La velada del helecho: 03

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La velada del helecho de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo III

Capítulo III

-Mi abuela, que Dios tenga en su gloria, señora de cuya escrupulosa veracidad no nos es dable admitir la menor duda, refería gravemente que allá en los tiempos de su mocedad tuvo por amiga a una hermosa dama llamada Emma (espero que me dispensaréis de decir los nombres de familia) la cual amaba apasionadamente al doncel Arturo de... con quien la naturaleza anduvo tan pródiga como avara la fortuna. Para mayor desgracia, el barón, padre de la doncella, era hombre arruinado e incapaz por su carácter de comprender el invencible poderío de una pasión generosa. Así pues, negándose a aceptar por yerno al noble doncel sin patrimonio, se decidió a dar la mano de su hija a cierto plebeyo rico, que se ofrecía, ambicioso de emparentar con gente ilustre, a pagar las enormes deudas del magnate. En tal estado las cosas, llegó al país en que pasaban, la vieja Margarita, labradora de Albeuve, y que había sido nodriza de la madre de Arturo, a quien recibió en sus brazos cuando vino al mundo. Halló al pobre joven en lastimosa situación, y pronto echó de ver que corrían a la par inminente riesgo su corazón y su vida, si llegaba a perder de todo punto la esperanza que, aun contra todas las probabilidades, alienta todavía en el fondo del corazón más destrozado. La anciana labradora se acercó al lecho en que yacía postrado por su tristeza el amante de Emma, la noche en que acababa de saber estar ya definitivamente fijado el día funesto que pondría entre los dos un muro insuperable, y colocando su diestra sobre el pecho del joven.

-¿Tenéis valor? -le preguntó.

-¡Oh! -exclamó él-. ¿Si solo se necesitase arrostrar los más inauditos peligros para conquistar a Emma?...

-Pues no es menester otra cosa -dijo sin dejarle concluir Margarita-. ¡Levantaos, Arturo! Id a presentaros al barón; pedidle que difiera por solo dos meses el casamiento concertado, y que si al cumplimiento de dicho plazo volvéis vos a su presencia siendo poseedor de una fortuna superior a la del rival a quien sois pospuesto, os conceda el derecho de entrar con él en competencia, y que decida Emma cuál de los dos es más digno de su mano.

-¿Estáis loca, buena anciana? -repuso el doncel-. ¿Qué caso ha de hacer el barón de semejante proposición, ni qué ganaría yo con verla admitida? Bien sabéis que no puedo abrigar la menor esperanza de hacerme rico en tan breve tiempo.

-¿No estamos en los últimos días del mes de abril? -preguntó Margarita.

-Así es.

-¡Pues bien! en los últimos días de junio podéis ser más opulento que el indigno villano que osa competir con vos, porque aquel cuya mano ha de dotaros ha sido llamado, y debe serlo todavía, príncipe del mundo.

-Ningún poderoso de la tierra me ha protegido nunca -observó el joven.

-Hay poderes superiores a los terrestres -respondió la vieja.

-Nada comprendo de cuanto queréis decir, Margarita; pero no importa; necesito una esperanza, por quimérica que sea: ¡mandad! haré cuanto queráis.

-Marchad, pues, sin tardanza a pedir al barón el plazo que os he indicado. Sois noble y alcanzaréis desde luego que os prefiera, en igualdad de las otras circunstancias, al caballero de nuevo cuño, a quien hoy quiere honrar con su enlace. Aseguradle que de hoy en dos meses sus deudas estarán satisfechas, y vos os ofreceréis a Emma con una corona de conde.

-Pero, Margarita...

-¡Callad! nada lograréis, os lo advierto, si no tenéis en primer lugar fe, en segundo valor.

-¡Bien! yo voy a obrar como si poseyera la primera, y os afirmo que deseo ardientemente pongáis el último a prueba.

En efecto, Arturo hizo al barón su demanda, y aunque sin duda le pareció a este muy risible o extraordinaria, se prestó después de algunas vacilaciones a los deseos del mancebo, y le empeñó su palabra de honor de que no casaría a su hija antes del postrer día del mes de junio, a cuyo tiempo si volvía a presentársele tan rico como su rival, Emma sola decidiría la elección.

Volvió Arturo con esta promesa adonde lo esperaba Margarita, y la dijo:

-¡El plazo está concedido! ¡heme aquí! ¿qué debo hacer ahora?

-Acompañarme a mi lugar -respondió ella.

-Estoy determinado a seguir en todo vuestros consejos -repuso Arturo-; ¿pero no querréis darme alguna luz respecto a vuestros intentos? ¿Cuáles son vuestras esperanzas, buena vieja? ¿Adónde me mandaréis a buscar esos tesoros que deben adquirirme la posesión de mi amada?

