Las bellas sabinas

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Los espectros (1919) de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
Las bellas sabinas

LAS BELLAS SABINAS [1]


CUADRO PRIMERO


Un lugar salvaje, completamente inculto. Comienza a despuntar el día. Romanos armados salen de detrás de la montaña, arrastrando a las sabinas robadas, bellas mujeres, medio desnudas, que se resisten, gritan, muerden las manos de sus raptores. Sólo hay una que permanece del todo tranquila, y se diría que duerme en los brazos del romano que la lleva. Lanzando exclamaciones de dolor, los romanos dejan en tierra a las sabinas y se apresuran a apartarse, ahogados de fatiga. Las mujeres poco a poco se calman, miran desde lejos con desconfianza a los romanos y cambian en voz baja impresiones.
CONVERSACION DE LOS ROMANOS

—¡Por la cabeza de Hércules! Estoy cubierto de sudor y parezco una rata de río. Creo que la mía lo menos pesa doscientos kilos.

—Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y...

—Sí; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes.

—¡Tiene garras de gata!

—Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo. Sospecho que ha desfigurado mi bella nariz romana.

—Y a mí, si no fuera afeitado completamente, como cuadra a un romano de la antigüedad, me hubiera arrancado hasta el último pelo. Esas mujeres tienen unos deditos encantadores, con unas uñas finísimas. Las comparáis con las gatas, y las gatas son ángeles comparadas con ellas. La mía ha venido arrancándome concienzudamente, durante todo el camino, el vello del labio superior. Estaba tan absorta en este trabajo, que ni siquiera gritaba.

Un grueso romano. (Con voz de bajo profundo.)—La mía, metiendo las manos por debajo de mi armadura, me hacía cosquillas. He venido todo el camino riéndome como un loco.

(Las sabinas, al oír esto, prorrumpen en una risita llena de ironía mordaz y venenosa.)

—¡Silencio, nos están oyendo! Señores, dejad vuestras quejas; de lo contrario, perderemos su estimación. Mirad a Pablo Emilio: ahí tenéis un hombre que sabe conducirse con dignidad.

—Sí, está reluciente como la aurora.

—¡Por la cabeza de Hércules! No tiene ni un solo arañazo en la cara. ¿Cómo es eso, Pablo?

Pablo Emilio. (Con afectada modestia.)—No sé. Desde el primer momento sintió por mí un profundo afecto, como si yo fuera su marido. Cuando cargué con ella, pareció sentirse muy feliz, y se abrazó a mi cuello con tanta fuerza, que por poco me ahoga. Tiene las manos finas, pero extremadamente fuertes.

—¡Vaya una suerte!

—Y, sin embargo, es bien sencillo. Su corazón inocente y confiado le dijo que yo la amaba y la estimaba sinceramente. Casi todo el camino ha venido durmiendo en mis brazos como un niño.

El grueso romano.—Pero decid, señores romanos: ¿cómo podrá ahora cada uno de nosotros reconocer a la suya? Las hemos robado en las tinieblas, como a las gallinas de un corral.

(Las mujeres prorrumpen en exclamaciones de enojo. Se oye una voz que grita: «¡Qué comparación más indecente!»)

—¡Silencio! Nos oyen.

El grueso romano. (Con voz ahogada.)—Yo me pregunto cómo podremos reconocerlas. La mía era muy alegre, y no se la cederé a nadie. ¡Eso no!

—¡Tonterías!

—Yo reconoceré a la mía por la voz: creo que no olvidaré sus gritos hasta el nacimiento de Jesucristo.

—Yo reconoceré a la mía por sus uñas.

—Y yo a la mía por el perfume delicioso de sus cabellos.

Pablo Emilio.—Y yo a la mía por la dulzura y la belleza de su alma. ¡Sí, señores romanos! Hoy empieza para nosotros una vida nueva. ¡Se acabó la soledad dolorosa! ¡Se acabaron las noches sin término, con sus malditos ruiseñores! ¡Váyanse al diablo ahora los ruiseñores y todos los demás pájaros!

El grueso romano.—Sí, ya es hora de comenzar una vida de familia.

(Entre las mujeres se oye una voz irónica: «¡Intentadlo sólo, y veréis!»)

—¡Silencio! Nos escuchan.

—¡Sí, ya es hora!

—Señores romanos, ¿quién será el primero?

(Una pausa. Nadie se mueve. Las mujeres prorrumpen en risitas irónicas.)

El grueso romano.—Yo me he reído ya bastante. Ahora les toca a los demás. ¡Tú, Pablo, anda!

—¡Qué monstruo! ¿No ves que la mía está durmiendo aún? Mira, allí, al lado de la piedra; es mi bonísima chiquilla.

Escipión.—De nuestra actitud indecisa e inquieta infiero, señores romanos, que ninguno de vosotros se atreve a acercarse solo a esas criaturas implacables. Voy a proponeros un plan...

El grueso romano.—¡Tiene un talento este Escipión!...

—He aquí cuál es mi plan: avancemos todos a una, ocultándonos uno tras otro y sin apresurarnos. Si no hemos tenido miedo de los maridos...

El grueso romano.—¡Lo de menos son los maridos!

(Entre las mujeres se oyen suspiros y llantos.)

—¡Silencio! Nos están oyendo.

—¡Este diablo de Marco Antonio, con su manera de gritar!... Además, ¿por qué hablar de los maridos y molestar a las pobres mujeres? Así, pues, señores, ¿os conviene mi plan?

—¡Sí, sí!

—¡Entonces, señores, adelante!

(Los romanos se aperciben al ataque; las mujeres a la defensa. En vez de lindos rostros, no se ven sino uñas agudas, prontas a caer sobre la cara y los cabellos. Se oyen voces femeninas, parecidas al silbo de la serpiente. Los romanos operan con arreglo al plan concebido; es decir, ocultándose uno tras otro. Pero con esta estratagema, en vez de avanzar retroceden y acaban por desaparecer de escena. Las mujeres sueltan la carcajada. Los romanos reaparecen, visiblemente confusos.)

—Creo, Escipión, que hay un defecto en tu plan. Queriendo avanzar, hemos retrocedido, que diría Sócrates.

El grueso romano.—¡Yo no comprendo!

Pablo Emilio.—Señores romanos, ¡seamos valerosos! ¿A qué nos exponemos? ¿A uno o dos arañazos? Bien puede arrostrarse tal peligro por apoderarse de esas divinas criaturas. ¡Adelante, romanos! ¡Al asalto!

(Todos los romanos—excepto Pablo Emilio, que mira, soñador, al cielo—se lanzan contra las mujeres, y a los pocos momentos de mudo combate retroceden a toda prisa. Reina un breve silencio, todos se tientan las narices.)

Escipión.—¿Habéis notado, señores, que no han dado ni un grito? Es una mala señal. Prefiero una mujer que grite.

—¿Qué hacer ahora?

—Yo sólo deseo llevar una vida de familia.

—Yo también sueño con un hogar. Sin un hogar, la vida no tiene atractivos. Hemos trabajado ya bastante, fundando a Roma, y nos hemos ganado un descanso apacible.

Escipión.—Por desgracia, señores, no hay nadie entre nosotros que conozca bien la psicología femenina. Ocupados en guerrear y en fundar a Roma, nos hemos embrutecido, hemos perdido la elegancia en el trato social y hemos olvidado completamente lo que es una mujer.

Pablo Emilio. (Con modestia.)—¡No todos!

Escipión.—Y, no obstante, esas mujeres lo son de unos maridos a quienes pegamos ayer. Eso prueba que existe también un medio de apoderarse de las mujeres. Por desgracia, no lo conocemos. Es de todo punto necesario conocerlo. Pero ¿cómo?

El grueso romano.—Hay que preguntárselo a las mismas mujeres.

—No nos lo dirán.

(Se oye entre las mujeres una risa irónica.)

—¡Silencio! Nos están oyendo.

Escipión.—Tengo un plan.

