Las mil y una noches:812

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Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 812: y cuando llego la 843ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 843ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

"...Ven, hijo mío, y te enseñaré la sabiduría". Y retenido de pronto en mi fuga por una fuerza irresistible, volví sobre mis pasos y me dirigí a la choza, en tanto que la voz dulce continuaba diciéndome: "¡Ven, hermoso niño, ven!" Y entré en la choza y vi que la forma inmóvil era un viejo muy anciano que debía tener un número incalculable de años. Y a pesar de su mucha edad, su rostro era como el sol. Y me dijo: "Bienvenido sea el huérfano que viene a heredar mi enseñanza!" Y me dijo aún: "Yo seré tu padre y tu madre". Y me cogió de la mano y añadió: "Y tú serás mi discípulo". Y tras de hablar así me dió el beso de paz, y me hizo sentarme a su lado, y comenzó al instante mi instrucción. Y quedé subyugado por su palabra y por la hermosura de su enseñanza; y por ella renuncié a mis juegos y a mis camaradas. Y fué él para mí un padre y una madre. Y le demostré un respeto profundo, una ternura extremada y una sumisión sin límites. Y transcurrieron cinco años, durante los cuales adquirí una instrucción admirable. Y mi espíritu se alimentó con el pan de la sabiduría.

Pero ¡oh mi señor! toda sabiduría es vana si no se siembra en un terreno cuyo fondo sea propicio. Porque se borra al primer roce del rastrillo de la locura, que rae la capa fértil. Y debajo sólo quedan la sequía y la esterilidad.

Y pronto había de experimentar yo por mí mismo la fuerza de los instintos victoriosos de los preceptos.

Un día, en efecto, habiéndome enviado mi maestro, el viejo sabio, a mendigar nuestra subsistencia en el patio de la mezquita, me dediqué a esta tarea; y después de ser favorecido con la generosidad de los creyentes, salí de la mezquita y emprendí el camino de nuestro retiro. Pero por el camino ¡oh mi señor! me crucé con un grupo de eunucos en medio de los cuales se contoneaba una joven tapada, cuyos ojos tras el velo me parecieron encerrar el cielo todo. Y los eunucos iban armados de largas pértigas, con las cuales daban en el hombro a los transeúntes para alejarles del camino seguido por su señora. Y por todos lados oía yo murmurar a la gente: "¡La hija del sultán! ¡la hija del sultán!"

Y volví al lado de mi maestro ¡oh mi señor! con el alma emocionada y el cerebro en desorden.

Y de una vez olvidé las máximas de mi maestro, y mis cinco años de sabiduría, y los preceptos de la renunciación. Y mi maestro me miró tristemente, en tanto que lloraba yo. Y nos pasamos toda la noche uno junto a otro sin pronunciar una palabra. Y por la mañana, tras de besarle la mano, como tenía por costumbre, le dije: "¡Oh padre mío y madre mía, perdona a tu indigno discípulo! Pero es preciso que mi alma vuelva a ver a la hija del sultán, aunque no sea más que para posar en ella una sola mirada! Y mi maestro me dijo: "¡Oh hijo de tu padre y de tu madre! ¡oh niño mío! ya que tu alma lo desea, verás a la hija del sultán! ¡Pero piensa en la distancia que hay entre los solitarios de la sabiduría y los reyes de la tierra! ¡Oh hijo de tu padre y de tu madre, alimentado con mi ternura! ¿olvidas cuán incompatible es la sabiduría con el trato de las hijas de Adán, sobre todo cuando son hijas de reyes? ¿Y has renunciado, por lo visto, a la paz de tu corazón? ¿Y quieres que muera yo persuadido de que a mi muerte desaparecerá el último observante de los preceptos de la soledad? ¡Oh hijo mío! ¡nada tan lleno de riqueza como la renunciación, y nada tan satisfactorio como la soledad!" Pero yo contesté: "¡Oh padre mío y madre mía! si no veo a la princesa, aunque no sea más que para posar en ella una sola mirada, moriré".

Entonces, al ver mi tristeza y mi aflicción, mi maestro, que me quería, me dijo: "Hijo. ¿Satisfaría todos tus deseos una mirada que posases en la princesa?" Y contesté: "¡Sin duda alguna!" Entonces mi maestro se acercó a mí suspirando, frotó el arco de mis cejas con una especie de ungüento, y en el mismo instante desapareció parte de mi cuerpo y no quedó visible de mi persona más que la mitad de un hombre, un tronco dotado de movimiento. Y mi maestro me dijo: "Transpórtate ahora a la ciudad. Y allá esperarás así lo que ansías". Y contesté con el oído y la obediencia, y me transporté en un abrir y cerrar de ojos a la plaza pública, donde, en cuanto llegué, me vi rodeado de una muchedumbre innumerable. Y todos me miraban con asombro. Y de todos lados acudían para contemplar a un ser tan singular que sólo tenía de hombre la mitad y que se movía con tanta rapidez. Y en seguida cundió por la ciudad el rumor de tan extraño fenómeno, y llegó hasta el palacio en que vivía la hija del sultán con su madre. Y ambas desearon satisfacer su curiosidad para conmigo, y enviaron a los eunucos para que me cogieran y me llevaran a presencia suya. Y fui conducido al palacio e introducido en el harén, donde la princesa y su madre satisficieron su curiosidad para conmigo, mientras yo miraba. Tras de lo cual hicieron que me cogieran los eunucos, y me transportaran al sitio de que me sacaron. Y con el alma más atormentada que nunca y el espíritu más trastornado regresé a la choza de mi maestro.

