risa alegre, irresistible.

—¡He sufrido tanto! ¡No podía más!—continué, esperando, con el corazón oprimido, su respuesta.

Pero ella reía, reía. El fulgor negro de sus ojos se había extinguido, y la risa alumbraba su faz. Era el sol, pero un sol ardiente, implacable, cruel.

—¿Qué le pasa a usted?—le pregunté.

—¿Pero es usted de veras?—dijo, esforzándose en recobrar su seriedad—. ¡Qué grotesco está usted!

Dejé caer los brazos, incliné la cabeza. Todo, en mi actitud, expresaba la más profunda desesperación. Y mientras ella seguía con la mirada a las alegres parejas que pasaban corriendo frente a nosotros, y su sonrisa se apagaba poco a poco, como la luz del atardecer, yo le decía:

—¿Por qué se ríe usted así? ¿Acaso no adivina tras esta careta un rostro vivo y dolorido? Me he puesto esta careta con el único objeto de verla a usted. ¿Por qué no ha acudido usted a la cita?

Se volvió vivamente hacia mí, y una respuesta estaba a punto de brotar de sus queridos labios, cuando... la risa cruel se apoderó de ella de nuevo, con una fuerza irresistible. Ahogándose, casi llorando de risa, tapándose la cara con un perfumado pañuelo de encaje, apenas pudo pronunciar:

—Pero mírese usted... ahí, en el espejo... ¡Está usted graciosísimo!

Frunciendo las cejas, apretando los dientes de dolor, sintiendo helarse mi corazón y ponerse mi faz terriblemente pálida, dirigí una mirada al espejo y vi en él una fisonomía tranquila, impasible, inmóvil, de una inexpresibilidad idiota, extrahumana y... me eché a reír. Y riéndome aún, pero con una cólera que brotaba de lo hondo de mi alma, con la locura de la desesperación, dije, casi gritando:

—¡No debe usted reírse!

Cuando se calló comencé a hablarle de mi amor, en voz baja. En mi vida he hablado tan bien; pues tampoco he sentido en mi vida un amor tan apasionado. Hablé del martirio de la larga espera, de las lágrimas emponzoñadas, de los celos locos, de la angustia de mi corazón, todo amor, y vi sus párpados bajarse y proyectar su sombra en sus mejillas pálidas. Vi, un instante después, el fuego que ardía en su corazón teñir de púrpura, con sus reflejos, la blancura mate de su rostro. Su flexible cuerpo se indinó hacia mí en un impulso irrefrenable.

Su atavío era el de la diosa de la noche. Los encajes negros que la envolvían como tinieblas, las piedras preciosas que rutilaban como estrellas, ponían en su belleza el suave encanto y el misterio de un sueño olvidado de la infancia.

Yo hablaba sin tregua, y las lágrimas de emoción arrasaban mis ojos, y mi corazón palpitaba de felicidad. Y vi, al fin, una dulce sonrisa, levísima, florecer en sus labios. Alzáronse un poco sus párpados.

Lenta, tímidamente, llena de ternura, se volvió hacia mí y...

¡No he oído nunca una risa semejante!

—¡No, no puedo más!—gritó, casi gimió, riendo más alto a cada instante.

¡Oh, si me hubieran dado, nada más que por un momento, una fisonomía humana!

Me mordí con furia los labios, ardorosas lágrimas resbalaron por mi rostro; pero mi careta, aquella horrible fisonomía donde todo—nariz, ojos, labios—era regular y estaba en su sitio, miraba con su impasibilidad idiota, con su estúpida indiferencia.

Cuando, los pies calzados con las grotescas bo tas de color, me alejaba, la risa sonora me siguió basta que estuve muy distante. Se diría que un arroyuelo cristalino caía de una gran altura y se.estrellaba contra una roca.

IV

Dispersos por las calles dormidas, turbando el silencio de la noche con nuestras voces, regresamos a nuestras casas. Uno de mis compañeros me decía:

—¡Has tenido un éxito loco! Yo no he visto nunca a la gente reír de tal manera... Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué rompes la careta? ¡Miradle, ha perdido el juicio! ¡Se rompe el traje! ¡Llora!