La sirena negra: 10
Capítulo X
Cuando retraso la hora de levantarme y me dejo estar arropadito en la cama, hay días en que experimento una impresión como de hogar, hogar mío, propio. Es que me traen al niño para que me acaricie...
Solís se encarga de esta ceremonia, incompatible con el pudor de la inglesa. El niño se me presenta ya hecho una lechuga, oliendo al jabón Pears y a los vinagres caros y deliciosos que he mandado venir para su tocadorcito. Trepa por mi cama arriba y me abofetea a sus anchas, hartándome de mimos zalameros. Yo, riendo, procuro despertar en mi corazón el abandono de confianza, la ceguedad amorosa que inspiran los hijos de nuestra carne. El día en que noto a manera de una pared invisible entre la criatura y mi alma; el día en que a pesar mío, murmuro sordamente «esto es una comedia de familia», estoy de murria la mañana entera.
Ha sido siempre uno de mis padecimientos íntimos, de que no es posible quejarse y no veo medio de remediar, este defecto o este exceso en mi funcionamiento cerebral: la repetición de ciertas frases insignificantes, mezquinas, por lo común irónicas contra mí mismo, que se me clavan en el magín y que, como cansados estribillos, repito sin voz, mudamente, con insistencia insufrible. Ignoro por qué se produce el fenómeno, e ignoro como contrarrestarlo. Hay coplejas de sainete; trozos de música murguista; cláusulas tontas de conversaciones ajenas; dichos, por ejemplo, de Camila, de cuya obsesión no acierto a verme libre. En mi involuntaria cerebración entran también los nombres raros, motes y apodos que doy, sin querer, a cosas y personas -y por los cuales las conozco, interiormente, mientras olvido sus nombres verdaderos-. Lo de la comedia de familia lo tengo ahora metido en no sé qué casilla, sin acertar a desalojarlo. Cuando presido la mesa observando los movimientos de Rafael y admirando el minucioso esmero con que Annie le hace comer limpiamente y corrige sus menores defectos de tenue; cuando, servido el café, me arrimo a la lumbre encendida, y el niño, a pasito corto, se me acerca y pone sus labios en mi mano, balbuceando la primer frase británica: Bless my, good father... todo este gracioso aparato de ternura y respeto despierta la voz sorda, la voz muda: «¡Comedia de familia!»
-¿Acaso -discurro- no hay algo de comedia, no hay un histrionismo involuntario en los actos más serios y más sinceros de la vida? ¿No preparamos con arte (y qué es el arte sino perpetua comedia) las protestas de amor, las demostraciones de amistad y hasta las manifestaciones del dolor, que debieran ser tan inconscientes como el grito que el mismo dolor arranca? ¿Dónde está la santa inconsciencia? ¿Dónde el olvido de nosotros mismos?
De estas cosas y de otras converso con Solís. Como deseo conocerle bien, prescindo con él (en cierto límite) de mi reserva. Se ha roto entre nosotros el hielo; hasta discutimos; y, sin embargo, no nos une ningún vínculo, de afecto: nuestra comunicación es del corazón para arriba, en absoluto. En ambos domina el cerebro, acaso influido por los nervios, y en ambos existe, creo haberlo notado, igual desconfianza de todo, igual sentido escéptico y pesimista, para dar a estos males su nombre vulgar y resobado, y que, realmente, nada expresa de lo más hondo de su inquieta zozobra.
Fue muy lenta en establecerse esta comunicación. Encerrado él en su mutismo de asalariado soberbio; habituado yo a esconder como un tesoro el doble fondo de mi pensar, las relaciones se iniciaron en pie de sequedad y glacial cortesía, actitud que, si no se corrige en los primeros ocho días de contacto, corre ya peligro de eternizarse o de convertirse en acerba hostilidad, a poco que los temperamentos sean refractarios. Una reflexión que me hice contribuyó a suavizar mi gesto; discurrí que el deseo de adherirme a la vida mediante la comedia, o lo que sea, de la paternidad, me impone también la ley de acercarme un poco a mis semejantes, de salir de mi propia caverna, como el oso de las épocas primitivas se echaba fuera de su espelunca a caza de frutos y de miel silvestre. ¿Qué me costaba intentar la prueba? ¡Dicen que es tan bueno eso de contar a otros lo que nos pasa!... Además, yo sabré evitar el relato necio de mis cuidados íntimos. Hablaré con astucia, para registrar el pensamiento del preceptor sin abrir el mío...
