La sirena negra: 14
Capítulo XIV
En el juego y desquite que mi cerebro se toma, entreteniéndose en presenciar y aún en provocar conflictos espirituales, encuentro un aliciente inesperado: además de Annie, otra persona está pendiente de mi escarceo. ¡Ya me lo sospechaba yo! Por lo visto, Desiderio Solís ha caído; había caído, por mejor decir, en las redes de la común enemiga y conservadora del género humano...
Vuelvo a concentrar mi atención, un momento distraída por un ampo de blancura en una encarnación femenil, en el alma que creí atormentada, complicada y simpática a la mía, del joven futuro preceptor... No, preceptor no; no temas, Rafaelín; te buscaremos un guía no tan fácil en soliviantarse, en aturdirse al olor del mosto de la mocedad; un hombre en quien se hayan sedimentado las pasiones y que adore los libros; vendrá el viejecito cura bibliófilo. Para mí, Desiderio, has bajado muchos peldaños de la escala de valores. Soñar otras cosas, bueno; soñar a la mujer, y de esta manera anticuada, prevista, folletinesca, con arrebatos de celos y con sufrimientos enervantes, como el vulgacho... eso no me interesa absolutamente nada, y me produce una reacción de humorismo, que demuestro manteniendo al incauto en perpetuo estado de excitación y tortura. ¡Sufre, alma sin valor ni fuerza, sufre... o elévate, como yo, hasta más allá de los dolores y los goces pequeños..., hasta más allá de las epidermis de nieve, rosas y demás cursilerías!
A cada mirar insistente que en la mesa dirijo a miss Annie; a cada palabra significativa que entre ella y yo se cruza, veo estremecerse a Desiderio, y noto la descomposición de sus facciones, de su cara turbia y movible como el mar. A la hora del baño, estoy convencido de que, si le aplicásemos a Solís un termómetro clínico, se apreciaría elevación en su temperatura. Adolece de una cotidiana pasional, una calentura de león. Más tarde, está caído y deshecho; sus ojeras amoratadas descubren la alteración de su organismo. Su violín solloza, y de noche me complace extrañamente escuchar el gemido de las cuerdas, que me parecen la queja de un condenado lamentándose más allá de la sepultura... ¿Por qué me recreo en oír desesperarse a este hombre a quien he querido sacar de la miseria? ¿Es mi eterno desprecio al sentimiento, al dolor, a la flaqueza, a la necedad de mis... prójimos? ¡No, eso no; yo prójimos no tengo, ni quiero tener!
Degradado por el suplicio celoso, acaso el más humillante de todos, Solís se rebaja hasta espiar. Juraría que de noche se quita los zapatos y viene a pasos tácitos y furtivos a pegar el oído a mi puerta, movido de sospecha vil, obsesa la imaginación por esa terrible facultad que desarrollan los celos materiales, de representarse los sucesos fantaseados con el realce y la plasticidad de lo escuchado y visto. Yo disimulo con arte supremo, en el cual hallo una distracción digna de mí. Veo retorcerse al poseso y sonrío desde mi altura, y tiro de los hilos que mueven la mecánica de sus furores y de sus sensaciones crueles, y me complazco en formarme, con este ejercicio, unos músculos morales de acero templado...
Por las tardes se alivia un poco el mal de Solís: nota que yo paseo en compañía de Rafaelín y que no trato de coincidir con la inglesa. Sin duda él ha intentado ofrecerse a Annie por acompañante, y sin duda Annie, cada vez más cebada en lo que cree mi conquista, le ha dado buenas despachaderas, marchándose sola, en su bicicleta, por las carreteras polvorosas. Bajo la presión de su idea fija, Solís se agrega a mí, unas veces desde que salgo de casa, otras como por casualidad: agregarse a mí, en efecto, es un modo de seguir a Annie los pasos y saber que, por lo menos, no está conmigo; es la antipirina de su fiebre. El alivio, el respiro que le dan estos paseos, en los cuales se mitiga su rabiosa psicalgia, se nota en su fisonomía: va hasta jovial y expansivo, con la involuntaria alegría saltante que presta la desaparición de un dolor de muelas furibundo... A veces, me divierto en aguarle la fiesta, diciendo negligentemente:
-No sé si encontraremos a miss... La he dicho la dirección de nuestro paseo... Como ahora tiene bicicleta...
El artefacto deportivo había venido de Vigo, la población europeizada más próxima a Portodor; y nos sucedía encontrar en las carreteras a la joven, seductoramente masculinizada por los bombachos de paño café y leche, la media escocesa y la gorrilla de tela blanca; sofoquinada por la rápida carrera, alborotadas, las guedejas color de cerveza blonda. Ante mi movimiento retráctil, pues yo no quería ir con ella, la miss sonreía maliciosamente, me lanzaba los dos rayos de zafir doblete de sus pupilas y continuaba pedaleando...
