La tradición de la saya y manto

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Apéndice a Mis últimas tradiciones peruanas (1910)
de Ricardo Palma
La tradición de la saya y manto

Cuando se quiere salir del paso hablando del origen de algo ya muy rancio viene a la boca esta frase: «Eso se pierde en la noche de los tiempos». Tratándose de la saya y manto, no figuró jamás en la indumentaria de provincia alguna de España ni en ninguno de los reinos europeos. Brotó en Lima tan espontáneamente como los hongos en un jardín. ¿En qué año brotó ese hongo? Mucho, muchísimo he investigado, pero sin fruto. No obstante, me atrevo a afirmar que la saya y manto nació en 1560.

Véanse ahora las razones en que fundo mi afirmación, y me prometo que el lector no habrá de estimarlas como antojadizas. Lima se fundó el 18 de enero de 1535, no excediendo de diez las mu­jeres oriundas de España que se avecindaron en la capital. Casi podría nom­brarlas.

Es, pues, tan claro como el agua de puquio que sólo de 1555 a 1560 pudo haber limeñas hijas de padre y madre españoles, o de peninsu­lar e india peruana en condiciones de formar un núcleo capaz de imponer moda como la de la saya y manto. Nadie disputa a Lima la primacía o, me­ jor dicho, la exclusiva, en moda, qüe no cundió en el resto de América y que dio campo a las criollas mexicanas para que bautizasen a las limeñas con el apodo de las enfundadas.

En el Perú mismo, la saya y manto fue tan exclusiva de Lima, que nunca salió del radio de la ciudad. Ni siquiera se la antojó ir de paseo al Callao, puerto que dista dos leguas castellanas de la capital.

El 11 de abril de 1601 inaugurosé el tercero de los Concilios convoca­dos por el santo arzobispo Toribio de Mogrovejo, al que sometió la aboli­ción de la saya y manto bajo pena de excomunión. Si su ilustrísima pone el tema sobre el tapete en sus Concilios de 1583 y 1591, como hay Dios que mis paisanas se quedan sin saya y manto. La población de Lima apenas excedía de treinta mil almas, y las devotas de la saya y manto, que consti­tuían la sociedad decente de la ciudad, si los cálculos estadísticos no marran, podría fluctuar por entonces entre setecientas y ochocientas enfundadas.

El arzobispo olvidó en 1601 que desde 1590, en que vino a Lima doña Teresa de Castro, esposa del virrey don García Hurtado de Mendoza, mar­qués de Cañete, la saya y manto había reforzado muchísimo sus filas. Entre camaristas, meninas y criadas, trajo doña Teresa veintisiete muchachas es­pañolas, a las que aposentó en palacio, y todas las que en el transcurso del año encontraron en Lima la media naranja complementaria. Además, en la comitiva del virrey, y con empleo en el Perú, vinieron cuarenta y ‘tantos presupuestívoros con sus mujeres, hermanas, hijas y domésticas.

Las recientemente llegadas, por novelería unas y por congraciarse con las limeñas legítimas otras, todas dieron en enfundarse. Doña Teresa fue de las primeras en vestir saya y manto, sugestionada acaso por su marido, pues la historia nos cuenta que el virrey anduvo siem­pre a la greña con el arzobispo. Algo, que no mucho, he relatado sobre tal tema en mi tradición Las querellas de Santo Toribio.

Es mi sentir, repito, que su ilustrísima anduvo desacertado en la elec­ción de la oportunidad, pues admitiendo mi creencia de que la saya y manto nacieran en 1560, cuarenta años después, esto es, en 1601, año del tercer Concilio, las devotas de la extravagante indumentaria serían ya todas las limeñas, esto es, dos o tres mil hijas de Eva, las que alborotaron el cotarro hasta el punto de sembrar semilla de cisma. Ello es que el Concilio no pro­nunció fallo.

Los virreyes marqueses de Guadalcázar y de Montesclaros y otros inten­taron también abolir la saya y manto, pero no pasaron del intento. Virrey hubo que se limitó a encomendar a los maridos que no permitiesen a la cos­tilla ni a sus hijas, tal indumentaria, lo que fue como dar el encargo al Archipámpano de las Indias. Tan cierto es que nunca los hombres tomamos carta en juego de modas, que hoy mismo las dejamos tranquilas cuando lu­cen sobre la cabeza los fenomenales sombrerotes a la moda. Ya desaparece­ rán sin que intervengamos los varones.

La primitiva saya, que perduró hasta cinco o seis años después de la batalla de Ayacucho, fue, y dicho sea en puridad de verdad, una prenda muy antiestética, especie de funda desde la cintura a los pies, que traía a la mujer como engrilletada, pues apenas podía dar paso mayor de tres pulgadas.

Para las tapadas, en España y en todas las capitales de virreinato ameri­cano, la mantilla y el rebocillo eran los encubridores del coqueteo. Para la tapada limeña lo fue el manto negro de sarga o de borloncillo, no del todo desprovisto de gracia. La llamada saya de tiritas era una curiosa extrava­gancia. Anualmente, en la tarde del día de la Porciúncula, efectuábase una romería a la Alameda de los Descalzos, donde los buenos padres obsequia­ban con un festín a los mendigos de la ciudad. Las más hermosas y acauda­ladas limeñas concurrían a ese acto enfundándose en la más vieja, rota y deshilachada de sus sayas, y contrastando con esa miseria ostentaban el ri­quísimo chal y las valiosas alhajas de siempre. Todas consumían siquiera un pedazo de pan y una cucharada de la sopa de los pobres.

Con la Independencia la revolución alcanzó también a la saya, y sin que ais jamonas ni las viejas renunciasen a la primitiva saya de carro, las jóvenes crearon la gamarrina, la cual, cuatro años después, convirtieron en la orbegosina. Se diferenciaban, más que en la forma, en el color del raso: la gamarrina, contemporánea del presidente general Gamarra, era de raso negro o cabritilla, y la orbegosina, en homenaje a su sucesor, el general Orbegoso, era azulina o verde oscuro. La saya se convirtió en enseña de partido político.

Como se ve, la gamarrina y la orbegosina se apartaban algo de la saya primitiva, pues en la parte baja eran relativamente más holgadas y llevaban un ruedo de raso claro por adorno.

Cuando en 1835 el general Salaverry encabezó la revolución contra la presidencia de Orbegoso, nació la salaverrina, de falda suelta y airosa, que permitía libertad de movimientos. Esta fue la saya que tanta fama diera a la tapada limeña, pues con ella, amén de la gentileza corporal, salieron a lucir las agudezas del ingenio. Esa fue la tapada que yo conocí en mis tiem­pos de colegial y que por mi voto aún existiría.

Después de 1850 la relativa holgura social producida por los millones de la Consolidación 1 dio incremento al comercio francés y a las modas de París. Lo que en tres siglos no consiguieron ni Santo Toribio ni los virre­yes, desapareció sin resistencias ni luchas, poquito a poquito. En 1860, jus­tamente a los tres siglos de nacido el hongo, desapareció la saya y manto en procesiones y paseos. Nació sin partida de bautismo comprobatoria de cuán­do, cómo ni por qué. Ha muerto lo mismo: sin partida de defunción, ni fecha fija, ni motivo cierto que la excluyese.

la Consolidación: una de las medidas fin