A toquecitos, sin prisa, a esas horas perdidas en que ningún quehacer apremia, voy penetrando en la mentalidad de Solís -penetrando todo lo que él me consiente, que, a la verdad, es poco-. Se defiende, se emboza, se encastilla en las moradas interiores -como supe encastillarme yo con Camila, con Trini, con los amigos de círculo, cervecería y café-. Comprendo, sin embargo, que esto no lo hace por reserva, sino cohibido por la idea de que la clase de relación entre nosotros veda las expansiones. Entonces le insinúo que, justamente, si he buscado para Rafaelín, que, por ahora, no puede empezar a educarse, un profesor intelectual, es para tener alguien con quien hablar de mis lecturas y entretener las horas de las tardes de invierno en que llueve y, captado por la chimenea, no hay ganas de echarse a la calle.
Solís lee mucho; es un tragalibros desenfrenado. Se habla de los beneficios de la cultura, y no sé (es una de mis graves incertidumbres) si no debiera pensarse en los efectos de las intoxicaciones librescas. Es imposible que esta sobresaturación cerebral no gaste las fuerzas de resistencia del hombre contra el Misterio. La percepción confusa del Misterio, al hacerse aguda, causa vértigo insano. «Quien ciencia añade, dolor añade» -dijo el soberano poeta hebreo-, y una comprobación de esta creencia mía la hallo en el estado de alma del otro torturado (que debiera sentirse dichoso, puesto que ha resuelto, gracias a mí, el problema de la vida material). Una vez más logro cerciorarme de que la solución de la vida material carece de importancia; que el dolor está más adentro.
-¿No se le ocurre a usted -pregunto a Solís- que los autores de muchos libros que leemos nos quieren mal, y deliberadamente nos causan disgustos?
-No, señor -contesta Solís-. Lo que creo es que son unos inocentes, unos niños de teta. De lo grave, de lo terrible de nuestro sentir, no dan idea los libros, como no la dan los novelistas ni los autores dramáticos de las verdaderas novelas y de los verdaderos dramas que se tejen en la vida. ¡Si yo encontrase un libro tan amargo como un alma, proclamaría a su autor el genio más sublime! Sólo el Eclesiastés...
Convinimos en que sólo el Eclesiastés, y acaso Job, se acercan un poco a lo que «anda por dentro». Es raro que en épocas que nos parecen primitivas se escribiese ya «Mi alma aborreció mi vida»; la frase más exacta y profunda que cabe escribir... Indudablemente no hemos inventado cosa alguna en esta materia, y si absorbemos con avidez el libro nuevo es por esa curiosidad irritada del estético que visita una Exposición moderna, seguro de que no encontrará allí ni la Primavera de Botticelli, ni la Ronda de Rembrandt. La historia nos refiere dramas sin cuento, pero son dramas por fuera; el drama de la conciencia es siempre el mismo.
-Con todo -le objeto-, hoy, no cabe duda, la gente se suicida más que en otras épocas.
Solís se rasca el mentón lampiño y columpia el pie derecho: tiene este tic cuando cavila, y dos o tres veces he visto a la inglesa, que pesca las incorrecciones, fruncir el rubio ceño al notar este vicio del profesor. Después dice, como resbalando:
-Bah... Hay muchas maneras de suicidarse. Hay varios géneros de vida que suprimir. La vida se suprime en el ascetismo, en el cenobio, en los campos de batalla. Tanto como se ha guerreado y tanto como se ha llorado de penitencia, se reduce a eso: suprimir la vida y dar culto a la muerte.
-Sí; los antiguos la miraban como a una bienhechora.
