La sirena negra: 12
Capítulo XII
¡Portodor!... Cuántos años que no pisaba estas playas de rubia arena, extendidas como veletes de gasa de oro; este bosque antiguo, legendario, donde se alza una piedra en equilibrio, la Pena Moura -céltica, según opinión de los arqueólogos locales-. Un sentimiento de sorpresa se apodera de mí al recordar que he traveseado y me he escondido en los rincones de la casa en que ahora resido otra vez. El sentimiento de mi propio misterio me inquieta. ¿Soy el mismo que era entonces? Siempre esta incertidumbre me ha preocupado: ¿subsiste la personalidad al través del cambio y evolución de todos sus elementos?
Antes, la casa me parecía enorme: ahora veo que no es muy amplia: consta, como la mayor parte de estas construcciones del siglo XVII, viviendas de hidalgos poderosos, que quizá sólo las habitaban en la época de la recolección o de la vendimia, de una torre y un cuerpo de edificio. La torre, nada sombría, nada feudal, se corona de inofensivas almenas picudas. La piedra de armas es enfática, aportuguesada, por lo mismo que se labró en tiempos relativamente modernos -reinado de Carlos II.
Si la casa ha disminuido, el paisaje que se domina desde el segundo piso de la torre me sorprende por más grandioso de lo que suponían mis recuerdos. Al amanecer, la extensión de la ría, poblada de barcas de pesca, es un himno de alegría heroica, el animoso canto de la naturaleza eternamente joven. Algo de esta alegría quiere infiltrarse en mi alma. No sé si porque respiro aire mejor, o porque el niño ejerce en mí singular influjo, desde que he llegado a esta aldea riente, saudosa y familiar, un poco de paz, de amor al mundo, entran en mí... ¡Ah! ¡Ya era tiempo!
Me evado del calabozo de mis meditaciones. La dulce, la irresistible corriente de la animalidad me lleva envuelto en su curso benigno. Ando mucho, acompañado de Rafaelín, a quien enseño los predios y los deliciosos arenales; y los pasos, movimientos, antojos y preferencias del chiquitín evocan los míos; me retrotraen, por la magia psíquica del recuerdo, a los años perdidos, borrados casi en lo consciente de mi ser. Me veo nuevamente -en Rafaelín- recogiendo bocinas, lapas, nácaras y conchuelas, esas conchas de la ría cantábrica, que tienen los reflejos de ardiente irisación y la involución clásica de las del Mediterráneo. Me veo a caza de bellotas y piñones en la selva rumorosa, bajo el enorme pino secular, faro de los navegantes y objeto de las iras del rayo, que le ha mancado dos de sus brazos de Briareo. Me veo sentado en el carro colmo de espigas de maíz, eligiendo entre ellas las reinas, las de fruto rojo como granos de granada. Me veo jugando al pie del lavadero, turbio de espuma jabonosa, y, al menor descuido de los que me vigilan, chapuzándome en él. Me veo limosneando a los pintorescos y joviales mendigos cuya salmodia zumbadora, moscona, me despierta el domingo antes del toque de misa. Me veo refugiándome detrás de una peña, en cueros, para evitar que me bañen -y me veo de repente, por esos cambios súbitos, fantásticos, de la niñez-, corriendo hacia el mar rielante y estriado bajo el sol, y adelantándome con tal ímpetu, que tienen que cogerme para que no pierda pie y me hunda en alguna hoya traidora recubierta de arena fina. Me veo mordido por un cangrejo, llorando a perder; me veo saliendo del agua, con un manojo de algas crasas apretadas en el puño, sin querer soltarlas, rabioso porque me las arrebataban tiránicamente... Tales son los gestos míos que reproduce Rafaelín a la distancia de veinticinco o treinta años; gestos olvidados, gestos pueriles, en los cuales me empapo, por decirlo así, y floto, con lento placer, con la ventura fluida que hacen sentir las cosas nimias y naturales. La niñez de Rafael, sin embargo, se diferencia de la mía, con la diferenciación profunda del carácter. Esta criatura es dócil, amorosa, poco egoísta (dentro del general egoísmo instintivo de la infancia). Sus vivezas terminan en arrebatos generosos. Además..., temo consignarlo, desconfiado como soy de todo afecto..., además... este chiquitín... no hay remedio, no se puede negar... ¡este pequeño... me adora! Sí; hay un ser en el mundo, incapaz de ficción, que vive pendiente de mis menores indicaciones y voluntades; hay un ser que no es un perro, y para quien, sin embargo, yo, Gaspar de Montenegro..., soy Dios.
