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Las mil y una noches:820

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Las mil y una noches - Tomo V
de Anónimo
Capítulo 820: pero cuando llego la 851ª noche

PERO CUANDO LLEGO LA 851ª NOCHE

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Ella dijo:

... le entregó ella los dos deliciosos patos enteros, continente y contenido. Y los tomó él y se fué por su camino.

Y esto es definitivamente lo referente a él.

En cuanto al esposo de la joven, no dejó de ser exacto de hora. Y llegó a su casa a mediodía, acompañado de un amigo, y llamó a la puerta. Y se levantó ella, y fué a abrirles, y les invitó a entrar, y les recibió con cordialidad. Luego llamó aparte a su marido, y le dijo: "¿Hemos matado los dos patos a la vez, y resulta que no traes contigo más que a un hombre? Pues si todavía podrían venir cuatro invitados más para hacer honor a mi cocina. Vamos, sal y ve en seguida a buscar a otros dos amigos tuyos, o hasta tres, para comer los patos". Y el hombre salió dócilmente para hacer lo que ella le ordenaba.

Entonces fué ella en busca del invitado, y se presentó a él con el semblante demudado, y le dijo con voz temblorosa de emoción: "¡Oh! ¡ay de ti! ¡Estás perdido sin remedio! ¡Por Alah, que no debes tener hijos ni familia, cuando así vas, cabizbajo, a una muerte segura!" Y al oír estas palabras, el invitado sintió que el terror le invadía y le penetraba profundamente en el corazón. Y preguntó: "¿Qué ocurre, pues, ¡oh mujer de bien!? ¿Y qué terrible desgracia es la que me amenaza en tu casa?" Y ella contestó: "¡Por Alah! ¡ya no puedo guardar el secreto! Sabe, pues, que mi marido está muy quejoso de tu conducta para con él, y te ha traído aquí sólo con intención de privarte de tus testículos y reducirte a la condición de eunuco castrado. ¡Y cuando así te veas, quedes muerto o quedes vivo, serás objeto de compasión y lástima!" Y añadió: "¡Mi marido ha ido a buscar a dos amigos suyos para que le ayuden a castrarte!"

Al oír esta revelación de la joven, el invitado se levantó en aquella hora y en aquel instante, y de un salto salió a la calle y echó a correr. Y en el mismo momento entró el marido, acompañado entonces de dos amigos. Y la joven le recibió exclamando: "¿Para qué me di tan malos ratos? ¿para qué me di tan malos ratos? ¡Los patos! ¡los patos!" Y preguntó él: "¡Por Alah! ¿qué pasa, y a qué vienen esos arrebatos? ¿a qué vienen esos arrebatos?" Ella dijo: "¿Para eso hice tan buenos platos? ¿Por qué me di tan malos ratos? ¡Ay, desgraciada de mí! ¡Los patos! ¡los patos!" El preguntó: "¿Pero qué les ocurre a los patos? ¡Por Alah, cállate y no toques a rebato, y dime qué les ocurre a los patos! ¡Si no, te mato! ¡si no, te mato!" Ella dijo: "¡No seas pazguato! ¡no seas pazguato! ¡Echales un galgo a los patos! ¡échales un galgo a los patos! ¡Tu huésped se los llevó, pensando que le salían baratos, y se escapó por la ventana hace un rato!" Y añadió: "¡Hemos sido unos mentecatos!"

Al oír estas palabras de su esposa, el hombre salió a la calle a toda prisa, y vió que su invitado corría a más no poder, con la túnica entre los dientes. Y le gritó: "¡Por Alah sobre ti, vuelve, vuelve, y no te lo quitaré todo! ¡Vuelve, y por Alah, no te quitaré más que la mitad!" (Quería decir con eso ¡oh rey del tiempo! que no se quedaría más que con un pato y le dejaría el otro pato). Pero al oírle gritar de tal suerte, el fugitivo, convencido de que sólo le llamaba para quitarle un compañón en vez de los dos, exclamó, sin dejar de huir: "¿Quitarme un compañón? ¡No te relamas, buey! ¡Corre detrás de mí, si quieres arrancarme uno de mis compañones!"

