La velada del helecho: 02
Capítulo II
-¿Permaneceréis con nosotros hasta el fin de la velada, Arnoldo? -dijo la bella Ida-. ¿Habéis pedido permiso al conde para estar fuera del castillo hasta las doce?
-No lo hubiera alcanzado -respondió el paje-; el señor de Montsalvens tiene por costumbre decir no a todo lo que se le pide; pero me he fugado del castillo y entraré como salí, sin ser visto de nadie. Tengo modo de hacerlo, aunque a la verdad algo arriesgado.
-Pues sabed que no quiero que os arriesguéis a nada para verme: por mucho que me haga padecer vuestra ausencia, la sufriré sin quejarme a trueque de que hagáis ninguna locura, Kessman. Vuestro señor me parece un mal hombre. No lo he visto sino una vez que andaba de cacería con otros propietarios de los alrededores; pero os confieso que me hizo muy desagradable impresión su figura alta, flaca, acartonada, tan amarilla, tan seria, con aquellos dos ojillos negros y hundidos bajo la ancha y protuberante línea de sus cejas grises y encrespadas. Apostaría cualquier cosa a que jamás se ve asomar la risa a los labios de vuestro conde, y a que apenas conocen su voz las gentes de sus dominios. Pues no, los condes de la Gruyere, con ser tan grandes y poderosos señores como son, no tienen el orgullo de vuestro áspero Montsalvens. He ido algunas veces a llevar flores y natas a la hermosa condesa, porque habéis de saber Arnoldo, que, aunque somos villanos, los ilustres condes de la Gruyere fueron padrinos míos, como que mi madre, que Dios tenga en su gloria, dio de mamar con sus pechos a la señorita Matilde, que es mi hermana de leche y que me quiere de todo corazón; sí, por cierto, siempre que voy al castillo me dice que el día que me case me hará un gran regalo de boda. ¡Oh! nosotros los Kellers estamos muy bien quistos de la nobleza; mi padre lo dice así con frecuencia. Si mucho nos aprecian los condes de la Gruyere, más todavía el barón de Charmey. ¿Conocéis al barón de Charmey, Arnoldo?
-Su castillo no está distante del de Montsalvens, Ida; pero no recuerdo haber visto nunca al barón. Creo que viene rara vez a sus posesiones.
-¡Sus posesiones!... no son muy vastas por cierto, aunque dice mi padre que su casa ha sido opulenta y que aun debía serlo hoy día. En todo el país se murmura de vuestro señor, porque se ha apropiado dominios muy pingües que le corresponden al barón.
-Esas son habladurías, porque bien debéis conocer que no se dejaría despojar tan tranquilamente el barón de Charmey si tuviera en realidad los derechos que le supone el vulgo. He oído decir que cuando el conde heredó el señorío a que hacéis alusión, que es por cierto uno de los mejores de la Helvecia, intentó disputárselo al tal barón, pero pronto debió convencerse de que era su pretensión injusta, pues se apartó de ella y no ha vuelto a pensar en renovarla.
-Es verdad, Kessman, muchas veces se ha admirado mi padre de esa conducta del señor de Charmey, y él la llama incomprensible: porque nadie le podrá convencer de que no tiene derechos incontestables a los dominios en cuestión. Pero ya veis, el barón es joven y un poco mala cabeza, según dicen; así es que no se cuida de hacerlos valer y solo piensa en divertirse. Os aseguro que me alegraría mucho de que tuviese más prudencia, porque es tan amable, ¡tan franco!... habla con los villanos como si fuesen sus iguales y todos le quieren como a las niñas de sus ojos. Mi padre, sobre todo, ¡le tiene una ley!... es verdad que bien la merece, pues los Kellers siempre han sido muy favorecidos por los señores de Charmey. Mi difunta madre era hija de un montero del viejo barón (que Dios haya perdonado), y el dicho montero, mi abuelo (que también descanse en paz), tuvo una vez la dicha de salvar la vida a la señora baronesa Eleonora, que dicen era la más hermosa dama de su tiempo. Os contaré, si queréis, la ocasión y el modo de prestar mi abuelo tan importante servicio a la casa de su amo.