El grueso romano.—¡Tiene un talento este Escipión!

Escipión.—Nuestras lindísimas raptoras—por que parece que no somos nosotros quienes las hemos raptado, sino todo lo contrario—. Nuestras lindísimas raptoras, digo, ocupadas en arañarse la cara con sus rosadas uñas o en tirarnos de los pelos o en hacernos cosquillas, no pueden oír nuestros argumentos. Y puesto que no pueden oírnos, no podemos convencerlas. Esto no tiene vuelta de hoja.

(Los romanos repiten con desesperación y en tono doliente: «¡Esto no tiene vuelta de hoja!» Las mujeres aguzan el oído.)

Escipión.—He aquí por qué os propongo el plan siguiente: Elijamos entre nosotros un parlamentario, con arreglo a nuestras costumbres de guerra, y propongamos a nuestras encantadoras enemigas que hagan lo mismo. Espero que los representantes de uno y otro campo estarán bajo la protección de la bandera blanca, en completa seguridad—se tienta las narices—, y podrán llegar a un modus vivendi, para expresarme en buen latín. Y entonces...

(Los romanos interrumpen su magnifico discurso con entusiastas hurras. Por unanimidad se de signa como parlamentario a Escipión. Este, con la bandera blanca en la mano, se adelanta con lentitud hacia las mujeres. Al mismo tiempo dirige miradas ansiosas atrás y les dice a los otros: «¡No os alejéis demasiado!»)

Escipión. (Con acento acariciador.)—¡Bellas sabinas! Os suplico que permanezcáis en vuestros sitios. Ya veis que estoy protegido por la bandera blanca. La bandera blanca es una cosa sagrada, y yo soy también una persona sagrada, puesto que me encuentro bajo la protección de la bandera blanca. Os lo aseguro bajo mi palabra de honor. ¡Bellas sabinas! Aun no hace veinticuatro horas que hemos tenido el gusto de raptaros, y ya hay entre nosotros discordias y malas inteligencias.

Cleopatra.—¡Qué insolente! ¿Os figuráis acaso que por el mero hecho de enarbolar ese garrote con la rodilla blanca tenéis derecho a decir porquerías?

Escipión. (Con acento acaramelado.)—Lejos de mí, señora, la intención de decir porquerías. Al contrario, soy muy feliz... o, mejor dicho, somos muy desgraciados... (Con el valor de la desesperación.) ¡Nos morimos de amor, os lo juro por la cabeza de Hércules! Señora, bien se ve que tenéis un noble corazón, y me tomo la libertad de pediros un gran favor. Tened, bellas sabinas, la bondad de elegir entre vosotras una parlam...

Cleopatra.—No os molestéis en repetirlo: hemos oído vuestro genial proyecto.

Escipión.—¿De veras? Y, no obstante, hemos hablado quedísimo.

Voces femeninas.—¡Os hemos oído, sin embargo!

Cleopatra.—Id, con vuestra rodilla blanca, a vuestro puesto, y esperad. Nosotras vamos a deliberar... ¡Más lejos! ¡Os lo ruego! No queremos que nos oigáis. ¡Quién es ese papanatas de la boca abierta? (Señala con el dedo a Pablo Emilio, que continúa mirando soñadoramente al cielo.) ¡Que se vaya también más lejos!

(Los romanos, contentos, cuchichean: «Esto toma buen cariz», y retroceden de puntillas; algunos se tapan honradamente los oídos.)


CONVERSACION DE LAS SABINAS


—¡Qué insolencia! ¡Qué cobardía! Han abusado de sus fuerzas esos viles romanos. ¡Oh, nuestros pobres maridos!

—Os lo juro: ¡antes les sacaría los ojos a todos los romanos que serle infiel a mi pobre marido! Puedes dormir tranquilo, caro amigo mío. ¡Velo por tu honor!

—¡Yo también lo juro!

—¡Y yo también!

Cleopatra.—¡Ah, mis queridas compatriotas! Todas juramos, pero no adelantamos nada con eso. Estos romanos son tan mal educados y brutales, que no se puede esperar de ellos que respeten nuestros juramentos. Al mío le he hecho sangre con los dientes en las narices.

—¿Te acuerdas de él?

Cleopatra. (Con acento de odio.)—¡No lo olvidaré hasta la tumba! Es un patán, un bruto. ¡Me estrechaba tan rudamente entre sus brazos! ¡Pobre marido mío!

—A cien kilómetros trasciende su olor a soldados.

—Y todos tienen una manera singular de estrecharnos entre sus brazos. Debe ser una costumbre nacional.

—Cuando yo era aún muy pequeñita, un soldado estuvo en mi casa y me dijo...

Cleopatra.—Señoras, no tenemos tiempo de entregarnos a los recuerdos.

—Yo sólo quería decir que aquel soldado...

Cleopatra.—Juno, pequeña, no podemos ocuparnos de tu soldado; tenemos ahora otros en que pensar... ¿Qué haremos, pues, queridas amigas? Voy a proponeros una cosa...

(En este momento se acerca a las mujeres Verónica, a quien ha despertado el ruido de las voces. Es una mujer entrada en años y flaquísima.)

Verónica. (Interrumpiendo.)—¿Dónde están? ¿Por qué se han ido tan lejos? Quiero que se acerquen. No puedo vivir lejos de ellos. Quisiera ver al picaruelo que me ha traído en sus brazos. Exhalaba un olor delicioso a soldado. ¿Dónde está?

Cleopatra.—Mírale, con la boca abierta.

Verónica.—¡Me voy con él!

Cleopatra.—¡Detenedla! ¿Es posible, Verónica, que ya hayas olvidado a tu pobre marido?

Verónica.—Juro amarle eternamente al pobrecito; pero... ¿por qué no estamos con los romanos? Parecéis turbadas. ¿Qué pasa?... Si no queréis ir a buscarlos, deben venir ellos aquí. No deben ser orgullosos...

Cleopatra.—Bueno, escuchad lo que voy a proponeros, queridas amigas. Lo primero que os propongo es que juremos no ser nunca infieles a nuestros pobres mariditos. Que hagan con nosotras lo que quieran: siempre permaneceremos firmes, como la Roca Tarpeya. Cuando pienso cómo sufrirá ahora, cómo gritará en vano: «¡Cleopatra! ¿Dónde estás, mi adorada Cleopatra?» Cuando pienso lo que me quiere...

(Todas lloran.)

Cleopatra.—Juremos, pues, queridas amigas; están esperando.

—¡Juramos, juramos todas! Pueden hacer con nosotras lo que les dé la gana; permaneceremos fieles.

Cleopatra.—Ahora estoy tranquila por nuestros pobres maridos. ¡Podéis dormir confiados, caros amigos!... Ahora, queridas compatriotas, designemos, conforme al deseo de esos odiosos romanos, una parlamentaria. Irá...

—¡Y les sacará a todos los ojos!

Cleopatra.—No; y les dirá a esos cobardes la verdad. Se figuran que no somos capaces sino de arañarles la cara. Es preciso que vean que también sabemos hablar.

Verónica. (Alzando los enjutos ojos.)—No comprendo de qué podemos hablar. Es absolutamente inútil, puesto que la fuerza está de su parte. No tenemos más remedio que someternos.

Cleopatra.—¡Detenedla! La fuerza, Verónica, no es el derecho, como dicen los jurisconsultos romanos. Dejadme a mí hablarle a esas gentes, y yo les probaré que no tienen ningún derecho a retenernos, que están en el deber de devolvernos la libertad, que, según todas las leyes divinas y humanas, han cometido una cochinería.

Numerosas voces femeninas.—¡Ve, Cleopatra, ve!

—¡Detened a Verónica!

Cleopatra.—¡Eh, el de la rodilla blanca! Venid, tengo que hablaros.

Escipión.—¿Queréis que deje mi acero?

