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Las beldades de mi tiempo/IV

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CAPÍTULO IV

Como ya lo hemos dicho, este barrio del sur era el faubourg St. Germain de la Capital Porteña antes que lo fuera el de la Merced.

Las familias todas de la relación del elegante vista 1° de aduana, de quien tenemos estos datos para borronear nuestra crónica de illo tempore, eran las que daban el buen tono a la sociedad bonaerense, teniendo reuniones caseras, como se decía entonces, un día de la semana, eligiendo unas los domingos, otras los lunes o sábados generalmente.

Eran verdaderas tertulias donde se bailaba de 9 a 12 de la noche, al son de un piano de Stoddart, acompañado a veces de violin y flauta. Rompían el baile con un minuet liso, las señoras y caballeros de más categoría acompañando a los dueños de casa. Después de ésto y de cumplidos los respetos y agasajos a la dueña de casa (de que ahora se prescinde por completo), ya quedaba oficialmente inaugurada la tertulia para el minuet liso, el montonero, llamado el año 40 minuet federal; la contradanza columbiana con una especie de cielito al final, vals pausado, gavota, abolerada, para las niñas... jovencitas, y la contradanza con graciosas figuras, dirigida por el Bastonero, que para eso lo era.

Para halagar a los concurrentes ingleses o inglesados, que muchos había, bailábase la pieza Inglesa que infaliblemente se pedía la bailara uno de ellos, o uno de los criollos Pedro Castellote, Pepe Bedriñana, o Emilio Alvear y que lo hacían con más gracia y mas soltura, pero con menos seriedad.

Mas tarde, allá por el año 44 se bailaba también un cielito criollo, a pedido (en lo de Senillosa) del general don Prudencio Rozas, insigne bailarín, muy inclinado a la galantería. Este baile gaucho, monótono en demasía, y poco aristocrático, era rechazado por la mayor parte de la concurrencia; pero la excelente señora, misia Pastora, que daba la nota alegre a aquellas reuniones, rogaba encarecidamente a las niñas lo bailaran, para complacer al rubio general. Tanto por ésto como por el taba-pié y relaciones que se le agregaba, llegó a establecerse con gran complacencia del hermano del Restaurador y de los Federales.

La estrofa siguiente da una breve idea del estilo de la relación:

"Tanto es lo que te quiero,
"Y lo que te quiero es tanto,
"Que ángeles y querubines
"Dicen, Santo, Santo, ¡santo!"

¡Y al recitar este último renglón, el caballero se arrodillaba ante su dama!

¡Y qué me digan, (más alto), que me prueben que esto no es lindo!!...

Era de desgañitarse al oir la relación de D. Prudencio, cuando le tocaba el turno, o la de D. Baldomero García; y sobre éstas, las del célebre Perico Hernández, el criollo más salado, a estilo de Albarellos, que amenizó a su vuelta de la emigración con estas relaciones, algunas tertulias, lanzándolas a manera de los últimos disparos de una batalla perdida, en que descargan sus fusiles, los que huyen; armaba este baile y echaba las relaciones que era para alquiler balcones, el oirlas.

Pero nos hemos adelantado demasiado a la época que rememoramos. Seguiremos, pues, con lo relativo a los tiempos más lejanos que el de las tertulias de Senillosa.

Daban antes, más que tertulias, las que hoy llamamos recibos, grandes bailes en la lujosa mansión del señor don Carlos María Huergo, al lado de Senillosa, cuya casa con su graciosa hija Jovita, que fué una bailarina que la Taglione o la Cerrito hubieran aplaudido, fué también por este tiempo un centro atrayente para los unitarios. Dábalos también misia Paulita Planchon, que jamás faltaba a la misa de lo en San Ignacio, la madre del señor doctor Ml. Gallardo y de su hermano el padre del simpático y filantrópico don León Gallardo.

Misia Mauricia Fernández de Coronel, los domingos don Antonio de la Peña, doña Agustina López de Osornio de Rozas, madre de don Juan Manuel; don Manuel Carranza en su espaciosa finca de la calle Nueva, cuya tradición sigue medio siglo después su interesante familia en la calle de Artes número 456, siempre los lunes; y otras muchas familias, reunían también sus relaciones con frecuencia.

En estas tertulias reinaba la más franca alegría, unida al mayor respeto de la juventud por la casa y por la concurrencia; pues si alguno se hubiera permitido la menor descortesía o irregularidad, como las temporadas de ahora, por ejemplo, en que toman a una niña, la sientan, y se ponen a hablar en secreto con ella, aislándola durante la noche del contacto de las demás gentes, en que no sabe uno que admirar más, si la audacia de los galanes, la candidez de las señoritas, o la estolidez de las madres, que no ven lo que pasa; pues no quiero suponer que esto sea por el deseo de librarse de la niña, que así la abandonan a su juventud, a su inocencia y malos procederes, faltando a los respetos de una sociedad noble y distinguida como la nuestra...!