Y tal es mi historia, ¡oh rey de la gloria!"

Y al oír esta historia del carnicero, el rey por poco se desmaya de risa. Tras de lo cual se encaró con el bufón, y le preguntó: "¿Le quitamos un compañón, o le dejamos con los dos?" Y dijo el bufón: "Dejémosle sus compañones, porque quitárselos sería poco. Y a mí me tiene eso sin cuidado". Y el sultán dijo al hombre: "¡Retírate de nuestra vista!"

Y cuando el hombre se retiró hasta la fila de sus compañeros, se adelantó el cuarto fornicador, que suplicó al sultán le concediera el mismo favor con la misma condición. Y cuando el sultán le dió su consentimiento, el cuarto fornicador, que era el clarinete mayor, el mismo que había pasado por ser el ángel Israfil, dijo:


HISTORIA CONTADA POR EL CLARINETE MAYOR

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Cuentan que en una ciudad entre las ciudades de Egipto había un hombre de edad ya avanzada que tenía un hijo púber, galán holgazán y solapado, que no pensaba mañana y noche más que en hacer fructificar la herencia de su padre. Y el tal hombre de edad, padre del galán, tenía en su casa, a pesar de su mucha edad, una esposa de quince años, que era bella a la perfección. Y el hijo no cesaba de rondar en torno a la esposa de su padre, con intención de enseñarle la verdadera resistencia del hierro y su diferencia de la cera blanda. Y el padre, que sabía que su hijo era un bergante de la peor especie, no sabía cómo arreglarse para poner a su esposa al abrigo de las hazañas del muchacho. Y acabó por creer que la garantía más segura para él sería tomar una segunda esposa además de la primera, de modo que, teniendo dos mujeres, una al lado de otra, se vigilasen una a otra y se precaviesen mutuamente contra las emboscadas del hijo. Y eligió una segunda esposa más hermosa y más joven todavía, y la albergó con la primera. Y cohabitó con cada una de ellas alternativamente.

Y he aquí que el enamoradizo joven, al comprender la estratagema de su padre, se dijo: "¡Está bien, por Alah! ahora me comeré un bocado doble". Pero le resultaba muy difícil realizar su proyecto, porque el padre, cada vez que se veía obligado a salir, tenía la costumbre de decir a sus dos jóvenes esposas: "Guardaos bien contra las tentativas del bergante de mi hijo. Porque es un libertino insigne que me quita la vida, y ya me ha forzado a divorciarme de tres esposas anteriores a vosotras. ¡Tened cuidado! ¡tened cuidado!" Y las dos jóvenes contestaban: "¡Ualahí! ¡si alguna vez intentara dirigirse a nosotras con el menor gesto o nos dijera la menor palabra inconveniente, le azotaríamos la cara con nuestras babuchas!"

Y el viejo insistía, diciendo: "¡Tened cuidado! ¡tened cuidado!" Y ellas contestaban: "¡Sabemos guardarnos nosotras solas! ¡sabemos guardarnos nosotras solas!" Y el bergante se decía: "¡Por Alah, ya veremos si me azotan la cara con sus babuchas, ya lo veremos!"

Un día, habiéndose agotado la provisión de trigo, el viejo dijo a su hijo: "Vamos al mercado del trigo para comprar un saco o dos". Y salieron juntos, echando a andar el padre delante de su hijo. Y las dos esposas subieron a la terraza de la casa para verlos salir.

Y he aquí que en el trayecto se acordó el viejo que no había cogido sus babuchas, que tenía la costumbre de llevarlas en la mano por el camino o de colgárselas al hombro. Y dijo a su hijo: "Vuelve en seguida a casa por ellas". Y el tunante volvió a la casa en un vuelo, y divisando a las dos jóvenes, esposas de su padre, sentadas en la terraza, les gritó desde abajo: "¡Mi padre me envía a vosotras con una comisión!" Ellas preguntaron: "¿Cuál?"