-Dejadlo para otro momento, mi querida Ida. ¡Alcanzo tan raras veces la felicidad de poder hablaros! Decidme solamente durante tantos días que hemos pasado sin vernos.
-¡Y qué! ¡necesitáis preguntar eso, ingrato! -exclamó la joven dándole un golpecito sobre las manos con el ramillete de flores que tenía en las suyas.
-No, mi bien, sé que me amas: pero ¡oh Ida! ¿no hay esperanzas para nosotros? ¿nunca, nunca he de poder llamarte mía? Este pensamiento ha de volverme loco.
-Dios es Todopoderoso, Kessman -repuso ella suspirando-: ¿por qué no hemos de confiar en su bondad infinita?
-¡Ida! soy pobre, lo seré siempre, y vuestro padre (perdonadme el decirlo), vuestro padre es codicioso. Jamás dará su hija, él mismo lo asegura, a un hombre que no sea tan rico como él.
-Pero vos sois noble, Kessman, y como mi buen padre es también algo vano...
-¡Noble!... ¡decís que soy noble!... ¿sé yo por ventura lo que soy? Es cierto que algunas veces me dice el conde: «Arnoldo, eres muy inclinado a la canalla y es preciso que te corrijas; porque tienes en tus venas sangre muy ilustre». Pero yo no he conocido nunca a mis padres: desde muy niño me hallé recogido como por caridad en casa de Montsalvens. No conozco a nadie por estas cercanías que tenga el apellido que a mí me dan, y que no sé a qué familia pertenece. ¡El conde es tan intratable! por más que me he aventurado en diversas ocasiones a hacerle preguntas sobre mi nacimiento, solo he podido saber que soy huérfano, que no poseo nada en el mundo, y que aunque mis padres no estaban autorizados por el cielo para darme la vida, eran personas de un rango tan elevado que no debo avergonzarme de mi origen. Esto me dicen; esto creen, sin saber los fundamentos de su creencia, las personas que me conocen; pero ni yo mismo, Ida, puedo estar seguro de que sea cierto, y aun dando por hecho que lo sea ya veis que mi suerte no es ciertamente envidiable.
-Sabed, Kessman, que no falta quien piense que sois hijo natural del mismo conde de Montsalvens, y como no los tiene legítimos bien pudiera suceder... pero no; yo estoy cierta de que no es vuestro padre ese odioso conde. ¿Vos tan hermoso y tan bueno habríais de proceder de un hombre tan feo y tan malo?
Sonriose el paje y respondió:
-Sois muy lisonjera conmigo y muy severa con mi protector, querida niña: pero creo como vos que carece de toda verosimilitud la suposición a que os referís. No, el conde Montsalvens no es mi padre: el corazón me lo asegura. Siempre he creído firmemente en el presentimiento interior que llaman voz de la sangre. Si yo viera a mi padre adivinaría que lo era. Mas hablemos del vuestro, Ida. ¿Tenéis alguna esperanza de que pueda ablandarse en favor nuestro?
-No puedo negaros que lo considero milagro, y que por tanto solo lo espero del poder y de la piedad divina. Mi padre no os mira con buenos ojos desde que ha sospechado que me amáis, y ayer mismo me habló con un tono que no acostumbra usar conmigo, expresándome terminantemente que cesaría de ser un buen padre si llegaba a conocer que se pasaba por el pensamiento la loca idea, así dijo, de casarme con vos.
-¡Ya lo veis, Ida!... -exclamó el joven con profundo dolor-: ¡no hay para mí ninguna esperanza de felicidad en la tierra!... morir, solo morir es lo que debo anhelar.
-No os desalentéis así, mi buen Arnoldo -le dijo la doncella esforzándose por ocultar una lágrima que temblaba, a pesar suyo, en sus hermosos párpados-. ¡Escuchad! hablábamos hace un instante del barón de Charmey, y no sin idea os he hecho su elogio; porque os confieso que he pensado más de una vez en implorar su poderosa mediación en favor de nuestros amores. Habéis de saber que cuando fuimos mi padre y yo a felicitarle y a ofrecerle nuestros respetos la última vez que estuvo en su castillo, me dijo muy bajito al despedirme: «Ya sé por William (William es su conserje, querido Kessman); ya sé por William que un buen mozo delira por tus ojos y que el papá no se muestra propicio: cuenta con mi apoyo cuando lo necesites». Por desgracia dejó el castillo dos días después, hace ya dos meses, y aun no ha vuelto, a pesar de que le decía en aquella ocasión a mi padre: «¡Mi gordinflón! resérvame un jarro de vino y el mejor pedazo de tu queso la noche de la velada de San Juan, pues te advierto que tengo vivos deseos de visitar tu Chalet en aquella época de su gloria.
