Las mil y una noches:822

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Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 822: y cuando llego la 853ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 853ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

... Y sin arrearlos de otro modo, emprendió con ellos de nuevo el camino de la ciudad.

Y he aquí que, al llegar a su casa, Alí Babá encontró la puerta cerrada por dentro con el pestillo grande de madera, y se dijo: "¡Voy a ensayar en ella la virtud de la fórmula!" Y dijo: "¡Sésamo, ábrete!" Y al punto, separándose de su pestillo, la puerta se abrió de par en par. Y Alí Babá, sin anunciar su llegada, penetró con sus asnos en el patiezuelo de su casa. Y dijo, encarándose con la puerta: "¡Sésamo, ciérrate!" Y la puerta, girando sobre sí misma, fué a reunirse con su pestillo. Y de tal suerte quedó convencido Alí Babá que en adelante sería detentador de un incomparable secreto dotado de un poder misterioso, cuya adquisición no le había costado otro tormento que una emoción pasajera, debida, más bien que a otra cosa, a la cara avinagrada de los cuarenta y al aspecto amedrentador de su jefe.

Cuando la esposa de Alí Babá vió a los asnos en el patio y a Alí Babá disponiéndose a descargarlos, acudió dando palmadas de sorpresa, y exclamó: "¡Oh hombre! ¿cómo te has arreglado para abrir la puerta, que yo misma había cerrado con pestillo? ¡El nombre de Alah sobre todos nosotros! ¿Y qué traes este bendito día en esos sacos tan grandes y tan pesados que no he visto nunca en casa?"

Y Alí Babá, sin responder a la primera pregunta, dijo: "Estos sacos nos vienen de Alah, ¡oh mujer! Pero ven ya a ayudarme para llevarlos a la casa, en vez de abrumarme a preguntas acerca de las puertas y de los pestillos". Y como ella los palpara de continuo, comprendió contenían monedas, y pensó que aquellas monedas debían ser monedas de cobre antiguas o algo parecido. Y aquel descubrimiento, aunque era muy incompleto y estaba por debajo de la realidad, sumió a su espíritu en una gran inquietud. Y acabó por persuadirse de que su esposo se había asociado a unos ladrones o a otras gentes parecidas, pues, si no, ¿cómo explicarse la presencia de tantos sacos repletos de monedas? Así es que, cuando todos los sacos fueron llevados al interior, ella no pudo contenerse más, y estallando de pronto, empezó a golpearse las mejillas a dos manos y a desgarrarse las vestiduras, exclamando: "¡Oh calamidad nuestra! ¡Oh perdición sin remedio de nuestros hijos! ¡Oh poder!"

Al oír los gritos y lamentos de su esposa, Alí Babá llegó al límite de la indignación, y le gritó: "Poder de tu ojo, ¡oh maldita! ¿Qué tienes que chillar así? ¿Y por qué quieres atraer sobre nuestras cabezas el castigo de los ladrones?"

Ella dijo: "La desgracia va a entrar en esta casa con estos sacos de monedas, ¡oh hijo del tío! Por mi vida sobre ti, date prisa a ponerlos otra vez a lomos de los asnos y a llevártelos lejos de aquí. ¡Porque mi corazón no está tranquilo sabiéndolos en nuestra casa!"

El contestó: "¡Alah confunda a las mujeres desprovistas de juicio! ¡Bien veo ¡oh hija del tío! que te imaginas que he robado estos sacos! Pues bien; desengáñate y refresca tus ojos, porque nos vienen del Retribuidor, que me ha hecho encontrar mi destino hoy en la selva. Ya te contaré cómo ha tenido lugar ese encuentro, pero no sin haber vaciado estos sacos para enseñarte su contenido".

Y cogiendo los sacos por un extremo, Alí Babá los vació sobre la estera, uno tras otro. Y cayeron chorros de oro sonoro, lanzando millares de destellos en la pobre vivienda del leñador. Y Alí Babá, satisfecho de ver a su mujer deslumbrada por aquel espectáculo, se sentó en el montón de oro, recogió debajo de sí las piernas, y dijo: "Escúchame ahora, ¡oh mujer!" Y le hizo el relato de su aventura, desde el principio hasta el fin, sin omitir un detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo.

