Las dos olas

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ir a la navegación Ir a la búsqueda
Obras (1885) de Gustavo A. Bécquer
Las dos olas
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
LAS DOS OLAS [1]


No hace muchos días que entré en el estudio de mi amigo Casado á tiempo que daba los últimos toques á un lienzo cuyo asunto llamó mi atención. Y digo asunto, porque aun cuando visto á la ligera, podría decirse que en rigor carecía de él, toda vez que era sólo un retrato: el sexo, la edad y la hermosura del tipo, junto al carácter y la grandeza del fondo, formaban cierto contraste y armonía particular, de la que brotaba una idea. ¿Y qué más debe pedirse para asunto de una obra de arte?

La mejor muestra de cortesía que puede darnos un pintor cuando se entra en su estudio, es seguir pintando. Dejar la paleta y los pinceles, equivale á decir al recien venido: «Acabe usted pronto, porque tengo que continuar».

Casado prosiguió, pues, trabajando á mi llegada: yo comencé á fumar, y como ninguna de las dos operaciones, particularmente la mía, estorba el hablar, aunque á retazos, charlamos un poco de todo, hasta venir á dar en la frase que de algún tiempo á esta parte es el eterno estribillo de mis conversaciones, siempre que acierto á encontrarme con un escritor ó artista amigo: — ¿Cuándo nos da usted algo para La Ilustración de Madrid.

— Cuando usted quiera — me respondió Casado; — pero ya ve usted, ahora no tengo nada... es decir, nada á propósito.

— ¡A propósito!... Para un periódico del género del nuestro, es todo lo que tenga algún carácter artístico ó en algún modo pueda interesar al público... por ejemplo, ese retrato... ¿por qué no nos da usted el dibujo?

— ¡De este retrato!... ¡El retrato de una niña de cuatro ó cinco años... adorada, es cierto, de sus padres y su familia, muy conocida... de su aya y en los círculos que juegan al alimón en el Parterre del Buen Retiro, y en la fuente de las Cuatro Estaciones! ¿Y qué pondríamos debajo de la lámina? Porque lo primero que necesita un grabado, como un libro ó una comedia, es un título: ¿pondríamos Retrato de la sobrina del autor? ¡Estaría chistoso! En el retrato de una persona sin importancia para la generalidad, sólo puede apreciarse el parecido ó las condiciones de la ejecución... Lo primero es grave asunto sólo para la familia; de la ejecución y el color, ¿qué puede quedar en las columnas del periódico?

— ¿Es decir — objeté yo — que usted cree que un retrato... este que tenemos delante, no es más que una fotografía iluminada... y el arte no va más allá?

— Nada menos que eso... ciertamente: el cariño que me inspiraba el modelo, la ternura de que es objeto para mí y los míos, algo particular que había en la atmósfera que lo rodeaba cuando manché la tela en la playa de Biarritz teniendo el mar Cantábrico por fondo, aquel mar cuyas olas vienen de tan lejos — acaso de las remotas playas en que ella ha nacido — ¿que sé yo? una porción de cosas que pude sentir entonces y recuerdo ahora, contribuyen á que este retrato tenga algo especial para mí, algo semejante al eco de una idea confusa que nada determina, y á la que no obstante responden vibraciones lejanas de vagos sentimientos... tal vez de gozo... quizás de tristeza... pero esto, ¿quién más que yo puede sentirlo?

— ¡Vamos! ¡Ya apareció aquello!... Hay algo en esa figura, algo en ese fondo... ¿Y usted cree que cuando tiembla ligeramente la mano del artista poseído de una idea ó de un sentimiento, no deja el pincel un rastro propio, no acusan las líneas algo particular, algo impalpable, indefinible, pero que permanece palpitando allí como la estela de perfume y luz que deja tras sí una divinidad que ha desaparecido; algo que nos dice «por aquí ha pasado la inspiración?»

— Creo, en efecto, que puede suceder así; pero es cuando el artista se refiere á cosas de más importancia, á impresiones más hondas, á ideas más generales y que pueden encontrar eco en todos.