-No prestéis crédito, ángel mío, a las promesas de los grandes señores, porque tan pronto son en hacerlas como en olvidarlas. Además, Ida, por grande que pueda ser el respeto de vuestro padre por el barón de Charmey, no condescendería en dar su hija única a un pobre mancebo como yo, sin porvenir en el mundo. Necesito ser rico y no puedo serlo. ¡Oh! ¡no podéis imaginar cuán devorante es esta sed de oro que el amor ha despertado en mi alma! Daría mi vida por un solo día de riqueza, porque ese día, Ida, lo pasaría en vuestros brazos. ¡Dios mío! ¡perdonadme! pero momentos ha habido en que creo que hubiera pagado el oro a precio de mi salvación eterna.
-No digáis eso, Arnoldo; ¡oh! ¡no digáis eso nunca! Yo quiero que me améis más que a todas las cosas del mundo, pero no consiento en que prefiráis a vuestra felicidad en la otra vida. No obstante, todo lo que nos aflige yo tengo el presentimiento de que...
La joven no había acabado su frase, cuando una de las puertas de la pieza en que se hallaban se abrió de repente con estrépito, y entró por ella un gallardo joven de hasta 26 años, en traje de cazador, dejando oír al mismo tiempo la concurrencia esta exclamación unánime: «¡El señor barón de Charmey!».
-El mismo en persona -respondió el nuevo personaje, apoderándose sin ceremonia de una de las sillas próximas a la mesa-. Heme aquí, mi rollizo Keller, vengo en busca de la parte de tu refacción que te encargué me reservaras. No os molestéis por mí, buenas gentes -añadió al ver que se mantenían en pie los circunstantes-: volved a ocupar vuestros asientos y continuad divirtiéndoos como mejor os plazca, mientras yo reconozco por mí mismo si el buen papa Juan Bautista tiene, como se asegura, los mejores quesos y los más añejos vinos del país.
Acabando estas palabras empezó a comer y a beber con muestras de muy buen apetito, si bien echando investigadoras miradas por su alrededor, hasta que descubriendo a la bella Ida las detuvo en ella, diciendo con galantería:
-¡Bendita sea por el glorioso San Juan la rosa de Neirivue, la estrella del Moléson, la gloria de las doncellas! brindo por la salud de Ida Keller -y desocupó de un solo trago los restos de una ánfora que tenía delante.
Keller se apresuró a acercarle otra enteramente llena, hacinando además junto a ella todos los castillos de tortas y los diferentes platos de mantecas y quesos que quedaban en la mesa, no sin expresar al mismo tiempo cuán sensible le era no los hubiese comenzado su ilustre huésped, y que si se dignaba aguardar un instante se traerían nuevos manjares más exquisitos e intactos.
-No hagas tal, mi buen gordinflón, no hagas tal -decía a esto el joven cazador-; los restos de tu refacción bastarían para abastecer por muchas semanas la cartuja de Val-Sainte, fundada por mi digno abuelo el barón Gerardo de Corbières. Bebo segunda vez a la salud de todos los de la velada, y en particular por la de la persona que sé más grata entre todas a los bellos de ojos de Ida Keller.
-¡Os ha mirado, Arnoldo! -dijo en voz baja la doncella a su amante.
-A vos es a quien mira demasiado, Ida -respondió el joven dominado por cierto impulso de celos.
-Os engañáis, Kessman; he notado que sus ojos se han detenido en vos.
-Sí, porque estoy a vuestro lado, Ida.
-¡Mirad, mirad ahora con disimulo; aunque está hablando con el viejo Nicolás Bull, os echa unas ojeadas!...