Cleopatra.—No, no merece la pena; no tenemos miedo de vuestro acero. Pero acercaos, no temáis; no os morderé. ¡No sois muy valiente que digamos! Ayer, cuando nos arrancasteis brutalmente de los brazos de nuestros maridos, no érais tan tímidos... ¡Os digo que os acerquéis!

(Escipión se acerca lentamente. Los romanos y las sabinas forman dos grupos simétricos a ambos lados de la escena para seguir la conversación.)

Escipión.—Me felicito, señora...

Cleopatra.—¡Calla! ¿Os felicitáis? Bueno, escuchad lo que voy a deciros: sois un canalla, un necio, un ladrón, un bandido, un asesino, un monstruo. ¡Lo que habéis hecho es indigno, innoble, abominable, repugnante, escandaloso, indecente, inaudito!

Escipión.—¡Señora!

Cleopatra.—Sí; me sois antipático hasta más no poder, me inspiráis un disgusto profundo, una repulsión sin límites. Oléis atrozmente a soldado. Si vuestras narices no estuviesen tan arañadas, ya veríais...

Escipión.—¡Perdonad, señora! No ha sido otra que vos la que me las ha puesto así.

Cleopatra.—¿Cómo? ¿Yo? Entonces sois vos quien me ha raptado. (Le mira con desprecio.) Os ruego que me perdonéis, no os había reconocido.

Escipión. (Con acento alegre.)—¡Y yo os he re conocido al punto! Vuestros cabellos huelen a... ¿Cómo se llama eso?

Cleopatra.—¡No os importa a lo que huelen mis cabellos! Yo creo que no huelen mal.

Escipión.—Eso es lo que yo digo...

Cleopatra.—¡Vuestra opinión me tiene completamente sin cuidado! Y no hablemos más del asunto. Os ruego, señor, que nos digáis, leal y francamente, qué queréis de nosotras.

(Escipión, baja modestamente los ojos, y, no pudiendo contenerse, se ríe, tapándose la boca. Los demás romanos se ríen también. Las mujeres se indignan mucho.)

Cleopatra.—¡Vaya una respuesta! ¡Es innoble! Os pregunto: ¿Qué queréis de nosotras? ¿Qué esperáis obtener? Creo que no ignoráis que todas somos casadas.

Escipión.—Sí, señora, lo sabemos; pero... nosotros también tenemos la intención de pediros en matrimonio.

Cleopatra.—¿Pero habláis en serio? ¡Habéis perdido el juicio!

Escipión.—Señora, miradnos bien: no se trata de unos snobs de la avenida Nevsky. Acabamos de fundar a Roma y ardemos en deseos de consolidar... Procurad comprender nuestra situación, y os apiadaréis de nosotros. ¿Acaso no os apiadaríais de vuestros maridos si, a lo mejor, se quedasen solos, sin mujeres?;Así estamos nosotros, señora!

El grueso romano.—¡Completamente!

Verónica. (Enjugándose las lágrimas.)—¡Pobres hombres! ¡Los compadezco con toda mi alma!

Escipión.—En medio de las batallas, ocupado en la fundación de Roma, hemos dejado, por decirlo así, escapar el momento favorable para crearnos una familia... Creednos, señora, compadecemos de todo corazón a vuestros pobres maridos...

Cleopatra. (Con dignidad.)—Eso os honra.

Escipión.—¿Pero por qué nos han dejado cargar con vosotras?

(Los romanos le jalean con gritos de «¡Bravo, Escipión! ¡Muy bien dicho!» Las mujeres se indignan de nuevo. Algunas exclaman: «¡Esto es abominable! ¡Insulta a nuestros maridos! ¡No se puede permitir!»)

Cleopatra. (Con voz seca.)—Si queréis continuar las negociaciones, os ruego que habléis con más respeto de nuestros maridos.

Escipión.—¡Con mucho gusto! Pero, señora, con todo nuestro respeto, no podemos menos de confesar que no son dignos de vosotras. Mientras nos desgarráis el corazón con vuestros atroces sufrimientos; mientras vuestras lágrimas corren como torrentes que en la primavera se precipitan de las montañas; mientras hasta las piedras se conmueven y plañen; mientras vuestras encantadoras narices empiezan a hincharse a causa del llanto que vertéis...

Numerosas voces femeninas. ¡Eso no es verdad!

Escipión.—Mientras toda la naturaleza, etcétera, etc., vuestros maridos, señoras, ¿dónde están? No los veo por ninguna parte. Brillan por su ausencia. Os han abandonado. Diré más, a riesgo de provocar vuestras iras: os han hecho traición vilmente.

(Los romanos adoptan posturas altivas. Entre las mujeres se oyen suspiros y llantos.)

Proserpina. (Con acento tranquilo.)—Verdaderamente, ¿por qué no viene mi marido? ¡Creo que ya es hora!

Cleopatra.—Todo eso está muy bien, señor. Tenéis un pico de oro, sabéis adoptar elegantes posturas; pero decidme: ¿qué haríais si quisieran raptarnos durante la noche?

Escipión.—Velaremos la noche entera. Además, espero que vosotras no querréis marcharos.

Verónica.—¿Por qué están tan lejos? ¡Yo quiero que se acerquen!

Voces femeninas.—¡Por favor, detenedla!

Cleopatra.—¡Tiene gracia lo seguro que estáis de vosotros mismos! No puedo menos de reconocer que manifestáis un gran respeto por nuestros sufrimientos; pero sois todavía muy joven, y hay cosas que no se os alcanzan. Así, pues, voy a de ciros algo que aniquilará por completo vuestra argumentación, y que hasta os hará, de fijo, poneros colorado. ¿Qué se hará de los niños, señor?

Escipión.—¿Qué niños?

Cleopatra.—Pues los que nos hemos dejado en casa.

Escipión.—Confieso, señora, que es una cuestión peliaguda. Permitidme consultar con mis cameradas.

Cleopatra.—Hacedlo.

(Se aleja hacia las mujeres. Los romanos deliberan en voz baja.)

Escipión.—¡Señora!

Cleopatra.—Soy toda oídos.

Escipión.—Mis camaradas, los señores romanos de la antigüedad, tras una larga deliberación, me han encargado que os diga que tendréis nuevos niños.

Cleopatra. (Estupefacta.).— ¿De veras? ¿Creéis?...

Escipión.—¡Lo juramos! ¡Juremos todos, señores!

(Los romanos juran, blandiendo sus aceros.)

Cleopatra.—Pero el sitio no es nada bonito.

Escipión. (Ofendido.)—¿No os gusta?

Cleopatra.—Claro, montañas, hondonadas... En suma, una cosa estúpida. Esta piedra tan grande, por ejemplo, ¿qué hace aquí? ¡Quitadla!

Escipión. (Aparta la piedra.)—¡A vuestras órdenes, señora!

Cleopatra.—¡Y luego esos árboles! No, esto es muy feo. Me ahogo aquí. Vos mismo estáis avergonzado, no podéis negarlo. Pero me parece que debo daros una respuesta.

Escipión.—¿Una respuesta?

Cleopatra.—¡Claro! ¿No me habéis hecho una pregunta?

Escipión.—¿Yo? ¿Qué pregunta? Perdonad, señora, mi razón está un poco turbada con motivo de todo esto.

Cleopatra.—¡Vaya una ocurrencia! ¿Sabéis que eso es ofensivo para mí?

Escipión.—¿Para vos?

Cleopatra.—¡Naturalmente! Pretendéis haber perdido la razón por mi causa.

Escipión.—¿Yo?

Cleopatra.—¡No, que seré yo! Y no perdamos tiempo, voy a consultar a mis amigas. Calmaos esperándome. ¡Si pudierais veros la cara! La tenéis cubierta de sudor, como si os hubierais pasado todo el día cargando piedra. Secaos el sudor. ¿Tenéis pañuelo?

Escipión.—Me parece, señora, que estáis burlándoos de mí.

Cleopatra.—¿Yo?

Escipión.—¡Vaya! Y no puedo permitirlo.

Cleopatra.—¿Y qué vais a hacer?

