La sirena negra: 07
Capítulo VII
El contento que me oxigenaba el espíritu me animó a empeñar, desde el primer instante, la batalla con Camila. Como todo hombre, no dejo de temblar a las peloteras domésticas; sin embargo, el orgullo de mi superioridad me presta una fuerza que acaso la razón no me daría.
Transcurre el almuerzo. Cobardemente, por hacerme los lares propicios, lo elogio, aunque no me encanta: a los huevos revueltos les faltan trufas; los beefsteacks están demasiado hechos, y el pescado no trae salsa aguda, correctora de su insipidez; lo reviste esa bandolina amarilla titulada mayonesa. Camila propende a la economía; inspecciona a veces la cocina, y está siempre tirando de la rienda, para ahorrar una mezquindad. El elegante desprendimiento que hace tolerable el roce entre sirvientes y amos, quitándole la aspereza batalladora del interés, es desconocido y sospechoso para Camila.
Puesta la conversación en el terreno conciliador, pasamos al gabinete, a saborear el café. Me traen mi kummel, y cargo la mano en la dosis. Camila reprende el abuso: ¡pocos licores, pocos! Poco de todo, parsimonia en todo, excepto en lo que puede dar de nosotros alta idea a la sociedad, tal parece ser la regla de conducta de Camila.
A la tercer dedalada de licor, me decido. ¡Pecho al agua! Hablo, en tono sencillo, confesándome; no omito nada, excepto la tremenda historia de Rita, adivinada, soñada tal vez; expongo mi resolución de traerme conmigo al pequeño, de ser como su padre, en toda la fuerza afectiva de la palabra. Calentándome al hablar, declaro que el niño me es necesario; que carezco de algo que me adhiera a este mundo tan deleznable, tan mísero... Me vacío, me espontaneo, y al mismo tiempo que lo hago lo deploro; me encuentro inferior a mí mismo, y me acuso de la caída, sin dejar de caer aceleradamente -¡caso demasiado vulgar!-. ¿Cuándo aprenderemos a no franquearnos con nadie? ¿A guardar el tesoro?
En efecto, he aquí el fruto de mi expansión.
Camila me escuchaba, puesto el codo en la mesa y la mano derecha en la mejilla. Sus ojos grises, penetrantes, que empiezan a marchitarse un poco por los párpados, me escudriñaban con una mezcla de recelo indefinible, de lástima, de severidad, de indignación. Su izquierda sacudía de tiempo en tiempo, por un hábito de corrección mundana, los encajes amarillentos de la chorrera de su blusa, en persecución de alguna migaja trasconejada quizás. Con pueril curiosidad, yo seguía la doble corriente de aquel espíritu femenino: la de la protesta y la de la rutina.
-Hijo mío... -cuando se maternizaba, era para reducirme a la nada con su sabiduría positivista, su buen sentido social-. Hijo mío... -y miró alrededor, cerciorándose que no la podía oír ningún criado: la desconfianza de la domesticidad es una de las notas características de mi hermana-: Yo... ¿qué quieres que te diga? Por mi gusto, callaría, y te dejaría hacer tu capricho. No me ha agradado nunca mezclarme... Pero mi deber, deber sagrado, es decirte varias cosas. No: no creas: en parte me alegro de que venga rodada la ocasión. ¿Permites?...
Se levantó, oprimió el timbre y ordenó al sirviente que se encuadraba, derecho y mudo, en la puerta:
-No estamos en casa para nadie..., ni para la señorita Trini... No me traiga usted ningún recado, ni los del teléfono, hasta que yo avise de que se pueden pasar.
Segura ya del tiempo, se sentó otra vez, bajó los ojos, pareció recogerse, y al fin se lanzó, adquiriendo gradualmente mayor aplomo.
-Todo cuanto me has referido es tan extraordinario, que... perdona, hijo... no es fácil que yo lo comprenda... en una persona que esté... en su juicio...; vamos, que esto no es indicar que tú no lo estés...; al contrario... tú sabes más que yo, tienes infinitamente más talento que yo..., pero son cosas en que a veces, los tontos -¡qué gesto olímpico el suyo al declararse tonta!- vemos lo que los sabios no aciertan a ver... Y yo veo claro en ti, Gaspar, no lo dudes, ¡veo clarísimo! No en vano hemos sido niños y jóvenes a un tiempo, en la misma casa, y no en vano estamos juntos desde que enviudé. ¡Tú has sido siempre raro; tú has mirado siempre las cosas por un prisma... hijo, qué prisma! No sé si te molesta que me exprese así... -No... Sigue... Si me ayudas a conocerme, te lo agradeceré mucho. Deseo darme cuenta de lo que les parezco a los demás. Acaso eso me ilustre.