¡Cómo llaman la atención de los extranjeros cultos de otras secciones americanas, estos hechos tan ajenos a los buenos hábitos de toda sociedad que se respeta, vinculando a los hombres con los deberes!

"Haced respetar a la mujer, y seréis felices, "ha dicho Aimé Martin en su precioso libro — La Educación de las Madres de Familia. Entonces, allá, en esos tiempos, en que los de éstos nos creían atrasados por no usar esta refinada educación del presente, en que no habían temporadas, ninguna joven planchaba, ni quedaba alguna sin casarse, escepto una que otra que por elegir demasiado (así como todos oyen), o por sus instintos, o por miedo a los hombres, o inclinaciones al celibato, no querían entregarse a ellos... pero jamás porque les hubiera faltado un calificado pretendiente con quien hacerlo.

¡Pero hoy, qué cambio!

Los enlaces son casi en su mayoría con herederas de fortuna, y en general por pretendientes advenedizos, sin discusión de méritos ni beneficio de inventario.

Yo aconsejaría a los padres que en lugar de enseñarles hasta alemán y otras exterioridades, cuanto por lo que gastan en adornos fútiles y carruajes lujosísimos, fuesen acumulándolos en una alcancía bien segura, que al moverla metiera mucho ruido, y así con supresión de temporadas y con una regular dote vendrían los novios como los ratones al queso, o los pollos al maiz pisado...

Pero dejando las digresiones, volvamos a la parte histórica.

Las más conocidas familias del barrio eran: las Lavalle, Zamudio, Casares, Izquierdo, Botet, Senillosa, Carranza, Fernández de Aguirre, Trelles, Coronel, Del Mármol, Tagle, Caviedes, Sáenz, Darregueira, Ituarte, Sáenz Valiente, Costa D. Braulio, padre de nuestro amigo Eduardo, y el esposo de la bellísima cuanto ilustrada señora doña Florentina Ituarte, que aún vive en su hermoso retiro en San Isidro, llenando de placer a sus buenos hijos que con justicia la adoran.

Don Bernardino Rivadavia y su arrogante esposa la señora doña Juana del Pino, eran también del vecindario, aunque retirada para eso de bailes. El general don Facundo Quiroga, el "Tigre de los Llanos", como le decían, el cual, por consejo de don Braulio Costa, compró la casa que era de Lezica trayendo a ella a su familia, casa que al presente es la de Demarchi, casado con una de sus hijas (graciosas morochitas como las llamaban); la señora Palacios de Castellote. Las antiguas familias de Telechea, de Coronel, Murrieta, Martínez. El doctor don Vicente López, general Díaz Vélez, de Constanzó, Larrea, Martínez de Hoz, Fragueiro, Alzaga, Ortiz de Rosas, Inchaurregui, Burzaco y otras cuyo catálogo sería de nunca acabar, eran las que formaban el vecindario más inmediato a la iglesia de Santo Domingo, que ostenta en sus torres las célebres balas de los ingleses del año 1807, que vinieron a conquistarnos, hecho que me sugiere una reflexión relacionándose con nuestra triste situación actual en finanzas...

Nosotros no ostentaríamos ciertamente este primer triunfo de nuestros padres, ni don Santiago Liniers, bisabuelo de Santiago Estrada, que lo obtuvo, hubiera sido decapitado tres años después, si el triunfo hubiera sido de los ingleses. ¡Cuán ricos no seríamos hoy todos!... Y ¿qué sería de este pedazo de tierra desde la Ensenada de San Borombón hasta Jujuy, si hubiera caído entonces en otras manos que aquellas en que quedó? Hubiéramos sido el Canadá del sud. Habríase antepuesto el egoismo inglés al "honor castellano", pero el peso nacional de curso legal, que no vale sino la pitada de un cigarro, se nos habría convertido en libra esterlina.

Así, en lugar de que, como en la aetualidad, por vengarse de la derrota aquélla, nos estén sacando el cuero, siempre con sus préstamos leoninos y capciosos al tipo de 1 para redituar 10; nosotros seríamos hoy los beneficiados.

Sin revoluciones, sin estas pampas desiertas por nuestro proverbial abandono, y sin estos pueblos del Interior con cada Gobernador más pesado que un templo, apoderándose de los mejores sueldos evaporan, además, hasta el capital de los bancos emisores, levantando de la noche a la mañana fortunas que los Carabassa no han conseguido formar sino en cuarenta años de trabajo honrado y asíduo.

¡Díganme todos poniendo la mano filosóficamente sobre el corazón, ¿hay motivo alguno para festejar este triunfo? pues digo, omitiendo el recuerdo de otros, por el estilo de temor que se me tache de mal patriota!...

A mí me gusta el mate, es cierto, pero más me gusta el coñaque, que sienta al estómago después de comernos un buey asado, como lo hacemos, generalmente, aquí.

