Ir al contenido

Las veladas del tropero/La guachita

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA GUACHITA

Antonio no había nacido con suerte; todo siempre le salía mal; cualquiera que fuese el trabajo que se emprendiera, sus esfuerzos resultaban estériles, y después de haber probado mil oficios, resolvió, mientras era todavía joven y fuerte, ver si en el campo la fortuna le sería más favorable que en la ciudad.

Un estanciero amigo lo habilitó con una majada; le facilitó unas cuantas vacas lecheras y algunos caballos, y empezó á trabajar con ahinco para hacer de su modesto puesto una habitación cómoda y agradable. Su mujer y él habían vivido siempre rodeados de relativas comodidades, y no era cosa de vivir como cualquier gaucho acostumbrado á dormir en cualquier parte y á comer cualquier cosa.

Plantó algunos duraznos, cultivó una pequeña huerta de verduras y crió gallinas y pavos para poder variar la comida y no estar siempre, él y la familia, á pura carne, toda la vida: asado y puchero, puchero y asado. Entendía lo que era vivir como la gente, y no mezquinó los esfuerzos para conseguir su objeto.

No por esto descuidaba los intereses, pues aquello lo hacía en los momentos que le dejaba libres el cuidado de la majada. Vigilaba mucho sus ovejas, las cuidaba con esmero; las curaba de la sarna, no las dejaba mixturarse con las otras majadas; en una palabra, era un excelente puestero, empeñado en dejar á su patrón conforme con su trabajo y su comportación.

Pero, ¿qué quieren? Al que nace sin suerte no le valen los empeños y todo le iba mal. Las plantas se le secaban, las gallinas no ponían ó los pollitos se les morían, las vacas quedaban flacas y apenas les alcanzaba la leche para criar raquíticamente el ternero; las ovejas siempre estaban flacas y llenas de sarna, daban poca lana, ninguna gordura y escasa parición.

Antonio se desesperaba. Su mujer maldecía el día en que había ligado su suerte con semejante desgraciado, y no se quedaba atrás para decírselo y cantarle lo que llamaba sus verdades. Para ella no era mala suerte, sino incapacidad, ignorancia, inbecilidad; tan bien que para ambos la vida se había vuelto un infierno, y que Antonio ahora se lo pasaba casi todo el día vagando por el campo ó pastoreando las ovejas que, siquiera, no le retaban.

Un día que, echado de bruces entre el trébol, olvidando por un rato su constante mala suerte, dejándose embriagar por el perfume penetrante de los pastos silvestres y la tibia suavidad de la atmósfera pampeana, oyó de repente que las ovejas se empezaban á llamar unas á otras y corrían hacia una mata de pajas altas. Pronto estuvo allá toda la majada, y, acercándose Antonio, vió que las ovejas hacían rueda alrededor de un bultito negruzco que se movía y chillaba. Se apeó y alzó en sus manos á una niñita recién nacida, negra, fea y contrahecha, que gritaba como mil deinonios. Quedó un corto rato perplejo, rodeado siempre de las ovejas que parecían seguir con el mayor interés todos sus gestos, pero pronto volvió á montar, después de haber depositado con cuidado la niñita en el recado, é iba á emprender la marcha para el puesto, cuando vió surgir en súbita aparición, detrás de la paja, y disparar á todo correr, en corcel obscuro, un jinete todo vestido de negro. Espoleó para seguirlo, pues no podía dudar que por él hubiese sido dejada allí la criatura; pero en un abrir y cerrar de ojos se había desvanecido el misterioso personaje. Y caviloso se dirigió hasta su casa, seguido por toda la majada, que a pesar de todos los esfuerzos que hacía para espantarla, lo acompañó balando.

La señora, por supuesto, al oir los balidos y el tropel, creyó que las ovejas invadían la quinta y salió del puesto para atajarlas, renegando ya contra su marido que, en vez de cuidarlas, pensaba, estaría quién sabe dónde; y cuando lo vió bajarse en el palenque, siempre rodeado por las ovejas, quedó bastante sorprendida. Pero su sorpresa fué mayor cuando lo vió llegar hacia ella con el hallazgo.

—¿Y qué piensas hacer con esto?—le dijo.— ¿Para qué me traes ese monstruo?

—Lo traigo—contestó Antonio,—porque lo encontré. ¿Qué hubieras hecho tú?

La mujer no dijo nada; pues claro era que hubiera hecho lo mismo; pero consideró, y mucho más cuando le hubo contado lo de la aparición, que seguía la suerte favoreciendo á Antonio del mismo singular modo que hasta entonces había acostumbrado; y tomó de manos de su marido la horrible criaturita con la idea de que iba á ser una carga sin compensación, ó quizás algo peor. La llevó, por fin, al rancho, sin saber cómo la iba á mantener, pues no tenía leche; y las ovejas, que parecían interesarse de veras por la chica, pues habían quedado paradas cerca del palenque, amontonadas y mirando al grupo, como si estuviesen esperando la decisión de la patrona, sólo cuando vieron que ésta se la llevaba, poco a poco se fueron retirando para el campo, extendiéndose de nuevo á comer.

