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Las beldades de mi tiempo/VI

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CAPÍTULO VI


En Las Beldades de mi tiempo cabe todo lo que en usos, maneras, innovaciones y modas, rinde idea de las costumbres y movimiento de la época. Por ejemplo, sin dar noticia de los peinetones, ¿cómo se comprendería el edicto de Policia, sobre mejor derecho a la derecha, en las veredas? Hecha esta adverteneia por vía de respuesta, entremos nuevamente en materia.

En aquel tiempo (no olviden que estoy hablando de 1830 a 1840), en que también, como ahora, había entusiasmo por los caballos extranjeros, se introdujeron al país los caballos Frisones, esa raza de fuerza, por Rivadavia que los vió en Londres, arrastrando pesos enormes, y compró algumos.

No sé si fueron depositados o si los compró a su vez el progresista hacendado del sud, don Felipe Piñero; pero el hecho es que de allí salieron las espléndidas crías que no se las usaba, como ahora, para tirar carruajes sino carros de pesadísima carga.

A pesar de mi buena memoria, olvidé decir en mi anterior capítulo que Mr. Milier trajo el hermoso toro, Tarquino de nombre, que el vulgo tomó por de raza; y que no fué sino de la Durham de ahora.

Pero algunos señores mandaron a Chile por caballos de brazos para lucirlos en las calles, no para establecer canchas de juego, como al presente. El primer caballo que vino fué para el doctor Esquerrenea, en el cual salía todas las mañanas de su quinta —— la que hoy es de Lezama, por la calle de Representantes (hoy Perú), a su despacho de juez, luciendo, por supuesto, su pingo chileno, zaino negro, que era el color de moda.

Otro vino para el señor Masculino. Este fué un zaino (dos albo) (dicen los gauchos: Un albo, bueno. Dos, mejor. Tres, malo. Cuatro, pior). El de Masculino, montado en el cual pasaba a saludar a Justa Carranza (lo que era axioma entre los muchachos de la universidad), era hermosísimo, coquetón y braceador insigne, levantando los brazos ondulosamente con acompasada gracia y tanto, que había que pararse a verlo pasar, orgulloso como si comprendiese que lo jineteaba un lindo mozo.

El 3° fué de mi señor padre don Santiago Calzadilla, que se lo mandó de Concepción, de Penco, en Chile, el señor don Domingo Ocampo, hermano del doctor don Gabriel, que casó aquí con mi prima hermana, la linda joven Elvira de la Lastra, madre de Elvira, Laurentina, Etelvina, Astermia, Teodomira y Gabriel Ocampo (más conocido que la ruda), a la que el doctor Ocampo conoció en casa de mi familia, al regresar de la Banda Oriental con mi señor padre, adonde habían ido en comisión del gobierno, después del triunfo de Lavalleja, el héroe de los 33 denodados patriotas, según el canto popular; el uno para arreglar la administración de la hacienda, y el otro para la de los tribunales.

El caballo que vino para mi padre no cedió en novedad, ni en belleza de formas, a los primeros que lo precedieron.

Era un zaino rabicano que braceaba al frente y se recogía como el de la estatua de Belgrano formando un conjunto que no había peros que ponerle, y lo complementaba por su negra cola de un volumen extraordinario, luciéndola, pues era esa la moda y el mérito especial de los caballos chilenos.

Aquí es el caso de notar la diferencia con el relajado gusto de esta época ¡¡cortar la cola de los caballos!!; es una moda y un gusto detestables, y aun inmorales, pese a los ingleses que lo han introducido; y no digo más porque siendo moda, hay que inclinarse y sufrir esta imposición, como la otra de los zapatos y botines puntiagudísimos, que arrebata a nuestras damas una de sus mas bellas especialidades la forma el alto empeine y la pequeñez del pie; todo por seguir al príncipe de Gales, que sin duda tenía sus razones... pedestres, no lo niego, pero que nuestras bellas hacen mude suscribir a ella; no habiendo tenido la ventaja de ser conquistados el año 1807, no debemos este tributo pedestre al heredero de la Corona Británica.

Que mis bellas lectoras me dispensen esta nueva digresión, siquiera sea en mérito de mi afán por reivindicar todo aquello que constituye los dones y gracias con que las ha enriquecido la naturaleza de nuestra tierra.

Ahora revenons à nos moutons, como dicen los gabachos, es decir, al caballo zaino rabicano que era además de tan buena rienda, que a la simple presión de la rodilla giraba a la derecha y a la izquierda sobre sus patas traseras, como un trompo sobre la púa. Así era como podía manejérsele con rienda de seda.

Dígaseles que hagan esto los célebres jockeys con sus caballos ingleses de patas largas desproporcionadas: con pescuezos más largos todavía, que caminan tiesos como los pavos, sin inclinar el pescuezo y sin saber mas, como dicen los chalanes de Chile para ponderar la buena rienda de un caballo, que correr en algunos minutos una legua para meterse en cama a la vuelta y reposar resguardados y bien abrigados al calor de estufas ardiendo; pues si los dejaran una noche como a los nuestros, al frío e intemperie de las pampas argentinas, al amanecer del siguiente día no encontrarían sino el esqueleto del famoso ganador inglés dejado al aire libre por los voraces chimangos... caranchos quise decir.