-Acaso no le agrada que estéis hablando conmigo.
-¡Ca! ¿con que ha brindado por aquel a quien yo vea con mejores ojos, y pensáis que los suyos os miren con desagrado?
Arnoldo no contestó, pero a pesar de la hermosa y simpática presencia del joven barón y de la llaneza casi excesiva de su trato, se sintió poco dispuesto a participar del orgullo y la satisfacción que causaba en todos aquellos campesinos ver a un gran señor alternando con ellos. Keller sobre todo, en quien recaía la mayor parte de tan extraordinaria honra, no cabía en sí de gozo, y tan trastornado lo puso la alegría, que rompió seguidamente dos grandes ánforas llenas de vino, de cuyo contenido hizo partícipes a los vestidos del mismo Charmey y de otros varios de sus convidados. Todo empero se le perdonaba en circunstancia tan rara como gloriosa.
Cuando hubo dado fin el barón a la doble ración de queso que él mismo se sirviera, sazonándola con repetidas libaciones, dijo volviéndose al ganadero:
-Ya ves que soy fiel a mi palabra, pues he venido a tomar parte en tu fiesta, Dios sabe desde qué distancia; y luego ¡qué tiempo! ¿Sabéis mis buenos amigos -añadió dirigiéndose a la reunión-, que hace uno noche horrible para los que intenten velar el helecho este año? Vosotros al menos veláis debajo de un buen techo, y cuando apriete el frío, que ya va haciéndose sentir, tenéis un abundante fuego que he visto encender a mi llegada.
-Cuando vuestra señoría lo disponga -dijo Keller-, nos acercaremos a él; pero me sorprende, señor barón, que tengáis noticia de la Velada del helecho, pues creía que solo nosotros, las gentes del pueblo, teníamos conocimiento de esas costumbres vulgares.
-Permitidme observar, vecino Keller -repuso otro ganadero llamado Tomás Huber, que pasaba por hombre muy instruido entre compañeros-, que esa costumbre a que aludís ha dejado de existir hace mucho tiempo; y tan es así que acaso muchos jóvenes de los que se hallan presentes no tienen ni aun noticias de ella.
-¡Yo sí! ¡yo sí! ¡yo también! -exclamaron muchos pastores y zagalas.
-No está tan olvidada como pensáis la Velada del helecho, señor Huber -dijo entonces el anciano Nicolás Bull-. Sin ir más lejos, os puedo asegurar que diez personas la hicieron el año último, y que no creo falten algunas que la hagan en este, a pesar de la tempestad que aumentará los horrores del camino de Eví.
-¿Conoce vuestra señoría -preguntó Keller a su noble huésped- todas las particularidades de la tradición de que se habla?
-Mejor sin duda de lo que crees -contestó aquel-; pero pues me brindabas hace poco con el calor de tu hogar, vamos allá y me contaréis todo lo que vosotros sepáis de esa antigua costumbre, que sentiría hubiese caído en desuso, como afirma el buen Tomás, pues tengo grandísima inclinación y singular respeto por las viejas tradiciones.
El barón se levantó, se acercó a Ida, la ofreció un brazo, no sin mirar antes al joven Kessman con incalificable expresión, y toda la compañía fue a instalarse alrededor de la gran chimenea, en que chisporroteaba la gruesa leña de encina invadida por las llamas.
-No sé -dijo entonces Keller sentándose enfrente de su ilustre huésped-, ni creo que pueda nadie saber, desde qué tiempo data precisamente la popular creencia, cuyas particularidades desea conocer su señoría; así como tampoco podríamos decir su origen: lo cierto es que de padres a hijos se ha trasmitido durante muchas generaciones, y que, según ella, es cosa notoria que la víspera de mi glorioso patrón, cuando se cubren de helecho -planta hija de las sombras y de la humedad- los bordes del precipicio que llaman los de la tierra camino de Eví, precisamente a la mitad de la noche aparece en aquel lugar el mismo Satanás en persona, y mediante ciertas condiciones enriquece cada año a aquel o a aquellos que se encuentran velando el helecho en un paraje cubierto todo por dicha planta.