El dijo: "¡Me ha ordenado que venga aquí y suba a besaros cuanto quiera a las dos, a las dos!" Y ellas respondieron: "¿Qué estás diciendo ¡oh perro!? Por Alah, tu padre no ha podido encomendarte nunca semejante misión; y mientes, ¡oh bribón de la peor especie! ¡oh cochino!"

El dijo: "¡Ualahí, yo no miento!" Y añadió: "¡Voy a probaros que no miento!" Y con toda su voz gritó a su padre, que estaba lejos: "¡Oh padre mío! ¡oh padre mío! ¿una solamente o las dos? ¿una solamente o las dos?" Y el viejo contestó con toda su voz: "¡Las dos, ¡oh desalmado! las dos a la vez! ¡Y que Alah te maldiga!" Claro es ¡oh mi señor sultán! que el viejo quería con ello significar a su hijo que le llevase las dos babuchas y no que besase a sus dos esposas.

Al oír esta respuesta de su esposo, las dos jóvenes se dijeron una a otra: "¡El tunante no ha mentido! Dejémosle, pues, hacer con nosotras lo que su padre le ha mandado que haga".

Y así fue ¡oh mi señor sultán! cómo merced a aquella astucia de las babuchas, el bergante pudo subir a ver a las dos truchas y tener con ellas extraordinarias luchas. Tras de lo cual llevó a su padre las babuchas. Y desde aquel momento las dos jóvenes quisieron besarle la boca en ocasiones muchas, diciéndole: "¡Escucha! ¡escucha!" Y las pupilas del viejo no vieron nada porque estaban papuchas.

Y tal es mi historia, ¡oh rey lleno de gloria!"

Cuando el rey hubo oído esta historia de su clarinete mayor, llegó al límite del júbilo, y le concedió la indulgencia plenaria que pedía para sus testículos. Luego despidió a los cuatro fornicadores, diciéndoles: "¡Ante todo, besad la mano a mi fiel servidor, a quien habéis engañado, y pedidle perdón!" Y contestaron ellos con el oído y la obediencia, y se reconciliaron con el bufón, y desde entonces vivieron en las mejores relaciones con él. Y él hizo lo propio.

"Pero -continuó Schehrazada- es tan larga la historia de la malicia de las esposas, ¡oh rey afortunado! que prefiero contarte por el pronto la maravillosa HISTORIA DE ALí BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES.


HISTORIA DE ALI BABA Y LOS CUARENTA LADRONES

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Y Schehrazada dijo al rey Schahriar:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que por los años de hace mucho tiempo y en los días del pasado ido, había, en una ciudad entre las ciudades de Persia, dos hermanos, uno de los cuales se llamaba Kassim y el otro Alí Babá. ¡Exaltado sea Aquel ante quien se borran todos los nombres, apelativos y motes, y que ve las almas en su desnudez y las conciencias en su profundidad, el Altísimo, el Dueño de los destinos! ¡Amín!

¡Y prosigo!

Cuando el padre de Kassim y de Alí Babá, que era un pobre hombre vulgar, hubo fallecido en la misericordia de su Señor, los dos hermanos se repartieron con toda equidad en el reparto lo poco que les había tocado de herencia; pero no tardaron en comerse la exigua ración de su patrimonio, y de la noche a la mañana se encontraron sin pan ni queso y muy alargados de nariz y de cara. ¡Y he ahí lo que trae el ser tonto en la primera edad y olvidar los consejos de los cuerdos!

Pero el mayor, que era Kassim, al verse a punto de derretirse de inanición en su piel, se puso pronto al acecho de una situación lucrativa. Y como era avisado y estaba lleno de astucia, no tardó en entablar conocimiento con una alcahueta (¡alejado sea el Maligno!), que, después de poner a prueba sus facultades de cabalgador y sus virtudes de gallo saltarín y su potencia de copulador, le casó con una joven que tenía buena cama, buen pan y músculos perfectos, y que era cosa excelente. ¡Bendito sea el Retribuidor! Y de tal suerte, además de refocilarse con su esposa, tuvo él una tienda bien provista en el centro del zoco de los mercaderes. Porque tal era el destino escrito sobre su frente desde su nacimiento.

