Las veladas del tropero/Suerte peligrosa

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SUERTE PELIGROSA

Estaban sentadas la madre y la hija muy cerca del fogón, por el frío que hacía, tomando mate, después de cenar, cuando tras largo y ya molesto silencio, la muchacha se decidió á soltar el secreto que le quemaba el pecho, y resueltamente dijo á la vieja:

—Quiero casarme con Demetrio.

La madre la miró, y meneando la cabeza, contestó:

—¿Quién sabe si querrá él?

—Haga usted, pues, que quiera, madre—dijo la muchacha.

—Trataré, hija; pero va á ser trabajoso, porque seguramente se va á entrometer don Prudencio; y bien sabes que mi poder ante el suyo cede.

La vieja, una china fiera, toda desgreñada y harapienta, tenía fama de ser, como tantas otras en la Pampa, aficionada á brujear y de saber, con ciertas yerbas, grasas y otros elementos, componer filtros inspiradores de amores imprevistos ó de odios repentinos. Su hija, sin ser bonita—de semejante madre hubiera sido difícil, tenía ese atractivo de la juventud que, muchas veces, basta para imponerse á los corazones desprevenidos, y á pesar de su pobreza, soñaba casarse con Demetrio, de quien se había enamorado locamente.

Era éste un joven estanciero, buen muchacho y bastante rico, trabajador, asimismo, y muy dedicado á sus quehaceres. Había heredado la estancia de sus padres, muertos cuando él era criatura, y la administraba muy bien. Cierto es que, en orfandad, había sido protegido y siempre bien aconsejado por un antiguo amigo de su finado padre, don Prudencio, hombre de mucho tino y de gran sabiduría.

A éste la bruja lo tenía por brujo, y por tanto más poderoso cuanto más ignoraba ella de qué medios se valía para contrarrestar sus conjuros que más de una vez había desbaratado.

Muchos sólo lo tenían á don Prudencio por hombre de mucha experiencia y de buen sentido; bastando, es cierto, á menudo, esas dos cosas tan raras, para darle á uno fama de brujo.

No perdió tiempo la vieja para complacer á su hija y aprovechó de que esa misma noche era de luna menguante para salir al campo en busca de las plantas é ingredientes necesarios para el éxito de sus artimañas. A la madrugada soltó las ovejas, previamente rociadas con un agua preparada secretamente por ella, en dirección al campo de Demetrio, y pocas horas después había conseguido su objeto preliminar, que era hacerlas mixturar con alguna majada de la estancia, mandando á la muchacha á pedir, sobre la marcha, aparte á Demetrio. Fué ésta con su mejor ropa, por poco propicia que fuese la ocasión para lucir un percal tan duro y quebradizo, y en el bolsillo de su vestido llevó un pequeño frasco cuyo contenido debía producir en el que lo bebiera un amor fulminante hacia ella.

Demetrio, al ver desde su casa que se iban á mixturar las majadas, montó á caballo y se vino disparando cortarlas; pero no las pudo separar, y después de un rato pasado entre ellas, sintió su corazón—efecto del vapor que despedía el líquido con que habían sido salpicadas las ovejas de la vieja,—presa de un sentimiento hasta entonces desconocido; sintió que necesitaba, pero con ansia, así, de golpe, querer y ser querido. Mientras crecía en él ese apremiante anhelo y lo invadía todo, divisó á la muchacha que venía hacia él al galope; y cuando llegó á su lado creyó ver en ella el alivio ofrecido á su pena. Cruzaron ambos miradas ardientes, mientras explicaba la joven, bastante turbada y sin saber muy bien lo que decía, sin que tampoco, por lo demás, la entendiera muy bien Demetrio, cómo ella se había descuidado y cómo venía á pedir disculpa y aparte.