-A los demás, como a mí, raro y muy raro, y hasta extravagante les pareces. Trini, por ejemplo, Trini, a quien tan simpático le fuiste... Bueno, Trini no tiene otro recurso sino confesar que... a menos de estar tocado... Tú dirás que éstas son apreciaciones, que cada uno se gobierna a su modo; no, hijo mío; hay cosas y hay materias en las cuales no cabe discusión, todo el mundo va conforme... porque no existen dos maneras de entenderlas. Y el que las entiende de un modo disparatado, es que le falta la rueda catalina... Así, así te lo planto, Gaspar. ¿No pides claridad? ¡Pues ni el agua!
Como yo no opusiese la menor objeción, prosiguió, excitada ya, con el ímpetu del que al fin desahoga, harto de reprimirse y desaprobar en silencio, ahíto de mascarse la lengua.
-Y si no, vamos a ver... Querido mío, ¿es verdad o es mentira que siendo tú un hombre todavía joven -treinta y seis años no son la ancianidad-, que no padeces ninguna enfermedad conocida, que gozas de una renta muy bonita, y que deberías estar contento y disfrutar y casarte y lucir la posición, te empeñas en oscurecerte, en echarte encima cargas y compromisos? ¿Es verdad o mentira que sólo te falta, y perdona la frase, sarna que rascar? (Torcí el gesto; mi refinamiento protestó.) ¿Y es engaño que estas muy a menudo de murria? ¿Por qué no te dedicas a algo, por qué no emprendes... qué sé yo? ¡Lo que emprenden los demás hombres! ¡Política o negocios o..., en fin, lo corriente!
-¡Política! ¡Negocios!... -interrumpí-. ¿Para qué? ¿No dices que tengo lo bastante? Tú a nada te dedicas, Camila, y tú vives feliz, como el pez en el agua.
-Me dedico a la sociedad, a mis amigas, a mi casa... No tengo un minuto de esplín. Tú, como si fueses un inglés: aburrido, aburrido, soso, soso...
-También yo me dedico a la sociedad, a mi sociedad especial; no hay una sola, hay varias... En estos últimos tiempos, mi sociedad ha sido moribunda. ¿Qué le voy a hacer, si mi sociedad tiene un pie en el sepulcro?... Sólo me extraña que tú, religiosa como dices que eres, no veas sino las cosas de este vivir tan pasajero... Debieras interesarte un poco por lo que sigue a la vida, que es el morir.
Enarcó las cejas, signo de ira.
-Ahora me vienes predicando..., tiene gracia. Yo te pregunto: ¿Es fiel la pintura que hice de tu carácter?
-Fidelísima. Soy como me has descrito.
-Entonces... saca la consecuencia. Mira: no tengo afición ninguna a los perdidos, a los viciosos, y, no obstante, creo que preferirla que te diese... vamos..., por alguna tontería, por alguna calaverada de esas... de esas que no deshonran. Sería menos malo que te enamorases ciegamente y siguieras por montes y valles al objeto de tu amor haciendo mil absurdos, y te rompieses por ella la crisma con un rival... En fin, cualquier barbaridad que, pasado el primer momento, se te quitaría de la cabeza, y después te convertirías en hombre formal y corriente. Pero, con tus singularidades, empiezo a perder las esperanzas...
-¡Bah! -respondí, en un afectado tono ligero que tiene la virtud de sacar de tino a mi hermana-. Las esperanzas, ¿de qué?
Frunció el ceño y calló indecisa un instante... Al fin, dura, resueltamente, me la plantó:
-Las esperanzas de que estés bueno de la cabeza.
No porque la pronunciase Camila, sino porque dentro de mí, una cavilación ya antigua, un susurro psíquico, repetía la brutal frase, me sentí palidecer y estremecer. Ella creyó en mi derrota y apretó el tornillo, cosa propia de su manera de ser poco comprensiva, intolerante con la flaqueza.
-No pienses que esto es una idea mía; te advierto que por ahí corre fama de que estás muy chiflado. -Y se llevó el dedo a la sien-. Excuso decirte cómo te calificarán si averiguan todo ese tejido de lindezas, todo ese tinglado estrambótico sobre el cual vas a fundar tu vida. Si se enteran de que has sido amigo de una perdularia, amigo a secas, hasta el extremo de asistirla en sus últimos instantes; si saben que por la tal perdularia, de la cual dices que sólo fuiste amigo, rompiste tus proyectos de enlace con una señorita (la voz de mi hermana se hizo enfática), una señorita ¡cómo Trini, que es la proporción más cabal, lo que puede satisfacer al hombre más exigente! ¡Si ven, además, que te llevas a casa un niño que no se sabe ni de quién es hijo y que tuyo no puede serio..., excuso decirte la opinión que formarán del estado de tus facultades mentales! Créeme, Gaspar, eres un ca-so, un ca-so. ¡Consúltate!...