¡Y esto es lo referente a él!

En cuanto al segundo hermano, que era Alí Babá, he aquí lo que le sucedió. Como por naturaleza estaba exento de ambición, tenía gustos modestos, se contentaba con poco y no tenía los ojos vacíos; se hizo leñador y se dedicó a llevar una vida de pobreza y de trabajo. Pero a pesar de todo, supo vivir con tanta economía, merced a las lecciones de la dura experiencia, que pudo ahorrar algún dinero, empleándolo prudentemente en comprarse primero un asno, después dos asnos y después tres asnos. Y los llevaba a la selva consigo todos los días, y los cargaba con los leños y los haces que antes se veía obligado a llevar a cuestas.

Convertido de tal suerte en propietario de tres asnos, Alí Babá inspiró tanta confianza a la gente de su corporación, todos pobres leñadores, que uno de ellos tuvo por un honor para sí ofrecerle su hija en matrimonio. Y en el contrato ante el kadí y los testigos se inscribieron los tres asnos de Alí Babá por toda dote y toda viudedad de la joven, quien, por cierto, no aportaba a casa de su esposo ningún equipo ni nada que se le pareciese, ya que era hija de pobres. Pero la pobreza y la riqueza no duran más que un tiempo limitado, en tanto que Alah el Exaltado es el eterno Viviente.

Y gracias a la bendición, Alí Babá tuvo de su esposa, la hija de leñadores, niños como lunas, que bendecían a su Creador. Y vivía modestamente dentro de la honradez, en la ciudad, con toda su familia, del producto de la venta de sus leños y haces, sin pedir a su Creador nada más que esta sencilla dicha tranquila.

Un día entre los días, estando Alí Babá ocupado en cortar leña en una espesura virgen del hacha, mientras sus asnos se pavoneaban paciendo y regoldándose no lejos de allí en espera de su carga habitual, se hizo sentir en el bosque para Alí Babá la fuerza del Destino. ¡Pero Alí Babá no podía sospecharlo, pues creía que desde hacía años seguía su curso su destino!

Fué primero en la lejanía un ruido sordo, que se acercó rápidamente, hasta poderse distinguir con el oído pegado al suelo, como un galope multiplicado y creciente. Y Alí Babá, hombre pacífico que detestaba las aventuras y las complicaciones, se asustó mucho de encontrarse solo sin más acompañantes que sus tres asnos en aquella soledad. Y su prudencia le aconsejó que sin tardanza trepase a la copa de un árbol alto y gordo que se alzaba en la cima de un pequeño montículo y que dominaba toda la selva. Y apostado y escondido así entre las ramas, pudo examinar de qué se trataba.

¡Hizo bien!

Porque apenas se acomodó allí, divisó una tropa de jinetes, armados terriblemente, que avanzaban a buen paso hacia el lado donde se encontraba él. Y a juzgar por sus caras negras, por sus ojos de cobre nuevo y por sus barbas separadas ferozmente por en medio en dos alas de cuervo de presa, no dudó de que fuesen ladrones, salteadores de caminos, de la más detestable especie.

En lo cual no se equivocaba Alí Babá.

Cuando estuvieron muy cerca del montículo abrupto adonde Alí Babá -invisible pero viendo- se había encaramado, echaron pie a tierra a una seña de su jefe, que era un gigante, desembridaron sus caballos, colgaron al cuello de cada uno un saco de forraje lleno de cebada, que llevaban a la grupa detrás de la silla, y los ataron por el ronzal a los árboles de los alrededores. Tras de lo cual cogieron los zurrones y se los cargaron a hombros. Y como pesaban mucho aquellos zurrones, los bandoleros caminaban agobiados por su peso.

Y desfilaron todos en buen orden por debajo de Alí Babá, que los pudo contar fácilmente y observar que eran cuarenta: ni uno más, ni uno menos...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.