La sirena negra: 08

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La sirena negra de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Son en mí tan poco frecuentes los arranques sentimentales: los reprime tan pronto el cerebro, que aproveché la situación de ánimo desusada en que había quedado para volver sobre mí mismo.

Tal vez contribuiría a preocuparme la impresión de ciertas palabras y, sobre todo, del gesto con que Camila las había pronunciado... Era un gesto sincero (aun cuando Camila adolece de afectación, y muchas veces miente creyendo cumplir uno de sus deberes sacratísimos). ¿Estaré en efecto...? Lo que tomo por meditación y análisis, ¿será desvarío de insania...?

Vuelvo atrás la vista y abarco mi existencia -no la exterior, que nada significa ni vale; la positiva, la de dentro-. Exteriormente, yo he llevado una vida normal y sin tribulaciones de esas que se comentan con lástima. Mis penas ante el público las enumero así (por el orden de la importancia que el público les atribuyó):

1.ª Quebranto considerable en unas acciones de minas de antracita, que bajaron de golpe y que vendí con notable pérdida. Se me creyó arruinado.

2.ª Derrota de mi candidatura a diputado por el distrito de Corbalán. Se me declaró fracasado.

3.ª Fallecimiento de mi madre.

4.ª Fallecimiento de mi padre.

5.ª Grave afección del estomago, que padecí a los veintiocho años, y que tardó mucho en aliviarse, después de tratamientos complicados, régimen severo, prohibición de varias fruiciones y una larga temporada de oxigenación en el cortijo de mis primos, en Andalucía. La chusma atribuyó mis gastritis a la lectura y al estudio, porque, como trato a mucha gente frívola, al que reúne dos docenas de libros y los lee le juzgan un pozo de ciencia... Yo sé que una crisis de sensualidad desenfrenada fue la que minó mi salud, acaso para siempre, porque mi estómago no ha vuelto a recobrar su alegría animal, su feliz humor, su vigor que repara las pérdidas del organismo. Hasta me habitué a dividir mi vida material en dos épocas: antes y después de la gastritis.

Y... ¿qué más de biografía? ¡Todo, todo! La biografía es como los cofrecillos que encierran joyas; por trabajados que sean, no dicen la verdad, si no se abren para conocer lo que vale su contenido...

De niño, apenas entré en conciencia, fui muy triste y muy romántico, y oculté mi tedio porque mi timidez constituía una enfermedad, y el terror de las burlas me encogía y me enseñaba precoz disimulo. Convencido absolutamente de que me moriría al llegar a la pubertad (sin darme cuenta exacta de lo que pubertad significa), sentía terrores indefinibles, y a la vez raptos de entusiasmo, alas en la imaginación. A los doce años, antes de la primera comunión, tuve un acceso de misticismo. Si pudiese volver a aquel estado, me consideraría ultradichoso. Con escrúpulo examinaba cada uno de mis actos; me arrepentía de los malos; lloraba a solas, y a solas me regocijaba cuando había sido perfecto, porque ocultaba como un secreto terrible este estado moral, sugerido por la preparación a recibir la Eucaristía. Y como secreto terrible he seguido ocultando lo hondo; como secreto para mí y nada más. Soy un solitario del alma... ¿Quién podría comprenderme? Al escribir mis sentires, ya percibo que lo mejor o lo más exquisito y precioso huye entre los dedos, se liquida, se gasifica, desaparece.

Oculté también la caída, la vergüenza, la ridiculez del pobre niño que se cree hombre porque se enfanga. El primer libro inmundo, los primeros cigarros, las primeras daifas, la primera ventura de beodo, se resolvieron en asco indefinible y en un ansia insensata de anonadarme: no fueron raptos de alegría o de miedo, sino rabioso deseo de no ser. He pensado después que este peculiar estado de ánimo lo expresa el profundo símbolo medieval -los desposorios del Pecado con la Muerte-. La tristeza de la culpa, ¡qué cerca está del ansia de aniquilamiento!

Una ventaja tuve tan sólo: deseaba el fin, pero con despecho, como se desea lo que daña... Al menos, por entonces, ella no me parecía buena, no me parecía hermosa, no me parecía seductora, divina; no era el anzuelo de mi espíritu... ¿Ahora, ahora te lo parece, Gaspar? No: ahora, ahora, ahora no; el niño se interpone y me defiende.

Una tarde, me acuerdo que salí solo (mis padres me han vigilado poco en la edad peligrosa, y han hecho mal; no haré yo así con Rafaelín; en general, los muchachos españoles disfrutamos de libertad excesiva). Estábamos entonces en el campo, en nuestra casa de Portodor, y yo iba con frecuencia al pueblecito próximo, donde se celebraban fiestas patronales y ferias y funcionaban chirlatas y otros establecimientos menos santos.