Escipión.—Gracias a Dios, no soy todavía vuestro marido para permitiros burlaros de mí.

Cleopatra.—¡Muy bien! ¿Conque os congratuláis de no ser todavía mi marido? ¡Tiene gracia! ¿Queríais hacernos creer en la sinceridad de vuestros juramentos? (Dirigiéndose a las demás mujeres.) ¿Oís, señoras? ¡Se congratulan de no ser nuestros maridos!

Escipión.—¡No, no es posible! Es una lógica que no entiendo. Os ruego que acabéis.

Cleopatra.—¿Y si no quiero?

Escipión.—Entonces... entonces, ¡podéis largaros!

Cleopatra.—¿Cómo?

Escipión.—Sí, podéis largaros todas. Id a bus car a vuestros maridos. Estamos hasta la coronilla. ¡Por la cabeza de Hércules! Si hemos fundado a Roma, no ha sido para volvernos después locos con vuestra estúpida argumentación.

Cleopatra.—¿Estúpida?

Escipión.——¡Idiota, si os parece poco!

Cleopatra. (Llorando.)—¡Me insultáis!

Escipión.—¡Oh, Júpiter! ¡Está llorando! Pero vamos, señora, ¿qué queréis de mí? No puedo más. Aunque soy un antiguo romano, vais a hacerme perder el juicio. ¡Cesad de llorar, os lo ruego!

Cleopatra.—Entonces, ¿nos dejáis partir? (Llora con mayor desconsuelo.)

Escipión.—¡Desde luego! Estáis libres. Id en busca de vuestros maridos. ¿Verdad, señores romanos? ¿Pueden partir?

El grueso romano.—¡Naturalmente! Que se vayan; raptaremos a las mujeres de los etruscos.

Escipión.—¡Qué mujeres, Dios mío! Toda paciencia es poca para soportarlas.

Cleopatra. (Llorando.)—¿Palabra de honor?

Escipión.—¿Cómo?

Cleopatra.—¿Palabra de honor de que nos dejáis irnos?

Escipión.—¡Ya lo habéis oído!

Cleopatra.—Sí; mas podría ser que no lo dijerais en serio.

Escipión.—Completamente en serio.

Cleopatra.—Y si nos decidimos a irnos, ¿nos cogeréis de nuevo?

Escipión.—¡De ningún modo! ¡Qué pesadez, Dios mío! ¡Marchaos y no temáis nada!

Cleopatra.—Muy bien; ¿pero nos llevaréis en brazos?

Escipión.—¿Cómo?

Cleopatra.—¿No comprendéis? Pues es muy sencillo: ya que nos habéis traído aquí, debéis ahora llevarnos junto a nuestros maridos. La distancia es muy larga, y no podemos ir a pie.

(Las mujeres prorrumpen en risas sarcásticas. Escipión, ahogándose de cólera, quiere decir algo; pero se limita a herir furiosamente el suelo con el pie y se va con sus camaradas. Todos los romanos les vuelven la espalda a las mujeres, se sientan en el suelo y permanecen en tal guisa mientras las mujeres deliberan.)

Cleopatra.—¿Habéis oído, queridas amigas? Nos dejan partir.

Verónica.—¡Es terrible!

—¡Nos echan! Es innoble. ¡Raptar a honradas mujeres, trastornarlo todo a media noche, despertar a los niños, suscitar desórdenes! Y todo, ¿para qué? ¡Para declararnos que no nos necesitan ya!

—¡Y nuestros pobres maridos? ¡A qué santo han sufrido todo eso?

—¡Ya veis, por la noche, cuando todo el mundo está durmiendo!

—¡Conocéis el camino?

—¡Cualquiera lo conoce! ¡Como que no tenía una más ocupación que la de observar el camino cuando la traían!

—Hay una gran distancia.

—¿Y si se niegan a llevarnos?

Verónica. (Con voz gemebunda.)—Se me desgarra el corazón. ¡Pobre chiquillo mío! Le han obligado a volvernos la espalda. Iré a hablar con él.

Cleopatra.—¡Esperad! ¡Verónica! No se os escapará vuestro chiquillo. Hay que tomar una resolución.

Proserpina.—Por mi parte, es igual que tengamos unos maridos u otros. Allá se van todos. Estoy segura de que lo primero que se me pedirá es una buena cena. Hasta me alegraré de tener un nuevo marido; el que tengo ahora gruñe por que no varío el menú, mientras que el nuevo se chupará los dedos.

Cleopatra.—Decís cosas cínicas, Proserpina. La historia, con ese motivo, nos condenará.

Proserpina.—¿Qué sabe la historia de nuestros negocios? Además, yo me encuentro aquí divinamente.

Cleopatra.—¡Sois incorregible, Proserpina! Tened cuidado, pueden oírnos. Escuchad, queridas amigas, tengo un plan: podemos partir inmediatamente en busca de nuestros maridos. ¡Pero el camino es tan largo y estamos tan cansadas!

—¡Tengo los nervios tan excitados!

—¡Es natural! ¡Hemos pasado una noche tan horrible!

Cleopatra.—Por eso os propongo que descansemos aquí un par de días. Esto no nos comprometerá a nada. Nuestros raptores estarán encantados, y así les será menos dolorosa la separación. Confieso que el mío me da lástima; le he puesto perdida la nariz.

—¡Pero nada más que dos días!

—Creo que un solo día bastará para que descansemos. Id a hablar con ellos, Cleopatra; si no, se dormirán.

Cleopatra. (Volviéndose hacia los romanos.)— ¡Señor!

Escipión. (Sin volver la cabeza.)—¿En qué puedo serviros?

Cleopatra.—Venid un instante.

Escipión.—¡A vuestras órdenes, señora! (Se levanta y se acerca.)

Cleopatra.—Hemos decidido aprovechar vuestra amable proposición, y nos vamos inmediatamente. ¿No estáis incomodados?

Escipión.—No.

Cleopatra. —Pero antes de partir quisiéramos descansar un poco. Espero que nos permitiréis permanecer aquí uno o dos días. Esto, además, nos gusta mucho.

(Todos los romanos se levantan precipitadamente.)

Escipión. (Entusiasmado.)—¡Querida señora, estoy encantado! Os juro por la cabeza de Hércules, de Júpiter, de Venus, de Baco, de Afrodita, que todos nosotros... En fin, ya me comprendéis, ¿verdad? ¡Señores romanos de la antigüedad, al asalto!

Cleopatra.—Ahora iremos a dar un paseíto.

Escipión.—¡Todo lo que queráis, señoras! ¡Señores romanos de la antigüedad, adelante! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡No todos a una! ¡Cada cual cuando le toque!

(Coge a Cleopatra del brazo y se la lleva hacia las montañas. Tras él marchan los demás romanos, cada cual con su sabina del brazo.)

—¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡En filas apretadas!

(Pablo Emilio, solo, recorre con gesto desesperado la escena.)

Pablo Emilio.—¿Dónde está la mía? ¡Esperad, señores romanos de la antigüedad! ¡Se me ha perdido! ¿Dónde está?

(Verónica permanece un poco a distancia, con los ojos bajos, como una novia. Pablo se dirige a ella.)

Pablo Emilio.—Señora, ¿no la habéis visto?

Verónica.—¡Qué bestia eres!

Pablo Emilio.—¿Yo?

Verónica.—Sí, tú. ¡Eres un bestia!

Pablo Emilio.—¡Me insultáis, señora!

Verónica.—¡Oh, qué bestia eres! ¿Acaso no ves? ¿Acaso no me reconoces? ¡Oh, querido mío! Hace treinta años que te espero. ¡Aduéñate!

Pablo Emilio.—¿De qué?

Verónica.—¡Pues de mí! ¡Soy tuya! ¡Dios mío, qué bestia eres!

Pablo Emilio.—¡Pero ésta no es ella!

Verónica.—Sí, soy ella.

Pablo Emilio.—¡Ca!

Verónica.—¡Sí!