Cuando la esposa de Alí Babá hubo oído el relato de la aventura, sintió que el espanto se alejaba de su corazón para que lo reemplazase una alegría grande, y se dilató, y se esponjó, y dijo: "¡Oh día de leche! ¡oh día de blancura! ¡Loores a Alah, que ha hecho entrar en nuestra morada los bienes mal adquiridos por esos cuarenta bandidos salteadores de caminos, y que de tal suerte ha vuelto lícito lo que era ilícito! ¡El es el Generoso, el Retribuidor!"

Y se levantó en aquella hora y en aquel instante, y se sentó sobre sus talones ante el montón de oro, y se dedicó a contar uno por uno los innumerables dinares. Pero Alí Babá se echó a reír y le dijo: "¿Qué haces, ¡oh pobre!? ¿Cómo se te ocurre contar todo eso? Lo mejor es que te levantes y vengas a ayudarme a abrir un hoyo en nuestra cocina para guardar cuanto antes este oro y hacer desaparecer así sus huellas. ¡Si no, corremos riesgo de atraer sobre nosotros la codicia de nuestros vecinos y de los agentes de policía!"

Pero la esposa de Alí Babá, que era partidaria del orden en todo, y que quería tener una idea exacta acerca, de la cuantía de las riquezas que les entraban en aquel día bendito, contestó: "No, ciertamente, no quiero perder tiempo en contar este oro. Pero no puedo dejar que se guarde sin haberlo pesado o medido por lo menos. Por eso te suplico ¡oh hijo del tío! que me des tiempo para ir a buscar una medida de madera en la vecindad. Y lo iré midiendo mientras tú abres el hoyo. ¡Y de tal suerte podremos gastar a sabiendas con nuestros hijos lo necesario y lo superfluo!"

Y Alí Babá, aunque esta precaución le pareció por lo menos superflua, no quiso contrariar a su mujer en una ocasión tan llena de alegría para todos ellos, y le dijo: "¡Sea! ¡Pero ve y vuelve pronto, y sobre todo guárdate bien de divulgar nuestro secreto o de decir la menor palabra acerca de él".

Cuando la esposa de Alí Babá salió en busca de la medida consabida, pensó, que lo más rápido sería ir a pedir una a la esposa de Kassim, la rica, la infatuada, la que nunca se dignaba invitar a ninguna comida en su casa al pobre Alí Babá ni a su mujer, ya que no tenía fortuna ni relaciones, la que jamás había enviado ninguna golosina y aniversarios, ni siquiera había comprado para ellos un puñado de garbanzos, como compra la gente pobre a los niños de gente pobre. Y después de las zalemas de ceremonia le rogó que le prestara una medida de madera por algunos momentos.

Cuando la esposa de Kassim hubo oído la palabra medida, quedó extremadamente asombrada, pues sabía que Alí Babá y su mujer eran muy pobres, y no podía comprender para qué necesitaban aquel utensilio, del que no se sirven, por lo general, más que los propietarios de grandes provisiones de grano, en tanto que los demás se limitan a comprar el grano del día o de la semana en casa del tratante en granos. Así es que, aunque en otras circunstancias, sin duda alguna, se lo hubiese negado todo bajo cualquier pretexto, aquella vez la picó demasiado la curiosidad para dejar escapar semejante ocasión de satisfacerla.

Le dijo, pues: "¡Alah aumente sobre vuestras cabezas sus favores! ¿Pero quieres la medida grande o pequeña, ¡oh madre de Ahmad! La aludida contestó "Mejor será la pequeña, ¡oh mi señora!" Y la esposa de Kassim fué a buscar la medida consabida.