Desiderio, ante aquella ojeada que no se dirigía a él, me insinuó evitar las carreteras; eran lo trillado, lo previsto del paisaje. Nos dedicamos a explorar un costado de Portodor, en el cual, desde nuestra llegada, no habíamos sentado el pie todavía. Aun siendo la parte más selvática de la comarca, era, en conjunto, amable y risueña; las orillas del río Andía, para mí familiares en los primeros días del despertar, después del semisueño brumoso de la infancia.
El río próximo ya a desembocar y perderse en la ría, se hace más profundo y caudaloso, y sus márgenes, no encajonadas entre montañas, como las de otros ríos de la región, están guarnecidas de mimbres, alisos, cañaverales y sauzales frondosísimos. La flora es vivaz y rica: hay lirios morados y amarillos, y abunda una planta, cuyo nombre ignoro, que echa unos ramilletes de flor de un rosa vivo, con emanaciones de almendra amarga. No sólo al que tiene, como yo, aguzado el sentido del olfato, sino a todos, probablemente, una fragancia o un olor, aun siendo grosero, les reconstituye íntegro un momento de la conciencia, tal vez borrado, perdido en ese archivo oscuro donde se van almacenando los sucesivos estados del alma. El balsámico olor de las umbelas rosa me retrotrajo, instantáneamente, a la hora de mi adolescencia, en que, deprimido por caídas y enfangamientos, apretado del mayor dolor, que es la vergüenza moral, vi en el fondo del río unos ojos de tinieblas que me llamaban, y estuve a pique de irme hacia ellos, abriendo los brazos y exhalando el «¡Por fin!» de todos los ansiosos amores...
Reconocí la peña donde me había sentado en la hora de la tentación. Y, deseoso de ahondar en Solís, se me ocurrió volver a ocupar el mismo sitial, a la misma melancólica hora de sol poniente, cuando en el río cabrilleaban los mismos flamígeros toques, y se ensombrecen los mismos remansos lóbregos. Siempre me ha complacido reproducir lo externo de una situación cuando falta lo interno, a fin de proclamar una vez más que no tiene valor alguno lo que nos rodea; que somos nosotros los que nos proyectamos sobre el paisaje y el ambiente. Y, tomando pie de esta observación, afectando la necesidad de confianza, que es una de las flaquezas de nuestro espíritu, enteré a Solís de lo que aquel paisaje me recordaba.
-¿No es cosa rara que se desee con tal vehemencia dejar de ser?
Al formular esta pregunta le observo.
-¡Qué ha de ser raro eso! Lo extraño es que deseemos vivir, don Gaspar -contesta el mozo-. Debe de estar bien claveteado allá dentro de nuestro ser lo que llaman instinto de conservación, cuando todavía no se ha despoblado de humanidad el globo. Tenemos mil razones de morir, y ninguna de continuar sufriendo esta broma pesada.
-¿No cree usted que somos ahora más felices que en otras épocas? Los adelantos...
-¡Los adelantos! ¡Maldición en ellos!... -exclamó violentamente-. Los adelantos, en nuestro país actual, ahondan las diferencias sociales; se consagran al dinero. Los pobres, los que estamos debajo, tenemos la ventaja de ver cómo todo, o casi todo, lo que se refina en la civilización y en la cultura, es para una casta, la casta dorada... a la cual nunca hemos de pertenecer. Soy de casta de cobre. No hablarme de adelantos.
-Sin embargo, amigo Solís -insinué traidoramente-, hay muchísimas cosas que lo mismo son de los dorados que de los cobrizos. Los goces intelectuales, por ejemplo...
-Don Gaspar..., yo he empeñado a veces por dos pesetas mis desencuadernados libros, atestados de notas y apostillas... Yo me he retirado del Ateneo porque no podía pagar las cuotas... Yo, obligado a pasarme las mañanas traduciendo patochadas a diez duros el tomo, me he embrutecido en esa tarea de macho de noria... Yo no he podido ver trabajar a la Duse, porque no me gusta estar prensado en el gallinero, y no tenía para butaca... ¡Hábleme usted de placeres intelectuales!...
Miré hacia el río, del cual se elevaba una frescura sepulcral, y arrancando distraídamente un ramillo de flores rosa, jugueteando con ellas, deslicé:
-¿Y el amor? Ahí tiene usted algo que ni reconoce cobre ni oro... Esa fruición nos iguala.
Solís saltó, convulso. Se notaba en su voz la furia repentina.
-¿Qué nos iguala? Basta que usted lo diga... ¡Para los cobrizos, las del arroyo! Si tenemos aspiración hacia una mujer bonita, inteligente, delicada... allí estará uno de la casta de oro con su oro en la mano, y suya será la victoria... ¡Cómo si no lo supiésemos!...
Y rompió en una risa sardónica, insultante.
-Father -gritó Rafaelín al pie de la peña que me servía de asiento-: ¡mira un pez! ¡Un pez que salta del río!