— ¿Y quiere usted nada más general que las ideas que despierta esa figura? Habla usted del parecido: yo no sé si se parece al original; pero es hermosa, y basta: seguramente se parece á alguien: y no ya á esta ó aquella persona que á mí, espectador indiferente, me importan un ardite; se parece á ese ideal de belleza, del cual todos tenemos el tipo y el severo cánon en el alma. ¿Hay nada que sea manantial de ideas y sentimientos más inagotable que lo simplemente bello? Digo simplemente bello, digo mal lo que es bello lo es todo á la vez. Cuando admiro el retrato de una mujer hermosa hecho por Vandik, nunca pregunto: ¿guardará semejanza con el original? ¿Qué me importa? Es semejante á esas mujeres que no he visto, pero que he soñado, y ya me recuerdan una imagen querida.

— Partiendo de esa base...

— Es indestructible — me apresuré á añadir, atajándole el camino á fin de que no la destruyese, lo cual, después de todo, no hubiera sido completamente difícil; luego continué:

— Y si consideramos la cuestión bajo otro aspecto, la silueta de una mujer que se destaca ligera y graciosa sobre la sábana de espuma del mar y el dilatado horizonte del cielo, ¿qué sentimientos no despierta? ¿Cuanta poesía no tiene? Una inmensidad que apenas basta á reflejar la otra, y suspendidos entre ellas algo más pequeño y más grande á la vez, dos ojos de mirada dulce y profunda, en cuyo fondo cabe la copia de los dos que allí se encienden y abrillantan, no ya con reflejos de sol, si no con relámpagos de ideas... Las relaciones entre la mujer y la mar son infinitas. ¡Hermosa como el cielo, amarga como la muerte! dijo el profeta de la mujer. ¿Y quién no podrá decir lo mismo de la mar? ¡Pérfida como la onda! añadió más tarde el gran trágico inglés.

— No está eso mal hilado,— interrumpió el artista sonriéndose, cortándome el vuelo cuando ya comenzaba á remontarme; — y aún me parecía mejor si se tratara, en efecto, de una mujer en cuyos ojos hay abismos y en cuyo corazón pueden presumirse tempestades; pero... ¡una niña de tres á cuatro años!

— ¡Una niña! ¿Y qué importa eso? — proseguí volviendo á la carga sin desconcertarme; — en la simiente está la flor con sus tallos flexibles, su follaje de verdura, su cáliz lleno de miel y sus pétalos irisados. En la niña está la mujer, porque está su espíritu. Por ventura, al desenvolverse su organismo, ¿se escapa uno y le infunde otro? No: el alma está allí, la misma que ha de arrostrar tantos combates y estremecerse al contacto de tantas pasiones. Y después de todo, la niña, ¿qué es más que la ola que se levanta?... Allá en el fondo, junto á la arena blanca, surge una ola imperceptible, suspira apenas, como suspira la seda, y parece el ligero pliegue de una tela azul; esa ola que nace ahí, se la puede seguir con la mirada al través del Océano, porque no se deshace, no; sube y baja para volverse á levantar más lejos herida del sol, coronada de espuma y cantando un himno sonoro... Pero es la misma; la misma que más allá aún, salta y se rompe en polvo menudo y brillante contra las rocas, por cuyos flancos trepa rabiosa como una culebra que silba y se retuerce: la misma que cansada de luchar cae sombría y se lanza gimiendo al través de la inmensidad de las aguas para ir á morir... ¿quién sabe? ¡tal vez á una playa desierta... á ahogar el último grito de dolor de un náufrago!... Y en este mar de la humanidad, ¿qué es el niño sino la ola que se levanta cantando para ir al fin á estrellarse contra la piedra del sepulcro, como contra la roca de la misteriosa playa de un país desconocido?...

— Pero, ¡por Dios! ¿Todo eso se ve en mi cuadro? No, hombre, no; acaso lo verá usted, ó creerá que lo ve, que es lo más probable... pero los demás encontrarán aquí una muñeca grande que juega con un muñeco chico, et pas plus.