Y he aquí que no en vano aquella mujer fué objeto de un trato de alcahuetería (¡Alah rehúse sus gracias a los individuos de esta especie y confunda a todas las taimadas!), pues queriendo saber a toda costa qué clase de grano pretendía medir su parienta pobre, ideó una de tantas supercherías que como siempre tienen entre sus dedos las hijas de zorra. Y, en efecto, corrió en busca de sebo y untó con él diestramente el fondo de la medida por debajo, por donde se asienta ese utensilio. Luego volvió al lado de su parienta, excusándose por haberla hecho esperar, y le entregó la medida. Y la mujer de Alí Babá se deshizo en cumplimientos y se apresuró a volver a su casa.

Y comenzó por colocar la medida en medio del montón de oro. Y se puso a llenarla y a vaciarla un poco más lejos, marcando en la pared con un trozo de carbón tantos trazos negros como veces la había vaciado. Y cuando acababa de dar fin a su trabajo entró Alí Babá, que había terminado, por su parte, de abrir el hoyo en la cocina. Y su esposa le enseñó los trazos de carbón en la pared, exultando de alegría, y le dejó el cuidado de guardar todo el oro, para ir por sí misma con toda diligencia a devolver la medida a la impaciente esposa de Kassim. Y no sabía la pobre que debajo de la medida había quedado pegado un dinar de oro al sebo de la perfidia.

Entregó, pues, la medida a su parienta rica, la que fué colocada por la alcahueta, y le dió muchas gracias y le dijo: "He querido ser puntual contigo, ¡oh mi señora! a fin de que otra vez no dejes de tener conmigo tanta amabilidad". Y se fué por su camino. ¡Y esto es lo referente a la esposa de Alí Babá!

En cuanto a la esposa de Kassim, solamente esperó la taimada a que su parienta volviera la espalda, para dar vuelta a la medida de madera y mirar la parte de abajo. Y llegó al límite de la estupefacción al ver pegada en el sebo una moneda de oro en vez de algún grano de habas, de cebada o de avena. Y la piel del rostro se le puso de color de azafrán, y los ojos de color de betún muy oscuro. Y su corazón se sintió roído de celos y de envidia devoradora. Y exclamó: "¡Destrucción sobre su morada! ¿Desde cuándo esos miserables tienen el oro así para pesarlo y medirlo?" Y era tanto el furor inexpresable que la embargaba, que no pudo esperar a que su esposo regresase de su tienda, sino que le envió a su servidora para que le buscara a toda prisa.

Y no bien Kassim, sin aliento, franqueó el umbral de la casa, le acogió con exclamaciones furibundas, como si le hubiese sorprendido triturando a algún mozalbete.

Luego sin darle tiempo para reponerse de aquella tempestad, le puso debajo de la nariz el consabido dinar de oro, y le gritó: "¡Ya lo ves! ¡Pues bien, esto no es más que lo que les sobra a esos miserables! ¡Ah! te crees rico y a diario te felicitas por tener tienda y clientes mientras tu hermano no tiene más que tres asnos por toda hacienda. Desengáñate, ¡oh jeique! Alí Babá, ese desmañado, ese barriga hueca, ese insignificante, no se contenta con contar su oro como tú: ¡lo mide! ¡Por Alah que lo mide, como el tratante en granos hace con el grano!"

Y con una tempestad de palabras, de gritos y vociferaciones le puso al corriente del asunto y le explicó la estratagema de que se había valido para hacer el asombroso descubrimiento de la riqueza de Alí Babá. Y añadió: "¡No es eso todo!, ¡oh jeique! ¡A ti te incumbe ahora descubrir el origen de la fortuna de tu miserable hermano, ese hipócrita maldito, que finge pobreza y maneja el oro por medidas y a brazadas!"

Al oír estas palabras de su esposa, Kassim no dudó de la realidad de la fortuna de su hermano. Y lejos de sentirse feliz por saber que el hijo de su padre y de su madre estaba al abrigo de toda necesidad para lo sucesivo, y de regocijarse con su dicha, alimentó una envidia biliosa y sintió que se le rompía de despecho la bolsa de la hiel...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.