Pablo Emilio.—¿Vos? ¿Vos sois la que?...

(Se sienta en el suelo y llora.)

Verónica.—Escucha, todos se han ido ya; me da vergüenza estar aquí sola. ¡Vamos!

Pablo Emilio.—No sois vos.

Verónica.—¿No te digo que sí soy yo? ¡Caramba! Mi marido repite desde hace treinta años que no soy yo. ¡Y ahora éste también! ¡Dame la mano!

Pablo Emilio. (Aterrorizado.)—¡No, no sois vos! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Me rapta!


TELÓN


CUADRO SEGUNDO

Un cuadro extremadamente triste, que dé idea de la situación trágica de los maridos despojados. Es muy posible que llueva, que haga mucho viento, que las nubes negras encapoten el cielo; pero no es menos posible que todo esto no sea sino imaginación. De un modo o de otro, el paisaje debe corresponder al trágico estado de alma de los pobres maridos.
A ambos lados de la escena, los sabinos, en dos grupos simétricos, se dedican a la gimnástica. Mientras hacen ejercicios variados, murmuran: «Quince minutos de ejercicio diarios, y estaréis como una manzana.» En medio, en un largo banco, están sentados los maridos con hijos, y cada uno tiene un niño en brazos. Están tristemente cabizbajos, y todo en su actitud manifiesta una desesperación estilizada.
Durante largo rato no se oye sino el cuchicheo de los gimnastas; «Quince minutos de ejercicio diarios», etc.
Entra Anco Marcio, enseñando una carta.


Marcio.—¡He aquí la dirección, señores sabinos! Hemos recibido la dirección de nuestras mujeres. ¡La dirección, señores, la dirección!

Voces ahogadas.—¡Escuchad, escuchad! Se ha recibido la dirección.

(Marcio saca del bolsillo una campanilla y la agita.)

—¡Silencio, señores, silencio!

Marcio.—¡Señores sabinos! La historia no podrá reprochamos ni la lentitud ni la indecisión. Ni lentitud ni indecisión entran en el carácter de los sabinos, a cuyo temperamento arrebatado, impulsivo, apenas ponen coto la experiencia y la prudencia. ¿Recordáis, maridos despojados, adónde fuimos a parar la mañana memorable que siguió a la terrible noche durante la cual esos bandidos robaron, de una manera abominable, a nuestras desgraciadas mujeres? ¿Recordáis adonde nos llevaron nuestras piernas veloces, devorando el espacio, apartando todos los obstáculos y alborotando toda la región? ¿Recordáis? (Los sabinos guardan silencio.) ¡Vamos, señores sabinos, un pequeño esfuerzo de memoria!

Una voz tímida.—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

(Los sabinos siguen silenciosos y pendientes de los labios de Marcio.)

Marcio. (Con énfasis.)—Bueno, voy a refrescar vuestra memoria: corrimos a la agencia de informaciones para enterarnos de dónde se hallaban nuestras mujeres. Por desgracia, esta institución arcaica no lo sabía aún, y nos dió... la antigua dirección de aquéllas. Y durante una semana entera la agencia estuvo dándonos, como si se burlase de nosotros, la misma antigua dirección. Al fin nos dió este terrible informe: «Partieron sin dejar señas.» Pero no quedamos contentos con esta gestión. ¿Recordáis, señores sabinos, lo que hicimos por añadidura? (Los sabinos guardan silencio.) He aquí una exposición sucinta, pero elocuente, de lo que hemos hecho en los diez y ocho meses que han transcurrido desde la desaparición de nuestras pobres mujeres: hemos publicado anuncios en los periódicos, prometiendo una recompensa a quien nos indique dónde se encuentran; hemos consultado a los astrólogos, que han tratado noches y noches, contemplando los astros, de encontrar la dirección apetecida...

—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

Marcio. (Dirigiendo una mirada de reproche al que le ha interrumpido.)—Hemos matado millares de gallinas, patos y gansos para examinar sus entrañas y adivinar así la ansiada dirección. Todos nuestros esfuerzos han sido vanos. Los dioses todopoderosos no han querido coronarlos de éxito. Las estrellas a que nos hemos dirigido sólo nos han contestado una cosa: «Partieron sin dejarse ñas.» ¡Sí, sin dejar señas! (Los sabinos lloran.)

—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

Marcio.—Sí, señores sabinos, es una respuesta bien extraña por parte de los astros. Pero continúo con orgullo la exposición de lo que hemos hecho. ¿Recordáis, señores sabinos, en qué se hallaban ocupados nuestros sabios juristas mientras los astrólogos consultaban las estrellas? (Los sabinos guardan silencio.) ¡Vamos, un pequeño esfuerzo de memoria! En estas condiciones, es difícil hablar. Estáis ahí como estatuas, sin decir esta boca es mía. ¡Bueno, recordad, os lo ruego!

—¡Proserpinita querida!

Marcio.—¡Dejadnos en paz con vuestra Proserpina! Bueno, señores sabinos, voy a ayudaros a recordar. Decidme, ¿para qué os dedicáis a la gimnástica?

Una voz tímida en el fondo.—Para tener los músculos fuertes.

Marcio.—¡Muy bien! ¿Y para qué necesitamos tener los músculos fuertes? ¡Responded!

Otra voz tímida.—Para pegarnos.

Marcio.—(Levantando con desesperación los brazos al cielo.)—¡Oh, dioses! ¡Para pegarnos! ¿Y quién dice eso? Un sabino, un amigo de las leyes, un puntal del orden, un modelo, único en el mundo, de lealtad. Me dan vergüenza las palabras que acaban de ser pronunciadas. Cuadrarían en boca de un bandido romano que roba las mujeres ajenas.

—Proserpinita...

Marcio.—¿Queréis no fastidiarnos más con vuestra Proserpina? Se trata aquí de una cuestión de principios... Veo, señores, que la espantosa pérdida ha eclipsado vuestra memoria, y voy a refrescar vuestros recuerdos. Tenemos necesidad de músculos fuertes para poder llevar, el día en que al fin conozcamos la dirección de nuestras mujeres y de sus raptores, los pesadísimos volúmenes del código civil, las colecciones de las leyes y las resoluciones del Senado, así como los cuatrocientos tomos escritos con motivo de nuestro asunto por los sabios juristas, en los que se prueba, con una claridad meridiana, la ilegalidad del acto que los romanos cometieron. No echéis en olvido, señores sabinos, que nuestra única arma es la ley, nuestro derecho y nuestra conciencia tranquila. Demostraremos a los romanos, sin que haya lugar a duda alguna, que son unos raptores, y a nuestras pobres mujeres, que fueron raptadas de un modo por completo ilegal. Hasta el Cielo se estremecerá de indignación. Y—¡congratulaos, señores sabinos!—ahora, por fin, podemos acometer nuestra gran empresa, porque tenemos la dirección exacta. ¡Miradla!

(Blande la carta. Los sabinos se empinan sobre las puntas de los pies para ver mejor.)

Marcio.—¡Miradla! Una carta certificada que firma «Un raptor arrepentido». El autor dice en ella que tiene remordimientos de conciencia por su mala acción; jura que no raptará ya más mujeres, y pide perdón humildemente. La firma no es legible; sobre ella hay una gran mancha, que proviene, sin duda, de las lágrimas derramadas sobre el papel por el autor arrepentido. Entre otras cosas, escribe que nuestras pobres mujeres tienen destrozado el corazón.

—¡Proserpinita querida!

Marcio.—¡Pero escuchadme! ¡Me interrumpís a cada palabra con vuestros lamentos! Haceos cargo de que vuestra Proserpina es cosa secundaria cuando se trata del triunfo del derecho. Mientras los demás nos disponemos a la gran batalla en pro del derecho y la justicia—batalla en que acaso perdamos la vida—, vos sólo pensáis en vuestra Proserpina. En nombre de la honorable asamblea, condeno vuestra conducta... ¡Bueno, señores, preparémonos! ¡Acatad mis órdenes! ¡Alineaos en filas regulares! ¡Pero más aprisa, vamos! ¡Eh, cuidado, os dicen que os volváis a la derecha y os volvéis a la izquierda! Y ya es hora de que distingamos entre la izquierda y la derecha.