-Al camino de Eví -respondió sin vacilar Margarita.

-Pero, si no estoy trascordado -observó el joven-, el camino de Eví no es otra cosa que una senda casi intransitable que conduce al Moléson. ¿Cómo es posible que encuentre allí los medios de enriquecerme?

-Allí es donde únicamente podéis hallarlos -contestó Margarita.

-Me parece -replicó Arturo- que me habéis hablado de no sé qué protector... ¡de un príncipe! ¿Quién es ese personaje de quien tanto esperáis?

-Es poderoso; todos los hombres nacen siervos suyos: todos le rinden tributo durante su vida.

-¿Pero su nombre?... decidme su nombre, Margarita.

-Va a daros miedo, Arturo.

-Yo os juro que no soy susceptible de otro temor que el de perder a Emma. Pronunciad, pues, ese nombre, cualquiera que sea.

-Pues bien, Arturo, el protector que os ofrezco se llama... ¡Satanás!

Palideció el doncel y quedose suspenso por algunos instantes; mas no abandonó su empeño. Siguió a Margarita a la villa de Albeuve, que, como sabéis, se halla vecina del camino de Eví, y dos meses después, el día 30 de junio (creo que debió ser en el año de 1340) volvió a verlo entrar por las puertas de su castillo el arruinado barón, que por su parte cumplió religiosamente la promesa empeñada.

Mi abuela asistió algunas semanas más tarde a la suntuosa boda de la hermosa Emma con el muy alto poderoso conde Arturo de... poseedor de vastísimos dominios en la parte occidental de la Helvecia. Aquella enamorada pareja disfrutó muchos años en este mísero mundo la felicidad más completa que pueda en él alcanzarse, y debemos esperar piadosamente, mis buenos amigos, que el soberano dispensador de todos los bienes la haya prolongado más allá de su vida pasajera, puesto que dieron ejemplo durante ella de acrisoladas virtudes, habiéndoles proporcionado el donativo del diablo el poder alegar muchas buenas obras delante de Dios.

-Que descansen en paz como su señoría lo desea -dijo el viejo Bull cuando acabó su relación el barón-; pero que nos preserven nuestro Divino Redentor y el bienaventurado San Juan Bautista, a todos los que aquí estamos, de anhelar jamás tesoros venidos por semejante conducto.

-¡Libéranos Dómine! -repitieron los labriegos, y el mismo señor de Charmey respondió devotamente-: ¡Amén!

En aquel momento la gran campana de la parroquia de Neirivue sonó lentamente las once, y al expirar la última vibración se vio levantarse al paje de Montsalvens como si súbitamente le hubiese mordido una víbora, y lanzarse hacia la puerta con tal ímpetu y velocidad que hubiera podido creerse era impulsado contra su voluntad por la fuerza superior de una potencia invisible.

-¡Kessman, Kessman! -le gritó Ida-; ¿queréis dejarnos ya? no son más que las once, y hasta la media noche no se termina la Velada.

-Volved, Arnoldo -añadían las demás doncellas-. Mirad, que con el permiso del señor barón, bailaremos un poco todavía; venid y tendréis a Ida por pareja. ¿No oís cómo brama la tempestad? Dejadla calmar un poco antes de poneros en marcha para el castillo.

El paje que se había detenido en el umbral de la puerta mientras se le dirigían tan persuasivos ruegos, volvió en efecto hacia la reunión; pero fue para despedirse de ella haciéndose sordo a cuanto se le repetía para detenerlo.

Apenas traspasó los umbrales, cuando una sonrisa indefinible apareció y desapareció fugaz en los labios del barón, y si hubiese habido allí algún maligno observador que recordase el disimulado empeño con que aquel personaje había provocado y sostenido la conversación de la Velada del helecho, y las penetrantes ojeadas que de tiempo en tiempo lanzaba sobre el amante de Ida, acaso hubiera sospechado que, adivinando la nerviosa vehemencia de aquel pobre joven y la especial predisposición en que se hallaba su espíritu, obraba en todo con refinado artificio, para alejarlo de allí y poder suplantarlo cerca de aquella linda criatura.

Esta suposición, que no nos atreveremos a decir fuese de todo punto infundada, hubiera adquirido mayor fuerza al ver que no bien pasados tres minutos de la ausencia de Kessman, el joven barón fue a ocupar la silla que dejara vacante junto a Ida, andando no menos listo, cuando un instante después se trató de renovar la danza, para ofrecerse por su caballero. La joven, sin embargo, no parecía muy bien lisonjeada con las preferencias de que era objeto. Después de que Arnoldo dejó la reunión, Ida perdió su alegría y hablaba y bailaba como una máquina, pintándose en su semblante la preocupación de su ánimo.