-Una trucha, alma mía -respondí acariciándole-. Eso prueba que en el río hay hondones, y los niños no deben acercarse a él. Según eso -insistí dirigiéndome al profesor-, ¿usted no está a bien con la vida?...
-No estaré a mal cuando vivo -declaró torvamente-. Incurro en la contradicción general... Nos quejamos de la carga y no soltamos el lastre... O intentamos soltarlo una vez, y no lo conseguimos... y ya no se repite el intento. ¿Verdad que es curioso? Tomamos una resolución... La estorba una nimiedad... Nadie nos obliga a resolver; nadie nos impide volver a la carga... y no volvemos. Y las circunstancias son las mismas o peores; y no volvemos. Y estamos convencidos de que deberíamos volver; y no volvemos. ¿Seremos necios?
-Somos una red de contradicciones... No somos animales lógicos...
-Pues hay que serlo -decidió Solís, contundente-. Persuadidos de que una cosa conviene, se hace... Y se hace por cuenta propia y ajena. No comprendo cómo los que se salvan no salvan a la vez a algún amigo... o enemigo. ¡Es tan fácil!... En la barca hay sitio para muchos náufragos. ¿Y por qué no darse, antes de partir, un refinado goce? Vea usted: este goce es concedido igual a los cobrizos que a los dorados. No: mejor a los cobrizos, porque los dorados están reblandecidos, y no tienen el valor del gesto supremo...
-Sí -pronuncié retándole con una mirada serena y fija-, recuerdo su artículo de usted en El Ideal, un periodiquito... Allí desarrollaba usted la misma tesis.
-¿Llegó usted a leer aquello? -preguntó entre receloso y halagado.
-En efecto: lo leí. Es un artículo tranquilizador. Lo entendí como deben entenderse las lucubraciones que se confían al papel. Aunque no soy escritor, sé que en cuanto una idea sale de nosotros y cae sobre la hoja blanca, es como si se deja destapado un frasco de perfume: cátalo desvirtuado... No creo en lo que se escribe.
-En lo que yo escribo, crea usted lo mismo que en lo que digo...
La amenaza del rival me arrancó una sonrisa. Paré la estocada, murmurando negligentemente:
-En dichos creo menos aún... Escribir, hablar, son las válvulas por donde desahogamos lo superfluo de la actividad del cerebro. Remedio probado contra los impulsos absurdos que nos precipitan al disparate o a la acción prohibida o criminal. El alma se liberta con rasguños y palabras, con aire y papel. No soy nada amigo de máximas; pero reconozco que del dicho al hecho... Fanfarroneamos hasta con nosotros mismos; nos contamos mentiras, nos juramos que haríamos esto y lo otro... y nada hacemos, en puridad. Aire, ceniza de voluntades y deseos...
-No todos somos iguales, don Gaspar -recalcó Solís-. Hay hombres en el mundo que han nacido cómicos; que, no teniendo auditorio, se representan comedias a sí mismos. Hay también hombres -añadió con glacial y cortante reticencia- que no pueden figurarse ciertos modos de sentir, o porque su sentir es obtuso, o porque no lo afinaron las desgracias, los conflictos, las tiranías de la vida... El dorado, que encuentra todo preparado a su gusto, mesa puesta y alrededor de la mesa una reunión divertida y amable, mujeres que le sonríen, parásitos que cantan su gloria... ése ¿qué sabe de lo que se puede llegar a soñar para sustituir con el sueño todo lo que nos ha negado la realidad? El único goce de dominación del que ni posee riquezas ni poder ni amores... tiene que ser ése: extinguir... ¿No lo comprende usted? -insistió, enviándome la pregunta como un soplo de lo desconocido.
Resistí su mirada y se la devolví saturada de menosprecio. Y no lo hice por afectación: era que, realmente, en aquel momento, le menospreciaba. Su teoría de que el abismo del alma se colma con riquezas, poder y amor, era para mí el más mezquino de los dislates. Estaba, el supuesto intelectual, a la altura de los pintorescos mendigos, más alegres que yo, cien veces más dichosos, a quienes limosneamos el domingo y que me creen monstruo de la fortuna porque tengo siempre mucho y bueno que comer y en la faltriquera monedas que repartirles. ¡Eres un mendiguillo, Desiderio! ¡Y todo por un pedazo de carne blanca, donde la naturaleza incrusto dos cuentas de vidrio azul y plantó un matorral de hebras de pelo color cerveza blonda!...
-Father-dice la voz pura-: mira, ha vuelto a saltar el pez... Péscalo, ¿di? Quiero verlo.
-Si lo pesco morirá... ¿Te gusta que muera?
-No... ¡Pobre pescadito!... Morir no -declara el nene, y fija en mí su cándido mirar, asombrado de algo que no comprende.
Luego, asiéndose a mi mano, articula:
-Father, dime, anda... ¿Qué es morir? El pescadito, si muere, ¿cómo quedará? Y su Father,¿llorará por él, di?