Y me le encontré acostado en la estera, con el pecho oprimido y la tez amarilla, como si estuviese en agonía. Pero tenía yo entonces demasiado ocupado el corazón para atormentarme por él. Y me preguntó con voz débil: "¿Has visto ¡oh hijo mío! a la hija del sultán?" Y contesté: "Sí, pero ha sido peor que si no la hubiera visto. ¡Y en adelante no podrá tener reposo mi alma si no consigo sentarme junto a ella y saciar mis ojos del placer de mirarla!" Y me dijo él, lanzando un profundo suspiro: "¡Oh bienamado discípulo mío! ¡cómo tiemblo por la paz de tu corazón! ¡Ah! ¿qué relación podrá existir jamás entre los de la Soledad y los del Poder?" Y contesté: "¡Oh padre mío! mientras no descanse mi cabeza junto a la suya, mientras no la mire y no toque con mi mano su cuello encantador, me creeré en el límite extremo de la desdicha y moriré de desesperación".

Entonces mi maestro, que me quería, inquieto por mi razón a la vez que por la paz de mi corazón, me dijo, mientras le sacudían dolorosamente las boqueadas: "¡Oh hijo de tu padre y de tu madre! ¡oh niño que llevas en ti la vida y olvidas cuán turbadora y corruptora es la mujer! vete a satisfacer todos tus deseos; pero como último favor te suplico que caves aquí mi tumba y me sepultes sin poner ninguna piedra indicadora del lugar en que yo repose. Acércate, hijo mío, para que te dé el medio de lograr tus propósitos".

Y yo ¡oh mi señor! me incliné sobre mi maestro, que me frotó los párpados con una especie de kohl en polvo negro muy fino, y me dijo: "¡Oh antiguo discípulo mío! hete aquí hecho invisible para los ojos de los hombres, gracias a las virtudes de este kohl. ¡Y que la bendición de Alah sea sobre tu cabeza y te preserve, en la medida de lo posible, de las emboscadas de los malditos que siembran la confusión entre los elegidos de la Soledad!"

Y tras de hablar así, mi venerable maestro quedó como si no hubiera existido nunca. Y me apresuré a enterrarle en una fosa que cavé en la choza donde había él vivido. ¡Alah le admita en Su misericordia y le dé un sitio escogido! Tras de lo cual me apresuré a correr al palacio de la hija del sultán.

Y he aquí que, como yo era invisible a todos los ojos, entré en el palacio sin ser notado, y prosiguiendo mi camino penetré en el harén y fui derecho al aposento de la princesa. Y la encontré acostada en su lecho, durmiendo la siesta, y sin llevar encima por todo vestido más que una camisa de tisú de Mossul. Y yo, que en mi vida había tenido todavía ocasión de ver la desnudez de una mujer, ¡oh mi señor! fui presa de una emoción que acabó de hacerme olvidar todas las sabidurías y todos los preceptos. Y exclamé: "¡Alah! ¡Alah!"

Y lo hice en voz tan alta, que la joven entreabrió los ojos, lanzando un suspiro, despierta a medias y dando media vuelta en su lecho. Pero aquello fué todo, felizmente. ¡Y yo ¡oh mi señor! vi entonces lo inexpresable! Y quedé asombrado de que una joven tan frágil y tan fina poseyese un trasero tan gordo. Y muy maravillado, me aproximé más, sabiendo que era invisible, y muy dulcemente puse el dedo en aquel trasero para tentarle y satisfacer aquel deseo de mi corazón. Y observé que era rollizo y duro y mantecoso y granulado. Pero no volvía de la sorpresa en que me había sumido su volumen, y me pregunté: "¿Para qué tan gordo? ¿para qué tan gordo?" Y tras de reflexionar acerca del particular, sin dar con una respuesta satisfactoria, me apresuré a ponerme en contacto con la joven. Y lo hice con precauciones infinitas para no despertarla. Y cuando me pareció que había pasado el primer momento de peligro me aventuré a hacer algún movimiento. Y poco a poco, poco a poco, el niño que tú sabes ¡oh mi señor! entró en juego a su vez. Pero se guardó mucho de ser grosero y de utilizar en modo alguno procedimientos reprobables; y también él se limitó a entablar conocimiento con lo que no conocía. Y nada más ¡oh mi señor! Y a ambos nos pareció que, para ser la primera vez, habíamos visto lo bastante para formar juicio.

Pero he aquí que, en el momento mismo en que iba a levantarme, el Tentador me impulsó a pellizcar a la joven, precisamente en medio de una de aquellas asombrosas redondeces cuyo volumen me tenía perplejo, y no pude resistir a la tentación, y ya ves, pellizqué a la joven en medio de aquella redondez. Y (¡alejado sea el Maligno!) fué tan viva la impresión que experimentó ella, que saltó del lecho, despierta ya del todo, lanzando un grito de espanto, y llamó a su madre a grandes voces...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.