¿Y esto es lo que viene ahora para mejorar nuestra raza caballar? ¿Esto lo que traen y para lo que Rocha, gobernador de La Plata, dió la primera fuerte suma, por cuenta de la provincia destinada a premios del juego?.... Pero no perdamos la ilación, y sigamos de buen humor, que es lo que hace aceptables los capítulos de este libro, que quién sabe no queda inédito.

Fomentar, hubiera sido la patriótica tarea, nuestra raza caballar de los Montes Grandes, haciéndola mejorar, escogiendo los más lindos tipos de madres para la procreación, en vez de matarlas como lo hicieron, para vivir de sus productos colocados en los Bancos, y como se dice, "matando la gallina para sacarle los huevos de oro" de sus entrañas...

Nuestro caballo criollo, nacido y criado a la intemperie, es sobrio y sufrido; sólo se alimenta de los pastos del campo, lo mismo en los días calurosos que en los rigores del invierno, sin tener necesidad de que lo abriguen con mantas. Es vigoroso, sufrido, resistente, altivo y arrogante, — pues para pegar una tendida, hace que se asusta y se encabrita. No necesita de remedios ni agua de janos, y esto no es poesía ni mala voluntad; al contrario, es la pura verdad. Y así son también esos pobres gauchos de la pampa, raza desheredada por nosotros mismos, pero a los cuales su leal y franca, altivez, junto al amor, siempre puro a su libertad, impide que se sometan, por más humilde que sea su condición, a esos mil servicios viles, que hombres de afuera, y menos escrupulosos, hacen con tal de recibir dinero.

Hemos visto en Europa con la que fué la compañera de nuestra vida, a qué bajo nivel colocan allí a las mujeres que, en los campos, más que los hombres mismos, trabajan labrando la tierra, como el mismo buey.

El gaucho desaparece; ¡quién lo creyera! con los bríos de la patria, y cuando vayamos a necesitar de ellos como de nuestros sufridos caballos, hemos de ver que los pocos que quedaban de éstos los hemos vendido al ejército inglés, italiano o belga.

Cuando la campaña del desierto en 1833, que hizo Rozas antes de encaramarse al poder, pasaron el crudo invierno en las Sierras de la Ventana, de Guaminí o de Carhüel, de donde fueron desalojados los indios por nuestras tropas vestidas de verano, pues es como una maldición que jamás el soldado argentino tenga a su tiempo el uniforme que necesita. En medio de aquellos fríos atroces, Rozas dió un santo y seña concebido en estos términos:

La intemperie fortifica

Dijo, y realmente fué así, pues nadie se enfermó, ni los 40.000 caballos que llevaban murieron por resultado de las inmensas, sábanas de nieve que los cubrian cada noche.

Y ya que esto viene tambien al caso, digamos que de regreso, de la expedición a los indios, que ningún efecto práctico produjo, pues sin dejar un cordón sanitario, los indios volvieron a sus antiguos pagos y a sus constantes depredaciones, y lo único que salvó fueron estos 40.000 caballos que quedaron al cuidado de Máximo Terrero, hasta el año 40, en que invadió Lavalle, llegando al puente de Márquez, siete leguas de Buenos Aires, sin querer entrar en la ciudad, retirándose a batir, según se dijo, las montoneras de Santa Fe, que le picaban la retaguardia.

Rozas, que en esos momentos estaba por apretarse el gorro, gaucho vivo y perspicaz, reaccionó sobre la marcha emprendiendo, la persecución de los salvajes unitarios, dándoles a Oribe y a Pacheco un ejército para ultimarlos.

En este trance hicieron lucidamente su papel los 40.000 caballos de la expedición al desierto, trayéndolos para la persecución activa de los soldados de Lavalle, a los cuales les estuvieron encima, sin dejarlos descansar ni un solo día, hasta su terminación en Jujuy, donde siguieron las matanzas del luctuoso año 40 a 42...

Veintitrés años después fuimos con el coronel Oliveri a formar la Nueva Roma, que quiso establecer a cuatros leguas de Bahía Blanca, a lo que me opuse, pues recorriendo la Sierra de la Ventana notamos dentro de ella bellísimas quebradas y zonas donde establecer con seguridad nuestros reales y nuestros inmensos ganados, que los hacendados del sud y del oeste pusieron a nuestra disposición para plantel de la Legión agrícola. Los fríos eran grandes, pero vivificadores, y ninguno de nosotros se enfermó, sino que fueron otros los elementos perturbadores que trastornaron la cabeza, de los oficiales costeados de Europa, los que se marearon a la vista de tantos y tan halagüeños presentes de riqueza; todo lo que se lo llevó patetas por su ambición.

¿Pero a dónde voy con tanta digresión? ¡Ah nó... Hablaba de la fortaleza de nuestros caballos cuya raza desaparece con la importación de los de raza inglesa, con los que quieren sustituirlos... Continuaremos, pues, en otro capitulo.