Por más cándidos y perspicaces que pudieran ser en general los asistentes a la Velada, no dejaron de hacer aquella doble observación, y se entablaron en voz baja algunos dialoguillos, poco más o menos de la índole del siguiente:

-Mirad qué galante está el barón con la hija de Keller; el pobre Arnoldo se ha ido sin duda por eso. Había estado acechando las miradas del joven caballero, y conoció ser Ida el objeto a quien se dirigían constantemente. Se ha marchado loco de celos: ¿no notasteis qué cara tenía tan desencajada, y cuán destinado se iban sin decir adiós a nadie?

-Pues lo que es la muchacha no le da por cierto motivos para estar celoso. Observad qué displicente se muestra mientras baila con el señor de Charmey. Está, perdidamente enamorado del paje, y no comprendo qué esperanzas puede alimentar, pues es bien seguro que no consentirá nunca Juan Bautista en que se case su hija única con un hombre que no tiene más que la noche y el día, como decirse suele.

-¡Escuchad! -decía otra voz femenil-. Se han visto grandes señores casarse por amor con humildes pastoras. Tiene tan feliz estrella ese Keller, que no será mucho le veamos convertido en padre de todo un barón.

-A la verdad -añadió un acento menos blando que el anterior-, son extraordinarias las demostraciones de aprecio que dispensa a esta familia el señor de Charmey, y solo se pueden explicar creyendo que encierran miras particulares. ¡Pero qué! no hay que pensar por eso que se le ocurra la idea de casarse con Ida. ¡Vosotras las mujeres sois a veces tan cándidas! Las gentes de cierta clase se persuaden que honran mucho a una villana tomándola por querida.

-¡Pues no! Lo que es eso no sucederá con Ida -dijo otro joven, no insensible a los encantos de la que nombraba-. No piense su señoría que nos dejaremos robar la perla de las doncellas del país para que le sirva de juguete. No le faltan a Ida Keller buenos partidos para establecerse aunque no seamos barones.

-Pero es extraño que no esté más alegre Ida, bailando con un caballero tan galán, que se conoce le va diciendo cosas muy dulces -dijo una rolliza zagala que se había quedado sin pareja-. A mí me parece mejor mozo el barón de Charmey que ese Arnoldo, tan descolorido y tan triste. ¡Oh! ¡tiene el barón unos ojos!...

-Los mismos de su madre -observó Nicolás Bull-. La baronesa Eleonora era de las bellas si las hay. ¡Lástima que la hubieran casado con un hombre que podía ser su padre! Lo menos hace diez años que murió, y me parece que la estoy mirando. ¡Qué talle aquel! ¡qué garbo! su hijo se le asemeja bastante, solo que tiene la boca un poco grande, como el padre, pues lo que es la baronesa, aquello no era boca, sino un botón de rosa.

Mientras así charlaban los excluidos del baile, la parte de la reunión que gozaba de aquel placer daba muestras de ser verdaderamente incansable, y no sabemos hasta cuándo se hubiera prolongado la danza si ella no se hubiese sentido ligeramente indispuesta. Desde el punto en que la reina de la fiesta se negó a continuarla, la general animación comenzó a decaer visiblemente, y acabó del todo, cuando el barón, no obstante las miras que se le sospechaban, manifestó no hallarse dispuesto a prolongar por más tiempo su permanencia allí. Al chasquido del látigo que llevaba en la mano apareció el palafrenero que le acompañara, y cumpliendo las órdenes que recibió fue corriendo a ensillar los caballos, y volvió muy en breve anunciando que ya estaban prontos.

Despidiose el ilustre joven de todos y de cada uno en particular, con cuya atención acabó de ganar todos los corazones; por manera que luego que se ausentó hubo por algunos minutos un numeroso coro de elogios, que Keller escuchaba con tanto orgullo y satisfacción como si fuese el barón un miembro de su familia.

Era tan grande el vacío que dejaba el barón en aquella rústica sociedad, encantada con su presencia, que no fue posible reanimar los espíritus, y a la primera campanada de las doce todos se apresuraron a separarse, los más para ir a dormir tranquilamente, descansando de los placeres de la velada; algunos para pensar en ellos, y la hermosa Ida para contar hora tras hora en fatigante insomnio, pues se hallaba enteramente perturbada por la inexplicable conducta de su amante en los últimos momentos que había pasado junto a ella. ¿Qué origen pudo haber tenido la profunda preocupación en que cayó el joven, haciéndose sordo e insensible a la voz que hasta entonces ejerció siempre tan gran poder en su alma? ¿Por qué se había alejado Kessman despreciando una hora más que podía pasar junto a su amada? ¿Se habría enojado contra ella? ¿Estaría realmente celoso del barón? Pero de todos modos ¿qué significaba aquella salida súbita y desordenada? ¿Adónde había ido?