La señora de Antonio mandó á uno de sus hijos que fuera á traer una de las lecheras, aunque bien supiese que poca ó ninguna leche tenían, pero algo debía hacer para conservar la vida de la criatura; y no fué poca su admiración al ver que la vaca que le traían, generalmente mañera y de poca leche, se venía sola al palenque para que la atasen, con la ubre tan hinchada que parecía que pidiese que la ordeñasen. Sin necesitar siquiera hacer mamar el ternero, la señora, en un momento, llenó un balde de leche espumosa y gorda, y soltó la vaca todavía á medio ordenar.

No dejó esto de llamarle mucho la atención y se lo contó á Antonio cuando volvió éste del campo; y él, á su vez, le hizo acordar cómo las ovejas le habían hecho encontrar á la chica, cómo lo habían acompañado cuando la traía, y cómo sólo se habían retirado después de haber visto que quedaba bien atendida su protegida. Y al pensar en la singular y tétrica figura del enlutado jinete que parecía habérsela confiado, quedaron ambos muy pensativos.

El caso no era para menos. ¿De dónde podía venir esa chica? Después de repasar en la mente á cuanta vecina había por allí, bien tenían que confesar que no podía ser del pago. ¿La habrían, entonces, traído de muy lejos? Esto, sí, probablemente. ¿O sería más bien—insinuó Antonio,—algún peligroso regalo de quién sabe quién?

No dejaban de tener al respecto sus dudas, ¡ocurren tantas cosas que uno no sabe!

Lo cierto es que por fea, negra y contrahecha que fuera la niña, lo de las ovejas siguiéndola y lo de la leche manando con inesperada abundancia, se la habían hecho ya simpática, á tal punto, que, sea porque se acostumbraran á verla, sea porque realmente así fuera, les parecía disminuir su fealdad á medida que se iba criando.

Y también á medida que se iba criando la Guachita, como habían dado todos en llamarla, parecía desarrollarse más y más la extraordinaria facultad de que parecía dotada de acrecentar, á su paso, hasta la exuberancia, la producción de los bienos de la tierra.

Para asegurar su amamantamiento, las pocas lecheras de Antonio parecían haberse concertado, y la cantidad de leche que producían era tal, que tuvo el ya afortunado puestero que conchabar á varios peones que no hacían otra cosa que ordeñar, ordeñar y ordeñar. La venta de la leche se volvió todo un asunto y pronto tuvo que organizar una cremería y una fábrica de quesos que tal resultado le dieron, que pronto desapareció el desaliento de antaño para dar lugar á las más risueñas esperanzas de fortuna.

Mientras tanto, crecía la Guachita. Empezaba á caminar, á correr por todas partes, á interesarse en todo lo que la rodeaba, y fea como era, parecía ejercer sobre los seres invencible atracción, comunicándoles, en cambio, lo mismo que á las plantas, milagrosa fecundidad. Bastaba que apareciese en el patio para que las gallinas y sus pollos viniesen corriendo hacia ella, y que, del fondo del montecito, acudiesen los pavos en busca del grano de las miguitas de pan que solía repartirles.

A pesar de que bien poca fuera la cantidad que les pudiera dar sus pequeñas manos, todas las gallinas, como agradecidas, pronto disparaban para sus nidos y no pasaba media hora sin que resonara en cuanto rincón apartado había en el monte y en las casas, el canto tan conocido, el cloqueo de orgullosa llamada de las ponedoras.

Y cada gallina clueca también sacaba tantos pollos cuantos huevos se le habían puesto, cruzándose por el patio y por todas partes en busca de la Guachita sus bandadas alegres y comilonas.

Los pavos se multiplicaban que daba gusto y todos engordaban & ojos vistas, tanto que, cansados de comer de ellos, Antonio les tenía que buscar provechosa salida, lo que no dejaba de hacer; y como ya tenían fama los productos de su puesto, no faltaban clientes para los miles de huevos y los centenares de aves que, con inacabable profusión, siempre tenía á mano.

Ya no renegaban de la suerte Antonio y su mujer; gozaban del más amplio bienestar, y lo atribuían, como era justo, & la influencia de la Guachita, aunque siempre sin saber de dónde le podría venir tan misterioso poder.

Los duraznos que había plantado Antonio, y que hasta entonces nunca habían dado más fruta que si hubieran sido sauces, estaban Todavía sin florecer, cuando, una mañana, se le ocurrió tomar de la mano á la Guachita y llevarla á pasear por la huerta; y fué todo uno tocar ella una planta con su manita y brotar miles de pimpollos en cada rama, y llevada así por él de árbol en árbol, todos los iba tocando, siendo como si hubiera prendido, uno tras otro, todos los focos de luz rosada de alguna espléndida iluminación.

Cuando, algunos días después, cubrió el suelo la nieve de las flores marchitas ya, Antonio y su mujer vieron con asombro que ni una sola había dejado de cuajar y que los árboles estaban tan cargados de fruta que se corría gran peligro de que se quebrasen las ramas y de que no llegasen á alcanzar para semejante cosecha todas las canastas del pago.