Pero ya que me he lanzado en la descripción del barrio aristocrático del sud, permítanme que siga poniendo nombres que se disputan en mi cerebro la primacía, y ¡allá van!... porque pululan en mi mente, vivísimos los recuerdos. Me faltará cualquier cosa, no lo pongo en duda, pero lo que es memoria ¡nequaquam!...

Las bellezas del barrio eran, en primer término, entre las casadas, la señora Florentina Ituarte de Costa, su hermana Juana Ituarte, de Sáenz Valiente, Clara Sáenz Valiente de Torres, Victoria Ituarte de Aguirre, Damacia I. de Macnab, Bernardina Giménez de Martínez, Juana Rodríguez de Carranza, Irene Rodríguez de Giménez, Inés Botet de Romero, María Rodríguez de Sánchez y otras muchas damas, cuyos nombres omito para no recargar el cuadro, y también, porque fío mucho en la buena memoria de mis lectoras coetáneas.

Las señoritas que culminaban como lindas eran Agustina Rosas, Avelina Sáenz, Agustina Casares, que hizo enloquecer de amor no correspondido a uno de nuestros más íntegros jefes en la aduana, X. X., Santos del Mármol, Mercedes Lavalle, Máxima Zamudio (mi tormento de muchacho), Juanita Araujo, Angela Manuela Rodríguez, todas ellas tertulianas de lo de Carranza, la interesante Justa Carranza (de quien fué apasionado el lindo mozo Manuel Masculino), la preciosa hermana de éste, Lucía, que casó con el joven químico Rodríguez; las hermanas Martínez de Hoz, las Constanzó, las Belgrano, Pepa y Petrona Coronel, las Aguirre, Guerrero, las dos hermanas de Masculino y muchas otras que se me quedan escondidas entre los innumerables pliegues de mi corazón, que el elegante primer vista de aduana se complacía, años después, en recordarlas con efusión... no, digo mal, con fruicion regeneradora.

El tal vista 1.° de Aduana (mi padre, que tanto me complazco recordar en este momento, removiendo cosas viejas), era un caballero galantísimo, como dicen todos, a quien en nada se parece el hijo, su homónimo, sin embargo, en el nombre; su platonicismo lo hacía doblemente apreciable en aquella sociedad austera y moral (sin temporadas) por sus inofensivos amores, que jamás ultrapasaron los límites del decoro y de la merecida consideración a las bellas.

Es por esto que Mariano Varela le contaba cierto día a un amigo suyo, presentándome a él, que yo era padre de mi señor padre ¡explique usted este misterio, del cual resulta que mi padre viene a ser hijo mío, y que el uno puesto al lado del otro aparece más cuidadoso y esmerado, mas paquete, en fin (estilo de la tierra), lo que en Chile llaman futre y en Lima pinganilla: todo ello, según las genuinas reglas de la educación; siempre enguantado aun para jugar al billar, cuidándose las manos para la guitarra que ejecutaba, sino con marcada destreza, con gusto y sentimiento (eso sí): los valses de Sor, y de Aguado, en un instrumento que mandó traer de España, por Ochoteco, su amigo, de la casa de don Pedro Sáenz de Zumarán, de quienes fué también muy amigo. Cúmpleme consignar aquí uno de los episodios ingleses —el de las balas de la torre de Santo Domingo, cuya narración debo a mi padre. —Con ello satisfaré la curiosidad de una amiga que me preguntaba: ¿qué representan esas balas incrustadas en la torre de la iglesia? lo que sacaré a relucir (en otro capítulo) de la histórica curiosidad, desde que soy hijo de mi abuelo y vengo a cazar al vuelo mi noble progenitura; pues abuelito, don Gregorio Calzadilla que me crió tan voluntarioso, como que me había destinado al servicio de la Iglesia, y por esto me hacía el gusto en todo, vino con el virrey Sobremonte de empleado para la aduana de Montevideo, en donde, según Varela, nací yo, el 25 de Julio de 1793, día de San Felipe y Santiago, santos que, según parece, andan juntos, no sé por qué si para que.

Sin la revolución de Mayo, los Calzadilla no seriamos Sábalos sino Peje-Reyes, como dice Mariano Billinghurst, apellido que no puede españolizarse aunque lleve antepuesto el de pila, que es Mariano; y que aparezca con su apellido inglés como un Cristo armado de un par de pistolas.

Pero no anticipemos los sucesos, y prosiguiendo cronológicamente lo que llevamos en relato con sus personajes respectivos, cuyos nombres reservaré aun para su oportunidad, a muchos de los cuales suprimiéronles los de pila llamándoles Estrella del Sud, Estrella del Norte, y qué sé yo, qué otras constelaciones que no nombro para que perezcan de curiosidad por quince días más, mis amables lectoras... si las tengo.