La pobre Ida no podía adivinarlo, por más que martirizase su pensamiento en aquella noche de vigilia; mas yo me apresuraré a sacar de iguales dudas a los amabilísimos lectores, que se dignen dispensar al héroe de mi historia sus lisonjeras simpatías, haciéndoles saber dónde se encuentra Kessman, en tanto que vela pensando en él su interesante Ida.

Oscura por demás estaba la noche en el momento en que abandonó el paje la casa de Juan Bautista. Solo le alumbraban de cuando en cuando los relámpagos, que, como fugaces sierpes de fuego, se tendían y desaparecían instantáneamente sobre las montañas. Algunas gotas de lluvia comenzaban a desprenderse de las densas nubes que envolvían al firmamento, y el viento que las movía al parecer con trabajo dejaba oír fuertes y penetrantes bramidos, confundiéndolos con los rimbombantes ecos del trueno que rodaban incesantemente desde aquellas alturas.

Arnoldo respiró con avidez los soplos de la tempestad, y recibió la lluvia en su cabeza descubierta como si quisiera apagar con ella el devorante pensamiento que sentía abrasarla. Andaba deprisa, y cuando brillaba la siniestra luz de los relámpagos, volvía los ojos atrás con notable azoramiento como recelando ser seguido y acechando por algún malicioso espía.

El castillo de Montsalvens, cuyas ruinas enseñan todavía al viajero, estaba situado al declive del puntiagudo Mont-Merlan, guardando, por decirlo así, a la villa de Bruck, que se extiende a la orilla derecha del Sarine, en la confluencia de dicho río y de los torrentes de Jogne y de Treme; pero no era esta la dirección que tomaba Arnoldo Kessman. Encaminábase hacia el SE del Moléson, y al cabo de media hora de marcha se encontró a la entrada de un sendero sombrío, del cual se oía salir la amenazante voz de un torrente sobresaliendo aun entre los bramidos de la tempestad. Detúvose allí el mancebo: gruesas gotas de sudor se mezclaban en su frente con el agua que destilaban sus empapados cabellos, y si alguna vista humana hubiera podido contemplar en medio de las tinieblas la mortal palidez que le cubría, su mirar extraviado, sus rodillas trémulas, y la expresión de cruel vacilación que se pintaba en todas sus facciones, hubiera creído sin duda hallarse presenciando los últimos esfuerzos de la razón y del instinto contra el atroz pensamiento del suicidio. Sin embargo, Arnoldo no iba a buscar la muerte; sin que nos atrevamos a decir por esto que era menos culpable y horrorosa la idea que se alberga en su alma. ¡Tenía delante de sus ojos el camino del Eví!

Todavía existe allí, tal cual estaba en la época de que hablamos, aquella ruta abierta en peña viva, y encajonada, digámoslo así, en los bordes de un hondo precipicio en cuyo fondo muge incesantemente aprisionado, entre murallas de piedras que apenas dejan paso a la luz del día, un espumoso torrente. Los ganados que tienen sus pastos hacia aquella parte del Moléson toman por lo común aquel sendero, pero los pastores no dejan entrar sus reses sino de dos en dos, o de tres en tres, y el cura del lugar, con el hisopo en la mano, los espera allí para bendecirlos antes de que penetren en aquella especie de abismo.

Nadie empero se hallaba allí en tan tempestuosa noche para dar una bendición al desdichado huérfano, que dominado casi a su pesar por sus ideas religiosas, mas empujado por la irresistible fuerza de una pasión delirante, se adelantaba y retrocedía repetidas veces delante de aquella entrada tenebrosa que bien podía representar una de las bocas del infierno. De repente se le ocurrió que mientras perdía el tiempo en cobardes vacilaciones acaso estaba a punto de sonar la hora solemne de la media noche... un vértigo inexplicable se apoderó entonces de su turbada cabeza; pensó que llegaban hasta su oído las palabras que la vieja Margarita había dirigido un siglo antes a aquel otro amante tan desesperado como él. «¡Tened valor!», y desatentado, loco, con el cabello erizado y las trémulas manos extendidas hacia adelante, se precipitó entre las tinieblas por la angosta garganta del precipicio.

Los campanarios de Neirivue y de Albeuve, villas cercanas a aquel lugar, daban en el mismo momento las doce. ¡Aquella era la hora precisa de la aparición del diablo!

El ruido de las pisadas de Kessman había cesado de percibirse ya, y sin embargo, a la pálida luz del relámpago se hubiera podido descubrir una figura siniestra que se adelantaba evidentemente a la entrada de la gruta.