¡Y las ovejas! «Era una bendición de Dios», aseguraba la señora, y no podía menos, al decir esto, que dar á la Guachita un sonoro beso agradecido y casi maternal, en su carita seria de china fea. Antonio, aunque también así le pareciese, conservaba ciertas dudas sobre si era de Dios la bendición, ó de algún otro ser poderoso y desconocido, de éstos que por la Pampa andan rodando, montados en briosos pingos, y que, sin que nadie los vea, cruzan los campos, sembrando, traviesos, acá y acullá, el bien y el mal, á sabiendas ó sin saber, con intención ó por capricho, pero lo cierto era que al mirar, en el campo ó en el corral, su magnífica majada, de puras ovejas sanas y gordas, con lana tupida y larga, madres todas de corderos juguetones, cuyas correrías por todos lados espejeaban en la loma, Antonio sentía su corazón henchirse de alegre esperanza, casi olvidado ya de las inevitables congojas que consigo trae, aun en la dicha, el largo hábito de la desgracia.

Empezaba de veras á creerse feliz, y creerse feliz, ¿qué es sino serlo?

Y con el pasar de los años, su prosperidad llegó á ser completa. De pobre puestero, en pocos años, se había vuelto estanciero, dueño de campo y de haciendas; y su familia, numerosa, como tiene que ser la de todo hacendado, pues así la necesita para ayudarle en sus faenas, y así lo quiere la naturaleza, cuya ley manda que donde abunda la tierra fértil, también abunde la gente, se iba criando en paz, robusta y sana.

Una tarde, al anochecer, llegó al palenque de la estancia un gaucho, todo vestido de negro, montado en hermoso caballo obscuro, lujosamente aperado. Nadie lo había visto venir, los perros no habían anunciado su llegada, y quedaba silencioso, sin llamar, sin apearse, pensativo al parecer, y como estudiando la disposición de las casas y lo que en ellas podía haber.

Los rebaños estaban encerrados; los caballos de servicio, desensillados, estaban atados dentro del cerco, debajo de los árboles; pues ya se habían acabado las faenas del día, y como era en invierno y hacía frío, las puertas de las habitaciones quedaban cerradas, menos la del rancho que servía de cocina.

De ahí fué que, al rato, salió la Guachita, atravesando el patio para llegar al comedor, donde estaba reunida la familia, esperando que se sirviese la cena. La Guachita se había hecho moza; tenía diez y ocho años, pero la pobre había quedado tan fea en realidad, y tan contrahecha como cuando don Antonio la encontrara entre las pajas, y bien difícil parecía que, á pesar del precioso don de fecundidad que había recibido al nacer, pudiera ser algún día objeto de amorosa codicia.

Estaba ya en el mismo medio del patio, cuando el jinete, con voz imperiosa, desde el palenque, dijo, sin moverse:

—¡O te quedas con el amor, ó te vienes con la muerte!

Y la niña, al oir esa voz, se detuvo, como paralizada por el terror, lanzando un grito tan agudo, que las puertas de la casa, al momento se abrieron de par en par, abalanzándose Antonio y sus hijos, con el cuchillo en la mano, en auxilio de la Guachita.

La encontraron muda, inmóvil, los ojos llenos de espanto. La rodearon, la llamaron por el nombre que tan cariñosamente le daban, inquiriendo, preguntándole lo que ocurría; la quisieron llevar para las casas, pero ni caminaba ella, ni la podían mover; y mientras se esforzaban, se repitió en el palenque la orden:

—¡O te quedas con el amor, ó te vienes con la muerte! Y a pesar de los esfuerzos que hacían todos para detenerla, movida como por invencible poder, alzando los brazos al cielo con desesperación, lenta, pero irresistiblemente, á pasitos cortos, como liviano fantasma, se empezó á dirigir hacia el misterioso visitante que la llamaba.

Entonces Marcelo, el hijo mayor de don Antonio, mozo guapo y valiente, dejando que los demás se empeñasen en detenerla, loco de furor, con la daga en la mano, corrió hasta el palenque desafiando al atrevido que les quería arrebatar á su Guachita.

Lo detuvo una carcajada del jinete, y con la pálida luz de las estrellas vió, atónito, bajo las alas gachas del chambergo, diseñarse las repelentes facciones de la fatídica calavera. Se dió vuelta horrorizado, y al ver que seguía viniéndose la Guachita, atraída hasta el raptor fatal, se tiró de rodillas delante de ella, gritando:

—Guachita, no te vayas, ¡no me dejes, Guachita! ¡te quiero!

Contestando á este grito de amor, un grito de rabia se dejó oir en el palenque.

El jinete había desaparecido y la Guachita, tiernamente recostada en el brazo viril de su amante, volvía con él á la sala.

¡Milagro! La Guachita, negra, fea, contrahecha, se había transformado en una niña regiamente hermosa y bizarra, y aclamaron todos, entusiastas, á la joven pareja, cuyo amor había vencido á la muerte envidiosa y á sus hechizos.