Las mujeres de la independencia/VII
ROSARIO ROSALES.
Despues del triunfo de las armas españolas sobre los ejércitos de la república, es decir, durante la reconquista, muchos de los hombres que habian tomado parte a favor de la revolucion fueron condenados por Ossorio a las prisiones o al destierro. Cuando las prisiones de la capital estuvieron repletas se recurrió a la deportación, elejiéndose como sitio predilecto el presidio de Juan Fernandez situado en la isla inmortalizada por Crussoe. En ese lugar los sufrimientos eran mayores i la muerte mas fácil: se moria silenciosamente i los nombres de las víctimas no podian despertar la compasion de nadie, pues se ignoraba el martirio. De esta manera se desarmaba tambien a la venganza.
Entre los condenados a la muerte del destierro en los presidios coloniales, se encontraba don Juan Enrique Rosales, anciano honorable, que habia ocupado altos puestos públicos durante la república i que se encontraba enfermo, casi moribundo.
Ese septuagenario tenia una hija jóven i hermosa, llamada Rosario, la cual desde que supo el triste destino de su padre no vaciló en seguirle a su prision, ligando para siempre su brillante porvenir al del autor de sus dias. No hai heroismo igual a los veinte años! No hai enerjía semejante a la suya para conseguir tan jeneroso intento!
La empresa, sin embargo, era mas árdua de lo que ella se habia imajinado; creyó la cosa mas natural que una hija siguiera a su padre a la prision, pero rio era así, se le prohibió acompañarle. Entónces la heróica jóven se lanzó de puerta en puerta para obtener ese favor; el favor de cuidar de un viejo, casi un cadáver! pero fué rechazada en todas partes.
¡Hermoso espectáculo el que ofrecía aquella mujer jóven, adornada con todas las gracias del espíritu, con todos los atractivos de una figura encantadora, que perseguia con obstinacion su propósito i no se desalentaba ante las dificultades, las humillaciones i los mil peligros de su situacion! Se presenta delante de todos los poderosos del dia i les espone su exijencia; pero nadie la atiende. Suplica, exije, llora, se desespera, todo inútilmente. Hasta los lacayos le cierran el paso. No ha habido calvario igual al de esa jóven.
Llega al fin el dia de la partida, i los deportados son embarcados a bordo de la corbeta Sebastiana. Cuando la enerjía mas viril se hubiera doblegado ella no se desalienta un instante. Se presenta a sir Tomas Staime, comandante de la fragata inglesa Bretona, anclada en Valparaiso, i le ruega pida al capitán de la Sebastiana le conceda el favor de seguir a su padre. El marino se conmueve ante esa súplica tan noble i ante esa mujer tan bella i le promete obtener lo que solicita. El corazon castellano se dispone a la clemencia, no ante las lágrimas de la hija, sino ante la solicitud del poderoso marino. La jóven llora de placer al saber que no se la separará de su padre.
Sin recursos de ningún jénero, no llevando consigo mas ropas que las que cubrian sus cuerpos (pues no era posible burlar la vijilancia española i el gobierno prohibia estrictamente los ausilios de la familia) los desterrados se pusieron en marcha para la desierta isla. Dos años habitó la jóven con su padre un rancho espuesto a todas las intemperies del tiempo; dos años se alimentó con los frejoles de los prisioneros! Una noche un incendio redujo a cenizas su habitacion i miserable moviliario. Entónces continuaron viviendo al abrigo de las grandes rocas, a la sombra de los árboles, hasta que el triunfo de la revolucion la condujo al seno de su familia. Aquel regreso debió ser una verdadera apoteósis a la virtud i a la perseverancia sin ejemplo de Rosario Rosales.