-Y a mí se me figura que acertaban. La malhechora es la vida. Vivimos entre incertidumbres, errores, enfermedades, necesidades, pasiones, engaños. Todo miente, quizás, menos ella. ¿Cuánto más cruel es, por ejemplo, el amor?
-¡También éste la llama ella! -discurrí yo sorprendido-. Por una contradicción de que pocos hombres se eximen, el encontrar en Desiderio Solís mis propios sentimientos me molestó. En primer lugar, yo tenía mi orgullo de pensador solitario, superior a la muchedumbre, y me amenguaba a mis propios ojos el formar parte de una grey, aunque no fuese de la grey común, sino de otra más reducida y selecta. En segundo lugar, estos pensamientos, que en mí no me parecían peligrosos, en el futuro preceptor de mi hijo me alarmaban terriblemente. Claro es que nadie enseña ciertas doctrinas a un chiquillo, y yo no ignoro que determinadas ideas son poco comunicables; o brotan de suyo, o no nacen aunque las siembren a boleo. No obstante, las almas trasudan y rezuman, en cualquier ocasión, su hiel o su miel... ¿Convendrá para Rafaelín un alma de miel y cera, un alma continente, casta, dulce, impregnada de aromas? ¿Un alma de abeja ebria, que cree en el dulzor porque lo lleva consigo?
Más ahincadamente que antes fijé mi lupa en el joven ayo. Empecé por desmenuzar su tipo físico. Debe de proceder de familia hidalga (el apellido lo indica) porque tiene las manos delicadas, largas de dedos, como las de ciertos retratos del Greco, y los pies estrechos y bien curvos. Su busto es mezquino, sus piernas carecen de gallardía, sus muslos no se acusan, su cuello es flaco, pobre. La cabeza, oblonga, arde en vida psíquica; la mirada, demasiado fija, es difícil de sostener; la nariz es irregular, algo torcida, y la mandíbula saliente. El pelo se insubordina; algunos mechones crecen en sentido contrario. Ha debido de sufrir privaciones en la edad del desarrollo, y su figura es, como la de tantos españoles estudiosos y que ni se bañaron ni comieron ni jugaron, una figura frustrada. El bigotillo da a la cara cierto aire provocativo, juvenil. La frente huye hacia el occipital -señal de desequilibrio-. Viste desgarbadamente, y no es pulcro con exceso; malos hábitos de bohemia subsisten en él; miss Annie suele hacerle observaciones agripunzantes cuando le ve tirar al suelo la colilla del cigarro, o apagarla en el platillo de su taza de café, o escarbarse con el palillo las encías, o usar el cuchillo indebidamente, o echar migas en el mantel. «¡Oh! ¡Aoh! ¡Míster Solís!», murmura ella; y él, enfurruñado, impresionado, se corrige: «Miss Annie, no eduque usted solamente a Rafaelito... Yo soy otro niño a quien tendrá usted que enseñar...» Abundo en el sentido de la inglesa, porque soy pulcro, y con la edad madura, mi pulcritud va degenerando en quisquillosa manía. He puesto a disposición de Desiderio Solís, dos horas al día, a mi propio ayuda de cámara, Tadeo, ducho ya. «Tírale la ropa vieja, preséntale otra nueva... Que se bañe... que se calce bien; ya sabes que no puedo aguantar la vista de una bota torcida o juanetuda...»
Lo extraño es que este mozo, que a veces huele a tabaco frío (tengo sagacísimo, ¡oh desventura!, el sentido del olfato), no demuestra que le impresione como superioridad mi exquisitez. Se me figura que es él quien se cree superior a mí; que en el cálculo del valor de hombre a hombre, rebaja mi primor y exalta su diogenismo. Acaso entiende que dentro de mí hay vallas, hay reparos, hay recatos, hay respetos, lo que a él le falta; acaso me juzga piadoso, compasivo, altruista, y él se reconoce desentrañado, fuerte, más bárbaro y más alto por dentro que yo. Ve que amparo a un niño huérfano; ve que le hago bien a él, a Desiderio Solís, sin exigir utilidad en compensación del beneficio... y me toma por un buen señor, explotado, y por consecuencia vencido, esclavo, sumiso moralmente. ¡Qué satisfacción experimento al conocer que no es así! Estoy desnudo de compasión, desnudo de bondad, soy exaltado en mí mismo, despreciador de los otros... Si he recogido al niño ha sido por instinto egoísta y de conservación; por no dejarme llevar del atractivo que ejerce sobre mí la Guadañadora. ¿Yo un rasgo sentimental? ¿Yo una debilidad? ¡Si llegamos a chocar, ya verás, pobre muchacho, cómo me reviste una coraza, pero interior; las corazas que van por fuera y se ven, esas enseñan las juntas!