No lo había notado en Madrid; en Portodor he tenido que darme cuenta de ello; el niño ha penetrado en mi existencia; antes estaba solamente al margen. Con tiempo, soledad, libertad y la especie de optimismo físico que aquí me invade -porque duermo canonicalmente y el gusano de la gastralgia no me ataraza el estómago-, he podido disfrutar a mis anchas del pequeñuelo, arrebatándoselo a miss Annie, y, tarea más fácil, a Solís.
La inglesa ha protestado con indirectas, con acideces, con actitudes de dignidad, con gestos de displicencia. Penetrada de la alteza de su cargo, no la es agradable que nadie usurpe sus funciones: no se trata de cariño a la criatura; no se trata del instinto de la mujer verdaderamente mujer, que, sin afectación, se identifica con los chiquillos: se trata de formalismo, de literalismo: me he encargado de esta tarea, pues a mí me corresponde; es my right, y nadie se meta a ejercerlo.
-Miss Annie -la digo-: hágase usted cargo de que estamos en vacaciones. A mí me divierte llevarme al pequeño por ahí... Supongo que usted no se opondrá.
-Yo debiera ir con ustedes... -responde la rubia, quejosa, envarada.
-Unas veces irá usted, y otras no; según cuadre... Aquí, un poco de libertad... Ruego a usted, miss Annie, que se tome distracciones; a todos nos convienen. Excursione usted; mande enganchar el cesto; hay un borriquillo con jamugas; si quiere usted, se traerá de Madrid una silla de señora; no faltará un jaco; encargaremos una bicicleta... Nada de sujeción. ¡A divertirse!
-Gracias, míster Montenegro...
El tono era seco; la palabra rebotaba en los labios, donde una espumilla iracunda se disolvía quizás...
No conforme, Annie se dedicó, entre otros deportes, al de sorprendernos a Rafael y a mí. No habiéndole yo fijado por qué parte de la campiña debía excursionar, con maravilloso olfato adivinaba la dirección de mis paseos, y se nos aparecía cuando menos lo pensábamos, vestida corto de franela tennis, gorra con insignias de algún club británico, palo de alpinista, y el pie cautivo, sin malicia aparente, en botitos recios y planos. Su figura moderna, atrevida, exótica, componía sobre el fondo de los pinos ancestrales, o al lado del caduco dolmen con barba de musgo. Nos saludaba; dirigía alguna observación al niño: «Baby, estáis sofocado, no os paréis. Vais sucio; permitid que os limpie la cara un poco...»; y ante mi silencio, erizado de retraimiento, se retiraba, no sin haber declarado el aspecto del paisaje a very charming one...
Apariciones análogas hacia Solís. Éstas me molestaban menos. El futuro preceptor ejercía sobre mí el atractivo de su complicada alma, de su psicología laberíntica. ¿Sería cierto que buscaba la emoción suprema, aquella en que el hombre se hombrea con el Creador deshaciendo su obra?
La tez de Solís, que el aire libre y la brisa salitrosa empezaban a tostar; los labios, algo menos descoloridos, pero siempre contraídos por triste gesto; las facciones irregulares, de expresión huraña, no revelaban que estuviese del todo reconciliado con la dura obligación de arrastrar el vivir. Sentía yo a veces impulsos de provocar sus confidencias, y no quería seguirlos porque era demasiado atrayente para mí el enigma de aquel espíritu, y si me enfrasco en él, adiós la sana delicia de mis paseos con el niño, adiós la sedación disfrutada a su lado, preocupándome de sus antojos, respirando con infatuación de ídolo el incienso del culto que me tributa... Lo repito, soy su divinidad. Alma nueva, creyente, y a la cual todavía no se le ha inculcado principio alguno, su necesidad de venerar y de esperar la satisfago yo. Echados al pie del vasto pino musical, donde el hondo soplo marino zoa y brúa -dos onomatopeyas regionales que no tienen equivalente en castellano, tal vez porque en Castilla no se abrazan los pinos y las costas-, el niño, al encontrar mi cabeza al alcance de sus manos de manteca y de su boca de guinda, se apodera de mí, y me cierra los párpados a caricias, repitiendo en monótono sonsonete y en jerga anglo-hispana:
-Father bonito, Father bueno, Father mono, Father rico, Father santo, Father guapo, Father que manda en todos, en todos, en todos...
De mi absoluto poder tiene tal idea, que me dice, la víspera de una excursión que le anuncio:
-¿Y mandarás que no llueva, eh, Father? Que haga buen weather -sonríe y chapurrea, volviéndose hacia miss Annie para desenojarla.
En su anhelo de ser querido por todos, el chiquitín adivina el rencor mudo de la institutriz, y no cesa de aplacarla con zalamerías... Ella no se doblega, no se amansa. Conserva su agravio en vinagre -como suelen estas naturalezas estrictas, esclavas de un contrato, pero cultamente ambiciosas...