— ¡Un muñeco! — exclamé entonces fijándome en el lienzo objeto de nuestra conversación; y, en efecto, ví, cómo la niña, que tenía la mirada alta, serena, dulce y al par dominadora, traía colgado de un brazo y en una postura descoyuntada, risible y lastimosa á la vez, un muñeco, una especie de polichinela, del que no hacía más caso que el suficiente para no dejarlo escapar de entre sus pequeñas garras de terciopelo rosa.

La observación comenzó por desconcertarme un poco, pero yo estaba decidido á obtener el dibujo.

— Verdad es que tiene ahí un muñeco en el cual no me había fijado, repuse articulando lentamente estas palabras, mientras revolvía con velocidad increíble la imaginación buscando nuevos argumentos para mi tesis; pero... — añadí al cabo con cierto aire de triunfo, — ese muñeco mismo puede ser tema fecundo, no ya de divagaciones poéticas, sino de las más altas especulaciones filosóficas. Ahí está la mujer toda. Hasta se ha hecho una frase de la idea que representa el cuadro: «el hombre es juguete de la mujer,» y es verdad; pobres polichinelas, el mundo parece estrecho á nuestras ambiciones: éste es un héroe, aquél un ingenio, el de más allá un gran corazón ó un gran carácter: uno perora, otro pelea; el de acá pinta, el de acullá escribe; todos nos agitamos, y luchamos y algunos vencemos, hasta que aparece al fin la mujer, esa mujer que hay ó debe haber en el mundo, la sola capaz de hacerse dueña de cada hombre, y ceñidos de nuestros laureles, cubiertos aún del polvo de la lucha, nos agarra por cualquier parte y nos lleva tras sí como esa niña lleva el muñeco, sin que nos quede otro recurso sino pedirle á Dios que la postura no sea del todo ridícula ó traiga un descoyuntamiento demasiado grave.

— Vamos, ya eso va estando más al alcance de la generalidad; aunque así y todo, dudo mucho que se comprenda á primera vista.

— A los hombres se les ocurrirá desde luego.

— ¿Y las mujeres?

— ¿Las mujeres? Las madres ven siempre con delicia otros niños; á unas les recuerdan los ángeles que perdieron; otras suspiran por el que aguardan; las más besan el que tienen sobre el regazo, y le muestran aquella imagen simpática trazada sobre el papel.

— Esas dulces sensaciones responderán mejor al artista, proponiéndose despertarlas, merced á un asunto que no guarde tan escondido el pensamiento.

Casado se defendía huyendo como los parthos; pero se defendía.

Yo me aventuré á cambiar rápidamente el plan de operaciones, aventurando el último ataque.

— Convenimos en que usted me dará con gusto un dibujo cualquiera para La Ilustración de Madrid; pues bien, yo deseo que sea éste... ya no hay cuestión de poesía y sentimiento... se acabaron las divagaciones filosóficas y los discursos elevados; si es modestia la de usted, ya no tiene excusa... En nuestro periódico ocupan lugar las modas... esta niña es distinguida y guapa; su traje es al par elegante y sencillo. Deme usted la copia á título de figurín.

Casado rompió á reir y me dijo:

— Vaya por figurín... que me envien la madera, y esta semana tendrá usted el dibujo.

El artista ha cumplido su palabra, y en las columnas de La Ilustración de Madrid habrán visto ya nuestros habituales lectores el dibujo que hemos bautizado con el título de Las dos olas.


  1. Este artículo le escribió Becquer en 1870, para acompañar un grabado en La Ilustración de Madrid, de la cual era Director. El asunto no parecía ofrecer ningún interés literario; él, sin embargo, puso al grabado un marco de filigrana, que esmaltan el sentimiento y la poesía. Ese marco vale lo suficiente para que nosotros juzguemos oportuno enriquecer con él esta nueva edición. Las condiciones en que este artículo ha sido escrito, manifiestan, quizá más que otro alguno, las facultades creadoras de Becquer.