-Cada uno es un caso -repliqué, reaccionando, montado ya en el Clavileño de las ideas incomunicables-. Acabas de hacer el catálogo de mis condiciones para ser dichoso. Poco valdrían esas condiciones si no fuese unida a ellas la libertad, ¿entiendes?, para hacer lo que me place y no lo que tú y tus contertulios de dos o tres casas habéis dispuesto. Vuestros cuaqueos de patitos de corral asustados. ¿qué quieres que signifiquen para mí? Pensáis muy bajamente, muy ruinmente; y no sé cómo puedes concordar esas opiniones con otras que profesas, al menos en apariencia... ya te lo he dicho. ¿Eres tú cristiana? ¿Eres tú espiritualista? ¿Y prefieres que tu hermano se entregue a vicios, tú lo aseguraste, no lo niegues ahora, a que recoja un pobre niño desamparado y le sirva de padre? ¿Se es sólo padre por engendrar materialmente? Tú llamarás, de fijo, padre al confesor. Si yo hubiera pecado con la madre y de ese pecado naciese la criatura, comprenderías que la recogiese. Haciendo lo que hago, y que tú debieras considerar una buena obra, aunque yo (pero esto es muy sutil) la realizo por egoísmo, me clasificas entre los dementes... ¡La demencia es la tuya en atribuir tanto valor a lo que ha de durar tan poco! ¿O es que crees, Camila, desdichada, que los demás se irán y tú quedarás? ¿Piensas que eso no puede ocurrir, hoy, hoy mismo, después que cojas el sueño rumiando lo que has de murmurar mañana en casa de las de Correa? Todas las noches, cuando te retiras a tu dormitorio, echas la llave, pasas el cerrojo y hasta registras el tocador, no se quede allí escondido algún bergante; y no te fijas en que hay alguien que se filtra por las paredes lo mismo que el Comendador, y a quien los hierros más gruesos sin cuidado le tienen... Te haces la olvidadiza de que hay una mano fría que se apoya sobre los hombros, una gran Señora que hace una seña y nadie la desaira... ¡Sí, facilillo es desairarla! La cordura es pensar en ella y la locura creer que vas a responder si se presenta: «Aguárdese usted, que tengo sin estrenar un sombrero de París, y mañana me ha dicho Trini que almorzará conmigo, y he de darle a la cocinera mis órdenes... A Trini la gustan los pastelillos de ostras...» ¡Lo que ella se reirá con su boca sin labios cuando repliques así!
Anticipando la lúgubre risa, me reí yo morbosamente. El café cargado, los sueños con alas de murciélago, la impresión del tránsito de Rita, de su horrible destino, todo me había puesto de punta los nervios, y mis carcajadas ásperas, rascantes, parecían el chirrido del bramante encerado contra la piel tensa de la zambomba. No es fácil describir la mirada que mi hermana me echó. Había en ella terror, había al mismo tiempo cierta humildad, y había la incertidumbre del que no sabe si lo que le dicen es una admirable sentencia o un peregrino disparate. Fue evidente para mí entonces que Camila era lo mismo que la mayoría de los humanos; que unas veces creía, otras, las más, no creía en el glorioso advenimiento de la Segadora. Era indudable que, distraída por el necio devaneo de su vida (según el mundo, sensata, decorosa, loable), no se persuadía sino raras veces de que esta vida, exactamente lo mismo que otra vida, disipada, arrastrada, pobre deshonrosa, infamante, era algo colgado de un pelo, era como resbalar aprisa por el borde de un precipicio, era la pesadilla de una persona que no sabe en qué hora ha puesto el despertador, y que, a la menos imaginada, ha de escuchar el retintín violento que le llama a lo desconocido. Ni la sensatez ni el decoro son obstáculo al paso de la Seca; y toda la consideración social no puede lo que el gusano...
Y vi asimismo que Camila deseaba variar de tema, y me imploraba angustiosa, urgentemente.
-No digas horrores... Cállate -imploró.
Un impulso de ferocidad se alzó en mí.
-¿Horrores? -repetí sarcásticamente.
Y levantándome y acercándome a Camila, la cogí las dos manos y la grité casi al oído:
-Has de morir... Has de morir... No lo olvides, mujer...
La sentí temblar, escalofriarse y estallar en sollozos. Entonces me avergoncé, y tartamudeando, formulé una excusa. Ella seguía llorando, habiendo dado al diablo su corrección, su equilibrio, su majestad de respetable dueña todavía apetecible; de cierto comprendía aquel instante que los cuidados mundanos son miserias, nonadas ante la perspectiva infinita de lo eterno... Conmovido a pesar mío, la eché los brazos al cuello, la consolé, me acusé de estúpido, de mal intencionado... Ella correspondió a mi arranque fraternal con otras caricias, sonriendo ya en medio del llanto miedoso; y por un instante, los que tanto tiempo hacía que no éramos hermanos, lo fuimos, unidos por nuestra común miseria, por el espanto del más allá, por el poder incontrastable de lo que manda en nosotros y nos iguala al suprimirnos... como iguala el segador la hierba del prado.