La víspera yo había cometido en el poblachón mil imbéciles, risibles excesos. Una congoja infinita oprimía mi corazón, mientras en mi cabeza notaba la sensación de vacío de plomo (no sé expresarlo de otro modo) que los comienzos de las jaquecas nerviosas producen. Mis venas estaban aridas y como agotadas; mis manos, temblonas, como las de un viejo; en el pecho notaba un hoyo y vaciamiento de mi ser; mi pulso no se encontraría; se me figuraba tener los párpados llenos de arena menuda, y en la lengua saburrosa revolvía hieles gordas, lo mismo que si mascase el amargor de mi bajeza. Mi andar era lento, desigual; a veces me paraba por necesidad de suspirar y de pasarme la mano por la frente, o para reclinarme en algún tronco de árbol. No hay nada que así se avenga con ciertos estados de desolación del espíritu, como una puesta de sol, sobre todo en un paisaje pensativo y penetrado de insinuante melancolía. La puesta de sol de aquella tarde era de esas de las cuales se oye decir que si un pintor las traslada al lienzo se le acusa de falsedad en la visión, por el exagerado romanticismo del colorido y hasta de la forma de las nubes. Anchas barras del más inflamado rubí simulaban inmenso incendio, cuyas llamaradas cortas surgían de un anfiteatro de baluartes del metal oscuro, terrible, que amuralla la siniestra ciudad del Infierno dantesco. Era una puesta de sol de remordimiento, de sudor de sangre de la conciencia. Sobre el fondo del celaje acusador, los troncos de los árboles, ya semidespojados por el otoño, alzaban su ramaje en actitud de implorar perdón o auxilio; y a mis pies el río, ensanchado, porque se acercaba a su desagüe en el mar, reflejaba en la superficie inmóvil, apenas estriada imperceptiblemente por la brisa de la tarde, los encendimientos del poniente, próximos ya a apagarse entre la cenizosa niebla de la noche. Yo me paré en una revuelta de la orilla, donde una peña musgosa convidaba a sentarse y descansar. Fascinado, miraba a la sábana de agua durmiente, adivinando su hondura y advirtiendo cómo se extinguían en su seno las brasas caídas del celaje, y cómo se oscurecía el haz del agua, poco a poco... Hubiese yo jurado, que, desde la planicie lánguida, sesga, de letal dulzura, alguien me miraba, y que un filtro de deleite supremo corría por mis venas yertas antes. Un verso de San Juan de la Cruz me martilleaba en la memoria:

¡Oh, cristalina fuente!
¡Si en esos tus remansos plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!


Y unas pupilas oscuras, enormes -de asfalto y tinieblas, como las de Rita Quiñones la pecadora- me miraban desde el hondón del agua. Si eran pupilas de mujer -porque lo sobrenatural sentimental, para el varón, es siempre femenino-, al menos la mujer no alzaba del agua ni el torso mórbido ni la grupa redonda; ni blanqueaban sus carnes bajo la linfa, ni debía de poseer cabellera rubia como la de las hijas del Rin. En mi mocedad y cruda todavía, la mujer era otra cosa bien diferente de aquella criatura de misterio que me arrojaba una mirada magnetizadora; que me invitaba a la sombra y a la paz ya nunca turbada. La mujer, tal cual yo la conocía, en aquel momento, ¡qué náusea provocaba en mí! ¡Qué vaho de matadero, qué tufo de carnicería, qué emanaciones de estercolero asociaba a su impura imagen! En cambio, la del agua, la que me llamaba sin voz, la toda mirar, la toda callar... ¡con qué sugestión de olvido y de reposo me ofrecía sus invisibles brazos, enredados en las algas oscilantes del lecho del río!

Inclinarme nada más un poco, y el abrazo divino vendría a mí; ella subiría desde la profundidad, yo me precipitaría... Dos veces inicié el gesto, y dos veces me detuvo el instinto, la ruindad debiera llamarle... Así y todo, al salir la luna, que es cuando el agua tranquila nos hace señas más amorosas y atrayentes, es probable que hubiese cedido al deseo, si no se aparece el criado viejo de mi casa, Carlín, que me buscaba, por repentina orden de mi madre, para disponer el equipaje: se había recibido un telegrama que nos obligaba a volver sin tardanza a Madrid al día siguiente...

Otro período empezó entonces para mí. Hice gimnasia, estudié, monté a caballo; se completó mi desarrollo, se normalizó mi vida física, equilibré los gastos con los ingresos, y la impetuosidad y fuerza de la plena juventud influyó en mi espíritu. Sin razón alguna yo estaba alegre, reía, jugaba y bromeaba con mis hermanos, y encontraba un sabor delicioso y un encanto inexplicable a cualquier incidente; el afán de una diversión sin sal me tenía despierto una noche entera; a veces, ¡oh ignominia de la vulgaridad humana!, abrazaba a mis amigos de súbito, sólo por desahogo cordial, y me creía perdidamente enamorado de mujeres de cuyo rostro, hoy que cierro los ojos para evocarlo, no puedo ni acordarme. En un platillo de la balanza ponía el incremento de mis fuerzas, en otro su derroche, y la oscilación apenas se percibía. Sin embargo, en ciertos momentos me acordaba del río, de la pena, de la tentación, ahora vaga y latente; y era como la memoria de un amor verdadero, que nos asalta entre frívolos devaneos y aventuras sin consecuencia. Es indudable: nunca fui como los demás; es decir, como la mayoría de los demás.