(Coge por un hombro al sabino que se ha equivocado y empieza a enseñarle.)

Marcio.—Para saber dónde está la derecha, volved la cara al Norte... O no, la cara al Sur y la espalda al Este. ¡Así no! ¡Lo hacéis precisamente al revés! ¡Qué fastidio! Seguid a vuestros vecinos... Ahora, señores, si alguno de vosotros lleva cortaplumas, que lo tire. Los mondadientes también. Nada que pueda suscitar ideas de violencia. ¡Ningún arma contundente ni cortante! Nuestra arma es el derecho y la conciencia pura. Ahora, que cada uno tome un volumen de leyes y otro de estudios jurídicos. ¡Así! ¡Las trompetas al frente! Tocad la marcha de los maridos despojados. ¡Adelante! Pero no olvidéis cómo hay que avanzar. ¿Lo habéis olvidado?

(Los sabinos no responden.)

Marcio.—Bueno, os lo recordaré: dos pasos al frente y un paso atrás. Dos pasos al frente y un paso atrás. Con los dos primeros pasos expresamos nuestra firme voluntad, el ardor arrebatado de nuestras almas, el deseo irresistible de dar cima a nuestra empresa; mientras que el paso atrás manifiesta nuestra sensatez y nuestra prudencia. Al darlo, damos, por decirlo así, prueba de nuestra lealtad, de nuestro propósito de obrar con moderación. La historia, señores, no conoce saltos. Y no hay que olvidar que en este momento la historia, esa justiciera implacable, está personificada en nosotros. Tocad la marcha.

(Las trompetas empiezan a tocar, ora en tono mayor y solemne, ora lanzando quejas y gemidos. Los sabinos avanzan del modo indicado por Marcio: dos pasos al frente, un paso atrás. De esta suerte atraviesan lentamente la escena y desaparecen entre bastidores. Se sigue oyendo largo rato los acordes de la marcha lúgubre.)


TELÓN


CUADRO TERCERO


La escena del primer cuadro. El aspecto es ya menos inculto. Ante una de las chozas hállase, en pie, el romano Escipión en una postura perezosa. Sale de entre bastidores el ejército sabino, que avanza gravemente, dos pasos al frente, un paso atrás. Al advertir su presencia, el romano se anima un poco y los mira con curiosidad; pero la monotonía de su marcha le cansa; empieza a bostezar, se despereza y se sienta, flemático, en una piedra.
A una señal de Anco Marcio, las trompetas cesan de tocar.


Marcio. (Gritando con desesperación.)—¡Alto, señores sabinos! ¿Os detenéis o no?

(Se detienen bruscamente,)

Marcio.—¿Os detenéis o no? ¡Dios mío, no es fácil atajar un torrente que se precipita hacia el mar! ¡Al fin os habéis detenido! Ahora, obedeced. ¡Atrás los trompetas! ¡Adelante los profesores! Los demás que sigan en su lugar, sin moverse.

(Los trompetas retroceden. Los profesores avanzan. Los demás se quedan como paralizados.)

Marcio.—¡Señores profesores, preparaos!

(Los profesores arman unos pupitres portátiles, y sobre cada uno de ellos colocan un grueso volumen; todos a la vez abren su libro respectivo ruidosamente, lo que produce la impresión del disparo de una batería. Escipión se anima de nuevo y contempla con curiosidad todos estos preparativos.)

Escipión.—¿De qué se trata, señores? ¿Podría yo quizá seros útil? Pero si se trata de un circo, debo advertiros que el coliseo no está terminado todavía.

Marcio. (Con frialdad.)—¡Cállate, innoble raptor! (Dirigiéndose a los suyos.) ¡Al cabo, señores sabinos, estamos a punto de conseguir el objeto que perseguimos! Tras nosotros queda un largo camino de privaciones, de hambre, de soledad; ante nosotros se presenta una batalla única en la historia humana. Animaos, dominaos, calmaos; contened la cólera sagrada que rebosa en vuestros corazones y esperad tranquilos el fatal desenlace. ¿Recordáis lo que os ha traído aquí?

(Los sabinos guardan silencio.)

Marcio.—¡Recordadlo! Creo que no ha sido por dar un paseo por lo que hemos venido con esos pesados libros. ¿Con qué objeto hemos venido aquí? ¡Decidlo!

Escipión.—¡Verdaderamente, señores, debéis responder cuando se os pregunta!

Marcio. (A Escipión.)—¡Figuraos que no he podido, en todo el camino, sacarles una sola palabra!

Escipion.-¿Es posible?.

Marcio.—¡Palabra de honor! Toda paciencia es poca para aguantar a estos imbéciles. Parecen mudos.

Escipión.—Os compadezco de todo corazón.

Una voz.—¡Proserpinita mía! ¿Dónde estás?

Marcio. (Con nerviosidad.)—¡Silencio! En se guida vamos a reclamar la devolución de nuestras mujeres, y guay de los raptores si su conciencia no ha empezado ya a remorderlos. ¡Les impondremos el respeto a la ley! ¡Eh, tú, raptor innoble! ¡Llama a tus innobles camaradas y prepárate a rendir cuenta de tu acto abominable!

Escipión.—Voy a llamar a mi mujer.

(Se dirige a su cabaña y grita: «¡Cleopatrita mía, sal un momento; han venido a verte!» Sale de entre bastidores Pablo Emilio, y, al reconocer a los sabinos, grita lleno de júbilo):

—¡Los maridos han llegado! ¡Levantaos, señores romanos de la antigüedad! ¡Los maridos han llegado!

(Se lanza sobre Marcio, y llorando de alegría le abraza efusivamente. Marcio parece asombradísimo. Pablo Emilio recorre la escena gritando con voz jubilosa):

—¡Los maridos han llegado!

(Van apareciendo romanos, restregándose los ojos, y ocupan el lado derecho de la escena. Marcio, en una actitud belicosa, espera que todos los roma nos estén reunidos.)

El grueso romano.—¡Por la cabeza de Baco, he dormido como la primera noche después de la fundación de Roma! ¿Qué espantajos son ésos?

—¡Silencio, son los maridos!

El grueso romano.—¿De veras? ¡Dios mío, qué sed tengo! ¡Proserpinita mía, dame un poco de sidra!

Una voz tímida.—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

El grueso romano.—¿Qué diablos quiere éste? ¡Llama también a mi mujer!

—¡Silencio, es su marido!

El grueso romano.—¡Ah, sí, no me acordaba ya! ¡Cielos, qué sed tengo! Me bebería un lago entero, sobre todo con la cenita que me dieron anoche. ¡Si supierais, señores romanos, qué bien guisa mi Proserpina! ¡Es toda una artista!

—¡Silencio!

El grueso romano.—Bueno, he soñado esta noche que la Roma fundada por nosotros se desmoronaba. Casa por casa, piedra por piedra...

—¿Por qué no vienen nuestras mujeres? Tienen una visita, y la cortesía más elemental exige que salgan.

—Probablemente estarán vistiéndose.

—¡Qué coquetas son! Lo lógico sería que no se emperejilasen mucho para sus antiguos maridos, y, sin embargo... ¡No, no comprenderé nunca la psicología femenina!

El grueso romano.—¡Cielos, qué sed tengo!

Y esos sabinos parece que están petrificados... Se los tomaría por ídolos de piedra. ¡Si al menos tocasen algo con sus trompetas!

—¡Mirad, se mueven!

Marcio.—¡Señores romanos! Ahora, que nos encontramos frente a frente, espero que no intentaréis escaparos y nos daréis una respuesta clara y franca. ¿Recordáis, señores romanos, el delito que cometisteis la memorable noche del veinte al veintiuno de abril?

(Los romanos se miran, confusos, y no contestan.)