Sólo pensar que se puede tener de mí tal concepto, a pesar de mi desdén hacia la opinión de los demás, me subleva, me alza borbotones de ira. Como que yo he puesto mi orgullo en la corrección de mi sensibilidad, la cual no ha de parecerse en nada a la de la multitud. Ni quiero ser eso que llaman bueno, ni menos apiadarme de nadie, porque la piedad es un descenso; el hombre superior es insensible; está revestido de bronce. Todo cuanto hago, incluso lo que ofrece aspecto de buena obra, hágolo por propia conveniencia... Así es que me dedico a desarrollar ante Desiderio mis teorías, demostrándole hasta dónde llego. Me complazco en sostener que la vida, para mí, solo tiene el escaso valor, valor relativo, que tuvo para las ilustres minorías de todas las épocas, desde los epicúreos griegos y romanos hasta los actuales, más delicados y artistas, quizás, en sus exigencias de goce. Deseo que sepa que mi enfermedad es privilegiada y mi mal es el mal de los poderosos. Ansío convencer, a este único testigo consciente de mi vida privada (miss Annie no se cuenta, es una utilitaria, una práctica como Camila, pero al estilo peculiar de su raza sajona), de que guardo depositado y concentrado el ajenjo que destilaron los siglos en el espíritu del hombre; de que he calado la existencia; de que conozco la miseria absoluta de nuestro destino, y que, para mí, vale más el no ser que el ser.
-Una noche en que dormimos completamente, sin pesadillas ni sueños, es lo que mejor recuerdo nos deja -le digo a Solís, al colocar otra vez en mi tántalo (regalo de antaño de Camila, para que los criados no puedan gulusmear los licores caros, las esencias líquidas que yo uso) la botellita del kummel-. Saque usted la consecuencia...
-Ya está hecho -responde él, saboreando su copa con fruición evidente-. El sueño completo, sin despertar, sería lo mejor de todo. Y en el despertar no creo... Nuestra vida se va entre una espiral de humo -añadió, encendiendo desdeñoso el legítimo habano que yo acababa de ofrecerle.
-No le diré que acaso hay fuego en la sima -discurrí cobardemente-. Me tendría por timorato. -Sin embargo, buscando una forma que revele superioridad-: ¿No cree usted en el despertar? -interpelo en alta voz-. Le felicito. El no creer es ya género de fe en algo. ¡Cree usted que no cree!...; una creencia como otra cualquiera. Yo, a la verdad, de eso... ni sé, ni creo, ni descreo palabra... Creer o descreer es ofender al Misterio, única realidad en todo lo que nos rodea. Envidio a usted la firmeza de su convicción.
Solís, algo picado, paseé el mirar por las brasas de la leña, brasas ya casi innecesarias, porque abril se anuncia suave y benigno.
-Convicción no es -murmuró-. Es apatía, o indiferencia, o como quiera usted llamarle. Es que acaso damos por supuesto que la vida encierra un enigma, y no encierra nada: está hueca. El fenómeno, la sustancia... vacío todo, como dijo Saquiamuni.
-Apostaría yo -indico, recostándome en el sillón y encendiendo también en la lamparita de plata martillada el cigarro aromoso, seco, fino- que, como es usted joven, hay algo que no le parece tan vacío. ¿Ilusiones de amor, eh?
-¡Ojalá nunca! -responde, estremeciéndose ligeramente.
-¿Por qué, amigo mío? -pregunto indiscreto.
-¡Ah! Por nada -responde él, evasivo, encogiéndose de hombros.