Un interés especial ha tenido siempre para mí lo que con ella se relaciona. Curiosidad aguda, sobreexcitada, mucho más ardiente en mí de lo que fue nunca (aun en los días perturbados, ácidos como el agraz, de la adolescencia), la de otro trascendental misterio. Este misterio, en efecto, no tiene dignidad; se enlaza estrechamente con lo animal de nuestro ser, mientras que todo lo referente a ella adquiere un admirable, artístico relieve (excepto, sobra decirlo, las horrendas y antipáticas carrozas, estufas y otros detalles del ceremonial moderno, que me crispan).

Todo esto es cierto, y cuanto más lo examino, fríamente, tranquilamente, a la luz de mi juicio, el único faro que poseo para iluminar la caverna de mi espíritu, más me persuado de que mi mentalidad no se puede calificar de anormal, dentro de la significación y alcance que da la ciencia a tales palabras. ¡La ciencia! No soy su idólatra. De lo íntimo, la ciencia nada conoce; nada científico se conoce a sí propio... es decir, si es sincero, trata de conocerse, como yo y tú, semejante mío. En el cerrado santuario de cada alma, la ciencia no puede penetrar. Allí donde los hechos pierden su escueta significación; allí donde las palabras no son capaces de expresar nada; allí donde todo se guarda y cela como incomunicable tesoro, allí, ¿qué papel representa el propio don Santiago Cajal, señor de todo mi respeto, con sus neuronas?

Oh Camila, Camila inocente (a pesar de tu truchimanería, mundología, recámara, longitud y mano izquierda). ¿No eres más loca tú, hija mía, y no son más locos los que, como tú, se afanan tanto, se sacrifican tanto, en preparación de una vejez que acaso no llegue para ellos nunca?

Después de mi examen de conciencia, no sólo me absuelvo, sino que me canonizo. El que ve la realidad soy yo. Sigo abundando en mi sentido..., sigo orientado hacia después.

Comprendo, eso sí, que necesito tierra que pisar, ya que estoy en la tierra. O es precioso irnos, o poseer aquí algo que justifique nuestra presencia. Un niño: un niño en quien la vida se afirma animosa y triunfante. La predicción de su madre no me alarma: ya haré yo que Rafael viva. No educaré a mi niño, ni como ella en su remordimiento ha deseado, ni como me educaron a mí. Pienso bonificar su cuerpo mejor que las rentas que he de dejarle, y preocuparme más de la composición de su sangre que de sus cuellos a la marinera. ¡Sentiría que se me pareciese... mediante un capricho arbitrario de esos que la naturaleza se permite!... Prefiero que tenga una psicología apacible, una fisiología pujante; que conserve su pureza largo tiempo; que sea atlético y cristiano; que no refine las sensaciones y no se avergüence de los sentimientos; que se case a los veinticinco con una buena moza de caderas anchas, y críe a sus numerosos hijos en el temor de Dios y la convicción de que la vida es excelente, que nacer es un don, y que hay fuera de nosotros y por encima de nosotros una ley que hemos de acatar y un criterio definido que se nos impone...

¿Y yo? ¿Por qué no procedo yo así?

Pch... Porque soy de otra raza, no sé si diga exquisita o gastada y vieja. Porque empecé temprano a socavarme el alma y a practicar el rito que produce la infinita desolación. Porque soy un envenenado; llevo en las venas la amargura del absintio y el ensueño que vierten los cálices de amapola; porque acaso un abuelo mío fue suicida y una abuela se murió de mal de amores... He de tratar de ahondar en mi genealogía... Si supiésemos la historia exacta de nuestros ascendientes, nos conoceríamos mejor. Así, mi hijo, no conviene que sea de mis lomos: le he buscado hecho ya. Que no me herede la mentalidad... Y de súbito, recuerdo de quién procede el niño, la inmensidad de pecado que hay detrás de su inocencia... y me asusto...

¡Ánimo! Yo borraré todo eso. Lo que se ignora, no actúa sobre el alma. El niño no sabrá jamás nada de su origen; haré lo imposible por convencerle de que es hijo mío verdadero. He consultado a un abogado hábil para arreglar todo, eludiendo las tranquillas, nudos y redes de la ley; este jurisconsulto irá a Sanlúcar, a conferenciar con la abuela de Rita Quiñones, y a orillar, mediante ruegos, y si es preciso, ofrecimientos y dádivas, por todos los medios, cuantos obstáculos puedan presentarse a mi deseo de ser dueño absoluto de Rafaelín. Corto así el hilo que une su destino y su porvenir a la familia maldita, y le aíslo para que nunca sospeche... para que no llegue jamás el día de la fatalidad, el día de la revelación.


ce jour détestable
dont la seule frayeur me rendait misérable...


como dice la reina Yocasta en la magnífica tragedia Les frères ennemis, que releo, cultivando el goce, para mí delicado, del terror antiguo.