Marcio.—¿Lo recordáis o no? ¿Vosotros también os habéis olvidado de todo? No puedo continuar mientras no hagáis memoria.

(El grueso romano cuchichea, asustado, a su vecino: «Quizá lo recuerdes tú, Agripa. Debe de ser algo muy grave.» «No, no lo recuerdo.» Los demás romanos también se preguntan unos a otros y se encogen de hombros sin comprender nada.)

Marcio. (Con tono solemne.)—Bueno, señores romanos, voy a refrescaros la memoria. ¡Escuchad! La noche del veinte al veintiuno de abril se cometió el mayor crimen de la historia humana: unos malhechores, que nombraré luego, raptaron a nuestras mujeres, las bellas sabinas.

(Los romanos se acuerdan y parecen encantados.)

—¡Sí, es verdad!

—¡Completamente exacto!

—¡Justamente, el veinte de abril por la noche!

—¡Vaya una memoria!

—¡Qué talento, Dios mío!

Marcio.—¡Los raptores innobles fuisteis vosotros, señores romanos! No se me oculta que trataréis de justificaros, de negar los hechos, de desnaturalizar las normas jurídicas, recurriendo a todo linaje de sofismas, como es uso y costumbre entre los refractarios a las leyes. Pero estamos dispuestos a rebatir, uno por uno, vuestros argumentos mendaces. ¡Señores profesores, manos a la obra!

(El profesor que se encuentra más cerca de los espectadores comienza a leer con voz monótona, fuera del tiempo y del espacio.)

—Los crímenes contra la propiedad. Volumen primero, primera parte, primer capítulo, primera página. El robo en general. En la edad antigua, aun más antigua que la actual, cuando las aves y los insectos revoloteaban sin temor bajo los rayos del sol y no se conocía aún el crimen...

Marcio.—¡Escuchad! ¡Escuchad!

Escipión.—¿No habría modo de abreviar un poco?

Marcio.—No, no es posible.

Escipión.—Pues se dormirán.

Marcio.—¿Creéis?

Escipión.—¡Claro! Están ya dando cabezadas, y cuando se hallan en tal estado, su comprensión es nula. Si pudierais empezar por el final, por decirlo así... Tened la bondad de decirnos lisa y llanamente a qué habéis venido.

Marcio.—¡Extraño modo de concebir una discusión jurídica! Pero, puesto que no estáis habituados a discutir seriamente, os diré en dos palabras de lo que se trata: queremos demostraros que no os asiste el derecho de raptar a nuestras mujeres; que sois, señores romanos, unos raptores, y que, pese a vuestros esfuerzos y a vuestros sofismas jurídicos, no lograréis nunca justificar vuestro innoble acto. ¡Hasta el Cielo se indignará escuchando nuestra requisitoria!

Escipión.—Permitid, amigo mío. No tenemos, en modo alguno, la intención de justificarnos. Nos apresuramos a deciros que tenéis razón que os sobra.

Marcio.—¿Cómo? ¿Para qué hemos venido entonces?

Escipión.—¡Qué sé yo! Acaso hayáis venido por gusto de dar un buen paseo.

Marcio.—¡No no! ¡Hemos venido con el propósito de demostraros!... ¡Es muy extraño todo esto! ¿Confesáis, pues, que sois raptores?

Escipión.—Desde luego. Somos raptores; tenéis razón que os sobra para llamárnoslo.

Marcio.—Pero acaso no estéis por completo convictos. En ese caso, el señor profesor se encuentra dispuesto... ¿No es verdad, señor profesor?

Escipión.—¡No, no! No vale la pena. Estamos por completo convictos. Decidle, señores romanos, que estáis de acuerdo con él, porque, de lo contrario, va a comenzar de nuevo.

Numerosas voces.—¡Estamos de acuerdo! ¡Completamente de acuerdo!

Marcio.—¿De veras? Entonces no lo entiendo.

Escipión.—Y, sin embargo, es muy sencillo.

Marcio.—Aquí hay algún error. Pero, en fin, ya que insistís... ¡Señores sabinos, congratulaos! Los culpables confiesan sus crímenes. Sin más que ver nuestros preparativos para la batalla de derecho, experimentan remordimientos de conciencia. Sólo nos toca ahora, una vez cumplido nuestro deber sagrado, volver la espalda y regresar a nuestra casa...

Una voz tímida.—¿Cómo? ¿Y mi Proserpinita?

Marcio.—¡Ah, sí! Tenéis razón, compañero; me había expresado mal. Señores romanos, he aquí una lista detallada y exacta de nuestras mujeres; tened la bondad de entregárnoslas. Naturalmente, sois responsables, según la ley, de todo lo que...

(En este momento aparecen las mujeres sabinas. Todos los ojos se vuelven hacia ellas.)

Marcio.—¡He aquí nuestras mujeres! Señores sabinos, dominaos. Os suplico que contengáis vuestros impulsos amorosos mientras no está arreglada la cuestión jurídica. Dos pasos al frente, un paso atrás; no olvidéis que es nuestra divisa. (Luego dirigiéndose a las mujeres: ¡Salud, mujeres sabinas! ¡Buenos días, querida Cleopatra!

(Las mujeres ocupan el centro de la escena. Tienen los ojos bajos, su actitud es modesta, aunque llena de dignidad.)

Cleopatra. (Sin alzar los ojos.)—Si habéis venido para hacernos reproches, no los merecemos. Hemos resistido largo tiempo a los raptores y sólo hemos cedido a la fuerza. Os juro, querido Anco Marcio, que no he cesado de verter lágrimas pensando en vos.

(Llora, lo mismo que las demás sabinas.)

Marcio.—Cálmate, Cleopatra; han confesado ya que son raptores. ¡Tomemos, pues, a nuestros penates, Cleopatra!

Cleopatra. (Siempre con los ojos bajos.) —Temo que nos hagáis reproches. Además, estamos ya tan habituadas a este paraje... ¿Verdad, Marcio, que son preciosas estas montañas?

Marcio.—No te entiendo, Cleopatra; ¿a qué viene ahora el hablarme de las montañas?

Cleopatra.—Os enojáis; pero os aseguro, Marcio, que no somos culpables. Harto he llorado ya recordándoos. ¿Qué más queréis? ¿Que continuemos llorando? ¡Todo lo que queráis! Queridas amigas, les parece que no hemos llorado bastante; complazcámoslos. ¡Lloremos, queridas amigas! ¡Os amo tanto, Marcio! (Las mujeres prorrumpen en sollozos.)

Escipión.—¡Querida Cleopatrita, cálmate! En el estado en que te encuentras, el ponerte así puede hacerte daño. (Dirigiéndose a Marcio.) Bueno, señor, ¿habéis oído? Lo mejor que podéis hacer es volveros por donde vinisteis. Y tú, Cleopatra, vete a la cama. Yo mismo prepararé la comida.

Marcio.—¡Permitid! ¿Por qué habláis de la comida? Cálmate, Cleopatra; aquí hay un error. Por lo visto, no te haces cargo de que has sido ilegalmente raptada.

Cleopatra. (Llorando.)—Ya veis: tenía yo razón al decir que ibais a hacernos reproches. Escipioncito, déjame el pañuelo.

Escipión.—¡Tómalo, querida!

Marcio.—¡Permitid! No comprendo por qué se habla aquí de un pañuelo, cuando se trata...

Cleopatra. (Sin dejar de llorar.)—¡No digo!... Ahora va a armarme un escándalo a propósito del pañuelo. ¿Cómo voy a secarme las lágrimas... que derramo por vos? ¡Es cruel, Anco Marcio! ¡Sois un verdadero monstruo!

(En este momento, casi todos lloran: las sabinas, los sabinos y hasta muchos romanos.)

Una voz.—¡Proserpinita querida!

Marcio.—¡Calmaos, señores sabinos! ¡Dominaos! Voy a arreglarlo todo. Aquí hay un error jurídico. La desgraciada mujer no se da cuenta de que es víctima de estos innobles raptores. Vamos a probárselo. ¡Señores profesores, manos a la obra!