Demetrio, más turbado que ella, la invitó á pasar para las casas, mientras se encerraban las majadas, y ordenó al capataz que allí estaba que trajese mate. El capataz no se lo hizo decir dos veces, pues era joven, soltero y buen mozo, y no le disgustaba la ocasión de rozarse con una muchacha interesante. Alcanzó el primer mate á la niña, quien aprovechó la ocasión para echar en él, con todo disimulo, al devolvérselo, algunas gotas del filtro preparado por la madre, pensando rematar así la victoria ya casi lograda. Pero en el momento en que volvía el capataz con el mate para ofrecérselo á Demetrio, abrió la puerta don Prudencio y llamó al joven con tal tono de imperioso apuro, que éste no pudo vacilar en obedecer y salió, excusándose con la muchacha é indicando al capataz que aprovechara él el mate servido.

La niña se quería morir y se retorcía, agitada en la silla, impotente para impedir la catástrofe que amenazaba sus amores; y vió al capataz tomando delante de ella el mate preparado para acabar de enamorar á Demetrio. Lo miraba con terrible inquietud, sabedora de la eficacia de los filtros maternos, y efectivamente, antes de haber agotado el mate, el capataz estaba á sus pies, declarándola su irresistible amor.

Demetrio volvió en este mismo instante y como si el hechizo que sufriera, victoriosamente combatido ya por los argumentos de don Prudencio, no precisara más que el inesperado espectáculo del capataz enamorado para quedar del todo destruído, miró desdeñosamente á ambos y les ordenó que se retirasen de su vista.

Anonadada por semejante desgracia, la muchacha se fué, sostenida por su improvisado amante, quien la llevó á su casa y la entregó á la madre, pero no sin llevarse la promesa de que serían admitidas sus visitas.

A falta del patrón, más vale, pensó la vieja, el capataz que un peón, y ya que por el efecto del filtro que había tomado, estaba tan embelesado, no había más que aprovechar la ocasión y casarlos. Y así fué; pero, como madre engañada y bruja burlada, juró vengarse.

Y se lo hizo jurar dos veces su hija, cuando algún tiempo después supo que Demetrio se había casado con una sobrina de don Prudencio.

No hubo día desde entonces que no salieran por el agujero del techo de paja, en el rancho de la vieja, humaredas sospechosas: espesas y negras como nubes de tormenta, o transparentes y azuladas como rocío matutino, coloradas como una puesta de sol en día de viento, ó amarillentas como nubarrón preñado de granizo; con olor á azufre á veces, y otras de perfume penetrante.

Y pronto se dejaron sentir en la vecindad los terribles efectos de las brujerías de la vieja, pagando más de un inocente los platos rotos y sufriendo desastres, sin haber tenido en ellas arte ni parte, por las contrariedades amorosas de su hija. Hubo quemazones terribles, mundaciones devastadoras, invasiones de mosquitos, gegenes y tábanos que arruinaron las haciendas, seguidas de epizootias que las diezmaron; pero Demetrio, gracias a las medidas salvadoras oportunamente tomadas por don Prudencio, pudo evitar que el fuego penetrase en su campo y que el agua quedase estancada en él; sus haciendas, vacunadas con tiempo, no se enfermaron y pudo aprovechar de que sólo su campo hubiese quedado en buen estado para comprar á vil precio las haciendas enflaquecidas de sus vecinos y ganar mucho dinero.

La bruja casi reventó de ira al ver que ninguno de sus maleficios lo había alcanzado. En un arranque de rabia, volcó al patio todo lo que todavía quedaba en las ollas, pavas, latas ó tachos, en que había estado preparando su diabólica cocina; y durante un mes, no pudo pasar nadie, por el mal olor que despedían esos residuos á una legua en contorno. Pero ahí encontró su propio castigo, pues todas las plagas producidas por sus maleficios se desencadenaron entonces con tal fuerza, en el campito que ocupaba y en su hacienda que, á los pocos días, quedó todo quemado ó anegado; y los animales, arruinados por los mosquitos y presa de las enfermedades más variadas, dejaron sus osamentas, perdidas con cuero y todo, en un abrojal impenetrable.

Por supuesto, todo lo achacaba á su contrario don Prudencio, á quien trataba de brujo infame, que en vez de mostrarse buen compañero con los colegas, les impedía que aprovecharan su trabajo; hasta que acabó por encontrar un medio sencillo y terrible para vengarse.