-¿Y no se sabe cuáles son las condiciones que impone el diablo a los que alcanzan sus donativos? -preguntó el barón que parecía tratar con serenidad e interés aquel asunto, ridículo probablemente a juicio de nuestros lectores.
-Solo se dice -repuso Juan Bautista-, que la persona agraciada debe hallarse completamente sola y en profunda oscuridad, y no falta antes quien asegurase que el demonio exigía además se le entregase un papel, y que en aquel papel escribía, para hacerlo constar a su debido tiempo, la compra que hacía de aquella pobre alma.
-¡Dios mío! -exclamó Ida estremeciéndose-: ¿luego se condenaba para siempre quien recibía el donativo?
-El diablo no regala nunca, niña mía -dijo con acento grave el anciano Nicolás-: solo hace cambios en provecho propio. Cualquiera que acepta los dones de aquel perverso espíritu queda esclavo suyo por toda la eternidad.
-Yo no lo entendía así -dijo el barón-: yo pensaba que ese donativo era un castigo que imponía Dios a Satanás, obligándole a ser generoso a su despecho, y a festejar el día del santo precursor de Jesucristo. Tengo razones para creer que no son funestos sus dones para quien los recibe en tan fausta ocasión, y que el papel que exige no debe ser más que una prenda que depositaba ante el trono de su juez, pruebe hallarse cumplida su sentencia.
-Eso es más creíble y menos horroroso -dijo Ida, que sin embargo continuaba temblando y apretándose maquinalmente contra el joven Arnoldo, que había vuelto a su lado; pero este por primera vez de su vida parecía olvidado del objeto de su amor. Con la mirada fija, la frente más pálida que de costumbre, y el aliento casi suspenso, atendía con todas sus potencias a la conversión que se había entablado.
-El señor barón de Charmey hace demasiado honor al demonio -dijo a su turno el erudito Tomás-, cuando presume que desempeña con tal fidelidad las comisiones del Altísimo. Sabido es que aquel maligno enemigo de nuestras almas es un rebelde pertinaz, y si alguna vez nos dispensa aparentes beneficios, no cabe duda en que lo hace por cuenta propia, y siempre seguro de resarcirse con usura. Pero no veo en la tradición de que se trata sino un cuento de viejas; nadie, que yo sepa, ha recibido nunca el tal donativo de la Velada del helecho.
-Es verdad -dijo otro interlocutor- que la tía Andrea pasó en el camino de Eví toda la noche víspera de San Juan hace dos años, y solo sacó de allí una pulmonía que la llevó al sepulcro algunas semanas después.
-Y el pastor Lami -añadió una zagala-, ha hecho la Velada tres años seguidos, y tan pobre se está como se estaba.
-¡Jesús María! -exclamó otra- ¿con que hay quien desee el oro hasta de mano del diablo?
-¡Dios nos preserve! -dijo santiguándose Nicolás Bull-, pero por desgracia es cierto que existen muchas gentes que no reparan en nada cuando tratan de enriquecerse, y que si no se venden al diablo es porque el diablo no quiere comprarlas por el precio en que se estiman ellas.
-¿Qué tenéis, Arnoldo? -preguntó en aquel instante Ida a su joven amante-. Estabais pálido, y ahora parece que quiere saltar la sangre de vuestra cara.
El paje nada respondió: evidentemente todo su ser estaba concentrado en un pensamiento único. Su extraña preocupación debió ser notada por el barón, pues tenía clavados en él sus grandes ojos color de venturina, cuando pronunció estas palabras:
-Como la conversación que hemos entablado pudiera afectar a las personas excesivamente nerviosas e impresionables que se hallen entre nosotros, os ruego, mis buenos amigos, que cambiemos de asunto; mas permitid que os diga antes que aunque vosotros los poseedores de la tradición no tenéis noticia de ningún hecho que la acredite, yo, con pertenecer a una clase que apenas tiene conocimiento de ella, puedo atestiguar su verdad con un ejemplo muy respetable.
Todas las miradas se fijaron con ardiente curiosidad en el semblante del barón, y echando él de ver que se esperaba con ansiedad la relación del suceso que acababa de indicar, atizó la leña, tosió por dos veces para desembarazar su garganta y aclarar su voz, y se explicó en estos términos.