(Los profesores se preparan. El pánico se apodera de los romanos. Escipión coge de la mano a Cleopatra.)

Escipión.—¡Confiesa, confiesa! Si no, va a comenzar de nuevo. ¡Dios nos libre!

Cleopatra.—No tengo nada que confesar. Soy víctima de una calumnia.

Marcio.—¡Señor profesor, estamos esperando!

Escipión.—¡Date prisa, te lo suplico! ¡Confiesa! ¡Oh, Júpiter, ya abre la boca! Esperad, señores sabinos: confiesa. Tapadle la boca a vuestro profesor, puesto que confiesa.

Cleopatra.—Bueno, confieso. (A las demás mujeres.) Vosotras también, queridas amigas, ¿verdad?

Escipión. (Con apresuramiento.)—Todas, todas confiesan. El asunto está arreglado.

Marcio. (Sin comprender una palabra.)—Permitid. Así, pues, Cleopatra, ¿reconoces que tú y las demás mujeres sabinas fuisteis raptadas durante la noche del veinte al veintiuno de abril? ¿No es eso?

Cleopatra.—¡Ya lo creo! ¡Desde luego no nos fugamos solas!

Marcio.—No, veo que no comprende todavía. Señor pro...

Cleopatra.—¡Esto es demasiado, Marcio! Permitisteis que nos robasen, no nos defendisteis, nos abandonasteis cobardemente, y ahora nos acusáis de habernos venido, gustosas, con los romanos. Yo declaro, Marcio, que fuimos robadas, raptadas del modo más innoble. Podéis leer el relato de nuestro rapto en cualquier manual de historia, amén (Solloza.) del diccionario enciclopédico.

Escipión.—¡Vamos, vamos! ¡Tapadle la boca al profesor!

(Pero la boca del profesor continúa abierta. El pánico aumenta entre los romanos. Algunos huyen.)

Marcio.—Todo se arregla, pues; reconocen que fueron raptadas. Hemos logrado nuestro objeto. Hasta el Cielo se indigna de tal crimen. ¡Vámonos, por tanto, a nuestros penates, Cleopatra!

Cleopatra.—¡No quiero ir a los penates!

Las demás mujeres.—¡No queremos ir a los penates! ¡Abajo los penates! ¡Nos quedamos aquí! ¡Nos insultan, quieren raptarnos! ¡Salvadnos! ¡Defendednos!

(Los romanos, blandiendo las armas, se interponen entre los sabinos y las mujeres. Poco a poco hacen retroceder a éstas hasta el foro. Lanzan a los sabinos miradas amenazadoras.)

Voces romanas.—¡A las armas, ciudadanos! ¡Defended a nuestras mujeres! ¡A las armas!

Marcio. (Agita la campanilla.)—-¿Qué diablos pasa aquí? ¡Se diría que quieren reñir! ¡Yo me vuelvo loco, señores sabinos!

Proserpina. (Acercándose a los sabinos, y con acento persuasivo.)—Calmaos. Dejadme hablar a Marcio.

Una voz tímida.—¿Eres tú, Proserpinita querida?

Proserpina.—Sí, soy yo, amigo mío. ¿Cómo te va?... Venid aquí, Marcio. No temáis nada. ¿Os habéis percatado de que ni Cleopatra, ni yo, ni ninguna de las demás mujeres, queremos irnos con vosotros? Creo que está bien claro.

Marcio.—¡Cómo! Yo me vuelvo loco. No puedo vivir sin mi Cleopatra. Es mi mujer legítima. ¡Todo lo legítima posible! ¿Creéis que no querrá seguirme?

Proserpina.—¡Por nada del mundo!

Marcio.—¿Qué voy a hacer entonces? Como la amo, no puedo vivir sin ella. (Llora.)

Proserpina.—Calmaos, Marcio. (En voz baja.) Me dais lástima, y voy a deciros en secreto el único medio que os queda.

Marcio.—¿Cuál es?

Proserpina.—Llevárosla a la fuerza.

Marcio.—¿Y creéis que así me seguirá?

Proserpina. (Encogiéndose de hombros.)—Si os la lleváis a la fuerza, se verá forzada a seguiros.

Marcio.—¡Pero eso sería innoble! Me aconsejáis que cometa un acto de violencia, a mí, que tengo un concepto tan elevado del derecho. Ya veo que, a vuestro entender, el derecho está por debajo de la fuerza. ¡Oh, las mujeres!

Proserpina.—Decididamente, Marcio, los dioses te crearon en un mal momento: eres demasiado tonto. Las mujeres no podemos amar sino a los hombres fuertes, audaces. ¿Crees que nos da gusto ser raptadas, robadas, reclamadas, perdidas, encontradas y vivir siempre así?

Una voz.—¡Proserpinita querida!

Proserpina.—¿Cómo te va, amigo mío? (A Marcio.) No queremos que se nos trate como un objeto cualquiera. Apenas me habitúo a un hombre, llega otro y me roba; apenas me aficiono al nuevo marido, se presenta el primero y se empeña en que me vaya con él. ¡No, Marcio! Si quieres conservar a la mujer, no la cedas a nadie; defiéndela de todo agresor, con las armas en la mano, sin retroceder ante los peligros, ante la muerte misma. Créeme, las mujeres saben apreciar tal suerte de heroísmo. Y ten en cuenta que las mujeres no traicionan sino a quienes las han traicionado antes.

Marcio.—¿Pero cómo podemos reñir con ellos? ¡Están armados, y nosotros estamos inermes!

Proserpina.—No tenéis más que armaros también.

Marcio.—Tienen músculos fuertes, mientras que nosotros...

Proserpina.—No tenéis más que fortaleceros también. ¡No, Marcio, eres terriblemente tonto!

Marcio. (Alejándose de ella.)—Y tú, mujer, estás loca. ¡Viva la ley! ¡Viva el derecho! Pueden arrebatarme brutalmente a mi mujer, pueden demoler mi casa, robar todos mis bienes; ¡yo no dejaré de conducirme conforme a la ley! El mundo entero puede burlarse de los desgraciados sabinos; ¡ellos no dejarán de respetar la ley! ¡Señores sabinos, en marcha! ¡Volvamos a nuestra casa! Llorad, derramad lágrimas, sin avergonzaros. Aunque se mofen de vosotros, aunque os tiren piedras, ¡llorad! Aunque os insulten, aunque os escupan en la cara, no dejéis de llorar, señores sabinos; debemos derramar lágrimas pensando en la ley ultrajada, en el derecho pisoteado. ¡Adelante, sabinos! ¡Trompetas, tocad la marcha fúnebre! ¡Dos pasos al frente, un paso atrás! ¡Dos pasos al frente, un paso atrás! (Las mujeres se echan a llorar.)

Cleopatra.—Espera, Marcio... ¡Un momento!

Marcio.—¡Déjame, mujer! No quiero ya nada contigo. ¡Un, dos! ¡Un, dos!

(Las trompetas tocan una marcha fúnebre. Las mujeres, llorando y gritando, pretenden lanzarse hacia sus antiguos maridos, pero se lo impiden los romanos entre carcajadas de triunfo. Sin hacer caso del llanto de las mujeres ni de la risa de los romanos, los sabinos se alejan lentamente, encorvados bajo el peso de los voluminosos temas jurídicos. ¡Dos pasos al frente, un paso atrás!)


TELÓN

  1. N. del T.— Esta comedia es una sátira escrita contra el partido político ruso de los «cadetes» (constitucionalistas-demócratas), cuya acción se caracteriza por la indecisión, la falta de audacia y la prudencia exagerada, rayana en lo ridículo. En vez de luchar abiertamente por la libertad del pueblo, apelaban al buen sentido del gobierno, invocaban razones jurídicas y humanitarias, se conducían, en fin, como los «sabinos», tan magistralmente pintados por Andreiev en esta piececita.