Don Prudencio, pensando por su parte que había quedado la bruja impotente, ya que sus artimañas sólo á ella habían perjudicado, resolvió efectuar un viaje á la capital que, desde mucho tiempo, tenía proyectado. Hizo sus recomendaciones á Demetrio y á su mujer, les encomendó de telegrafiarle sin demora en caso de que sucediera cualquier cosa anormal y se despidió por un mes.

Demetrio había hecho domar con todo cuidado para su silla un precioso potrillo, y desde la primera vez que lo había montado había quedado encantado con su andar suave y ligero. Al llegar á la pulpería á donde había ido para una diligencia, cruzó la cancha preparada, como de costumbre, para las carreras. Estaba vareando justamente su parejero un gaucho, á quien en seguida conoció. Era su antiguo capataz, casado con la hija de la bruja; Demetrio, lejos de guardarle rencor, más bien le agradecía haber apartado de su camino el imprevisto escollo de su posible matrimonio con la muchacha aquélla, preparando así, sin querer, su actual felicidad; y acercándose á él, lo saludó.

El hombre aprovechó la ocasión para ponderar el potrillo, é insinuó que lo debería probar en la cancha. Demetrio en su vida había corrido una carrera formal y menos aún arriesgado dinero en caballos, pero nunca tampoco le había disgustado probar la ligereza ó la resistencia de algún animal de su marca. Consintió, pues, y desensilló; y, en pelo, se fué con el otro hasta la punta de la cancha. Corrieron cuatro carreras, y aunque fuera el caballo del gaucho animal muy guapo y muy ligero, lo cortó á luz, las cuatro veces, el potrillo de Demetrio, sin necesitar siquiera rebenque. Felicitó á Demetrio el yerno de la bruja, y después de aconsejarle de asistir con su potrillo á las carreras del domingo, se despidió.

¿Por qué sería que desde ese momento Demetrio ya no pensó en otra cosa que en correr carreras? Se acostaba pensando en carreras; soñaba con carreras, y se despertaba acordándose sólo de las carreras, y, todo el día, en ellas pensaba.

Fué, por supuesto, á la reunión del domingo, é hizo correr el potrillo; y no pudo menos que entusiasmarse más y más con el animal, pues cada carrera para él era un triunfo. Triunfos explicables para quien hubiera podido ver á la bruja sentada en ancas del corredor y castigando, como puede en semejante caso castigar una bruja.

Difícil es á un hombre, en una reunión, ganar en las carreras sin arriesgar después algunos pesitos á la taba ó al choclón; y así le sucedió á Demetrio, y también es difícil, muy difícil, que el que juega no se apasione, y no quiera, si gana, ganar más, y si pierde, recuperar lo perdido. Menos que cualquier otro podía Demetrio, sugestionado sin saberlo por la bruja y su yerno, esquivar el tropezón, y se volvió ese día, en pocas horas, jugador empedernido.

Es que también ese día fué todo de gloria para él: no sólo ganó todas las carreras con su potrillo, sino que la taba con que jugó parecía cargada y que como marcados le salieron los naipes con que probó la suerte. Si hubiese perdido, quizá se salva, pero ganó sin cesar y la pasión del juego de tal modo se apoderó de él, que desde entonces pudo cantar victoria la bruja vengativa: había dado con la tecla.

La mujer de Demetrio extrañó mucho, el día siguiente, ver que su marido, tan asiduo siempre en sus trabajos, no se ocupaba más que de su potrillo, haciéndolo cuidar como si hubiera sido algún padrillo de gran precio. Vió con disgusto que todos los días, casi, iba á la pulpería y que allí pasaba las horas, volviendo después á casa, ó demasiado alegre ó demasiado triste. Unas veces, volvía con el tirador lleno de pesos y no hablando sino de comprar cosas de puro lujo; otras venía sin un cobre y hecho un tigre. Empezó la señora á concebir sospechas aterradoras, viendo ya cercana la tormenta que derriba el hogar y lo hunde en la desgracia y en la miseria. Sigilosamente, mandó un telegrama á don Prudencio.

Pero pasaron días y semanas sin que éste volviera ni diera señales de vida, y mientras tanto, seguía Demetrio jugando. Empezaba á perder, en medio de caprichosas alternativas, mucho más de lo que antes había ganado. Su genio se alteraba; sus modales se volvían destemplados; maltrataba & su gente y por poco hubiera maltratado á su mujer cuando quería ella conocer los motivos de su malestar y de ese cambio repentino.

La bruja gozaba. En su fogón, sólo ya burbujeaba despacio el contenido de una única olla, vigilada por su yerno y su hija, con el mismo afán que por ella misma. Habían bastado algunas gotas de lo que allí cocinaba para proporcionar á Demetrio el cebo de la engañosa y pasajera suerte que ya lo iba conduciendo al abismo, y la vieja veía próximo el momento en que podría, si no viniese á estorbar ese otro brujo de don Prudencio, hacer pasar, por medio del juego, á manos de su yerno la estancia de Demetrio con las haciendas que le quedaban. Todo ya casi estaba listo; apenas cuatro noches y tres días más de cocimiento faltaban, y dos ó tres ingredientes, que ya los había conseguido y los tenía á mano, para poder inspirar con seguridad á su yerno la audacia del desafío final, darle la irresistible suerte momentánea que necesitaba y hacer á la vez á Demetrio presa de la obcecación indispensable para que arriesgara en un minuto de locura toda su fortuna.

Pero sucedió que el día anterior al que para librar la gran batalla había ella fijado, se encontró Demetrio en la pulpería con un forastero muy jugador, al parecer, pues se conocía que andaba tanteando á todos los á quienes suponía susceptibles de arriesgar algo á cualquier juego que fuera. Y generalmente perdía el hombre; parecía tan chambón como vicioso, y como también se conocía que tenía pesos y ganas de perderlos, Demetrio poco se hizo de rogar para iniciar un partido.

Empezaron por jugar á los naipes y Demetrio ganó, al principio; y á medida que se empeñaba el contrario en recuperar lo perdido, se entusiasmaba él para ganar más, tan bien que, sin pensar, aceptó paradas cada vez más fuertes y que, de golpe, en cuatro ó cinco jugadas desgraciadas, no sólo volvió á perderlo todo, sino que quedó sin un peso y con su palabra empeñada por cantidades que nunca hubiera podido realizar sino vendiendo toda su hacienda y parte del campo.

Febril, desesperado y subyugado, á la vez, por la mirada tan irónicamente fría del forastero jugador, aceptó la oferta que éste le hizo de desquitarse con él con un tiro de taba, jugando lo que de su estancia le quedaba por lo que ya le debía.

Tiró primero el forastero, pero nada sacó; tiró Demetrio, y casi, casi cayó suerte; volvió á tirar el otro y ganó.

—Cuanto antes me entregue la estancia, señor—dijo éste en seguida,—mejor será.

—Vamos—dijo Demetrio, y montando á caballo, fueron hasta las casas.

Demetrio ya no pensaba sino en el modo de disculparse con su mujer de tamaña locura, y cuando llegó en su presencia le dijo, al presentarle al forastero:

—He vendido al señor la estancia con sus haciendas y se la vengo á entregar.

La señora, que hacía tiempo que lo venía entendiendo todo, se dejó caer en una silla y echó á llorar; y las lágrimas de su mujer conmovieron de tal modo á Demetrio, que, comprendiendo por fin la magnitud de su crimen, no pudo menos que ahogarse él también en llanto. Ante él se abría el triste horizonte de miseria á que quedaban condenados por su culpa; veía entregada á las borrascas de la vida precaria la felicidad de su hogar hasta hacía poco tranquilo, tan dichoso, y lloraba amargamente.

Pero había que ser hombre; se enderezó y dirigiéndose al forastero, se puso á sus órdenes.

Mientras le miraba, esperando que le contestase, vió con admiración que el hombre se quitaba de un gesto la barba espesa que casi tapaba todas sus facciones y la larga melena que le había hecho desconocer y tomar por forastero por todos los vecinos que lo habían visto y por él mismo, y conoció, lleno de alegría y de vergüenza, á don Prudencio, su gran protector, su juicioso y sabio amigo, que sin grandes esfuerzos había sabido frustrar los funestos planes de la bruja vengativa.

FIN